Florence

Pronto!

—Profesor Lovell, ¿quería verme?

George Lovell dejó su bolígrafo y juntó suavemente las yemas de los dedos. Cerró los ojos e inclinó la cabeza muy levemente.

—Sí. Adesso, signora.

Florence cerró la puerta y se sentó en una de las sillas de caoba de respaldo alto que, según se rumoreaba, el profesor Lovell había «rescatado» de un palazzo abandonado, cerca de Fiesole.

—De todas formas —dijo Florence—, quería preguntarle si puedo tomarme unos días libres en noviembre. Tres días, creo.

—Imagino que no será para ese trabajo que está haciendo para el Courtauld.

—No, por vacaciones. Voy a ir a visitar a mis padres.

Florence se metió las manos en los bolsillos de la falda y sonrió lo más encantadoramente que pudo.

El profesor Lovell suspiró. Levantó los ojos hasta mirarse el mechón que le colgaba sobre la frente. Mientras lo observaba, Florence se preguntó cómo era capaz de mantener esa postura, totalmente inmóvil, como un búho.

—¿George? —dijo al cabo de un momento—. Emm, ¿George?

—Florence. Otra vez lo mismo. Otra vez.

Ella se sorprendió.

—¿Lo mismo? ¿A qué se refiere?

—A que se ausente otra vez a mitad de curso.

—¿Qué? —Florence hizo un esfuerzo por recordar—. ¿Eso? Pero si de eso hace dos años, y fue una operación —dijo—. Me quitaron un lunar y se me infectó. Seguro que se acuerda.

—Sí, su famoso lunar de la espalda —repuso el profesor Lovell en un tono de voz que daba a entender que dudaba de que todo aquello fuera cierto.

—Tuve una septicemia —le dijo Florence, confiando en que su tono sonara comedido—. Estuve a punto de morir.

—En mi opinión eso es un poco exagerado, ¿no le parece?

Florence cruzó las manos sobre el regazo. Conocía al profesor Lovell desde hacía mucho tiempo y sabía que no tenía sentido contradecirle. Todavía veía a las monjas del hospital alrededor de su cama mientras se hallaba en un estado de duermevela. Las oía preguntando ansiosamente en italiano por la signora. Querían saber si era católica y si querría que rezaran por ella, dado que tenía un pie en la tumba.

—Le pido disculpas otra vez. —No se podía discutir con George cuando se ponía así—. Se trata del ochenta cumpleaños de mi madre. Y ya sabe que me deben días de vacaciones.

—Umm. —El profesor Lovell asintió—. Puede ser. Ejem. Puede ser. Profesora Winter, el profesor Connelly y yo nos estábamos preguntando… —Al oír el nombre de Peter, Florence sonrió para sus adentros, porque el solo hecho de oír su nombre en público le parecía un lujo—. Ha sido idea suya, y puede que este sea el momento más adecuado para preguntarle si querría tomarse unas vacaciones.

Florence empezó a preguntarse si George Lovell estaría perdiendo la cabeza.

—Bueno, eso le estoy pidiendo. Sí. Tres días en noviembre.

—No, Florence. —El profesor posó la mano en su viejo escritorio—. Me refería a un curso o dos. Para que tenga tiempo de considerar sus alternativas. —No se atrevió a mirarla a los ojos—. Es usted una mujer muy atareada, ahora que tiene ese trabajo en el Courtauld. —Pronunció la palabra «Courtauld» como si dijera «tumor» o «nazi».

Florence lo miró estupefacta.

—Pero George… Tengo que acabar mi artículo sobre Benozzo y la identidad para el congreso de diciembre, no puede habérsele olvidado. Y mi libro. Tengo muchísimo que leer. Muchísimo.

El profesor Lovell soltó una risa sardónica.

—¿Su libro? Claro, claro.

—No está al mismo nivel que el de Peter, por supuesto —comenzó a decir Florence, y George sonrió burlón. «Por supuesto que no»—. Pero aun así es importante. Y la temporada de conferencias de primavera. La verdad es que solo quiero tomarme tres días libres en noviembre, no dos cursos.

—Ya. —George Lovell se recostó en su asiento y apoyó las manos sobre los brazos de la silla. Tenía una leve pátina de sudor en la tersa y amarillenta coronilla—. Florence, ¿cómo puedo explicárselo con claridad? Creemos que ha llegado el momento de que dé un paso atrás. No es que la estemos relegando, ni tiene nada que ver con su edad. Pero necesitamos profesores con un enfoque más versátil para complementar nuestro plan de estudios, y con ese fin…

¿Qué?

—Con ese fin —repitió Lovell, ignorándola—, el profesor Connolly ha nombrado a la doctora Talitha Leafe para que nos ayude en el departamento de Historia del Arte. Sé que trabajarán muy bien juntas. La doctora Leafe tiene muchísimo talento, es muy entusiasta. Está especializada de Filippo Lippi y Benozzo Gozzoli…

Florence se sintió como Alicia cuando cayó por el agujero y aterrizó en un mundo que no tenía ni pies ni cabeza.

—Pero esa es mi especialidad. —Señaló hablando por encima de él—. ¡Mire! ¡Mire el libro que tiene ahí detrás, en la estantería! ¡Estudios sobre Benozzo Gozzoly y Fra Filippo Lippi, editado por la profesora Florence Winter! Por eso me contrató a mí, George. No necesita a esa… ¿Tabitha Leaf? Yo soy…

—Talitha Leafe —la interrumpió George—. Tally —añadió innecesariamente.

Florence entornó los ojos e intentó pensar con claridad. Así que se trataba de eso. Sabía que no podían despedirla por su edad, porque el año anterior habían intentado librarse de Ruth Warboys, una excelente profesora de Historia Antigua, para sustituirla por un chico de veinticuatro años con el pelo repeinado y cuenta en Twitter. Ruth había contratado a un abogado y los había puesto en su sitio, y nunca más se había vuelto a oír hablar de aquel chico tan jovencito. Florence sabía perfectamente que a George le encantaban los efebos rubios, y si eran anglosajones y protestantes tanto mejor: habían ido juntos a Oxford, y Florence se acordaba muy bien de aquella vez en que George se presentó en una recepción oficial con un ojo morado, resultado de cierta confusión con un miembro del coro del Queen’s College. George era singularmente engreído en cuanto a su propia capacidad de seducción. Florence había notado que los hombres poco atractivos solían serlo.

Pero las chicas jóvenes como esa tal Talitha —¿era Talitha?— Leafe. Eso no le interesaba. Aquello no tenía sentido.

—El profesor Connolly y yo lo hemos hablado largo y tendido. Además, su trabajo extra en el Courtauld repercute en nosotros. Eso por no mencionar su afición a viajar a conferencias y congresos, así como su, en fin, su comportamiento. Es posible que todo ello la esté afectando un poco.

El profesor Lovell se removió en la silla.

—¿Mi comportamiento? —preguntó Florense, atónita.

—Vamos, Florence. Seguro que sabe a qué me refiero.

—No, no lo sé. —Arrugó la nariz.

—Es usted un poco impredecible. Sobre todo últimamente. —George se tocó la nuez—. Y se ha convertido en fuente de habladurías, de diversas insinuaciones, etcétera.

—¿Insinuaciones? —Florence notó que una especie de sensación acuosa le invadía el cuerpo. Empezaba a darle vueltas la cabeza—. Explíquese, George, por favor. Lo siento, pero no tengo ni idea de a qué se refiere.

El profesor Lovell le mostró los dientes en una sonrisa que no se reflejó en sus ojos.

—Vamos, Florence. Me temo que su carga de trabajo habla por sí sola. —Y añadió en tono supuestamente amable—: Quizá, sencillamente, ha intentado abarcar demasiado, querida.

—¿Y Peter? ¿Él no abarca demasiado? —preguntó—. Desde lo de la serie de televisión y ese libro, nunca está aquí. Y además comete errores. Yo no. No pensará castigarme a mí cuando su jefe de departamento se ha propuesto convertirse en una especie de personaje mediático, George.

—Esa es una cuestión completamente distinta —replicó él con voz chillona—. La Reina de la Belleza ha tenido un éxito tremendo. Y para nosotros el hecho de que Peter sea un… un… «personaje mediático», como usted dice, es de un valor incalculable.

—Ni siquiera acertó con la fecha de la Hoguera de las Vanidades —repuso Florence, intentando no levantar la voz—. Estaba en no sé qué ridículo programa matinal de la BBC ¡y no supo decir cuándo tuvo lugar el acontecimiento más notorio del Renacimiento!

—Eso fue un lapsus sin importancia —dijo George, irritado—. La televisión en directo, Florence. En el libro lo puso bien, ¿no?

—¡Claro que lo puso bien! —gritó Florence, y se detuvo con brusquedad.

Se miraron los dos con los ojos muy abiertos.

«No lo digas. Déjalo estar». Se mordió la lengua.

—Puede que usted lo desprecie, pero lo que hace Peter es el futuro, Florence. Corren tiempos difíciles y el hecho de que usted se marche a Londres cada dos meses para dedicar sus mejores labores de investigación al Courtauld no es precisamente muy solidario, ¿no cree?

Al hacerse público el nombramiento de Florence en el Courtauld, también había trascendido que el profesor Lovell había solicitado un puesto parecido al mismo tiempo que ella, pero sin éxito. Su especialidad (Holman Hunt) estaba pasada de moda. Florence, que detestaba a Hunt, encontraba cierta satisfacción en la incapacidad de George para entender por qué a nadie le interesaban tanto como a él aquellos cuadros hiperrealistas y moralizantes de cabras simbólicas, mujeres deshonradas y fantasmagóricos bebés azules y rosas.

Se daba perfecta cuenta de a qué obedecía todo aquello. Ella les daba miedo, y el club de los amigotes estaba cerrando filas. Se recordó lo que sabía, el daño que podía hacer si abría la compuerta y daba rienda suelta a su locura. Oyó cómo se formaban las palabras.

«Tú sabes que el libro de Peter lo escribí yo en su mayor parte. Sabes que si se lo dijera a alguien, el escándalo sería tan grande que hasta la Academia podría acabar cerrada».

Y sin embargo, no podía hacerlo. No tenía valor suficiente. ¿O sí? De pronto deseó tomarse un café. Siempre pensaba mejor después de tomar uno. Se quedó sentada en silencio, casi encogida en la silla de respaldo alto, escuchando la voz puntillosa y aflautada de George Lovell.

—No tiene por qué ser algo inmediato. Querríamos que las cosas cambiaran para enero de 2013. La doctora Leafe se casa en Navidad, claro, y se incorpora a su puesto en Año Nuevo. Le encantaría conocerla, encontrar la manera de que las dos puedan…

Florence se levantó bruscamente.

—¿Es esa hora? Tengo que irme. Perdóneme. Tengo una reunión con… —Miró el techo intentando parecer serena—. Con los de control de plagas. Tengo ratas. Bueno, George, tendré en cuenta lo que me ha dicho. Ya le diré algo.

El profesor Lovell sacó su grueso labio inferior.

—Me pondré en contacto con usted, si no tengo noticias suyas.

Florence puso una mano temblorosa en la puerta y respiró hondo.

—Bien, no me cabe duda de que hablaremos pronto, aunque le advierto de que pienso defenderme con uñas y dientes. Por cierto, su escritorio tiene carcoma. ¡Adiós!

Incluso logró inclinar jovialmente la cabeza antes de salir.

Corrió hasta quedarse sin respiración. Solo se detuvo al llegar al otro lado del río, y entonces se dio cuenta de que estaba temblando de la cabeza a los pies. Le desagradaban los enfrentamientos casi tanto como los roedores. Por eso rehuía la docencia y se había dedicado a la investigación, solo para descubrir, cuando era ya demasiado tarde, que el mundo académico estaba tan plagado de luchas internas, de intrigas políticas y de traiciones soterradas como la Florencia del siglo xiv. Últimamente le recordaba cada vez más a su infancia con Daisy, cuando, por desconocer las normas, no acertaba a adivinar cuándo se desencadenaría el siguiente ataque. Al menos los florentinos se masacraban de vez en cuando en misa para despejar el ambiente. Un método mucho más directo y expeditivo que todas aquellas agresiones veladas y todo aquel estrés que la reconcomía por dentro, como cuando esperaba el estallido de alguna de las pequeñas maquinaciones de Daisy.

Talitha Leafe. ¿Qué nombre era ese? Se estremeció emocionada y se preguntó si estaría en su derecho de formularle esa pregunta a Peter.

—Ay, Peter —dijo en voz alta mientras restregaba con un zapato gastado los vetustos adoquines.

Cada instante de aquellas escasas semanas de aquel cálido verano había quedado impreso en su mente como un álbum de fotografías que podía hojear siempre que quisiera, es decir, con suma frecuencia. Y siempre que pensaba en él, cuando recordaba lo ocurrido, se sentía como una mujer de mundo. Le gustaba comportarse como si con él todo fuera normal, sobre todo delante de otras personas, pero la idea de que la gente pudiera chismorrear sobre ellos la llenaba de ilusión. «¿La profesora Winter y el profesor Connolly? Ah, sí. Por lo visto tuvieron una aventura hace un par de veranos. Tengo entendido que Connolly estaba loco por ella». Sí, así era como quería que la viera la gente. Florence Winter: una mujer de letras misteriosa y elegante, una estudiosa pero también una amante apasionada, una intelectual a la par que una mujer moderna y vitalista.

Notó un roce en la pierna. Dio un respingo y entonces se dio cuenta de que era su propio dedo. Su falda tenía un agujero en el bolsillo. Se había arañado la piel con la uña. Tenía pelos en las piernas: no recordaba cuándo había sido la última vez que se las había afeitado. Se imaginó que se encontraba con Peter allí mismo, andando por la calle, como sucedió aquel martes de enero. Él iba a cenar con unos amigos en el Oltrarno: Niccolò y Francesca, se acordaba muy bien de sus nombres, había buscado su dirección.

Se imaginó que se ponían a hablar y que ella lo invitaba a subir a tomar una copa de vino, y que se sentaban en la terraza de la azotea, un espacio minúsculo, no más grande que una manta de picnic, con vistas a la Torre Guelfa y al Arno. Se imaginó que se reían de George y de sus pecadillos como hacían en tiempos, antes de que Peter empezara a darla de lado, a tratarla como si fuera una estorbo y se avergonzara de ella. Se imaginó que él le ponía una mano en la rodilla al decir algo divertido, y que se reían.

—Ay, Flo. —Antes siempre la llamaba «Flo», y a ella le recordaba a su hogar—. Te echo de menos. ¿Tú me echas de menos a mí?

—A veces —diría ella con cierta malicia: no quería parecerle pueril.

Y se imaginó que él la tomaba de la mano y la llevaba al dormitorio, que le quitaba la ropa poco a poco y que hacían el amor en la cálida alcoba de color terracota oyendo, a lo lejos, el tañido de las campanas vespertinas, las sábanas arrugadas, sus rostros enrojecidos y resplandecientes de placer. Se imaginó que sucedía. A fin de cuentas, a él no le desagradaría, ¿no? Antes no le había disgustado. Había sido tan maravilloso estar así.

Levantó los ojos hacia el cielo azul, enmarcado por los negros edificios en sombras, y se apretó la cara sofocada con las manos mientras una sonrisa furtiva bailoteaba en sus labios.

Oyó una risa y levantó la vista, casi sorprendida. Dos turistas británicas del tipo Charlotte Bartlett la estaban observando. Siguió andando a toda prisa.

Vivía en el último piso de un viejo palacio dividido en apartamentos, en la Via dei Sapiti. Su piso había sido antaño la alcoba de un príncipe y, cuando ella se había instalado allí diez años antes, quedaban aún varias piezas de mobiliario que nadie reclamó y de las que Giuliana, su casera, decía no saber nada. A Florence le gustaba pensar que llevaban siglos allí y que quizás algún noble de talante maquiavélico había escondido cartas en el baúl o una daga debajo del butacón de madera.

Cerró la enorme puerta al mundo exterior sintiéndose un poco mareada. Necesitaba un café, eso era todo. Entró en la diminuta cocina, en la que había un hornillo eléctrico, una cafetera, unos paquetes de pasta polvorientos, alguna lata de tomate triturado y una planta de albahaca que desprendía un fuerte aroma y que, contra todo pronóstico, prosperaba en la repisa de la ventana, como en el cuento de Isabella y la maceta de albahaca, de Boccacio, que (¡ay!) siempre le recordaba a otro espantoso cuadro de Holman Hunt. Era tan típico de alguien como George… ¿Cómo se podía vivir allí, entre tanto arte excelso, y seguir admirando a Holman Hunt?

Puso la vapuleada cafetera Bialetti en el hornillo y abrió las puertas combadas que daban a la terraza. Respiró profundamente mientras el dorado sol de la tarde le daba de lleno en el rostro cansado. Oyó a unos niños jugando en la calle.

En momentos como aquel, se daba cuenta de lo mucho que le gustaba vivir allí. El sol, los olores, la sensación de estar viva, de que todo era posible. Cuando había llegado a Florencia en su año sabático, hacía ya veinte años, no tenía intención de quedarse. Pero allí su cerebro funcionaba, como enchufado a la toma de corriente correcta. ¡Cuánto echaba de menos Italia cuando estaba en Inglaterra, donde la humedad y el cielo gris la calaban hasta los huesos y la hacían sentirse mojada, reblandecida y hecha una sopa! No quería acabar como su padre, con las manos retorcidas como garras, pálidas y ávidas de sol, o como mamá, callada y encerrada en sí misma. Era allí donde había descubierto cómo era en realidad.

Mientras esperaba a que hirviera el café, puso sobre la mesa los libros que había traído y se quedó mirando el fresco de El cortejo de los Reyes Magos, que muchos años atrás había pegado con masilla en la pared. Se estremeció de repente al pensar en su conversación con George. No se le daba bien reaccionar por instinto: necesitaba tomar distancia y sopesar los datos que tenía ante sí.

—Ya pensarás en eso luego —se dijo.

Se marcharía si tenía que hacerlo. ¿Para qué iba a quedarse allí, en aquella universidad de segunda fila, humillada por hombres que no estaban a su altura intelectual? ¿Por qué le importaba tanto?

Pero ya conocía la respuesta. Por Peter. Se quedaría mientras él estuviera allí y ella pensara que algún día podía volver a necesitarla. A veces se preguntaba si no lo habría convertido premeditadamente en el motor que la mantenía en marcha, y si no era ya demasiado tarde para admitir que se había equivocado. Miró las láminas que había pegado en las paredes y buscó en ellas algún mensaje. Posó la mirada en la única que tenía marco: la reproducción del cuadro preferido de su padre, La Anunciación de Fra Filippo Lippi. Iban a verlo todos los años con motivo de su cumpleaños. Observó el rostro sereno y hermoso del ángel. Algo importante, enterrado en lo profundo de su conciencia, golpeteaba los márgenes de su cerebro agotado. Un pensamiento, un recuerdo, algo que era necesario rescatar. Miró de nuevo al muchacho, el rayo de luz sobre el vientre de María.

«¿Qué está pasando?»

La cafetera comenzó a borbotear en el hornillo, el líquido negro salía como petróleo por la boquilla. Florence sirvió el café y, mientras probaba el primer sorbo abrasador, sonó el timbre de la puerta: un sonido tan agudo e inesperado que ella dio un brinco, la taza tembló y vertió la mitad de su contenido sobre el suelo.

—Qué fastidio —masculló Florence en voz baja.

Se acercó a la puerta, ceñuda. Su casera, una mujer ligeramente excéntrica, tenía la costumbre de esperar a que llevara media hora en casa para subir las escaleras y exigirle que le tradujera o le explicara algo, o contarle que había discutido con tal o cual persona.

Pero no era Giuliana, y cuando abrió la puerta se le congeló el semblante.

—Hola, Florence. Se me ha ocurrido pasar a verte.

—¿Peter? —Florence se agarró a la puerta. ¿Había conjurado su presencia al pensar en él? ¿Era real?—. ¿Qué haces aquí? —Y sonrió con un brillo en los ojos.

—Tenía que verte —dijo él—. ¿Puedo pasar?

* * *

Lo conocía tan bien que, a fuerza de rememorarlo apasionadamente y de soñar con él año tras año, tenía cada centímetro de su cuerpo grabado en la memoria. A menudo, como ahora, la sorprendía advertir que llevaba una prenda que ella no conocía. Le sonrió mientras sostenía la puerta abierta y se fijó en el chirrido de sus zapatos nuevos, en el leve olor a loción de afeitado. Se había esmerado en arreglarse.

—Me estaba tomando un café.

—Qué raro.

Peter le dedicó una sonrisilla.

Ella se sonrojó. La conocía mejor que nadie.

Él carraspeó.

—Quería hablar contigo, Florence. ¿Tienes algo de beber? ¿Algo de vino, quiero decir?

—Claro que sí. —Se metió las manos en los bolsillos para dejar de moverlas con nerviosismo y entró en la cocina—. Un Garganega estupendo, delicioso, como el que…

«Como el que tomamos en Da Gemma aquella noche, cuando tú cenaste cordero y yo ternera. Bebimos un montón, y luego discutimos sobre Uccello y nos besamos por primera vez, y tú llevabas esa corbata con florecitas de lis y yo mi vestido azul de verano».

—Estupendo. Gracias, Flo, amiga mía. Escucha, siento presentarme así en tu casa. —Peter la siguió a la cocina. Vaciló—. Dios mío, hacía muchísimo tiempo que no venía por aquí. Tienes un piso precioso. Como suele decirse.

Soltó un pequeño resoplido y ella lo imitó, casi incapaz de creer que aquello estuviera sucediendo, que fuera real y no una intrincada fantasía elaborada por ella. «No lo es, ¿verdad? ¿O estoy completamente chiflada?».

En parte dudaba de si debía fiarse de él. Pero por otro lado sabía que Peter seguía sintiendo algo por ella. Estaba segura. Y aunque le diera una bofetada o le dijera que llevaba diez años casado y que quería que fuera la madrina de su hijo, o aunque orinara en el suelo, podría decir que había estado allí, que aún tenía algunos recuerdos frescos que añadir al álbum de fotos de su memoria. De hecho —pensó frenéticamente mientras le hacía salir a la pequeña terraza dándole un empujoncito en la espalda—, nada de lo que había poseído, pensado o tenido significaba tanto para ella como aquel instante.

Peter se sentó, plegando sus extremidades larguiruchas para encajarse en la silla. Florence lo observó con atención. Aunque su intelecto era el más refinado con el que se había tropezado nunca, su cuerpo, como le sucedía a ella, parecía pillarlo constantemente por sorpresa. Florence dejó las copas viejas y arañadas sobre la endeble mesa de la terraza y le acercó un cuenco de aceitunas. Peter cogió una, la masticó y tiró el hueso a la calle.

—Condenados turistas —comentó cuando el parloteo en japonés que se oía abajo se detuvo momentáneamente.

Florence le entregó una copa.

Salute —dijo.

Salute —contestó él, y entrechocó su copa con la de ella—. Por ti. Me alegro de verte, Flo.

—Y yo a ti, Peter. Últimamente casi no nos vemos.

—Ayer te estuve buscando. Quería preguntarte por una inscripción de Santa María Novella.

—¿Ah, sí? Deberías haberme llamado.

Quería parecer serena, feliz, dueña de sí misma, una mujer con vida propia y que, sin embargo, siempre, siempre lo estaría esperando.

—Sí. Quizá debería haberte llamado.

Se hizo un silencio. Florence metió otra vez el dedo por el agujero de su bolsillo, arqueó la espalda y se preguntó si podría disculparse y ausentarse un rato para afeitarse las piernas. Siempre hay que estar preparado: ese era el lema por el que su hermano Bill, el boy scout, regía su vida y, aunque había intentado inculcárselo a sus caóticas hermanas, había tenido muy poco éxito.

Tañeron las campanas del otro lado de la calle: un fuerte clamor metálico. El sonido de una sirena de la policía se disipó a lo lejos. Florence aspiró el cálido aroma a petróleo y a pinos del atardecer.

—Te echo de menos, Peter —dijo por fin—. Lo siento. Sé que tienes otras cosas en la cabeza, pero es la verdad. Ojalá…

Y entonces estiró la mano para tocarle el brazo.

Fue como si pulsara un interruptor. Peter levantó la cabeza con brusquedad y se volvió hacia ella.

—A eso me refería, Florence. Por eso necesitaba hablar contigo. Esto tiene que acabar.

—¿De… de qué querías hablar conmigo?

—De ti. De ti y de mí. De esa idea paranoica que tienes de que hay algo entre nosotros. —Su cara carnosa se crispó de pronto y la señaló con el índice—. Las alusiones, las insinuaciones que vas haciendo por ahí. Sé que le dijiste a ese tipo del Harvard Institute que estábamos liados. ¡Santo Dios, Florence! Y a los del Seminario de Estudios Renacentistas. Uno de ellos me preguntó si era cierto. Te advierto que estoy dispuesto a denunciarte por difamación si esto sigue así.

Florence se tiró del pelo que le colgaba a ambos lados de las mejillas.

—Yo… ¿Qué?

—¿Lo niegas?

—Nunca le he hablado a nadie de nuestra relación, a nadie. Peter, ¿cómo puedes…?

La voz de Peter rezumaba desdén cuando dijo:

—No fue una relación. —Apuró el resto del vino de un solo trago—. Fueron tres noches, Florence. Hace cuatro años. No seas ridícula. Eso no es una relación.

—Cuatro —repuso ella con voz chillona—. Fueron cuatro noches. Y dijiste… dijiste que me querías.

—¡No! ¡No lo dije! —Peter se levantó, tenía la cara roja de furia—. ¿Cuándo vas a renunciar a esa patética fantasía tuya, Florence? Sé lo que haces. Haces insinuaciones, asientes y sonríes, dejas las frases a medias y haces creer a la gente que hay algo entre nosotros.

—¡Yo nunca he hecho eso!

Él se limpió la boca y la miró con repugnancia.

—Florence, le dijiste a Angela que habías visto mi dormitorio, pero que evidentemente no podías decir nada más al respecto. ¡Le dijiste a Giovanni que habíamos hablado de casarnos, pero que tú no estabas preparada y que no se lo dijera a nadie! ¡Me llamó para preguntarme si era cierto! Esto tiene que parar, es… —Buscó a su alrededor meneando la cabeza—. ¡Es mentira! Estuvimos juntos tres… Vale, vale, cuatro noches. Nada más. ¿Está claro?

Se hizo un silencio terrible.

—Di-di-dijiste que me querías —insistió Florence con voz temblorosa al cabo de un momento.

Peter se inclinó sobre ella. En el labio le brillaba una manchita blanca de saliva.

—¿Una frase dicha después de beber un montón de vino contra cinco años de total indiferencia? ¿En eso basas tus acusaciones? Tu caso no se sostiene, Florence. —Meneó sus largas y finas manos delante de ella—. ¿Es que no te importa parecer tan espantosamente patética?

Florence se levantó como si se estuviera estirando. Respiró hondo y le dio unas palmaditas en el brazo.

—No te pongas así, Peter —dijo. Necesitaba rehacerse. Necesitaba saber que todo volvería a estar bien cuando él se marchase—. Siento que te hayas enfadado. Está claro que algunas personas se han hecho una idea equivocada, han sacado las cosas de contexto. —Lo miró y se subió las gafas por la nariz—. Bueno, ¿de eso querías hablarme? ¿Nada más?

—Es… Sí. Y, bueno, también hay otra cosa. Está relacionada. Todo está relacionado, sin duda estarás de acuerdo conmigo —dijo en tono grandilocuente, pero la miró indeciso y Florence comprendió que volvía a dominar la situación aunque fuera solo por un momento.

A Peter le daban miedo las mujeres, ese grupo indefinido de seres humanos con pechos, hormonas y hemorragias.

—Pues toma un poco más de vino —dijo, volviendo a entrar en la cocina. Cogió la botella.

—Por amor de Dios, Florence —dijo él, y de pronto sus pobladas cejas temblaron de rabia—. ¿Estás escuchando lo que te digo? Por una vez no tergiverses las cosas en tu provecho y escúchame.

—Caray, Peter, sí que estás enfadado —dijo ella, tratando de que su voz sonara desenfadada a pesar de que de pronto estaba asustada—. ¿Por qué te pones así? ¿Es porque ahora eres una estrella y no quieres que te recuerden tus errores pasados? Errores, Peter. Porque has cometido errores, ¿verdad que sí?

La miró con desconfianza.

—¿Qué quieres decir?

Nunca hablaban de lo que había hecho por él. Florence se mordía la lengua, pero de pronto estaba tan alterada que no pudo impedir que las palabras brotaran de su boca.

—Ya sabes lo que quiero decir. Recuérdame… ¿cuántas semanas estuvo La Reina de la Belleza en el número uno de los libros más vendidos?

—Cállate.

—¿Cuánto te ha ofrecido tu editorial por tu próximo libro? —La pregunta se le escapó, llena de ansia y de amargura—. ¿Qué les respondiste cuando te dijeron que querían que tu nuevo libro fuera tan bueno como el primero? ¿Les dijiste que tendrías que pedirme que te escribiera otro? ¿Eso les dijiste?

—No sé de qué estás hablando —siseó él con los ojos dilatados y la cara pálida bajo el moreno.

Ella se rió. Se sentía desquiciada y ya no le importaba.

—Jim me preguntó si lo había escrito yo, ¿sabes? Así, de repente.

—¿Jim?

—Jim Buxtom. Del Courtauld.

—Venga ya. Ese hombre es un embustero. Y un idiota. Lo que Jim Buxton sabe del Renacimiento podría escribirse en una cerilla.

—Pero me conoce a mí. Dijo que le parecía que era mi forma de escribir, no la tuya.

—Eso es porque quiere acostarse contigo, supongo. Siempre ha sido un excéntrico.

La miró con repulsión y Florence estuvo a punto de echarse a reír.

Era tan caricaturesca aquella repulsión que sentía hacia ella.

—Jim no… —Florence cruzó los brazos largos—. Aun así, me preguntó expresamente si había escrito parte del libro. Alguien se lo regaló por Navidad. Puso mucho énfasis en decirme que no lo había comprado él. Me pareció muy gracioso. Dijo que, si uno conocía el resto de mi obra, saltaba a la vista que era mi estilo.

Peter Connolly se echó a reír.

—Eres patética.

—No, Peter, no lo soy —repuso ella con elegancia.

Casi volvía a sentirse segura de sí misma. Peter no podía mangonearla. Tenía que darse cuenta de lo mucho que significaba para ella, de hasta qué punto estaba dispuesta a someterse por completo a sus necesidades, de que ya lo había hecho.

—Me debes mucho, Peter. Pero, verás, no me importa. —Caminó hacia él. ¿Había interpretado bien la situación?—. Me gustan las cosas como están. —Lo miró a la cara: los ojos astutos y oscuros, la boca caída.

—Ay, Dios —dijo él.

—Lo sé —contestó ella—. Ahora estamos igualados, ¿es que no lo ves? Cariño, haría cualquier cosa por ti.

Él la apartó. Le dio un fuerte empujón en el esternón, rechazándola como un campo de fuerza, y Florence se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla oxidada.

—Dios. —Su semblante reflejaba una repulsión espantosa—. No lo entiendes, ¿verdad? No lo captas.

—¿Qué? —dijo ella.

—¿Qué? Que voy a casarme dentro de unas semanas. ¿No te lo ha dicho George? Porque antes de que llegue Tally tendremos que reorganizar el departamento y tú y yo tenemos que discutir la mejor manera de hacerlo. —Su voz adoptó un tono de súplica—. Escucha, antes trabajábamos bien juntos, por eso he pensado que lo mejor sería que te tomaras uno o dos años sabáticos. Para que Tally y tú os acostumbréis a la situación.

—Tally —repitió Florence desconcertada.

—La doctora Talitha Leafe. George me dijo te lo había dicho.

—¿Vas a casarte con ella?

—Sí. Ya te lo he dicho.

La miró con cansancio e hizo sonar las llaves que llevaba en el bolsillo como si dijera «¿Cuándo acabará esto? ¿Cuándo podré irme?».

—No puedes —se oyó decir ella.

—¿Qué?

Allí estaba de nuevo aquella voz, empujándola como un dedo que se le clavara en la espalda, al borde de un precipicio.

—Si te casas con ella, yo… le diré a todo el mundo que La Reina de la Belleza lo escribí yo. Te demandaré, Peter. Y demandaré a la editorial.

—No lo harás. —Peter se echó hacia atrás y se rió. Como si estuviera muy seguro de su posición en lo más alto y ella fuera un esbirro insignificante en la sombra—. No seas tonta. Mira, Tally está en La Sorbona ahora mismo. Pronto la conocerás. Solo tienes que hacerte a la idea, comprender que van a cambiar algunas de tus responsabilidades. Cuando nos casemos, Tally vendrá a vivir a Florencia y, naturalmente, George ha tenido la amabilidad de buscarle un hueco, lo que significa… —Se interrumpió—. ¿Florence? ¿Florence?

Porque Florence se había levantado y caminaba hacia la grande y vieja puerta de madera. Se volvió para mirarlo. Abrió la puerta mientras él la observaba.

—No. No puedes tratarme así —dijo con claridad—. Ya no.

—Oh, venga ya, no puedes huir como haces siempre —empezó a decir él levantándose, exasperado, pero Florence salió y cerró de golpe la puerta, tan fuerte que todo el edificio se estremeció.

Corrió escaleras abajo, dejó atrás la casa del signor Antonini y su minúscula esposa y la de Giuliana, que despotricaba en su cocina contra el pop italiano. Cruzó el viejo portal del palazzo y enfiló la calle, rozando con los talones desnudos los adoquines desgastados, con las manos enterradas en los bolsillos y el pelo agitándose a su espalda. Salió por la Porta Romana, la antigua puerta del sur de la ciudad. El sol ya se había puesto y el cielo se henchía en un profundo azul lavanda, allá arriba se acumulaban las nubes y las estrellas doradas se clavaban como alfileres en un firmamento aterciopelado.

Mientras corría, volvió a aflorar aquel viejo recuerdo: el día en que Daisy la acorraló contra la pared y le dijo de dónde venía. Le susurró al oído un torrente de chismorreos repulsivos, le metió en la cabecita un montón de horribles mentiras sobre su padre, sobre los Winter, sobre todo aquello en lo que creía Florence.

También entonces echó a correr por el bosque de enfrente de su casa, por el bosque que cubría la colina y bajaba hasta el pueblo. Tropezó con las zarzas enmarañadas entre los árboles y las espinas le arañaron las piernas flacuchas, pero siguió adelante. Acabó en la iglesia y se sentó en el cementerio, escondida detrás de uno de los ángeles que custodiaban la tumba de un niño muerto tiempo atrás. Tenía nueve años. Era la primera vez que se alejaba tanto de casa ella sola, y no sabía cómo volver.

Fue su padre quien la encontró esa noche, mucho más tarde, con las piernas recogidas bajo la barbilla, cantando en voz baja canciones de Gilbert y Sullivan para evitar que le castañetearan los dientes en medio del frío anochecer primaveral. Su padre se agachó y apoyó en el ángel la mano manchada de tinta.

—A ver, ¿qué tenemos aquí? ¿Es mi pequeña Flo? —Su voz sonaba ligera, pero un poco tensa—. Cariño, llevamos mucho rato buscándote, ¿sabes? No puedes escaparte así.

Florence había observado los líquenes que crecían en la piedra desgastada.

—Daisy me ha dicho que no sois mis papás.

David dejó de acariciarle el pelo y la miró.

—¿Que te ha dicho qué?

—Que no sois mis papás, que mis verdaderos padres no me querían y que por eso estoy aquí y no soy como los demás.

David se acercó a ella de costado, como un cangrejo, y rodeó con el brazo sus delgados hombros.

—Cariño… ¿Y tú te lo has creído? ¿Por eso te has escapado?

Florence asintió con la cabeza.

Él se quedó callado y Florence se sintió aterrorizada, más asustada que cuando estaba con Daisy. Pensó que iba a decir: «Sí, es cierto, no soy tu papá».

Aún recordaba esa sensación: el agujero negro del miedo a que le quitaran a la persona que más quería en el mundo. El temor a que Daisy venciera, a que tuviera razón.

Su padre acercó la cabeza a la suya. Florence oyó su respiración agitada. Contuvo el aliento. «Por favor. Por favor, que no ocurra. Por favor…»

Pero pasado un rato él se limitó a susurrarle al oído:

—Eso es una tontería. Tú sabes que eres mi hija mucho más que ella. —Entonces se echó un poco hacia atrás—. No le digas a nadie que tu papá ha dicho eso, ¿eh?

—No, no —dijo Florence con una sonrisita furtiva, sin levantar la mirada.

Pero cuando poco después lo miró de reojo, vio que él también sonreía. Entonces David le tendió la mano.

—¿Volvemos? Mamá ha hecho tarta de limón y está preocupadísima por ti. Todos lo estábamos.

Florence se levantó y se sacudió la tierra negra y fresca del pichi y los leotardos.

—Daisy no. Ella me odia.

Wilbur acaba de morir, y por eso está triste. Aun así, tenemos que ser amables con ella. No tiene lo que tenemos nosotros. —Fue la única vez que lo reconoció, y Florence lo recordaría siempre—. Vamos. Es hora de volver a casa, Flo.

Echaron a andar trabajosamente por la carretera que subía a Winterfold y, cuando llegaron al camino de entrada, su padre dijo:

—Que esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo? Tú haz como si Daisy no te hubiera dicho nada. Y si vuelve a decirte algo así, dile que venga a verme y yo le aclararé las cosas.

Hablaba con énfasis, y ella asintió. Su padre daba miedo cuando se enfadaba, miedo de verdad. Florence se preguntaba si le habría dicho algo a Daisy, porque durante un mes o dos la dejó tranquila, hasta la vez siguiente, cuando pasó lo del avispero y ella estuvo a punto de morir. Sabía, sin embargo, que nunca podría probar que hubiera sido Daisy. Su hermana no era tonta. Siempre sabía exactamente cuándo atacar.

Por fin dejó de correr. Se dejó caer en un banco pintarrajeado con grafitos, en una vieja plaza llena de coches destartalados, y se quedó mirando los adoquines. Esta vez no vendría nadie a buscarla, a decirle que era todo mentira. Nadie le diría: «Todos se equivocan y tú tienes razón».

Sabía que su padre no le había dicho la verdad. Ignoraba cómo ni por qué, pero lo sabía. Daisy nunca se equivocaba en esas cosas y, cuando le pellizcaba el brazo y le decía «Eras una huérfana bastarda y nadie te quería, hermanita, por eso te recogieron del estercolero. Si no, habrías acabado en un orfanato», Florence sabía que tenía razón. Ignoraba cómo lo había descubierto, pero Daisy siempre se las arreglaba para abrir cajones secretos, para escuchar conversaciones privadas, para tergiversar las cosas y salirse con la suya.

Entonces, mientras estaba sentada en aquel banco, rodeada de colillas y botellas vacías de Peroni, con el relente nocturno refrescando sus miembros sudorosos, comprendió que se hallaba de nuevo en la misma situación. Había vuelto a engañarse a sí misma.

Se preguntó cuándo podría volver al piso, si Peter seguiría allí. Se preguntó cuánto tiempo llevaba gestándose aquello, aquella revelación: la certeza de que, pese a su deseo de escapar, se había equivocado de principio a fin. ¿Cuánto tiempo llevaba engañándose acerca de su vida en Florencia, acerca de su exilio voluntario? Con la cabeza entre las manos, se preguntó si siempre había sabido que en algún momento tendría que regresar a casa y encarar nuevamente la verdad. Ignoraba qué pasaría a partir de entonces.