Diez días después de su accidente, Joe Thorne salió del Oak Tree y subió andando hasta Winterfold, con mucho cuidado, con el paquete envuelto en papel marrón debajo del brazo. Estaba nerviosa, no podía evitarlo. Les había contado a un par de personas que iba a encargarse del cáterin.
—Uy, donde los Winter, ¿no? Esto está muy bien —había dicho Sheila—. Oye, Bob, Joe va a ir a Winterfold.
Bob, su único cliente fijo, había levantado las cejas.
—Vaya —había dicho. Y casi parecía impresionado.
Cuando pasó frente al monumento a la guerra y la oficina de correos, el sol de principios de otoño era como una neblina de oro que inundaba las calles tranquilas. Susan Talbot, la encargada de correos, estaba en la entrada hablando con Joan, su madre. Joe levantó la mano vendada y Susan le dedicó una amplia sonrisa y lo saludó con entusiasmo. Joe se sentía mal por Susan. No sabía por qué, pero siempre estaba intentando ligar con él. La última vez, le había pedido que cargara con unas cajas y luego que se quedara a tomar una taza de té, y luego otra, y al final se había puesto un poco pesada cuando, en el transcurso de la conversación (en realidad, cuando ella se lo había preguntado directamente), él le había dicho que no estaba buscando una relación de pareja. De momento, no.
—¿No tienes tiempo para el amor? —había dicho Susan—. Mucho trabajo y nada de diversión. —Le había sonreído, radiante, y él había fruncido el ceño porque odiaba verla con aquella expresión, como si intentara hacer de tripas corazón—. Más vale que te andes con cuidado, Joe, tesoro. Un chico tan guapo como tú, con esos preciosos ojos azules y esos pómulos de morirse. ¡Qué desperdicio! Alguien debería disfrutarlos. No puedes encerrarte solo en ese piso, noche tras noche.
Aquello le había asustado un poquito. Cómo lo había mirado ella, como si supiera algo.
Ahora la saludó amistosamente con una inclinación de cabeza y siguió andando, sujetando el paquete de papel marrón debajo del brazo, tan fuerte que soltó un gemido cuando empezó a dolerle el dedo otra vez.
Bill Winter era un buen médico, de eso no había duda. La enfermera del hospital de Bath en el que había acabado Joe aquel día le dijo que Bill le había salvado el dedo y quizá la mano entera. A Joe le parecía que exageraba un poco, pero le habían dicho que, si se hubiera extendido la infección, la cosa podría haber sido muy seria. ¿Y quién querría un cocinero que no podía usar un cuchillo, batir una salsa, amasar harina? ¿Qué habría hecho? Habría perdido su empleo, eso seguro. Habría tenido que dedicarse a otra cosa, trabajar de camarero, quizá. Además, quería ayudar a Jemma, darle dinero aunque ella dijera que no le hacía falta, que no necesitaba nada, como hacía siempre ahora que estaba con Ian.
Jemma había cancelado la última visita de Jamie, hacía un par de semanas: algo acerca de que ponían El Grúfalo en el teatro y no podía perdérselo, porque iban a ir todos los niños de su clase. Hacía más de dos meses que Joe no veía a su hijo. Jamie había pasado unos días con él a finales de julio, poco después de que empezaran las vacaciones de verano. Había sido fantástico. Habían ido a Farleigh Hungerford, a bañarse en el río. Había acampado en casa de Sheila: el apartamento que tenía Joe encima del pub era minúsculo, y Sheila tenía una casa de campo con un gran jardín que llegaba hasta el bosque, donde se oía pelear a los zorros y ulular a los búhos, y el extraño susurro de otros animales desconocidos. Hicieron una fogata, Joe asó las deliciosas salchichas del Oak Tree y las puso en los bollitos de pan con romero y nueces que preparaba él mismo, untados con mostaza. Se sentaron los dos bajo las estrellas a comer juntos, y Joe no recordaba haberse sentido nunca tan feliz. Le hizo a Sheila unas trufas cremosas y muy dulces para darle las gracias por prestarle el jardín, y Jamie y él hicieron una caja con cartón y la decoraron. Las marcas de cuando se les escapaba sin querer el rotulador al pintar la caja estaban todavía en la mesa de su cocina: rayajos azules, naranjas y verdes, hechos en un segundo. Ahora, cuando los veía por las noches, Joe sentía la aguda punzada de la ausencia de Jamie. Sheila se puso loca de contenta cuando le dio la caja, la noche siguiente de llevar a Jamie a York.
—No deberíais haberos molestado, ha sido un placer, Joe. Tu hijo es un cielo. Debes de estar muy orgulloso de él.
—Sí —había dicho él, tragando saliva—. Aunque no lo sea gracias a mí.
—Será una broma, ¿no? Es tu vivo retrato, tesoro. Es alucinante. —Entonces lo había mirado y había visto su expresión—. Te prometo que sí, Joe. Y por mí puedes traerlo cuando quieras.
Siempre le tendría aprecio a Sheila por haber dicho eso, pero estar allí lo alejaba de su hijo, cada vez más. El restaurante estaba a cuatrocientos kilómetros de Jamie. ¿Por qué había pensado que podía conseguirlo? ¿Por qué lo estaba echando todo a perder? ¿Por qué no volvía a York, o incluso a Leeds, o a casa de su madre en Pickering y le echaba una mano?
Jemma iba a casarse con Ian el año próximo, y aunque les deseaba sinceramente que fueran felices y se alegraba de que ella pudiera hacerse la manicura tantas veces como quisiera, era a él a quien habían abandonado. En realidad, nunca había sido la persona adecuada para Jemma. Todavía no se explicaba qué había visto en él al principio. Jemma siempre había estado muy fuera de su alcance. Él solo estaba en aquel restaurante porque uno de los cocineros iba a marcharse. El local era de un futbolista, y ella era el tipo de chica que salía con futbolistas profesionales.
Michelle, su hermana, le había puesto sobre aviso.
—Esa chica te traerá problemas, Joe. Va detrás de tu dinero.
—Sabe que no tengo dinero —había contestado él con calma.
—Está pasando el rato contigo hasta que consiga pescar a un millonario —repuso ella. Michelle era muy realista—. Tú no entiendes a las mujeres, ¿vale? Ya no eres ese chaval gordito y con granos que llevaba calcetines hasta las rodillas y se ponía el delantal de mamá para hacer brownies, ¿entiendes, corazón? Eres… En fin. —Cerró los ojos y se estremeció—. Eres un tío muy guapo, y además buena persona, ¿vale? Todas mis amigas andan detrás de ti. Así que usa la cabeza.
Solo llevaban saliendo algunos meses cuando Jemma le dijo que estaba embarazada. Joe se puso loco de contento, pero ella no. Ella estaba asustada. Joe comprendía ahora cuál había sido su juego: había querido buscarse un poco de seguridad porque había fracasado en los estudios y su madre no tenía nada. Y su padre, como el de Joe, se había largado hacía tiempo. Jemma era como Michelle: carecía de cualificación, no tenía nada que ofrecer. Lo único que tenía era su cuerpo y su atractivo físico, y se había servido de ambas cosas para conseguir a Joe, un hombre que jamás le pegaría ni la engañaría. Sin embargo, nada más decidir que sería él, se había dado cuenta de que no lo quería. Y para entonces ya estaba embarazada de cinco meses.
Si hubieran sido mayores y más sabios, tal vez lo suyo habría podido funcionar. Si él hubiera sido lo bastante maduro para darse cuenta de lo joven que era Jemma y de lo asustada que estaba, y de que muchas de sus reacciones se debían al miedo y a que quería ponerlo a prueba, tal vez habría podido retenerla a su lado. Pero Jemma empezó a salir otra vez cuando Jamie solo tenía unas semanas de vida, y volvía a las tantas, y él trabajaba sin parar, y cuando estaban juntos se gritaban: ella le gritaba porque nunca estaba en casa y no ganaba suficiente dinero, y el piso de Leeds era muy pequeño y estaban los dos siempre tan agotados que solo podían ser mezquinos el uno con el otro. Ella empezaba a gritarle —perdía completamente el control— y Joe se quedaba mirando a su hijo (su cabecita roja y arrugada, su boca tan seria, aquellos ojillos negros que se abrían de par en par y la súbita sonrisa cuando lo cogía en brazos) y se preguntaba si Jamie oía las cosas horribles que se decían sus papás. ¿Le estaba dañando aquello, le estaba convenciendo de que el mundo estaba lleno de rabia y de tristeza?
Un día volvió del restaurante a las cuatro de la madrugada y se habían ido. Había solo una nota que decía: «Lo siento, Joe. No puedo seguir así. Puedes ver a Jamie cuando quieras. J. X PD: Has sido un encanto conmigo».
Al principio las cosas fueron bien. Veía a Jamie todos los fines de semana y algunos días de entre semana, lo llevaba por ahí, al parque, o al grupo de juego de la parroquia. Le encantaban los niños, y las mamás eran siempre muy amables. A Joe le gustaba mucho aquello. Luego Jemma se mudó a York y se hizo un poco más difícil ver a Jamie, pero aun así todo iba bien. Él, Joe, siguió trabajando con la cabeza gacha, sin tener apenas vida. De vez en cuando salía con una chica o a tomar una pinta con algún amigo. En realidad solo esperaba la llegada del fin de semana para estar con Jamie, un tiempo que podía convertir en ladrillos, en un sólido muro de recuerdos.
Luego, en la fiesta del tercer cumpleaños de Jamie, apareció Ian Sinclair, un abogado. Jemma le había cortado el pelo y él la había invitado a salir, y ahora allí estaba, en el cuarto de estar de Jemma, haciendo fotos con su enorme y carísima cámara Nikon. Incluso había llevado un regalo: un camión para Jamie, de color rojo brillante, en el que el niño podía montarse. Joe había llegado tarde, con un bizcocho hecho por su madre, Liddy, que ella misma había decorado afanosamente con smarties. El bizcocho había quedado aplastado en el autobús. Joe se quedó al fondo, charlando con Lisa, la vecina de Jemma, y luego intentó coger a Jamie en brazos, pero el niño se puso a gritar y llorar. Entonces le dio un juego de arco y flechas, y Jemma se puso hecha una fiera: «¿Qué demonios va a hacer con eso, Joe? ¿Ir por Museum Gardens disparando flechas? Será una broma, ¿no?».
Ian Sinclair llevó una tarta en forma de tren y un pastelito de fondant para cada adulto, todo ello comprado en Bettys. El regalo de Joe seguía envuelto en una bolsa de plástico al lado del sofá, en el suelo, y al volver del cuarto de baño vio el bizcocho aplastado de su madre, abandonado e intacto en la aséptica y recién estrenada cocina. Los platos de papel entre los que Liddy lo había puesto con todo cuidado estaban manchados de grasa de mantequilla. Joe y Lisa, la vecina, acabaron bebiendo demasiado y luego se fueron al piso de ella, donde estaba seguro de que hicieron el amor, aunque ni siquiera se acordaba, lo cual empeoraba las cosas.
Pero la cosa no acabó ahí: al día siguiente, cuando se marchaba, Jemma apareció en la calle temblando de rabia.
—Las cosas están cambiando, ¿te enteras, Joe? —Clavó el dedo en la ventana del Jeep de Ian, en el que llevaba a Jamie a la guardería—. Estoy harta de que rondes por aquí como un perro que ha perdido a su dueño. Siempre va a ser tu hijo, ¿es que no lo entiendes?
Joe vio a Jamie en su silla de seguridad, mirando a su madre con el pulgar metido en la boca, un poco confuso. Los espesos rizos se le pegaban a la cabeza. Parecía todavía medio dormido. Alargó el brazo y él también clavó un dedito en la ventana.
—¿Papá?
—Sal a buscarte la vida —le siseó Jemma a Joe—. En serio.
Tenía razón, naturalmente. Pero Joe ignoraba qué aspecto tendría esa vida a la que ella se refería. Su padre se había marchado cuando él tenía cinco años y Michelle ocho, y al principio había vuelto muchas veces. Luego había desaparecido por completo. Derek Thorne era un embustero y un jugador que le quitaba el dinero a su madre y una vez le pegó estando borracho. Lo peor de todo era que Joe se acordaba muy bien de él. Siempre le había parecido que era un padre estupendo, hasta el momento en que se largó. Joe no sabía dónde había ido, su madre no quería hablar de ello, su hermana lo odiaba, y ya está: ni siquiera era un gran drama. Sencillamente, su padre se había ido difuminando.
Ahora Joe se daba cuenta de que eso podía suceder con mucha facilidad. Sabía que debía ser muy cuidadoso para mantener una relación amistosa con Jemma e Ian. Porque el recuerdo del tiempo que pasaba con Jamie se estaba volviendo cada vez más precioso. Él era el padre de Jamie, no Ian, y eso nada podía cambiarlo. Y no quería portarse como un capullo. No era uno de esos idiotas que se disfrazaban y se manifestaban para reclamar sus derechos como padre. Ni siquiera quería interponerse en el camino de Ian. Ian era quien estaba allí por las noches cuando se despertaba Jamie, quien abrazaba a su hijo cuando le daban miedo los monstruos de debajo de la cama. Hacía todas esas cosas.
Joe se detuvo en mitad de la cuesta y percibió el olor de las hojas caídas, del humo de leña y la lluvia, y parpadeó con fuerza para disipar las lágrimas que le ardían en los ojos. El recuerdo del cuerpo recio y nervioso de su hijo cuando se abrazaban era un placer exquisito, mezclado con un dolor punzante en el pecho. El olor a humo de su pelo, la cabeza de Jamie pegada a la suya en la tienda, por las noches, aquel verano. Su voz baja y seca, su forma de dormir con los puños apretados (eso lo había hecho siempre, desde que era un bebé). El modo en que enseñaba las encías cuando sonreía, su cháchara acerca de los niños del colegio y de su mejor amiga, una niña llamada Esme.
Joe sabía que, ahora que estaba en esa situación, tenía que seguir adelante. Pero sentía que lo estaba echando todo a perder. Que quizá ya fuera demasiado tarde.
A pie, se tardaba diez minutos en llegar a Winterfold. La calle, cada vez más empinada, zigzagueaba entre los árboles más allá de las ruinas del antiguo convento, hasta desembocar en una cancela de madera, y allí, grabado en el muro bajo que había detrás, estaba el nombre de la casa. Winterfold. Joe vaciló antes de desenganchar el pestillo. Aunque no le impresionaban especialmente ni el dinero ni los privilegios, mientras subía por el camino de grava se descubrió nervioso, como si se dispusiera a entrar en otro mundo.
Los árboles estaban secos: un amarillo brillante bruñía sus hojas de color verde oliva. Las ramas susurraron con suavidad cuando Joe levantó los ojos y vio Winterfold ante él. La puerta delantera estaba justo en el centro de una ele, de modo que la casa parecía abrazarte. La mitad inferior era de piedra de Bath de la región, de color gris amarillento salpicada de líquenes blancos. Cuatro grandes gabletes de listones de madera remataban la fachada, dos a cada lado, cada uno con su ventana abuhardillada, como ojos que te miraban desde arriba. Una mata de glicinias se retorcía siguiendo el borde de la viga más baja. Joe se asomó a una de las ventanas bajas de cristal emplomado que había junto a la puerta y dio un respingo. Alguien se movía dentro.
Se acercó a la gran puerta de roble ennegrecido, labrada con complicadas cenefas de hojas y bayas. La aldaba en forma de búho lo miraba fijamente, sin pestañear. Llamó con firmeza y dio un paso atrás, se sentía como Jack al ir a casa del gigante.
Esperó lo que le pareció una eternidad y, al alargar el brazo para llamar otra vez, la puerta se abrió de golpe y él cayó hacia delante y estuvo a punto de precipitarse en brazos de Martha Winter.
—Vaya, hola, Joe. Me alegro de verte. ¿Qué tal tu mano?
—Mucho mejor. —Agarró torpemente el paquete que llevaba bajo el brazo—. Te he comprado una cosa, de hecho. Para darte las gracias. Dicen que si el doctor Winter no hubiera actuado tan deprisa, habría perdido el dedo.
—Pasa. —Martha desenvolvió el pan y pasó las yemas de los dedos por su corteza dura y agrietada—. Pan de tigre. Es mi favorito, ¿lo sabías? No. Pues has sido muy perspicaz. Pero no quería nada, Joe. Cualquiera habría hecho lo mismo. Es a mi hijo a quien deberías darle las gracias.
—Sí —contestó él—. Claro.
—Es la primera vez que vienes, ¿verdad? Esto está precioso por las tardes, cuando el sol empieza a desaparecer por detrás de la colina.
Martha se las había arreglado de alguna manera para quitarle la chaqueta y colgarla en el viejo perchero de madera labrada. Joe miró a su izquierda cuando cruzaron el recibidor: un enorme y luminoso cuarto de estar flanqueado por armarios de madera oscura y paredes blancas cruzadas por vigas negras. Las ventanas de estilo francés estaban abiertas y más allá se veía el jardín, una neblina verde salpicada de tonos rojos, azules y rosas.
—Ha sido un verano estupendo para los jardineros. Con tanta lluvia. La casa del árbol está prácticamente destrozada, pero por desgracia no tenemos muchos niños por aquí últimamente, así que nadie la usa. —Martha abrió la puerta de la cocina y Joe la siguió—. Voy a cerrar la puerta porque David está en su estudio y, si no la cierro, vendrá a vernos.
—Ah. ¿Y tan malo sería eso?
—Tiene una entrega. Le encanta distraerse y, si te oye, vendrá. —Se atusó la melena corta con los dedos—. Siéntate, Joe. ¿Te apetece un té? Iba a prepararlo ahora. Toma unas galletas de jengibre.
Martha retiró una butaca grande de madera labrada y deslizó un plato azul y blanco sobre la mesa, hacia él. Joe cogió una galleta, agradecido: desde el accidente estaba siempre hambriento, y se preguntaba si sería una especie de respuesta retardada a la conmoción que había sufrido. Observó a Martha mientras se movía por la espaciosa cocina. Detrás de ella había dos puertas de madera plegadas que daban al comedor, forrado de paneles de madera. Sobre el aparador había un tarro de mermelada lleno de flores de guisantes de olor de color fucsia y malva. Liddy también cultivaba guisantes de olor: guiaba obsesivamente sus tallos por la espaldera de la fachada de su casita de campo. Joe aspiró su perfume intenso y embriagador. Paseó la mirada por la cocina mientras ella preparaba el té, pensando que debía decir algo. Demostrarle que estaba ansioso por hacer aquel trabajo, dispuesto a todo, comprometido.
—¿Eso es Florencia? —preguntó, señalando una acuarela que había en la pared.
Martha levantó la vista, encantada.
—Sí. Hicimos ese cuadro en nuestra luna de miel. Los dos juntos.
—Es precioso. Yo estudié en Italia. El curso de cáterin. Estuvimos un curso entero allí.
—Mi hija vive en Florencia —dijo Martha—. Qué maravilla. ¿Dónde vivías tú?
—En un pueblecito de la Toscana, en medio de la nada. Era fantástico. ¿A qué se dedica su hija?
—Es profesora de historia del arte. En el Colegio Británico, principalmente, pero también da clases aquí. Es muy lista. No como yo. Yo estudié arte, pero no se me da muy bien hablar de ello.
—¿Usted también es pintora?
Martha cruzó los brazos y miró su alianza de boda.
—Lo fui en tiempos, supongo. A David y a mí nos becaron para estudiar en la academia Slade. Esos pobrecillos del East End, nos llamaban. Estaban los niños pijos de los condados del Sudeste y nosotros dos. La chica con la que yo compartía piso se llamaba Felicity y su padre era brigadier. Madre mía, qué aires se daba. —Sonrió y sus labios se entreabrieron lo justo para mostrar el hueco que tenía entre los dientes—. Ahora no hay más que buscarlo en el teléfono, imagino, pero en aquel entonces yo no tenía ni idea de qué era un brigadier. Pasado más o menos un mes, le pregunté a David qué era eso. Era la única persona a la que podía preguntárselo.
—¿A David lo conocías de Londres?
Martha cerró de pronto el libro de recetas que tenía al lado y se levantó.
—No. Éramos de barrios distintos. Pero ya lo conocía de antes. Lo había visto una vez. —Su voz cambió—. El caso es que ya no pinto. Ya no. Cuando nos mudamos aquí… Había tantas cosas que hacer. —Esbozó una sonrisa un tanto mecánica—. Aquí tienes tu té.
«A ella tampoco le gusta hablar de sí misma».
—Pero cuando pintabas… ¿qué tipo de cosas hacías? Bueno, cosas no, perdona —se corrigió—. Obras.
Martha se rió.
—Lo de «obras» suena muy grandilocuente, ¿no? Bueno, de todo. Empecé haciendo pastiches, acuarelas, copiando a pintores famosos. Solía venderlos en Hyde Park los domingos. Pero después me dediqué más a la xilografía. Grabados. Naturalezas muertas. —Un destello de sol, refljado por un avión que volaba muy, muy alto, entró en la cocina y sus ojos verdes centellearon, marrones y dorados—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Y tener hijos no es lo más adecuado para convertirse en el siguiente Picasso, ¿sabes?
—Entonces, ¿tiene dos hijos?
—Tres. —Se levantó y se acercó al fregadero—. También está Daisy. Es la mediana. Vive en la India. Trabaja en cooperación. Escuelas y alfabetización en Kerala.
Joe no dijo «Wilbur y Daisy, la conozco perfectamente». Ignoraba por qué, pero nunca había pensado que la niña de las tiras cómicas que devoraba de niño fuera real.
—La India. Qué exótico.
—No creas que tanto, teniendo en cuenta el trabajo que hace. Pero ha obtenido resultados fantásticos. —Martha lavó una manzana y lo salpicó todo de agua—. Bueno, ¿quieres una? —Él negó con la cabeza—. Entonces, ¿hacemos una lista? Tengo varias ideas, solo un par de sugerencias.
—¿Va a venir por su cumpleaños?
Ella lo miró inexpresiva y volvió a sentarse.
—¿Quién?
—Daisy, su hija —contestó Joe con nerviosismo, preguntándose si ya había olvidado su nombre.
Martha comenzó a pelar la manzana con un cuchillo.
—Esto es lo que llaman «un momento de tensión». —Se hizo un silencio mientras la hoja plateada cortaba la piel verde brillante—. Me gusta pelar las manzanas en una sola cinta perfecta y, últimamente, estoy perdiendo facultades. —Luego añadió con aire casi distraído—: No, Daisy no va a venir.
—Lo siento, no debería haberlo preguntado.
Joe sacó su cuaderno del bolsillo, avergonzado.
—No, no pasa nada. En realidad, lo de Daisy no es ningún drama. Siempre ha sido un poco difícil. Tuvo una hija siendo muy joven, creo que fue fruto de una aventura que tuvo con un chico al que conoció en África mientras contruía pozos. Un chico muy simpático. —Martha arrugó la cara como si intentara recordarlo—. Giles no sé qué. ¿No es terrible? Un chico muy majo. Muy de los condados del Sudeste.
Guardó silencio como si recordara algo.
—El caso es que ella está en la India y ha hecho muchísimas cosas allí. En la zona de Cherthala donde ayudó a construir una escuela, la tasa de asistencia es ahora igual para chicos que para chicas, y el año pasado recaudamos (recaudó, mejor dicho, porque lo hizo todo ella sola), recaudó dinero suficiente para que todas las escuelas de la zona tengan acceso al sistema de abastecimiento de agua. Eso salva unas cinco mil vidas al año. Se dedica a ese tipo de cosas. Cuando una idea se le mete en la cabeza, es muy tenaz, ¿comprendes?
—Sabe usted mucho de ese tema.
Joe estaba impresionado.
—Bueno, es que la echamos de menos. Me interesa lo que le interesa a ella. Y Cat es su hija. Es muy triste, como yo digo.
Le brillaban los ojos.
—¿Nunca han estado juntas? ¿Ni una vez?
La espiral de piel cayó sobre la mesa. Martha cortó la manzana desnuda y cremosa.
—Bueno, unas cuantas veces a lo largo de estos años. A Cat la criamos nosotros. Daisy solo la ve cuando, ya sabes, cuando vuelve. Le encanta esto.
—¿Cuándo fue la última vez que vino?
Martha pareció pensativa.
—Pues no estoy segura. ¿Para la boda de Bill y Karen? Eso fue hace cuatro años. Se puso un poco difícil. Daisy tiene el fanatismo de los conversos, ¿conoces a alguien así? Para algunas personas es muy irritante. A su hermano, y también a su hermana, ahora que lo menciono. Es solo que… —comenzó a decir, y luego se detuvo—. En fin, nada.
—Adelante —dijo Joe, intrigado—. ¿Es solo que qué?
Martha titubeó y miró por encima del hombro, hacia el comedor. La luz dorada del otoño entraba desde el jardín.
—Es solo que… Bueno, Joe, las cosas no salen como uno imagina cuando sus hijos son pequeños. Cuando los coges en brazos, esa primera vez, y los miras. Y ves qué clase de persona son. ¿Sabes a qué me refiero?
Joe asintió. Lo sabía perfectamente. Todavía se acordaba de aquel momento después del parto, cuando Jemma estaba tumbada, exhausta, y la matrona se apartó de la encimera que había junto a la cama y, como una maga ejecutando un truco de magia, le entregó aquel bulto envuelto en una toalla. Emitía un sonido parecido a un maullido, como un tono de llamada insistente. Buaaa, buaaa, buaaa.
—«Su hijo», anunció la matrona con alegría.
Él miró la cara redonda y amoratada de Jamie y sus ojos, que abrió un instante y fijó en algo cerca de la cara de Joe, y lo primero que pensó Joe fue: «Te conozco. Sé quién eres».
—Sí —contestó al cabo de un momento—. Supe cómo era la primera vez que lo tuve en brazos. Con solo mirarlo. Como si pudiera ver su alma.
—Exacto. Eso es. Pero esto… esto no es lo que yo quería para ella. —Martha hizo una pausa y sus ojos verdes se llenaron de lágrimas. Se encogió de hombros—. Lo siento, Joe. Es que la echo de menos.
—Claro que sí. —Joe sintió lástima por ella. Bebió un sorbo de té y acabó de comerse la galleta y, durante unos instantes, compartieron un silencio amigable. Joe volvió a notar la extraña sensación de bienestar que experimentaba siempre en presencia de Martha. Como si la conociera desde hacía mucho tiempo.
—Bueno —dijo, dejando su taza—, se me han ocurrido un par de ideas. ¿Quiere que hablemos de ellas?
—Claro —respondió Martha mientras se quitaba algo de la mejilla. Esbozó una rápida sonrisa—. Me alegro mucho de que hayas aceptado, Joe.
—Y yo me alegro de haber aceptado. —Sonrió casi con timidez—. He pensado que para la comida familiar del sábado podemos preparar una gran selección de tapas y un montón de salsas y carnes. Ir juntos al ahumadero de Levels y comprar embutidos, salmón, paté y cosas así. Y también un cochinillo. Porchetta con semillas de hinojo y salvia, y canapés, y también verduras a montones y esas cosas. Ensalada de frutas y una gran tarta de cumpleaños para después, y una buena tabla de quesos; si son regionales, mejor. ¿Qué le parece?
—Me parece maravilloso —contestó Martha—. Sabía que lo harías estupendamente. —Alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano buena—. Se me hace la boca agua solo de pensarlo. Puedes usar las hierbas aromáticas de nuestro huerto, sería bonito… —Se abrió la puerta tras ella y se volvió, medio irritada, medio divertida—: ¡David, querido, solo han pasado diez minutos! ¿Es que no puedes…? ¡Ay, Lucy! ¡Hola!
—¡Hola, abuela! —Una chica alta y de pelo rizado entró en la cocina y abrazó a Martha—. Qué alegría estar aquí. ¿Dónde está Zocato?
—¿Cómo es que has venido?
Martha le acarició el pelo.
—Siento la sorpresa, pero es que he pensado que… En fin, perdona otra vez. No sabía que tenías visita.
—Me llamo Joe —dijo él, levantándose—. Encantado de conocerte.
—Lucy. Hola. —Le tendió la mano, mirándolo, y él se la estrechó.
Lucy tenía los ojos grandes y castaños, la piel blanca y tersa y una sonrisa ancha y generosa. Tenía también un hueco entre los dientes, como su abuela, y se sonrojó al sonreírle, llevándose un brazo al pecho como avergonzada.
—¡Ay, qué sorpresa tan agradable! —dijo Martha. Abrazó otra vez a su nieta y la besó en la coronilla—. Lucy, Joe es el nuevo cocinero del Oak Tree. Va a ocuparse de la comida para la fiesta.
—¡Qué emocionante! —dijo Lucy, entusiasmada—. La mujer de mi padre no para de hablar de ti. Dice que eres lo mejor que le ha pasado al pueblo desde que llegó ella. —Cogió una galleta y se sentó—. Umm. Abuela, es estupendo estar aquí.
—¿Y quién es la mujer de tu padre?
Joe se metió otro trozo de galleta en la boca.
—Bueno, creo que está un poco enamorada de ti, así que ten cuidado. —Lucy comía galletas con desenfado—. Karen Bromidge. ¿Sabes quién es? Treinta y tantos años, bajita, se parece un poco a Hitler pero en chica y con camisetas ajustadas.
—Lucy, no seas maleducada —dijo Martha—. Joe, ¿estás bien?
Joe se había puesto a toser, intentaba no atragantarse.
—Un poco… —No podía hablar—. Yo…
—Tráele un poco de agua —ordenó Martha.
Lucy se levantó de un salto, corrió al grifo, le dio un vaso y él intentó beber, le costaba respirar y se sentía como un idiota. «Estupendo». Ella le dio una fuerte palmada en la espalda y él volvió a toser y se sentó.
Lucy se limpió las migas de la cara y se volvió hacia Martha.
—Entonces, abuela, ¿qué es eso tan importante? —preguntó—. Lo de la fiesta, quiero decir. Recibí la invitación. La mandaste a mi antigua dirección, por cierto.
—Te mudas tanto, cariño. No tengo la nueva. ¿Qué tenía de malo el otro piso?
—Asuntos domésticos —contestó su nieta sucintamente—. Ya era hora de que me mudara.
—Solo has estado allí tres meses.
—Había un palomo que no paraba de violar a otra en el tejado de enfrente.
—¿Qué?
Lucy tragó el último pedazo de galleta.
—Todas las mañanas. Era un palomo con el cuello muy grande e inflado. Perseguía a las palomas, ellas intentaban alejarse y él las seguía volando. Y yo estaba allí tumbada, en la cama, oyendo ese zureo que hacían, y miraba y me sentía fatal por las pobres palomitas.
—Es el ciclo de la vida —dijo Martha—. Haber echado las cortinas.
—No había cortinas. —Su abuela se tapó la cara con las manos y se rió, pero Lucy no le hizo caso—. Ahora vivo con Irene. Estoy bien así.
—¿Quién es Irene?
—Irene Huang. Irene, la de Alperton. Abuela, la conociste cuando comimos en Liberty. Es una bloguera de moda. Supuestamente. En realidad es bastante exasperante. Me deja notitas en la nevera advirtiéndome de que su gato tiene diarrea y de que bajo ningún concepto le dé nada de comer.
—¡Lucy! —exclamó Martha como si tuviera ocho años—. Por favor, no hables de diarrea.
Lucy le lanzó una mirada.
—Es el nombre apropiado.
—Pero no es nada apropiado hablar del tránsito intestinal de un gato.
—El gato se llama Capitán Miau. Eso sí que es apropiado. La verdad es que es un nombre fantástico. Me dejé engañar por lo genial que era el nombre de su gato y ahora ya es demasiado tarde.
—¿Y por qué querías vivir con ella? Aparte del gato, quiero decir —preguntó Joe, intentando respirar pausadamente a pesar de que todavía notaba el sitio donde se le había atragantado la galleta de jengibre.
—Vive en Dalston. Y hoy en día Dalston es el centro del mundo.
—Nunca había oído hablar de ese sitio —comentó Martha.
—Está al este de Londres —le dijo Joe—. Es un sitio muy de moda.
—Imagínate Greenwich Village en los años cincuenta, solo que en la actualidad —dijo Lucy.
—Ah, ya. ¿Qué tal el trabajo? Lucy trabaja en el Daily News —le explicó Martha a Joe.
—¿El trabajo? —repitió Lucy con alegría—. Genial. Genial, en serio. Oye, la verdad es que quería preguntarte una cosa sobre ese tema. ¿Tú crees que…?
Se oyeron pasos en el recibidor. Joe notó que Lucy se azoraba de pronto, se encogió de hombros y dijo:
—En fin, da igual.
En ese instante se abrió de golpe la puerta de la cocina y David Winter apareció en el umbral, sujetando la puerta con su bastón.
—¿Crees que podría tomar un té, Eme?
—Claro que sí. —Joe notó que Martha observaba a su marido—. ¿Pasa algo?
—Estoy teniendo problemas con Wilbur. ¿Puedes venir y fingir que te persigues la cola? —De pronto vio a Lucy y se le iluminó el rostro—. ¡Hola, Lucy, cariño! Esto está mucho mejor. Ven al estudio, necesito que corras en círculos. —Lucy soltó una carcajada de placer—. ¡Y Joe! ¡Qué maravilla! Buenos días tenga usted, señor. ¿Has venido a hablar de los planes para la fiesta?
—Hola, David. —Joe se levantó y le estrechó la mano. Se sentía aturdido—. Sí. Creo que ya nos hemos puesto de acuerdo sobre el menú.
David se apoyó contra la mesa.
—Vaya, qué bien. Y ahora voy a coger una galleta de jengibre y a volver a mi estudio. ¿Lucy?
—Tengo que preguntarle una cosa a la abuela. —Lucy miró a Martha—. ¿Puede ayudarte Joe?
—Joe, por favor, ven conmigo a correr en círculos fingiendo que eres un perro, ¿quieres? —dijo David con una sonrisa, y Joe volvió a pensar que uno haría cualquier cosa por complacer a un hombre con esa sonrisa.
—Claro.
—¿Sabes?, sería más fácil que lo vieras en YouTube —dijo cuando estaban en el estudio de David.
—¿En YouTube? —David se sentó pesadamente en su silla. Respiraba con dificultad. Joe lo miró. Tenía ojos marrones subrayados por unas profundas ojeras—. No se me había ocurrido. Es una idea fantástica. —Se reclinó un poco y cerró los ojos.
—¿Estás bien?
—Un poco cansado, nada más. No duermo muy bien. Antes tomaba pastillas para dormir. Pero ya no puedo. —Se tocó el pecho—. No me funciona bien el mecanismo.
—Lo siento.
Joe rodeó el gran escritorio de roble, se acercó a él y comenzó a teclear en el anticuado ordenador colocado precariamente en la esquina junto a un montón de hojas de papel, un tazón lleno de lápices y una altísima torre de libros de suspense que se tambaleaba. David se quedó con la mirada perdida y las manos posadas sobre el regazo.
—Este escritorio es un peligro, David —comentó a falta de algo mejor que decir.
La fama de David lo ponía nervioso. No era como los futbolistas o los concursantes de Gran Hermano que frecuentaban su restaurante de Leeds, pedían Cristal y se ponían a juguetear con sus teléfonos móviles. Era una persona a la que Joe admiraba de verdad, a quien había admirado toda su vida, y le resultaba raro y extraño.
—Yo te prohibiría trabajar en mi cocina.
—¡Ja! —exclamó David—. El trabajo de toda una vida está aquí. Y también todo nuestro papeleo. Es un desastre, y algún día alguien tendrá que organizarlo. Con un poco de suerte, no seré yo. —Se enderezó cuando Joe puso un vídeo—. Fíjate en eso. Qué maravilla. ¿Cómo sabías qué tipo de perro es Wilbur? Es su viva imagen.
—Yo tenía todos tus libros, David —contestó Joe, azorado—. Mi tío solía comprarme uno nuevo todas las Navidades. Conocía a Daisy y a Wilbur mejor que la mayoría de mi familia.
—¿En serio? —David pareció absolutamente encantado—. Eso es fabuloso. ¿Cómo se llama tu tío? —Cogió un lápiz y sus manos grandes y enrojecidas se cerraron en torno a él, pero no sirvió de nada, el lápiz le resbaló entre los dedos—. Maldita sea. Hoy tengo las manos fatal. Me cuesta un trabajo enorme hacer cualquier cosa.
—Alfred, y ya murió, así que no te preocupes. —Joe puso la manos sobre los dedos temblorosos del anciano; estaba muy conmovido—. En mi colegio todo el mundo tenía algo de Wilbur, David.
—Ah, vaya. ¿Verdad que es fantástico?
—Sí que lo es. —Joe sonrió—. Bueno, te dejo para que sigas.
—No, quédate, así podremos charlar —dijo David con tristeza—. Odio estar aquí solo. Sobre todo en días como hoy.
—Será mejor que vuelva. La señora Winter quiere que avancemos un poco.
Además, tenía la sensación de que ya había pasado suficiente tiempo en aquella casa, entrometiéndose en sus asuntos. La forma en que te arrastraban a su mundo privado sin pararse a preguntarte si querías que lo hicieran… Era una locura, una locura encantadora, pero también desconcertante. Le dolía la cabeza.
—Tengo que volver al pub para la hora de la cena.
—Vaya, qué mala noticia —comentó David—. Es una lástima, una verdadera lástima. —Se sacó la galleta de jengibre del bolsillo de la chaqueta—. Puede que me coma esto y que luego me eche una siesta. Pero no se lo digas a Martha. Tengo un plazo de entrega que cumplir.
Joe salió y cerró la puerta con cuidado mientras David volvía a empuñar su lápiz. Mientras regresaba a la cocina, oyó a Martha. Había levantado la voz.
—No, Lucy. De ninguna manera. No puedo creerlo. ¿Cómo se atreven siquiera a pedírtelo? ¡Con lo que ha hecho Zocato por ellos todos estos años! —Se oyó un estrépito, un ruido de porcelana al romperse—. Ay, porras. Me están dando ganas de llamarlos y ponerlos verdes.
Joe se detuvo, no sabía si debía entrar. Pero tampoco quería escuchar a escondidas.
—No, por favor, abuela. No fue idea suya, se me ocurrió a mí. Olvídalo.
—¡A ti! —Martha se rió—. Lucy, después de todo lo que ha… Desde luego que no.
La voz de Lucy sonó pastosa:
—No escribiría nada que tú no quisieras, abuela. Pero si es mala idea, lo dejo, claro. Solo quería saber por qué no puedo mandarle sin más un correo electrónico a Daisy y preguntarle por qué se…
Martha respondió en voz tan baja que Joe apenas la oyó.
—Porque sería muy mala idea, nada más. —Levantó la voz como si adivinara que había alguien fuera—. ¿Ya está, entonces, Joe? —Su voz sonó enérgica—. ¿Qué haces rondando ahí fuera, oyéndonos reñir?
—Perdón.
Joe entró rascándose la cabeza.
Lucy parecía avergonzada. Martha posó la mano sobre su pelo suave y se lo acarició.
—Perdóname, cielo. No debería haberme puesto así. Joe, ¿te apetece un poco más de té? O una copa de vino, quizá. A mí no me vendría mal una.
Joe miró el reloj.
—Será mejor que me vaya. En cuanto cerremos el resto del menú, me marcho.
Lucy apartó su silla.
—Voy a casa de papá a dejar mis cosas. Entonces ¿nos vemos aquí para cenar, abuela? Lo siento. —Todavía tenía los ojos brillantes, casi febriles. Tragó saliva y se volvió hacia Joe—. Te ha llamado alguien. Ah, y tu teléfono no paraba de vibrar como si te estuvieran mandando mensajes.
—Ah, será mi madre —comenzó a decir Joe.
Liddy le enviaba mensajes constantemente. Entonces bajó la mirada, vio brillar un instante el último mensaje antes de que la pantalla se volviera negra y se le secó la boca.
«Ya está —pensó—. Me han descubierto».
«¿Nos vemos luego? Puedo escaparme. Bss».
Pero Lucy miraba preocupada a su abuela, y Joe no supo si lo había leído o no. Le palpitaba el dedo como si le hubieran clavado unos dardos envenenados. Se armó de valor, pero Lucy se limitó a decir:
—Bueno, emm, puede que nos veamos algún día en el pub, espero.
—Sí, claro —contestó él—. Pásate cuando quieras. Dile a alguien del periódico que venga a hacernos una reseña. Nos vendrá bien.
Ella lo miró un tanto pensativa.
—Puede que lo haga. Gracias, Joe. —Se encogió de hombros y cogió el bolso—. Será mejor que vaya a ver a mi padre —dijo, y al salir le lanzó una rápida sonrisa cómplice.
Joe no alcanzó a saber qué significaba.