—¡Lucy! La reunión. ¿Vienes? —preguntó Deborah, mirando hacia atrás al pasar.
Al oír repentinamente su voz suave tan cerca de ella, Lucy se quedó paralizada hasta la médula.
—Claro, claro. Enseguida voy.
Vaciló, garabateó una frase más en su cuaderno y se levantó de un salto del escritorio. «No te pongas nerviosa. No hables demasiado. Siempre hablas demasiado, ¡cierra el pico y no digas nada por una vez! Excepto cuando tengas que hacerlo. Entonces sé brillante e incisiva. Como Katharine Graham. O Nancy Mitford. O la abuela. Sé como la abuela». Al impulsarse hacia delante a toda prisa, chocó con Lara, la articulista de moda recién ascendida. Se oyó un golpe fuerte y sordo. Lucy rebotó hacia su mesa y se golpeó el muslo con el filo metálico de su armario archivador gris.
—Por favor, mira por dónde vas, ¿vale, Lucy? —Lara no se detuvo: siguió caminando como si el pasillo fuera su pasarela particular. Sus extrañas zancadas imitaban el paso de una modelo de alta costura. Volvió un poco la cabeza y señaló hacia abajo—. Son nuevos, ¿sabes? Y podría haber llevado un café en la mano.
Lucy hizo una mueca de dolor y miró los pies de Lara, como se suponía que debía hacer. Lara, cómo no, llevaba las nuevas zapatillas de bota exclusivas de Liberty que habían aparecido en Grazia esa semana. Cómo no: las zapatillas de bota hacían furor. Lucy no creía que pudiera caminar con ellas, pero seguramente tendría que comprarse unas. ¿Zapatillas deportivas con tacón? ¿Qué sentido tenía eso? Ninguno. Era como ponerle mallas a una jirafa. Pero tras pasar un año en la sección de Contenidos del Daily News, Lucy ya sabía a qué atenerse. Los hombres no tenían que hacer nada, salvo ponerse un traje cutre, pero, si eras mujer, tenías que seguir cada nueva tendencia obsesivamente. Nunca habías oído hablar de las cremas BB y de pronto estaban por todas partes, y si no las usabas era como si fueras proclamando por ahí «me odio y soy una fracasada». Lucy miró con ansiedad su chaquetita corta mientras Lara doblaba la esquina agitando su melena rubia y se perdía de vista. ¿Habían pasado ya de moda las chaquetas toreras? Y, si era así, ¿se lo diría alguien o de pronto la sacarían a rastras de la sala, la obligarían a quitarse la chaqueta y la quemarían en un barril de petróleo rodeado por un corro de burlonas y coléricas agentes de policía de la moda?
—¡Lucy!
—¡Ya voy! ¡Perdona, Deborah!
Echó a correr por el pasillo, haciendo caso omiso del dolor que notaba en la pierna. Fuera hacía un día radiante y ventoso. Nubes algodonosas surcaban velozmente el cielo sobre las aguas turbulentas del Támesis. Deseó estar fuera, paseando por los jardines del Enbankment, quizá. Viendo a un mirlo picotear el suelo. En Winterfold, los árboles del valle estarían empezando a cambiar de color. Verde pálido al principio, apenas distinguible. Luego amarillo mostaza y, pasadas unas semanas, naranja subido, rojo intenso, fucsia.
Entró a toda prisa en la zona de descanso y se sentó. El vestido de Topshop con estampaciones de batik le quedaba algo pequeño y le apretaba las piernas: a Lucy todo le quedaba algo pequeño. Se miró los muslos con piel de gallina y se preguntó si debía ir a Winterfold a pasar el fin de semana con su abuela.
Llevaba la rígida invitación en el bolsillo, y notaba como se le clavaba en la cadera. Siempre había creído estar al corriente de los planes de su abuela, pero aquello había llegado de repente, esa misma mañana, como salido de la nada. Había llamado a su padre para sonsacarle información, pero no había servido de nada. ¿Volverían Florence y Cat para asistir a aquella fiesta tan extraña? ¿Volvería Daisy?
Deborah carraspeó y las otras dejaron sus teléfonos.
—Bien, ¿estamos todas? —Recorrió la sala con la mirada, posó los ojos en Lucy y luego los apartó—. Vaya, Betty, me encanta tu fular. ¿Es de Stella McCartney?
—Sí, ¿verdad que es monísimo? Me encanta su paleta de colores.
Las demás asintieron con diversos ronroneos de admiración a los que Lucy se sumó demasiado tarde, y de mala gana, diciendo:
—Es bonito.
Ese día se cumplía un año de su ingreso en el Daily News como auxiliar de redacción. Se había pasado el día anterior, domingo, en la cama revisando sus finanzas o, mejor dicho, su falta de ellas. Aquella era otra cosa que no entendía de su trabajo: a ella apenas le alcanzaba el dinero para pagar el alquiler, y mucho menos para comprarse fulares de Stella McCartney. Así que, ¿cómo lo conseguían las demás? Los bolsos de Marc Jacobs, las sandalias de Christian Louboutin, las Ray-Bans. En su afán por estar a la altura, el mes anterior se había comprado unas gafas de sol azules, unas «Rey Sans» de un puesto de prendas de imitación de Leicester Square que había lucido triunfalmente en la oficina, y solo consiguió que Deborah le reprochara su apoyo a la piratería.
—Desde luego. Una nota de color encantadora, Betty. Muy visual. Está bien, vamos a empezar.
Deborah carraspeó de nuevo y cruzó las piernas, quitándose una mota imaginaria de su larga y esbelta pantorrilla.
Lucy sabía que ello se debía a que se había fijado en las zapatillas de Lara y tenía que hacerle saber que ella las evitaba (era lo único en lo que Deborah y Lucy coincidían) y que prefería los zapatos de tacón: en este caso, unos Jimmy Choo de piel tornasolada con tacones de siete centímetros de alto.
—Tormenta de ideas. La semana pasada fue un desastre, no sacamos prácticamente nada que pudiéramos usar. —Su voz sonaba baja y monocorde, y Lucy se descubrió, como siempre, inclinándose un poco hacia delante para oír lo que decía—. Espero que esta semana estéis más ocurrentes. Primero, moda y tendencias. Stylist tiene un artículo fantástico sobre superposición de prendas otoñales, ¿qué tenemos nosotros?
—¿Y si hablamos del color block? —propuso Betty—. Está muy en boga ahora mismo. He visto unas fotos geniales de Gwyneth Paltrow llevando a sus hijos al colegio…
—Genial. Lucy, toma nota.
—Abrigos de invierno —dijo Suzy, la auxiliar de redacción de la sección de Moda—. Hay algunos muy espectaculares de…
—No, eso ya está muy trillado, Suzy. Es demasiado tarde para ese tema. —Deborah alisó un mechón de su lustrosa melenita negra, lo hizo despacio, acariciándolo entre los dedos. Suzy se quedó paralizada, en su boca se dibujó una pequeña O—. ¿Qué más?
—Cejas —dijo Lara mientras Suzy empezaba a teclear en su BlackBerry, refunfuñando en voz baja—. Están super de moda, ¿no? Podríamos publicar un artículo sobre cómo perfilarlas correctamente. Ya sabéis, maquillaje de cejas, Cara Delevigne. El pelo vuelve a llevarse. Adiós a las pinzas. Lauren Hutton, Brooke Shields.
—Eso está bien. —Deborah dio unas palmadas enérgicas—. ¿Qué más?
Aliviadas, empezaron todas a parlotear a la vez. «Destinos de viajes de moda para 2013. Irán, entre los favoritos». «Vuelve el color cereza». «El año próximo, el pollo a la parrilla va ser lo más». «Lifting de glúteos». «Joyas en los pies». Lucy iba anotándolo todo: palabras distintas, pero las mismas ideas cada semana. Aquello no era una tormenta de ideas: más bien era un generador de palabras al azar. A menudo pensaba que podía levantarse y decir «El año que viene harán furor los zuecos hechos con huesos de dinosaurio fosilizados», y que todas asentirían, aquellas chicas idénticas, con sus melenas rubias con la raya en medio y sus anillos de compromiso de platino con diamantes (a ver qué novio gana más, ¿el tuyo o el mío?) pondrían cara de pánico por no haber oído hablar hasta entonces de los zuecos de huesos de dinosaurio.
—Ya tenemos varias cosas. —Deborah tocó de nuevo su móvil—. Gracias a todas. Ahora, reportajes. ¿Alguien tiene alguna…?
—Yo tengo varias ideas. —Lucy oyó su propia voz, demasiado alta, demasiado sonora. Sus palabras se elevaron sobre el círculo y quedaron allí, flotando—. Quiero decir que… Perdona, Deborah, te he interrumpido.
—Ya. Claro. —Deborah frunció los labios y se inclinó hacia delante como si se dispusiera a contar un secreto—. Chicas —murmuró—, hoy hace un año que Lucy se unió al equipo de Contenidos. La semana pasada tuvimos una charla y me comentó que tenía algunas ideas. ¿Verdad que sí, Lucy?
Aquel no era un resumen muy preciso de su conversación, que había empezado con Lucy pidiéndole un ascenso o al menos un aumento de sueldo y había acabado con Deborah diciéndole que, para serle sincera, no creía que tuviera futuro en la sección de Contenidos.
Lucy se había acostumbrado a ese triste sentimiento de alienación que define el trabajo de oficina durante los primeros años de una carrera profesional, el hundimiento gradual de tus ilusiones y tus sueños a manos de la realidad cotidiana. Ella había sido camarera, ensobradora, secretaria, empleada eventual, periodista júnior en el Bristol Post —de donde había salido por culpa de un expediente de regulación de empleo—, y ahora allí estaba, y sabía que tenía suerte, muchísima suerte.
Había sido Zocato quien le había hablado de aquel trabajo. Él todavía publicaba un par de viñetas al mes para el Daily News y, cuando aparecían, la primera plana llevaba impresa una enorme escarapela azul que anunciaba en grandes letras doradas «¡Nuevas tiras de Wilbur en el interior!», y la tirada aumentaba al menos diez mil ejemplares. Lucy prefería no pensar en cómo había conseguido aquel empleo: había pasado por dos entrevistas, aportado referencias y visto a cuatro personas distintas, pero no podía sacudirse la insidiosa sospecha de que estaba allí porque era la nieta de David Winter. No pegaba allí ni con cola y lo sabía. Aparte de su abuelo, carecía de los contactos necesarios y era completamente ajena al extraño mundillo de la moda londinense, donde la gente se movía en un nivel de conciencia mucho más alto que el suyo, un poco como en la Cienciología. Estaban al tanto de las tiendas pop-up y de los nuevos sabores de cócteles margarita, y sabían lo que significaba YOLO (You Only Live Once, «solo se vive una vez»), mientras que Lucy se dedicaba a releer los libros de Frances Hodgson Burnett y a planear excursiones a Charleston, Chatsworth y Highclere. Y, por si eso fuera poco, usaba una talla 44. Así pues, para ellas estaba gorda.
Paseó la mirada por el corro pasando de una cara expectante a otra, carraspeó y abrió su cuaderno. Intentó hablar en tono despreocupado y propuso:
—¿Qué tal un artículo divertido sobre cómo conseguir más seguidores en Twitter? Tuiteé una foto de un perro saltando en una playa y ahora me siguen unas treinta personas más. Pero cuando tuiteo cosas sobre esa campaña para que dejen de publicarse fotos de modelos en topless, nadie me hace caso.
—Es buena idea, Lucy. Pero desgraciadamente sacamos algo muy parecido el agosto pasado. Creo que tú estabas de vacaciones.
Hubo un silencio. Alguien carraspeó.
—O… un Top Diez. El Top Diez sobre cómo superar que tu novio te deje. —Se oyó una risita disimulada. Lucy notó que una oleada de rubor le nacía en la clavícula y le subía hacia el cuello—. El año pasado me dejó mi novio. Fue horrible. Cómo superarlo. Porque ¿De verdad está tan loco por ti? es un libro genial. —Hizo una pausa y notó que se ponía aún más colorada—. Me lo regaló la mujer de mi padre y pensé que me iba a parecer un horror, pero la verdad es que dio en el clavo.
Lucy estaba segura de que esas semanas, después de enterarse de que Tom se estaba viendo con Amelia y de que todo el mundo, menos ella, lo sabía desde hacía meses, le habían producido un miedo instintivo a la casa nueva de su padre. Iba allí todos los fines de semana y se tumbaba a llorar en la cama hasta que se sentía como una zombi, con la cara hinchada y las neuronas tan agotadas que era incapaz de mantener una conversación sensata sin despistarse y quedarse con la mirada perdida o echarse a llorar. Una mañana de domingo, Karen, la mujer de su padre, le dejó el libro delante de la puerta de su cuarto con una nota: «Espero que esto te ayude. Karen». Como le sucedía a menudo con Karen, Lucy estaba segura de que sus intenciones eran buenas aunque en aquel momento no se lo hubiera parecido.
La voz de Deborah sonó glacial:
—No, de momento no. ¿Alguna otra cosa?
Betty soltó una risa nerviosa, compadeciéndose de ella a medias. Betty era simpática, pero su risa sonó triste. Las demás cruzaron las piernas. Lucy sabía que estaban disfrutando del espectáculo. Respiró hondo y miró la lista de su cuaderno.
Seguidores de Twitter: El temido número 267: por qué la mayoría de la gente tiene 267 seguidores.
Abandonada por tu pareja: Reportaje sobre cómo dar un vuelco a nuestras vidas y ver lo positivo
Cejas: ¿Por qué siempre tienes en las cejas un pelo larguísimo en el que no te habías fijado?
Y al final:
La invitación de esta mañana. ¿Un reportaje sobre nuestra familia? ¿Algo acerca de Zocato?
—Pues… las cejas. —Levantó la vista—. ¿Nunca os ha pasado que de pronto os dais cuenta de que tenéis un pelo larguísimo en las cejas, como de varios centímetros de largo, y que de pronto se riza y sobresale como un… bueno, como un pelo del pubis?
En medio del silencio que siguió, Lucy oyó el susurro de las rejillas del aire acondicionado y el runrún de un disco duro.
—Creo que eso no es… No —dijo Deborah—. Bueno, dejemos eso. La verdad es que estamos buscando algo más jugoso. —Lucy abrió la boca—. Vale, gracias, Lucy. ¿Alguna cosa más?
Y como la dueña de una tienda de animales que arrojara una manta sobre un loro charlatán, se volvió hacia las demás y la reunión siguió su curso.
De vuelta a su mesa, Lucy arrancó la hoja de su cuaderno. Se quedó mirándola, furiosa, y la tiró a la papelera. La frase «¿Un reportaje sobre nuestra familia?» parecía arderle en la retina. Pensó en volver a su húmedo y frío piso esa noche, en sacar la gruesa tarjeta de color crema y ponerla en el escritorio de su habitación. Aquellas palabras, en la hermosa y clara caligrafía de su abuela: «Un anuncio importante».
¿De qué iba todo aquello? ¿Qué estaba pasando?
Le dolió el corazón, como le ocurría siempre que pensaba en Winterfold. Era su hogar aunque no viviera allí, era su punto débil. Winterfold era para ella ese lugar feliz del que hablaban los artículos seudopsicológicos sobre relajación consciente que el Daily News publicaba al menos una vez por semana. «Visita tu lugar feliz». Lucy estaba siempre en él, ese era el problema: preguntándose cuándo empezaría a olerse el otoño en el aire, como sucedía siempre al final de las vacaciones; o pensando en las endrinas maduras de los matorrales que crecían junto al río, listas para su cosecha a finales de octubre, o en la primera helada, o en la Luna del Cazador.
Cuando sus padres se divorciaron y vendieron la destartalada villa victoriana del barrio de Redland, en Bristol, en la que se había criado, a Lucy no le importó demasiado. Cuando Cat estaba disgustada por culpa de Daisy, su madre, o preocupada por alguna chica del colegio que se portaba mal con ella, o por la vida en general (cosa muy propia de Cat), era Lucy, a pesar de ser más pequeña, quien aportaba la dosis necesaria de sentido común. Cuando su padre estaba deprimido y ella se había ido a vivir con él unos meses al terminar la universidad, le había ofrecido su hombro, lo había ayudado a pintar la pequeña clínica que había comprado en el pueblo, lo había escuchado divagar sobre sus pacientes y había visto con él la trilogía completa de El padrino una y otra vez. Allí, en Winterfold, estaba a gusto. Era el único lugar en el que se sentía verdaderamente a salvo, auténticamente feliz.
Masculló algo para sí, se levantó y se acercó al despacho de la esquina. Llamó a la puerta.
—¿Sí? —Deborah levantó la vista—. Ah, Lucy. ¿Sí?
—¿Podemos hablar un momento?
—¿Otra vez? —Deborah tiró de uno de sus delicados pendientes de oro.
Lucy se pasó una mano por los rizos cortos y desordenados.
—Sí. Siento lo de antes. Pero he tenido una idea, una mucho mejor. Tú me dijiste que pensara a lo grande.
—No será otra vez algo sobre dietas, ¿verdad?
El mes anterior, Lucy había escrito un artículo titulado «El mito de la dieta: por qué el 85 por ciento del peso que se pierde gracias a una dieta se vuelve a recuperar al cabo de seis meses». Deborah había estado a punto de atragantarse con su café con leche de soja.
—Dios mío, si la gente supiera que eso es verdad perderíamos la mitad de nuestros ingresos publicitarios. ¿Estás loca? A las mujeres les gusta leer sobre dietas, ¿entendido?
Lucy notaba la fría y calculadora mirada de Deborah clavada en ella, metió tripa.
—No, no es sobre dietas. Ya sabes que el año que viene va a haber una exposición sobre Zoca… sobre mi abuelo. Quiero escribir un reportaje sobre nuestra familia. Creo que podría ser interesante.
Deborah no dio precisamente un brinco, pero dejó de mirar por encima del hombro de Lucy.
—¿Un reportaje de qué tipo?
—Eh… Cómo fue crecer con mi abuelo. —Confiaba en no estar sonrojándose—. Lo maravilloso que es. Nuestra familia. La casa. Ya sabes que viven en una casa preciosa y que…
—Sé lo de la casa —dijo Deborah—. Sí. Saldrían unas fotos muy bonitas. Es buena idea, Lucy. Dulces recuerdos del ayer. La familia del Daily News. «Nuestro entrañable humorista gráfico celebra equis años de carrera con una exposición de sus ilustraciones más emblemáticas del Londres de la guerra, y su nieta, la redactora del Daily News Lucy Winter, nos habla de su vida con su abuelo, el creador de la tira cómica más querida por los británicos». —Asintió—. Me gusta. ¿Piensas incluir a toda la familia? ¿Tenéis trapos sucios de los que debas informarme?
—Mi madre se llama Clare, es herborista y vive en Stokes Croft —dijo Lucy, muy seria—. En Bristol. Así que creo que no.
Deborah se rió, aunque parecía un poco impaciente.
—Me refería a la familia de tu abuelo.
—Ya. —Ahora que había llegado tan lejos, de pronto no se le ocurría qué decir—. Mi tía Daisy… Bueno, puede que en realidad no sea ningún misterio.
—¿Qué pasa con tu tía Daisy? —El tono de Deborah sonaba casi liviano, tratándose de ella.
—Eh… Bueno, nunca estoy segura de que sea algo grave. Pero siempre me ha parecido un poco raro. —Miró a Deborah, de pronto se sentía incómoda: ¿de verdad le correspondía a ella a hablar de esas cosas? Aunque ya era demasiado tarde—. Digamos que mi tía desapareció hace veinte o treinta años. Así, de repente. Dejó a su hija con mis abuelos cuando solo tenía cinco semanas y se marchó.
—¿Cómo que «desapareció»? ¿Se murió?
—No. Es muy raro. Quiero decir que sigue viva. Mi abuela recibe correos electrónicos suyos. De vez en cuando.
—Si tu abuela recibe correos electrónicos, ¿dónde cree que se ha marchando?
Había una nota de impaciencia en su voz. «¿Qué clase de padres no saben dónde está su hija?».
Lucy intentó explicarse pero, como ella tampoco lo entendía, le costaba aclararlo.
—Creo que siempre fue un poco difícil.
Recordaba haber tenido una rabieta de adolescente porque no le dejaron ir a la fiesta de Katie Ellis y su padre le gritó de repente: «¡Dios mío, Lucy! ¡No seas como Daisy!», como si aquello fuera lo peor que podía ser una persona. Y Lucy había visto a Daisy cuatro veces en su vida. En realidad, no la conocía.
—Es una persona genial. Esto… Bueno, creo que se quedó embarazada muy joven, y que eso la superó. —Abrió ligeramente las manos, casi como si le pidiera a Deborah que le diera la razón, y se devanó los sesos intentando encontrar el modo de explicarlo—. No hablamos de eso, ya sabes cómo son las familias: pasan las cosas más extrañas y la gente se comporta como si no fuera nada del otro mundo. ¿Sabes a qué me refiero?
Se encogío de hombros. Claro que no lo sabía.
Pero Deborah dijo:
—Uf, dímelo a mí. Mi madre no sabía quién era su padre, de hecho creció creyendo que estaba muerto, y una tarde estaba tranquilamente sentada con mi padre (yo por entonces estaba en la universidad) y llamaron a la puerta. Era un hombre que le dijo: «Hola, soy tu padre y llevo diez años buscándote».
—¿Qué?
Lucy abrió los ojos como platos. Llevaba un año trabajando para Deborah, pero no sabía nada de ella aparte de que era de Dorking —aunque ella decía que era «de cerca de Guilford»— y que le había pedido que le encargara un montón de novelas eróticas del tipo Cincuenta sombras de Grey para llevárselas de vacaciones ese verano.
—Ay, Dios. ¿Y qué pasó?
Deborah meneó la cabeza y cruzó las piernas con energía, como si lamentara haberle dicho aquello.
—No tiene importancia. Lo que quiero decir es que estoy de acuerdo contigo: las familias son muy raras. Sigue. ¿Qué pasó con…? ¿Cómo dices que se llama tu tía? ¿No me digas que la asesinaron?
—Eh… no. Daisy huyó a la India para trabajar en una escuela infantil y mis abuelos criaron a su hija. Mi prima Cat. Y eso es todo, básicamente. Daisy se quedó en la India. Ayudó a construir un colegio. Creo que le dieron un premio por eso. Ha vuelto a casa cuatro o cinco veces desde entonces. Normalmente, para pedir dinero.
Lucy arrugó el ceño, pensando en el recuerdo más claro que tenía de su tía Daisy: una mujer delgada, morena y arrugada, guapa, extraña y exótica y sin embargo, al mismo tiempo, tan familiar en el entorno acogedor de Winterfold. Había vuelto para la inesperada boda del padre de Lucy con Karen (que fue tan repentina que Lucy estaba convencida de que poco después anunciarían que estaba embarazada, pero no fue así) y a todo el mundo le sorprendió verla, Lucy se acordaba de eso. Daisy parecía estar allí solo a medias: como si en parte estuviera deseando integrarse y en parte, a punto de escapar. Tenía un elefante de plata que llevaba siempre en el bolsillo. Y unos ojos muy grandes y verdes, descomunales para su cara enflaquecida. De hecho, Daisy era la persona más flaca que Lucy había visto nunca. Evidentemente, no tenía ni idea de cuántos años tenía ella, y se empeñaba en preguntarle si había leído Los cinco y en hablarle como si se dirigiera a un bebé. La víspera de la boda tuvo una bronca con Bill, el padre de Lucy, por cuestiones de dinero. Y le dijo algo a Cat, Lucy no sabía qué, pero después se encontró a Cat llorando en su habitación, abrazada al viejo cojín de su cama, casi inconsolable, y desde entonces Cat casi no había vuelto y Lucy la echaba muchísimo de menos, aunque Cat se había vuelto tan sofisticada y tan distante, que nunca se le había ocurrido decirle cómo se sentía.
—Daisy suele discutir con mi padre o con mis abuelos —concluyó—. Se marcha y dice que no va a volver nunca más.
—Entonces, ¿ha perdido el contacto con todos?
—No, no es eso en realidad. —Lucy no quería exagerar—. Nunca estuvo muy unida a Flo, mi otra tía. Ni a mi padre, supongo. Pero todavía le manda correos electrónicos a la abuela. Es raro porque, por lo demás, siempre hemos sido una familia muy feliz. Es como si ella viniera de otro sitio.
Al decir esto, sintió que de verdad habían sido una familia feliz. Antes. Ahora no. Las cosas habían cambiado, ahora eran todos más tristes. No podía explicarlo.
Deborah se llevó las manos a las mejillas.
—Bueno, tienes razón: es interesante. Un reportaje sobre tu infancia con tu abuelo, esa casa tan bonita… Y luego todo eso sobre Daisy. Muy jugoso, sí. Imagino que a tu abuelo no le importará. —Parecía un gato a punto de abalanzarse sobre un ratón.
Lucy contestó con cautela:
—No quería decir que… No estoy segura de querer escribir sobre todo eso.
—¿Por qué no? No seas terca, Lucy.
—En realidad estaba pensando en un artículo acerca de nuestra familia, de lo felices que somos, de las cosas que nos gusta hacer, de Zocato haciéndonos dibujitos. Ya sabes. —A Deborah se le hincharon las aletas de la nariz—. Mira —Lucy trató de hablar con firmeza—, a mi abuelo no le gusta que la gente hurgue en su pasado. Ni siquiera dejó que un periodista del Bath Chronicle le hiciera una entrevista sobre esa nueva exposición. No creo que quiera que publiques un reportaje sobre Daisy y esas cosas.
La voz de Deborah adoptó un tono más suave y meloso:
—Claro. Mira, Lucy, no tiene por qué ser sensacionalista. Hay un montón de gente en situaciones parecidas: ya sabes, asuntos sin resolver. Y nunca se sabe: puede que averigües más cosas acerca de ella, y piensa en lo contentos que se pondrán tus abuelos. Tenemos dos millones de lectores, tiene que haber alguien que sepa algo. —Carraspeó con delicadeza—. Voy a serte sincera. Me caes bien, Lucy. Quiero ayudarte, ¿sabes? Quiero decir que… ¿Es que no quieres escribirlo?
—Podría preguntárselo a mi abuelo —contestó Lucy, indecisa, intentando hacer pie en aquel terreno resbaladizo—. Dentro de poco va a reunirse toda la familia y… No sé si vendrá Daisy. Es que me resulta un poco incómodo.
—Pregúntaselo a tus abuelos. O habla con su hija. Aunque no sé por qué no puedes escribirle directamente un correo electrónico a tu tía y preguntarle si va a venir para esa reunión familiar. Sería el gancho perfecto para publicar el reportaje. Imagínate. Supongo que tendrás su dirección en alguna parte. —Sonó el teléfono de su mesa y Deborah cortó la llamada pulsando una tecla con uno de sus dedos huesudos—. La semana pasada, cuando viniste a pedirme un aumento, me dijiste que estabas segura de que querías dedicarte a este oficio. No te estoy pidiendo que airees los trapos sucios de tu familia. Solo digo que pienses en investigar un poco, a ver si hay algo ahí.
Lucy asintió.
—De acuerdo.
—Tú sabes escribir, Lucy. —Deborah sacudió la cabeza y su media melena quedó en perfecto orden. Se la revolvió un poco y se puso brillo de labios—. Se te da bien plantear temas, y me convenciste de que querías trabajar escribiendo para un periódico. Pero todavía no has llegado a ese punto. —Se levantó, extrañamente desgarbada, y se echó un largo abrigo sobre los hombros, al estilo Cruella de Vil—. Tengo que irme, he quedado para comer con Georgie. Piénsatelo, Lucy. Adiós.
Y se marchó, dejando a Lucy sola en su gran despacho acristalado, mirando por la ventana y preguntándose en qué acababa de meterse. «Tú sabes escribir». Sacó la invitación de su abuela con la mente acelerada. No sabía qué hacer a continuación, pero de una cosa estaba segura: estuviera donde estuviese Daisy, no iba a volver para aquella fiesta.