Siempre tarde. Siempre tenía que estar en otra parte. Cat salió a toda prisa del Marché, pasó junto a infinitos ciclámenes de brillantes tonos de rojo, nudosos geranios de flores desvaídas y arbustos de bayas ácidas y colores cítricos. Como trabajaba en el mercado de las flores, siempre tenía presente el paso de las estaciones: todos los años temía la llegada del invierno, porque se pasaba el día a la intemperie, congelándose lentamente. Pero estaban en la primera semana de septiembre, todavía era verano y los turistas se agolpaban aún en las callejuelas de la Île de la Cité, avanzaban tan despacio como zombis, cabizbajos y con los ojos clavados en sus teléfonos.
Cat cruzó el estrecho puente para peatones que había al pie de Nôtre Dame, zigzagueando para sortear a la gente. El grupo de músicos de jazz que solía haber en el puente estaba tocando una versión melancólica y cantarina de There’s a small hotel. Cat aflojó el paso un segundo. Era una de las canciones favoritas de su abuela. Solía cantarla por la noche, mientras trasteaba en la cocina con una taza de té en la mano. Su abuela siempre estaba cantando.
—¡Hola, inglesita! —le gritó uno de los músicos cuando pasó por su lado.
Cat puso los ojos en blanco. Tantos años allí y todavía la llamaban «inglesita», cuando seguramente hablaba francés mejor que ellos. En París, una era parisina o francesa sin necesidad de ir pregonándolo por ahí (eso habría sido muy, muy outré), pero había ciertas cosas, cierto refinamiento, cierta actitud ante la vida… Cat se consoló pensando que, en general, la tomaban por francesa. Era delgada y esbelta, tan esbelta como una francesa, y no porque se esforzara por serlo: sencillamente, no comía mucho. Sus ojos de color gris oscuro quedaban parcialmente escondidos bajo una cabellera castaña como la melaza. Llevaba puesta la única prenda cara que tenía: unas bailarinas rojas de charol, de Lanvin, que le había comprado Olivier cuando las cosas entre ellos todavía iban bien. Había intentado venderlas en eBay hacía un par de meses: estaba desesperada, necesitaba el dinero y era absurdo tener unos zapatos que costaban trecientas libras cuando ni siquiera podía comprarse un bocadillo para comer. Pero uno de los zapatos tenía una mancha de aceite de oliva, vestigio de un accidente provocado por Luke, y la compradora se había echado atrás cuando Cat, siempre tan sincera, se lo había advertido. En realidad se alegraba, porque eran preciosos: de un brillante rojo coral, le alegraban la vida de una manera que hasta entonces no había creído posible. Como toda amante de la moda —incluidas las no practicantes—, Cat despreciaba la cultura de la cartera, la estampación de las marcas en todo tipo de objetos (¡atención!, en mis gafas pone GUCCI en letras enormes, de lo que cabe deducir que tengo dinero). Pero bajar la vista y ver aquellos preciosos zapatos rojos siempre la hacía sonreír, aunque tuviera un día especialmente malo y la sonrisa fuera muy pequeñita. Le sorprendía —y le alegraba— descubrir que aún tenía esa capacidad de disfrute. Creía que a esas alturas ya debía de estar completamente extinta.
Echó a andar a buen paso por la calle principal de la Île Saint-Louis, su delgada figura sorteaba ágilmente a la muchedumbre que, desplazándose con lentitud, miraba pasmada los escaparates de la boulangerie y la fromagerie. Vio la cola que se había formado en Berthillon, el anticuado glacier con sus relucientes mostradores de mármol. Le encantaba Berthillon, sabía que era terriblemente turístico pero, a veces, cuando necesitaba con urgencia darse un capricho, cuando la niebla caía sobre los dos islotes y su situación le parecía particularmente lúgubre, deseaba más que nada en el mundo poder cruzar el puente a la hora de comer y pedir una tacita de chocolate negro caliente, servido con crema amarilla en una jarrita de plata lisa. Pero el dinero no le llegaba para tanto desde hacía más de un año, desde que Olivier había cerrado por completo el grifo.
Entró en la tienda de alimentación que había cerca de su piso, a la vuelta de la esquina, a comprar vermú. Era horriblemente caro, pero aquello era la Île Saint-Louis: por supuesto que era horriblemente caro, y además era para madame Poulain. No hay que escatimar en gastos, ese era el lema de madame Poulain, aunque vigilaba el dinero que le daba a Cat hasta el último céntimo, y Cat no podía disponer de nada de lo que compraba para madame Poulain. Eso estaba muy claro, había estado claro desde el principio: ella compraba en Lidl o en Franprix. Sonrió mientras esperaba para pagar, mirando las hileras de mostaza de Dijon. Por eso París era tan civilizado, a pesar de sus muchas desventajas. Incluso en un colmadito como aquel podían encontrarse cinco tipos distintos de moutarde de Dijon: mais bien sûr.
—Bonsoir, madame.
—Ah, bonsoir, Catherine. Ça va?
—Ça va bien, merci, madame. J´ai pris le Vermouth. Je vous offre un verre?
—Oui, oui.
Sentada en su sillón orejero, la anciana soltó una carcajada mientras Cat depositaba con cuidado la botella envuelta en papel sobre el enorme aparador. Si formulaba de inmediato la pregunta que ardía en deseos de hacerle, madame Poulain se enfadaría. Si esperaba solo un minuto, se sentiría halagada.
Cat soltó un breve suspiro, cogió un vaso de la estantería y dijo:
—Su medicina, madame. Está todo arreglado para que vaya a recogerla mañana, ¿no?
—Claro. —Madame Poulain apagó su cigarrillo—. Pero diles que esta vez lo comprueben. Estoy harta de que se equivoquen con la dosis. Estoy enferma. Tiene que ser la correcta. —Encendió otro cigarrillo—. ¿Puedes prepararme esa copa antes de volver a marcharte? Ya sé que estás muy ocupada, pero…
—Claro que sí —contestó Cat, intentando no sonreír.
La primera vez que había entrado en el apartamento de madame Poulain —un piso con vistas al Sena y orientado hacia el sur, en dirección al Barrio Latino—, se había quedado maravillada: el enorme espacio diáfano, las vigas de madera, las viejas contraventanas con sus tiradores de hierro forjado y el enrejado de filigrana del balcón. Entonces, como ahora, las únicas cosas que había en la vetusta cómoda de caoba (de Vichy, adquirida en circunstancias poco claras por su padre, un cobarde y un traidor sobre el que madame Poulain solo podía hablar si a continuación escupía en el cenicero) eran cigarrillos mentolados, un cenicero y jarabe para la tos. Lo cual, como había descubierto Cat más adelante, resumía bastante bien a su casera.
—¿Has tenido mucho lío hoy?
Madame Poulain se estiró en el sillón, flexionando sus manos largas, semejantes a garras.
—El mercado estaba abarrotado. Pero no hemos tenido mucho lío. Henri está preocupado.
—No me extraña. Ahora que ese necio está al mando del país, estamos perdidos. ¡Y que yo haya vivido para ver el socialismo aniquilado de esta manera! Cuando era niña, a ese lo habríamos llamado fascista. ¡Ja!
Madame Poulain sufrió un ataque de tos que la mantuvo ocupada un buen rato. Cat le llevó un vaso de agua y le sirvió vermú aguzando el oído por si advertía algún otro signo de vida en el apartamento. No oyó nada.
Pasado un rato, la tos de madame Poulain remitió y la anciana apartó el vaso de agua que le ofrecía Cat y agarró el vermú. Cat le pasó las pastillas y ella se las tragó una por una, con esfuerzo y después de numerosos suspiros seguidos de ásperas arcadas. La misma escena se repetía todas las noches, desde hacía tres años. A Olivier le había repugnado madame Poulain las dos veces que la había visto. Decía que era una falsa, una hipócrita. Que procedía de una familia de colaboracionistas. Cat ignoraba cómo lo sabía, pero los hipócritas eran las auténticas bêtes noires de Olivier. Una de sus muchas ironías.
«No pienses en Olivier. Uno… dos… tres…». Paseó la mirada por la habitación e iba contando objetos para distraerse. Sabía lo que tenía que hacer: cada vez que Olivier irrumpía en sus pensamientos, cosa que sucedía a menudo, buscaba un tiovivo de imágenes con las que distraerse. De lo contrario… De lo contrario se enfadaba, se ponía tan furiosa que le daban ganas de romper algo. Pensó en Winterfold. En la Navidad en que Lucy y ella hicieron un muñeco de nieve y usaron como molde para la cabeza un cubito de playa cubierto de arena del verano anterior en Dorset. Pensó en el camino hacia el pueblo un día de otoño, cuando las hojas eran amarillas como el membrillo. En su tío Bill, intentando cruzar el cuarto de estar con la papelera en la cabeza. En las mañanas de verano, cuando se sentaba en la cama de su soleada y acogedora habitación, y miraba por la ventana el amanecer de color melocotón, violeta y turquesa que iba extendiéndose por las colinas de detrás de la casa. Pensó en el cojín de patchwork que le había hecho su abuela, con su nombre en hexágonos azules, y en la rabia que le dio a Lucy que a ella no le hubiera hecho otro.
—¡Ella vive aquí! ¡Lo tiene todo! —había gritado.
Lucy era tres años más joven que Cat. A veces parecía una diferencia muy grande. Ahora, en cambio, tres años no eran nada, supuso Cat.
Pero en todo caso, no lo sabía. ¿Cómo era Lucy ahora? ¿Seguía siendo la misma?, se preguntaba a menudo. Iba a ser una escritora famosa y a vivir en un torreón: esa había sido siempre su meta. ¿Zocato seguía teniendo la pierna mal? ¿Y la abuela? ¿Seguía canturreando todo el día y dedicándote esa rápida sonrisa felina si le corregías la letra? ¿Y el cojín de patchwork? ¿Seguía allí, descansando en el viejo sillón de mimbre, esperando a que ella volviera?
Aun así, seguía viéndolo todo con claridad. Se acordaba de cada escalón que crujía, de cada marca en las columnas de madera, de cada libro viejo y vapuleado de la estantería de enfrente del sillón: Las zapatillas de ballet al lado de Harriet la espía y de La historia de Tracy Beaker, un regalo que le hizo su padre cuando todavía era demasiado pequeña.
Había cortado los lazos con todos y ya no podía volver. Llevaba años y años sintiéndose así, y sabía que su personalidad había cambiado. Ahora era otra Cat: esa Cat en la que, en el fondo, siempre había temido convertirse. Ahora, cuando una puerta se cerraba de golpe, ella se sobresaltaba.
—¿Cómo está Luke? —preguntó por fin cuando madame Poulain se hubo calmado.
—Dormido. Tumbado al sol. Lo mimas demasiado. Como suele decirse, los ingleses malcrían a sus mascotas e ignoran a sus hijos. Él es tu mascota, ¿humm?
Dado que madame Poulain parecía alimentar a Luke exclusivamente con galletas mientras ella estaba en el trabajo, Cat no se sintió capaz de abordar ese tema en aquel momento. No podía arriesgarse a provocar una discusión, algún cambio en el statu quo. El día estaba tocando a su fin y estaba tan cansada que tenía la impresión de que podía resbalar y caerse al suelo. Se frotó la cara. La tenía algo quemada por el sol y de pronto echó de menos el invierno. Los días fríos y ásperos, las veladas acogedoras dentro de casa, y no aquel calor reseco y pegajoso.
—Voy a ir a echarle un vistazo —anució, levantándose—. Luego le prepararé una tortilla, ¿de acuerdo?
—Bueno. —Para madame Poulain, cualquier muestra de preocupación por otro ser vivo era una pérdida de tiempo, de un tiempo precioso que podía dedicar a fumar—. Ve, anda. Y oye, antes de que te vayas, ha llamado tu abuela.
Cat se dio la vuelta. El corazón empezó a latirle con violencia.
—¿Ha llamado mi abuela? ¿Aquí? ¿Ha dicho por qué?
—Quería saber por qué no has contestado a la invitación.
Cat carraspeó.
—¿Qué… qué invitación?
—Lo mismo le dije yo. El correo francés. Ese hombre va a hundir el país. No sé…
—Madame Poulain, por favor. —Su desesperación casi se dejó entrever por una vez—. ¿Ha llegado alguna invitación?
—Lo curioso del caso es que sí, ha llegado hoy. Se lo he dicho a tu abuela cuando ha llamado. Y le he dicho también que te la daría en cuanto llegaras a casa. —Deslizó la mano huesuda por el costado del sillón, como una niña que guardara sus secretos bajo el cojín—. No lo saben, ¿humm? No saben que les has contado una mentirijilla, ¿verdad?
Le pasó la tarjeta de color crema a Cat, que la sostuvo entre los dedos como si fuera algo mágico.
—No es mentira —dijo con un hilo de voz.
La dirección estaba escrita con la elegante letra de Martha. No era mentira si sencillamente no lo habías dicho, ¿verdad?
Aquella letra: Cat la conocía mejor que ninguna. ¿Quién, si no, le había escrito aquellos cuentos inacabables, salpicados de diminutas ilustraciones que parecían joyas? ¿Quién le metía notas en la fiambrera para que las encontrara cuando se sentaba a solas debajo de los bancos arañados y pringosos del patio, con la barbilla apoyada en las rodillas llenas de costras?
Su abuela solía sentarse a la mesa de la cocina cada mañana junto a la tetera, contemplaba el jardín por la ventana —delgada, serena y perfectamente quieta—, y hacía planes para el día que tenía por delante, anotaba pequeñas ideas, argumentos y bromas en su cuaderno. También escribía notas. Notas que Cat encontraba detrás de sus sándwiches; solía arrugarlas y tirarlas, avergonzada, por miedo a que volvieran a encontrarlas.
¿Tu abuela te escribe notitas de amor?
Menudo bebé.
Tu madre es una hippie, todo el mundo lo sabe. Le entró miedo y se largó y por eso tienes que vivir con tu abuela.
¡Hippie! ¡Hippie! ¡Hippie! ¡Cat es una hippie!
Los recuerdos, las sensaciones enterradas hacía largo tiempo, amenazaron con embargarla. El papel del sobre era grueso, pesado, frío, y a Cat le temblaban los dedos. Intentó despegar la solapa con torpeza. Quería rasgar el sobre, quería saber lo que contenía y sin embargo, al mismo tiempo, temía descubrirlo. Madame Poulain la observaba asomando la cabeza por detrás del ala de su sillón, como una gárgola.
—El abrecartas está encima de la cómoda, Catherine. No lo rompas. No seas tonta.
«¡Cállese, vieja odiosa, repugnante, vil y asquerosa! ¡Cállese o le haré daño! ¡Le aplastaré la cabeza con su precioso jarrón de Sévres y la veré morir, y me reiré mientras se muere!».
Ya no la sorprendía la facilidad con que ese tipo de pensamientos se le colaban en la cabeza. Leyó la invitación, las letras trazadas a mano, la súplica que albergaban, y luego levantó la vista, con la mirada perdida, mientras aquellas voces que le gritaban desde que se levantaba hasta que se acostaba alcanzaban un tono febril. A casa, a Winterfold. ¿Podía pensar siquiera en volver, esta vez? ¿Qué les diría sobre lo que le había sucedido desde su marcha? ¿Por dónde empezar? ¿Y cómo llegaría hasta allí? No tenía dinero. La semana anterior ni siquiera había podido comprarse un bono de metro, ¿cómo iba a comprarse un billete del Eurostar para volver a casa? A casa.
Dejó caer la tarjeta al suelo mientras se retorcía incansablemente los dedos sobre el regazo, y madame Poulain interpretó su silencio como una rendición.
—Me apetece muchísimo esa tortilla. Ya que vas a echarle un vistazo a Luke, ¿por qué no me haces una?
—Sí, claro.
«Todo va bien», se dijo mientras entraba en la cocina y, cuando madame Poulain soltó un gruñido de curiosidad, se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta, en inglés, para sí. «Todo va bien».