EL BACHILLER

Por tanto, si tu mano o tu pie te fuere ocasión de caer, córtales y échalos de ti: mejor te es entrar cojo o manco en la vida, que teniendo dos manos o dos pies ser echado en el fuego eterno.

MATEO 18:8

I

Nació enfermo, enfermo de esa sensibilidad excesiva y hereditaria que amargó los días de su madre. Precozmente reflexivo, ya en sus primeros años prestaba una atención extraña a todo lo exterior y todo lo exterior hería con inaudita viveza su imaginación. Una de esas augustas puestas de sol del otoño le ponía triste, silencioso y le inspiraba anhelos difíciles de explicar. Algo así como el deseo de ser nube, celaje, lampo y fundirse en el piélago escarlata del ocaso.

Las solemnes vibraciones del ángelus llenábanle de místico pavor; la vista de una ruina argentada por la luna o de un sepulcro olvidado cubría de lágrimas sus ojos. Algunas veces, sin causa alguna, lanzábase al cuello de su madre y con efusión incomparable la besaba y le decía:

—¡No quiero que te mueras!

Otras, permanecía en éxtasis ante un cuadro cualquiera.

Era huraño y, a la edad en que todos los niños buscan la zambra, procuraba el aislamiento.

A los trece años, habíase enamorado ya de tres mujeres, cuando menos, mayores todas que él; de ésta, porque la vio llorar; de aquélla, porque era triste; de la otra, porque cantaba una canción que extraordinariamente le conmovía.

Parecía su organismo fina cuerda tendida en el espacio, que vibra al menor golpe de aire.

De suerte que sus dolores eran intensos e intensos sus placeres, mas unos y otros silenciosos.

Murió su madre, y desde entonces su taciturnidad se volvió mayor.

Para sus amigos y para todos, era un enigma y causaba esa curiosidad que sienten, la mujer ante un sobre sellado, y el investigador ante una necrópolis egipcia, no violada aún.

¿Qué había ahí dentro? ¿Acaso un poema o una momia?

¡Ah… se iría a la tumba con su secreto!

La herencia materna, bien menguada, apenas bastó al joven para trasladarse a una ciudad lejana, donde un tío suyo, solterón, vivía y le llamaba ofreciéndole encargarse de su educación.

Tenía entonces catorce años.

Era aquella ciudad, llamada Pradela,1 una de las pocas de su género que existen aún en México. De fisonomía medieval, de costumbres patriarcales y, sobre todo, de ferviente religiosidad.

Influían en esto sin duda, el clima, el apartamiento de todos los centros, a que contribuían los pésimos caminos carreteros, el temperamento linfático de los habitantes y otros factores igualmente poderosos. Ello es que, salvo los religiosos ejercicios, nada había en Pradela que sacar pudiese de quicio a los moradores, dedicados en su mayor parte a la labranza.

Aquí y allá, en las tortuosas y húmedas calles, erguíanse caserones de heterogéneo estilo, que acusaban reparaciones diversas, con intervalos asaz prolongados; edificios bajos de adobe o de piedra, con pesados balcones cuyas maderas, a perpetuidad cerradas, nada dejaban adivinar de la silenciosa vida del interior.

Las iglesias, numerosas, sombrías, sin ningún encanto arquitectónico, como levantadas por una piedad sobria y desdeñosa de las formas, mostraban sus campanarios cúbicos, rematados por gruesas cruces de piedra.

Tenía la ciudad su obispo, varón docto en teología y cánones, y su seminario, inmensa casa que albergaba más de cien teólogos y donde la juventud de Pradela hacía sus estudios preparatorios y gran parte de ella los sacerdotales. Así, a ciertas horas del día, veía uno salir por la inmensa puerta principal del colegio, multitud de muchachos, de cuyos hombros pendía la grasienta capa de casimir gris: único distintivo que acusaba su cualidad de estudiantes de facultad menor.

La puerta del Clerical, departamento del colegio destinado a los teólogos, daba asimismo paso, los jueves y los domingos, a grupos enlutados de jóvenes, originarios de todos los pueblos del distrito, o bien miembros de las familias conocidas de la ciudad, que iban de paseo.

El observador más ligero habría notado en aquellas caras las procedencias más diversas: el indio puro, con su cabello lacio, su aguileña nariz, sus ojos negros de reflejos azulados, su parsimonioso y grave movimiento, el rubio pecoso y el rubio limpio, el moreno claro y todos los tipos que forman en México la híbrida población.

Éste venía de la sierra, aquél de la tierra caliente, éste de la región templada, aquél de la malsana costa, que el vasto distrito abrazaba zonas bien diversas; y, cada año, diez o doce de aquellos jóvenes, recibidas las órdenes sagradas, tornaban definitivamente a sus pueblos, ya de vicarios, ya de curas, permaneciendo uno que otro, los menos rudos, en la ciudad, con la perspectiva de una canonjía provechosa.

Cuando el reloj de la catedral sonaba las nueve y tres cuartos de la noche, dejábase oír el lento y sonoro toque de queda, cuyas tristes inflexiones llevaban a todos los hogares una sensación indefinible de melancolía y de temor. Prolongábase este toque hasta las diez y, tras breve intervalo de silencio, oíase de nuevo durante algunos minutos, recibiendo el toque segundo, la denominación de “queda grande”.

Al escuchar el toque, el viejo médico dejaba su tertulia; la visita de confianza se despedía, y las calles, de suyo silenciosas durante el día, dejaban ver, a la luz de ictérico farolillo de aceite, a tal o cual transeúnte que presuroso se dirigía a su casa, oyéndose por largo tiempo el eco medroso de sus pasos.

Las jóvenes de la ciudad, porque las había a pesar de todo, pálidas por lo general y de fisonomía pensativa, salían a la calle arrebujadas siempre con negro tápalo de merino; oían diariamente su misa; confesábanse los viernes, teniendo cada una su director espiritual, y comulgaban el sábado, en honor de la Inmaculada, las fiestas de guardar y tal o cual día de elección.

Año por año, las aulas del seminario, vacías de gramáticos, filósofos y teólogos, que disfrutaban sus vacaciones, corridas de octubre a enero, hospedaban a aquellas jóvenes, por nueve días, destinados a la contemplación de las verdades eternas, conforme al método de san Ignacio.2

Los ejercicios efectuábanse por tandas, cada una de nueve días, y cuando ya, así las solteras como las casadas de Pradela, los habían recibido, tocaba su turno a los hombres, algunos de los cuales los esquivaban, verificándose en cambio entre los concurrentes tal o cual discreta conversión, que llevaba al elegido por la divina gracia, de una disipación disimulada y mediana a los claustros del seminario, donde trocaba el legendario traje charro por la sotana clerical.

¿Amores?, también florecían en aquella atmósfera pesada; mas, como la reina de la noche,3 abrían su cáliz en el misterio, sin dejar por esto, semejantes a ella, de ser puros y sencillos. Vivían en silencio por breve tiempo y morían por fin bajo el yugo matrimonial, dirigidos desde su alfa hasta su omega, por el prudente director espiritual de la doncella.

II

Tal era el medio en que debían desarrollarse las delicadas facultades de Felipe, quien, ávido de estudio, comenzó por dedicarse al del latín, que comprendía “mínimos”, “medianos” y “mayores”, y al cual debían seguir las matemáticas, la física y por último la lógica, coronamiento de la facultad menor y vestíbulo de las tres teologías: dogmática, moral y mística, y del derecho canónico, extenso y árido.

Su vida transcurrió desde entonces sin más agitaciones que las que su viciado carácter le proporcionaba; su fantasía, aguijoneada por el vigor naciente de la pubertad, iba perpetuamente, como hipogrifo sin freno, tras irrealizables y diversos fines. Atormentábale un deseo extraño de misterio, y mujer que a sus ojos mostrase la más leve apariencia de un enigma, convertíase en fantasma de sus días y sus noches.

Si pasaba frente a un caserón más silencioso que los otros y advertía en los balcones tiestos que revelaban cultivo o canarios que hablaban de mimos delicados, deteníase, e incrustándose en el marco de un zaguán, aguardaba las manos blancas, los ojos negros y el talle leve que necesariamente debían albergar aquellos muros. A veces, y era lo más común, en el rectángulo de luz que limitaban las maderas al abrirse, destacábanse, ya la quintañona de cofia, espejuelos y camándula pendiente del cordón de la Tercera Orden; ya el fornido amo, que salía en busca de aire y que con las manos en los bolsillos del ajustado pantalón miraba el cielo, donde una noche de verano encendían todos sus luceros; pero a veces también, trocábase en verdad el poético presentimiento, y la niña de ojos claros u oscuros, que esto no hacía mucho al caso, se dejaba ver, y al soslayo inspeccionaba las trazas del misterioso galán.

Ahí paraba todo, porque no faltaba un indiscreto que pusiese a Felipe al tanto de las generales de su Virginia, y con el misterio huía la ilusión, y nuestro héroe murmuraba como el poeta: “¡No era ella!”.4

Y “ella” no llegaba nunca: era el rayo de luna eternamente perseguido por un Manrique de catorce años.5

A los cuales se añadieron cinco, sin que el soñador cambiase de procederes. La vagancia tras el estudio, a caza del ideal, y el estudio tras el ensueño, llenaron ese lustro, y el buen tío, más dado a observar la atmósfera por si había barruntos de lluvia o sequía, que los corazones que le rodeaban, jamás sofrenó con su prudencia de viejo los ímpetus de aquel espíritu enfermo de anhelos imposibles.

Hubo de llegar el día de la elección de carrera. Terminaban las vacaciones del año de lógica y Felipe se hallaba a la sazón en el campo, en una propiedad de su tío, en compañía de Asunción, la hija del administrador, rapaza montaraz que le era adicta como un perro. Ahí entreteníase en matar huilotas y ánsares y en hacer estrofas a las tardes tristes y a las mañanas seductoras, cuando fue interrogado por don Jerónimo (éste era el nombre del tío) acerca de tan importante asunto.

Quedose el joven silencioso durante algunos instantes, y por fin dijo:

—Lo pensaré.

La misma respuesta dio ocho días después.

Enero se acercaba, y pronto, caballeros en flacos rocines, empezarían a llegar a las puertas del colegio los gramáticos, los filósofos y los teólogos, ahítos de aire y de sol, de excursiones por las quebradas y de apetitosos almuerzos en el bohío, al pie del comal dorado, donde formaban ámpula las tortillas, esparciendo un olorcillo grato.

El tío repitió por tercera vez la pregunta. Había que comprar los textos y que sacar la matrícula. ¿En qué pensaba el buen Felipe?

El buen Felipe pensaba en algo raro sin duda, pues de algunos días a la fecha andaba más cabizbajo y paliducho que de costumbre, padeciendo frecuentes distracciones, de las cuales le despertaba el tío con vigorosos sacudimientos y esta exclamación:

—¡Pero canijo! ¿Dónde te hallas?

A la tercera pregunta, el estudiante respondió, empero, con voz apagada:

—Estudiaré teología.

No sorprendió al viejo la respuesta, que aun cuando el chico no era muy dado a ejercicios piadosos, no se distinguía tampoco por su disipación, y además, nadie en Pradela, venero de sacerdotes, podía asombrarse de una resolución semejante. Así, pues, limitose a decir:

—Mañana iremos a la ciudad a comprar los libros. ¡Quién quita y llegues a obispo!

Y dando al sobrino dos palmaditas en el hombro, se alejó arrastrando las espuelas, que iban siempre con sus burdos botines de becerro amarillo.

¿Qué pasaba por el alma del bachiller?

Algo grave. Aquel espíritu, sediento de ideal, desilusionable, tornadizo en extremo, había acabado por comprender que jamás saciaría su ansia de afectos en las criaturas, y como Lélia, la de George Sand,6 sin estar muy convencido que digamos de las católicas verdades, buscaba refugio en el claustro. En el claustro, sí, porque no era el ministerio secular el que le atraía. El seminario debía ser sólo pasajera égida, para que no se enfriasen sus buenos propósitos.

La transformación que tal resolución suponía, había ido operándose en el alma del joven de una manera lenta pero segura. Ya en el curso de su vida, la fibra mística, esa fibra latente en todo el organismo moderno, habíase estremecido en el seno del silencio; pero aquella última estancia en el campo, aquella continua comunión con la soledad, aquella triste solemnidad de las tardes otoñales, habían concluido la obra, en consorcio con tales y cuales lecturas de santos, a las que, en medio de sus tedios frecuentes, acudiera.

Una idea capital flotaba sobre el báratro de contradictorios pensamientos que agitaban su cerebro. Tal idea podía formularse así: “Yo tengo un deseo inmenso de ser amado, amado de una manera exclusiva, absoluta, sin solución de continuidad, sin sombra de engaño, y necesito asimismo amar; pero de tal suerte que jamás la fatiga me debilite, que jamás el hastío me hiele, que jamás el desencanto opaque las bellezas del objeto amado. Es preciso que éste sea perennemente joven y perennemente bello, y que cuanto más me abisme en la consideración de sus perfecciones, más me parezca que se ensanchan y se ensanchan hasta el infinito”.

Claro es que con tal excelso ideal, todo lo creado estaba de más, y el convento se dibujó en la imaginación de Felipe como playa lejana donde las olas mundanales iban a romper, murmurando no sé qué frases de despecho e impotencia.

Rancé sabía bien de esto;7 las cartujas ruinosas donde “se oye el silencio”, son testigos aún de la incurable enfermedad que se llama: ¡sed de misterio y de Dios!

III

Transcurrieron algunos días en que las tareas escolares, no metodizadas aún, efectuábanse de cualquier manera. Las aulas se henchían lentamente, y en los salones dormitorios, así del Clerical como del internado, armábanse diariamente dos o tres catres de fierro, propiedad de otros tantos internos o teólogos.

Una vez que en Pradela estuviesen de regreso de sus pueblos todos los estudiantes, empezarían para ellos los ejercicios de san Ignacio, obligatorios y distribuidos en los días de costumbre.

Felipe reservó para entonces su instalación en el Clerical, donde en calidad de teólogo debía residir en adelante.

El último día de ejercicios, llamado “de retiro”, el obispo de la diócesis confería las órdenes menores a los que, concluido el bachillerato, las solicitaban, y entre los solicitantes esta vez encontrábase Felipe.

Así las cosas, y estando a 2 de febrero de 188…, inaugurose el piadoso periodo destinado a cumplimentar la máxima bíblica: “Piensa en tus novísimos y no pecarás”.8

Los externos se habían acomodado ya en las salas destinadas a las cátedras, llevando a ellas cuantos utensilios les era dable, teniendo en cuenta el exiguo espacio de que disponían, y eran éstos, calentaderas de campaña, vasos, cubiertos, peines, cepillos de dientes y algo más que hiciese cómoda su estancia en el colegio durante nueve días.

Los cuales se consagraban respectivamente a las meditaciones siguientes: principio y fin del hombre, el pecado venial, el pecado mortal, el hijo pródigo, la muerte, el juicio, el infierno y la gloria, y pecador que maguer tamañas meditaciones saliese al mundo sin desempecatarse y propuesto con harta compunción de su ánima a llevar una santa vida, de seguro estaba dejado de la mano de Dios, que aquellos piadosos ejercicios, inspirados según la tradición por la Virgen misma al iluminado de Manresa,9 urgen al corazón en modo tal a santificarse, que no se puede resistir a la gracia.

Apenas abiertos los tales, reinó en el grande y oscuro seminario un silencio, que ni el tan decantado de las necrópolis igualársele pudiera. Hacíase todo a son de campana y era la metálica voz de ésta la sola que se cernía en los ámbitos de los amplios claustros, y parecía decir a todos, altisonante y querellosa, las palabras del Sabio: “Vanidad de vanidades y todo vanidad, fuera de amar a Dios y servirle a Él solo”.10

Desde el primer día, Felipe diose a la piedad con empeño tal, que edificaba y acusaba una completa conversión. Él era el primero en entrar a las distribuciones y el último en abandonar la capilla, y el pedazo de muro que a su sitial correspondía en ella, hubiera podido dar testimonio de su sed de penitencia, mostrando la sangre que lo salpicaba y que se renovaba a diario, cuando durante la distribución de la noche, apagadas las luces, los acólitos entonaban el “Miserere”.

No hay manera de describir el horror sublime de tal hora. El predicador, tras un discurso que procuraba hacer elocuente, terminadas apenas las frases de exhortación a la penitencia, con la voz apagada por la emoción, iniciaba el doloroso salmo del Rey Profeta,11 que con voz monótona cantaban los monacillos, y haciendo coro a los sollozos de compunción de los ejercitantes, oíase el chasquido de los azotes que, con fervor, descargaban ellos sobre sus carnes más o menos pecadoras.

El salmo duraba unos cinco minutos, que para los flacos de celo que se esforzaban en atormentar de veras sus espaldas, eran tan largos como cinco siglos.

¡Oh!, y cómo recordaba Felipe aquellas solemnes escenas en que, presa el alma de una exaltación extraña, murmuraba: “Sáciate ahora, carne”, y en que, con esfuerzo que subía de punto, sus manos agitaban sin compasión el flagelo, y éste, al chocar contra el muro, dejaba ahí pintadas cárdenas e irregulares líneas, salpicando la parte superior de la pared de innumerables puntos rojos.

No era él de esos pusilánimes que hacen las cosas a medias. Convencido ya de que a Cristo sólo se va por la inocencia o la penitencia, escogía el segundo camino, que en su concepto era el solo que le restaba, y atormentando al “jumentillo” (palabra con que un asceta designaba su cuerpo), purgaba así los desvaríos de su cerebro pletórico de sueños.

Pasado el “Miserere” y salidos todos los ejercitantes de la capilla, permanecía en ella largo rato, sin atender a la campana que le llamaba a la cena, y concluido el examen de conciencia, última etapa del día, aún se quedaba ahí, frente al altar que mal aclaraba la temblorosa luz de una lámpara de aceite, perpetuamente encendida ante el divino sacramento.

No quedaba sin recompensa por cierto, devoción tan sincera: Felipe gustaba al pie del altar esa miel que los neófitos encuentran siempre en el primer periodo de su conversión, miel tan deliciosa, que, paladeada una vez, quita el gusto por las otras dulzuras de la vida: el alma, con absoluto abandono de sí misma, reposa en los brazos de Dios, con la tranquila confianza del niño que duerme en el maternal regazo, y Dios le manda suavísimos consuelos. Vienen después ¡ay!, horas y aun días y a veces años de aridez espiritual que atormenta a los que escalan ya las altas cimas de la perfección; horas, días y años en que el gusto por la oración desaparece; en que Dios se esconde, y el alma, como la Esposa de los Cantares, pregunta en vano por Él;12 y los escrúpulos y las inquietudes y los recelos, cual siniestro enjambre de moscardones, zumban en rededor de la mente abatida y desolada. Mas Felipe empezaba apenas a cruzar las floridas laderas del fervor, y pareciéndole que su unión con Dios era íntima y absoluta, anhelaba sólo que una sotana, negra como el desencanto de lo creado, y un claustro, fuerte como la fe, le velasen para siempre las pálidas perspectivas de un mundo odiado y miserable.

IV

Muy breves transcurrieron para él los nueve días, y hecha al cabo de ellos confesión general, dispúsose a recibir de manos del obispo la negra vestidura, distintivo de los siervos de Dios.

No decayó un momento su ánimo cuando el viejo prelado, cortando algunos de los castaños rizos que ornaban su juvenil cabeza, murmuró palabras misteriosas, y más tarde, cuando concluida ya la ceremonia de la tonsura, la afilada navaja del barbero dejó en su occipucio la huella de los esclavos de Cristo.

¡Por fin! ¡Ya era todo de Dios; ya había roto por segunda vez el pacto hecho con Satanás; ya podía, como Magdalena, “escoger la mejor parte”,13 acurrucándose a los pies del Maestro!…

Apenas recibidas las órdenes menores, nombráronle bibliotecario y desde entonces su vida transcurrió en la capilla, en la cátedra y en la biblioteca.

Era ésta un inmenso salón situado en la planta alta del edificio, con anchas ventanas que miraban al campo, con pesadas estanterías de roble y desgarbados atriles colocados aquí y allí.

El pergamino mostraba a cada paso su tez amarillenta, bajo la cual hallábanse, en el latín de la decadencia y la Edad Media, las extensas lucubraciones de los Santos Padres: el elocuente Crisóstomo, el profundo Agustino, el tierno Bernardo, el delicado Ambrosio, y los teólogos más modernos, descollando, en parte principal, la Summa del Sol de Aquino. También había clásicos latinos y españoles del Siglo de Oro.

¡Oh, cuántas veces, cómodamente instalado cerca de alguna de las grandes ventanas, con el infolio abierto sobre los muslos y sobre el infolio los codos y el rostro entre las manos, el bachiller seguía con vaga mirada el caprichoso giro de las nubes doradas, el vuelo irregular de las palomas que habían hecho nido en el vecino campanario, el zigzag de alguna golondrina, precursora de la bandada que venía en pos de la tibia primavera, o el tenue fulgurar del rayo de sol que, atravesando la vidriera, jugaba con el polvo secular de la biblioteca y acariciaba con beso anémico los dorsos enormes y quietos de los libros, momias de antiguas creencias y de muertos ideales!

Sentía entonces su espíritu, como en los días lejanos ya de la infancia, el deseo de fundirse en el lampo reverberante, en el acre perfume de los cedros que bordaban la alameda cercana, en el aura vagarosa que agitaba débilmente los floridos ramajes del rosal del patio contiguo; sentía el anhelo, vago pero inmenso, de volar en medio de la radiosa serenidad de la tarde y escalar alturas desconocidas, y llegar por fin allá donde las últimas capas atmosféricas dejan ver sin velos de nubes la excelsitud de los espacios y la potente fulguración de los astros.

Cada día se rompía en su sentir uno de los ligeros lazos que, como tenues hilos de la Virgen, ataban su espíritu a la tierra; cada día suspiraba más por el aislamiento absoluto de lo creado y el ansia de perfección ahondaba en su alma de una manera prodigiosa.

Irritábanle las mezquindades que hallaba en su ser, y hubiera querido consumirlas, aniquilarlas con el fuego abrasador de la caridad; mas el confesor le iba a la mano, diciéndole:

—No se ganó Zamora en una hora, hijo mío.14 Ese deseo irritado de ser perfecto desde luego, significa vanidad. Precávase de su miseria que siempre tiende a caer y pida humildemente alas para levantarse…

Una de las virtudes que más amaba el joven era la castidad.

En todos los libros piadosos que había a la mano, leíase que era ésta la virtud más grata a Dios, que los castos, en el día del juicio, estarían a la diestra del Cordero, vestidos con blanquísimas túnicas y llevando palmas en las manos, por ser sus predilectos; que el evangelista, a su cualidad de virgen había debido apoyar su cabeza en el seno del Maestro; que muchos mártires habían preferido los más cruentos suplicios a la pérdida de virtud tan amada y que la misma María había rehusado la maternidad divina si debía ser con mengua de su pureza.

Y lo que al principio fue anhelo en el joven, convirtiose pronto en una obsesión. Esquivaba aun la mirada de una mujer y cada vez que algún ímpetu natural conmovía su organismo, acudía a las mortificaciones más terribles: ya hundiendo en su cintura las aceradas púas del cilicio, ya fustigando sus carnes con gruesas disciplinas, ya llevando la frugalidad hasta el exceso.

En general, no había género de mortificación que no conociese. Si su curiosidad llevábale a ver tal o cual cosa sencilla, apenas advertía este movimiento, tornaba los ojos a otra parte. Si su apetito hallaba sabroso alguno de los humildes manjares del colegio, dejaba al punto el platillo; si le venía el deseo de conversar, callaba como un muerto; si el sueño pesaba sobre sus párpados en las horas calurosas de la siesta, bañábase el rostro con agua fría y proseguía con más ánimo el estudio, la oración o la lectura piadosa.

Tal mortificación perpetua, hacía que su ánima se recogiera más y más en sí misma y que su sensibilidad se volviese más y más delicada y asustadiza.

¡Qué inmensos sobresaltos le producía la voz de una mujer! ¡Qué temores la menor forma que destacase en el vivo lienzo de su imaginación con las líneas armoniosas de una Eva!

Rehusaba ir a paseo con los demás, y cuando se veía obligado a salir a la calle, bajaba temeroso los ojos y, semejante a ciervo joven, al menor roce de faldas, temblaba y se estremecía.

En compensación de tan continuadas inquietudes, hallaba cada día más sabrosas sus pláticas con Dios, y a veces, presa de emociones desconocidas, sentíase vecino del éxtasis.

V

Una noche, sin embargo, había experimentado cosas tales y tan extrañas que creyó morir.

Como de costumbre se quedó en la capilla cuando todos salieron. El sacristán apagó las luces que ardían en el altar y salió a su vez, entornando la gran puerta, que rechinó lúgubremente al girar sobre sus ejes. La capilla quedó a oscuras, pues la débil lamparilla que ardía ante el sagrario, más servía para aumentar el misterio de la nave que para disipar las espesas sombras.

Felipe se había arrodillado sobre la grada más alta del altar, buscando la mayor aproximación posible a aquel “depósito” donde se hallaban todas sus delicias.

Ahí, con los ojos cerrados, los brazos en cruz sobre el pecho y la cabeza ligeramente inclinada, púsose a meditar en la Pasión, haciendo desfilar por su mente las dolorosas escenas inmortalizadas en el Evangelio.

A veces la versátil fantasía volaba hacia otra parte, mas con poderosos y continuados esfuerzos, él la volvía al camino deseado.

Largo rato llevaba ya en la misma postura y entregado a la contemplación, cuando un fluido frío empezó a recorrer sus miembros, haciéndolos estremecer, y un sudor abundoso cubrió su frente.

Apoderose de su espíritu un terror espantoso, ese terror pánico que paraliza el movimiento y casi, casi los latidos del corazón.

Quiso gritar y no pudo, quiso levantarse y permaneció clavado al granito de la grada.

No se atrevió a abrir los ojos, temeroso de morir, como el pueblo hebreo ante los relámpagos del Sinaí, y sin fuerzas para nada, aguardó el prodigio…

Entonces ocurrió una cosa excepcional.

Ante él se levantó, perfectamente determinada, perfectamente distinta, una figura; pero no la del Maestro; no era la radiante epifanía del Cristo con su amplia túnica púrpura, su corona de espinas, su rostro nobilísimo ensangrentado, y sus manos heridas por los clavos; era una mujer, una mujer muy hermosa, rubia, de aventajada estatura, de rostro virginal y delicadas y encantadoras formas de núbil, que tendían sus curvas castas bajo el peplo vaporoso y diáfano.

Y… ¡extraña coincidencia!, aquella cara él la había visto en alguna parte… ¿Dónde? La memoria se lo dijo al punto: en el campo, en la hacienda de su tío. Su compañera de infancia, la hija del administrador, Asunción.

¿Por qué surgía frente a él? Debía, es claro, cerrar los ojos ante la aparición, maligna sin duda, pero ¿cómo, si eran los del alma los que la veían?

Y su terror, desvaneciéndose lentamente, daba lugar a una sensación tibia y suave que llevaba el calor a los miembros rígidos y aceleraba los latidos del corazón.

La hermosa figura extendió las manos, las apoyó en la cabeza del bachiller y, murmurando algo, acercó lentamente, muy lentamente, sus labios…

Entonces, aquella conciencia inflexible, exigente, implacable, protestó, gritó: “¡Alerta!”, y Felipe, exhalando un gemido de angustia, se puso en pie y tendió en derredor los ojos azorados: “¡Nada!”.

Sacudió la cabeza, y con movimiento de niño que busca amparo, corrió hacia una virgen que, con Jesús en los brazos, se levantaba sobre un pilar de piedra, al lado del altar; pegose a ella y exclamó:

—¡Madre mía, socórreme! ¡No quiero, no quiero ser malo! ¡Por tu concepción inmaculada defiéndeme!…

Y pareciéndole que ante el mayor peligro, mayor había de ser igualmente su resolución de pureza, añadió con voz que era un sollozo:

—¡Te juro por tu divino Hijo, que está presente, conservarme limpio o morir!

“¡Morir!”, repitió el eco de las amplias bóvedas y en la cripta abierta a los pies del altar las vibraciones sonoras dijeron también: “¡Morir!”.

Pasados algunos momentos, Felipe dejó la capilla y salió al patio; sentía que se ahogaba.

La luna bañaba un ala del claustro, alargando sobre los pisos y los muros la sombra de los pilares jónicos.

En la gran fuente del patio, el chorro nítido saltaba, cayendo con monótono ruido sobre el agua donde cabrilleaba la luz.

Reinaba en derredor un casto misterio, una quietud que llenaba el alma de unción y la invitaba a elevarse a los cielos.

Felipe se apoyó en un pilar y fijando sus miradas en el azul inundado de plateadas olas, murmuró tristemente: “¡No quisiera vivir!”.

¿Era que presentía la impotencia de la voluntad ante las grandes exigencias de la naturaleza, que tras largo adormecimiento recobraba en él sus bríos, y prefería la deserción a la lucha?

¿Acaso, microcosmos débil, sentía aletear en su rededor todas las fuerzas de la creación y estremecerlo y adivinaba la derrota de su resistencia flaca?

¡Quién sabe! Ello es que aquella alma exaltada sintió hasta entonces cuán altas y cuán ásperas eran las cimas que pretendía escalar, y como ave cansada plegó las alas…

VI

Volaban los días sin que alterasen la monotonía de aquella vida, más que la lucha sorda mantenida con las bajas tendencias, las exaltaciones piadosas y los recelos del espíritu, ora atormentado por la duda, ora por el temor.

Felipe palidecía, enflaquecía, se debilitaba sin embargo; su faz, angulosa ahora, si antes oval, y sus manos largas, cuya piel dejaba ver el tejido sutil y azulado de las venas, asemejábanle a esos grandes ascetas que vemos en los lienzos de Ribera.

A la anemia íbase uniendo el reumatismo, que había invadido la pierna derecha y que amenazaba la izquierda. La inmovilidad, a que los estudios y la meditación le forzaban, eran gran parte a aumentar su mal, y tan visibles mostrábanse ya las huellas de éste, que el viejo labrador hubo de decir al bachiller, en una de sus visitas al colegio:

—¡Canijo!, hay que tomar las cosas con calma, si no quieres ir a hacer compañía a tu madre, que de Dios goce.

—No se apure usted, tío —respondió el bachiller— que cuanto más pronto me muera, menor será la cuenta que tenga de dar y menores los peligros a que me vea expuesto.

—¡Bonita gracia! ¡Eso no es cristiano! ¿Sabes tú si Dios te quiere para ornamento de su Iglesia y edificación de sus fieles? Y si con rigores de penitencia exagerados te matas, ¿no defraudas acaso la intención divina acerca de ti?

—Yo diré a usted, tío; ni creo que mi penitencia sea exagerada, ni mucho menos que desagrade a Dios, y si Él me quiere, como usted dice, para ornamento de su Iglesia (¡pobre ornamento sería yo por cierto!), tócale conservarme, como conservó a muchos de sus siervos en medio de grandes penalidades, comparadas con las cuales las mías resultan mezquinas y baladíes.

—¡Ay, hijo! De todos modos, pienso que ahora más necesitas de aire puro y buena alimentación, que de penitencia, y así que acabes tu curso, te llevaré al rancho. ¡Ya verás qué lindo está aquello! Las milpas crecen que es un contento y la carretilla verdea tan lozana y tupida, que las vacas la miran de lejos con envidia. En la presa hay más patos que tules, y en los vallados, las garzas morenas y blancas se cuentan por docenas. ¡Y el monte! ¡Ahí te viera!; hay venados que es una bendición; tarde a tarde bajan al aguaje y se abrevan tan tranquilos… ¡como nadie los persigue! Yo he dicho a todos los peones: “Cuidado con matarme una res, que ha de venir el niño Felipe cansado del encierro y con ímpetus de retozar, y no dejará ociosa la escopeta”. ¡ Y aún no te he hablado de las lomas de la Trinidad!; te digo que está todo aquello alfombrado de tempranillas, color de pitahaya y de amapolas más rojas que esto. (Y el viejo mostraba su paliacate.) Vamos, que dan ganas de bendecir a Dios que hace cosas tan hermosas. El mes que entra es la cosecha; y ya verás cuántas codornices hallas en el barbecho. El “combate” estará lucido. Nada, que apenas despunten las secas, te vienes conmigo. En ocho días, con la vista del campo, destierras la tiricia, y con la leche recién ordeñada, te pones más colorado que un cardenal.

Sonreía el bachiller ante aquella sugestiva pintura; pero, como vulgarmente se dice, no le entraban las razones del tío, y a pesar de su afición decidida a la bucólica, deseaba quedarse todas las vacaciones entre las cuatro paredes de la capilla o de la biblioteca, pues temía que le distrajesen demasiado de su fervor las correrías campestres.

Hubo, sin embargo, de acceder a las repetidas solicitudes del viejo, que no daba tregua a la carga, y, sobre todo, al mandato del médico del colegio que aprobó por completo el régimen curativo de aquél.

Así que, apenas llegado octubre, una mañana recién llovida, en que los campos olían a jarro nuevo de Guadalajara, tío y sobrino, caballeros en buenos caballos, emprendieron la marcha al rancho, el uno alegre como unas Pascuas y el otro, un sí es no es cabizbajo y receloso.

Una vez llegados al casco de la hacienda, multitud de peones llenó el portal para saludar al “padrecito”, que por tal le tomaban ya, anticipándose al obispo, y se atropellaban: éste para besarle la mano, aquél para ofrendarle rico queso de siete leches, amasado en artesa limpiecita, por su mujer; el otro, para contarle que la vaca pinta, que había corrido con el toro suizo, acababa de parir un becerrito más gordo que un lechoncillo y más travieso que un duende. Felipe atendía a todos con la sonrisa en los labios, cuando de pronto notó que los rancheros abrían filas para dejar el paso libre al administrador que, llevando a su hija de la mano, se adelantaba a saludarle.

Saludáronle ambos, y la muchacha, más roja que la clavellina, púsole en las manos una bola de rica mantequilla envuelta en hojas de maíz, a tiempo que el administrador, hombre cuarentón, de fisonomía franca y expresiva, decía:

—Niño, ésta le trae ese regalo que ella misma preparó. Usted ha de dispensar. Yo le decía que no valía la pena, pero se empeñó en traérselo, pues dice que allá en Pradela no la ha de probar tan buena y gorda.

La muchacha, con los ojos bajos, añadió:

—Estuve recogiendo todos los días, desde hace una semana, la mejor nata de la olla y creo que la mantequilla salió buena. Me acordé que le gustaba mucho, y dije: pues manos a la obra, que me lo ha de agradecer.

Hablaba con naturalidad, aunque un poco cortada.

¡Y cómo había crecido! ¡Si parecía mentira que el día de Todos Santos cumpliese apenas dieciséis años! No era ya aquella muchacha zancona y descuidada que traveseaba todo el santo día en la casa y, jinete en briosos potros, ponía el Jesús en la boca con sus audacias a los rancheros.

Habíase vuelto muy aseñoradita y muy mona; se había estirado, cuando menos, cuatro dedos. Sus formas redondeábanse graciosamente, y la enagua de percal floreado, sobre la que caía albeante delantal de lino, dejaba ver el nacimiento de una pierna torneada y firme, y unos piecezuelos que, aunque burdamente calzados, hacían ostentación de su pequeñez y elegancia.

Una blusita de cambray, ornada de encajes, completaba el sencillo atavío, y sobre los hombros, redondos y carnosos, como lluvia de oro caía la luenga cabellera, mostrando aún las nítidas gotas de agua del reciente baño.

Como si quisiese completar estas observaciones que involuntariamente habían acudido a la mente del bachiller, quien hallaba exacto el parecido de la joven con su fantasma, don Cipriano, el administrador, dijo:

—Pero, ¿no la ve usted qué crecida? Ya no es la marimacho que usted conoció; no, no. ¡Si viera qué hacendosilla se me ha vuelto! Ella barre, ella cose, ella aplancha y aún le sobra tiempo para cuidar de sus canarios y cenzontles, a cual más cantador.

La muchacha, vuelta a ruborizarse con estas palabras, sonreía mostrando la fresca sarta de sus dientes, blancos y lucientes como el maíz tiernecito, y con el rabillo de los cerúleos ojos miraba al bachiller, que no las tenía todas consigo y que hizo observar que la sesión bajo el portal se prolongaba demasiado y que podían subir al comedor, donde todos estarían más cómodos.

Así lo hicieron, y acabada la comida de la que, como de costumbre, participaron don Cipriano y su hija, que no perdía ocasión de atender al joven, éste se retiró a su cuarto, sentose en el viejo sillón de cuero que fue testigo de sus sueños de adolescente, y con la mirada perdida en el pedazo de campo que dejaba ver la amplia ventana del fondo, púsose a pensar que había hecho mal en dejar su guarida y que apenas el reumatismo y la clorosis le dejasen un poco, tornaría a aquel colegio de sus amores, ¡donde nadie interrumpía sus pláticas con Cristo!

VII

No se realizaron del todo las previsiones de don Jerónimo, el tío de Felipe, relativas a la salud de éste.

El reuma, si bien le daba algún respiro, no era tanto que le permitiese alejarse mucho de la casa para tomar sol, y a veces ni aun podía el joven dejar su habitación, desde la cual se contentaba con ver el campo y las lejanas montañas, teniendo siempre sobre las rodillas un libro piadoso: la Imitación de Cristo,15 las Confesiones de san Agustín o la Introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales, obra que por suaves y floridas rampas, conduce a las altísimas cumbres de la perfección.

Jueves y domingos, del vecino pueblo iba a la hacienda un vicario, que decía misa y con el cual confesaba Felipe, acercándose, cuando sus males se lo permitían, a la sagrada mesa.

La anemia sí cedía un poco y las mejillas del bachiller iban adquiriendo el color de la vida.

Contra sus recelos y presunciones desconsoladoras, no se entibiaba en su alma el fervor que le dictara tantos santos propósitos, antes bien crecía, y su amor a la pureza sobre todo, agrandábase en proporciones tales que nada bastaba a amenguarlo o aniquilarlo.

No obstante, aquella impresión que la rubia muchacha de su éxtasis le produjera, mezcla inexplicable de contradictorios sentimientos, no moría, y si su excesivo pudor daba nuevos rumbos al pensamiento cada vez que hacia Asunción iba y le impedía aún contar nada al confesor, por miedo de que la narración avivase el anhelo, no por eso éste variaba, y encerrado en el ánfora inviolable de aquel corazón casto, como el perfume en el frasco herméticamente cerrado, pugnaba por dejar su cárcel y difundirse en el exterior.

Por parte de la muchacha, la conducta, para un observador, hubiera sido extraña, si no lo era para don Jerónimo y don Cipriano.

Sus solicitudes para con Felipe iban en auge y presentábanse a veces bajo formas tan delicadas, que necesariamente movían la gratitud del bachiller.

Mañana tras mañana, a las siete en punto, herían el oído de Felipe, ya despierto, discretísimos toques dados a la puerta y se escuchaba al propio tiempo la voz fresca y argentina de la moza que preguntaba:

—¿Se puede?

—¡Adelante! —respondía el joven.

Y Asunción entraba llevando en las manos ancha bandeja donde humeaba una rica taza con soconusco del mejor, rodeada de sabrosos molletes doraditos y olorosos y junto a ella un gran vaso repleto de leche.

Colocaba la bandeja sobre el velador, y dando los buenos días al joven, iba a sentarse al viejo sillón de cuero e iniciaba un monólogo de golondrina, vivo, sencillo y pintoresco:

“¡Qué deseos tenía de que escampara, por ver ese cielo tan limpio de octubre, que no parece sino que lo han fregado con estropajo!

”Cierto es que cuando se mete el sol en las tardes, no hay volcanes que parece que van a incendiar el cielo; pero en cambio aquella bola de fuego que se hunde, se ve hermosísima: son esas tardes muy majestuosas y se siente cierta tristecita agradable y dan ganas de suspirar. En cambio las mañanas alegran el alma; los borreguitos de la majada de Antón, según le ha dicho él, tiemblan de frío y por calentarse retozan, pero los animalitos son muy friolentos; no es para tanto. Ella se levanta apenas clarea un poco y baja al corral para ver cómo ordeñan los mozos y ella misma ordeña a la Uva, su vaca negra predilecta, que ya la conoce. Ahí aparta la leche para el niño (Felipe), de la más gorda, y después limpia las jaulas de los pájaros. La canaria copetona, que la quiere mucho, pía cuando ella se acerca y destapa su jaula, y el cenzontle más pequeño la saluda ya con gorjeos débiles.”

Y Felipe seguía con la imaginación aquellas escenas llenas de colorido, y cuando terminaba su desayuno, la muchacha dejaba el sillón, tomaba la bandeja y salía, diciéndole, con una sonrisa y leves rubores en la frente:

—Hasta lueguito, niño.

En el día, volvíanse a ver con mucha frecuencia. Cuando el bachiller leía en el corredor, que era cuando se sentía mejor de sus achaques, ella se sentaba no lejos a coser, y de tarde en tarde, alzaba los ojos y quedábase viéndole con mirada húmeda, profunda y tierna.

Solía sorprender a Felipe esta mirada y estremecíase y buscaba refugio en la lectura fría, que le hablaba de mortificación continua, de negación absoluta de sí mismo, de abandono completo de las cosas de la tierra.

Pero el choque dejaba huella y su tranquilidad se iba y sus recelos aumentaban y el desaliento hacía de nuevo presa en su ánimo, y, cuando al caer la tarde, Asunción le decía:

—Niño, éntrese que ya cae sereno —y le ofrecía el mórbido brazo para que se apoyara, desfallecía de tal suerte que a no sostenerlo la robusta joven, cayera al suelo.

—¿Se pone malo? —preguntábale ella con interés—, y él respondía con voz opaca:

—No, es que estoy débil, y como permanezco tanto tiempo inmóvil…

Y ya en su cuarto, cuando ella, tras hacerle la cama, salía, daba rienda suelta a sus angustias y lloraba.

¡Vamos, era imposible seguir así, imposible! Diría al vicario lo que pasaba y volvería a su colegio. ¡Maldito corazón que se sublevaba a cada paso e iba, a pesar de todas las filosofías, en pos del amor terreno! ¡Levantisca entraña incapaz de contenerse… él la oprimiría, la marchitaría, la petrificaría, hasta que fuese una entraña muerta para otra cosa que para buscar a Dios!

Por desgracia, el vicario se puso enfermo, y dejó de ir a la hacienda, y don Jerónimo cuando oyó la proposición del bachiller, se encogió de hombros y le dijo:

—Lo que es yo no te dejo ir hasta que te alivies.

—¡Pero si no me he de aliviar aquí!

—¡Menos en Pradela! Sigue tomando tus medicinas y aguarda.

Fueron vanas las protestas. Felipe esperó al vicario y se encomendó a todos los santos.

Al día siguiente del breve diálogo, don Jerónimo entró con Asunción que, como de costumbre, llevaba el desayuno al bachiller, al cuarto de éste, y le dijo:

—Don Cipriano y yo nos vamos hoy al potrero de la Cruz a ver los herraderos de unas yeguas. Si estuvieras capaz de ir con nosotros, te divertirías, pero enfermo, ¡ni modo! No te apures, que ya te pasearemos. Hoy quédate leyendo y al cuidado de Asunción.

—¡Así me vayas a dar malas cuentas de él! —añadió volviéndose a la muchacha, y, sin esperar respuesta, salió haciendo sonar los acicates en el pavimento.

VIII

Por la amplia ventana del cuarto de Felipe entraban a raudales la luz del sol, que empezaba a declinar, y las auras perfumadas del campo, que mitigaban los ardores de la siesta.

El panorama era encantador.

El milpal, enhiesto, mostraba sus robustas y doradas panojas, cuya cubierta quebradiza hacía crepitar el viento. Más allá, a la falda de unas lomas, bajo la arboleda de jericós, unos arrieros sesteaban con sus recuas, cantando a coro salados cantarcillos, que los oídos del bachiller percibían claramente:

Dices que me quieres mucho,

no me subas tan arriba,

que las hojas en el árbol

no duran toda la vida…16

La vacada pacía en los agostaderos, azotándose los flancos con el rabo y, cerca del horizonte, las montañas oscuras recortaban el azul pálido del cielo con sus crestas irregulares.

Felipe, que tenía sobre las rodillas una entrega de una publicación intitulada Historia de la Iglesia, desfloraba lentamente, con aguda y filosa plegadera de acero, sus páginas, y miraba de vez en cuando el panorama del valle, embebecido en sus ordinarios pensamientos.

Desfloradas todas las hojas del cuaderno, abriolo al azar y se encontró con el principio de un capítulo denominado “Orígenes”, el cual refería la historia de aquel padre de la Iglesia que se hizo célebre por haber sacrificado su virilidad en aras de su pureza,17 profesando la peregrina teoría de que la castidad, sin este sacrificio, era imposible.

Felipe leyó todo el capítulo y se quedó más pensativo aún, con el cuaderno sobre las rodillas y la aguda plegadera en la diestra.

A la sazón entró al cuarto Asunción, preguntando:

—¿Cómo ha seguido?

Felipe, con un ligero estremecimiento, contestó:

—Lo mismo o peor; esta pierna —y señalaba la enferma—, me duele mucho. Apenas puedo moverla.

—¿Le doy la medicina?

—No, déjela, a la noche me curaré.

La muchacha púsose a cepillar la ropa del joven, que estaba sobre la cama, pues éste no había salido aquel día de la pieza, y con pereza de vestirse, limitose a echar sobre sus piernas un grueso poncho de pelo.

Terminada su tarea, Asunción salió y volvió a poco con sus útiles de costura; tomó una silla y fue a sentarse al lado de Felipe, poniéndose a trabajar.

Pero de pronto dejó el lienzo sobre sus faldas, hincó la aguja en la última puntada, y jugando maquinalmente con el dedal y clavando sus miradas llenas de ternura en el joven, le dijo:

—Niño, ¿por qué se ordena usted?

Ante pregunta tan rara, Felipe palideció, pero reponiéndose luego respondió:

—¡Qué quiere usted! ¡Yo no sirvo para otra cosa! Dios me llama por ese camino; es mi vocación…

—Poco entiendo yo de eso, niño, pero me parece que usted ha nacido para todo. Yo le he visto montar un potro de segunda silla, con mucho valor; le he visto matar una garza al vuelo y guiar por gusto una yunta, abriendo un surco más derecho que esto —y le mostraba su índice regordete y sonrosado—. Entonces usted ni se fijaba en mí; como que yo era un marimacho insufrible, que, según dice mi padre, sólo me entretenía en dar guerra… ¡Usted sirve para todo, es claro!, y yo he oído decir al vicario, que por cualquier parte se va a Roma, es decir, que hay muchos caminos para el cielo, y que el casado que cumple bien con sus deberes, sube derechito a la gloria. Usted es bueno y, ayudando a don Jerónimo, podía ser muy útil aquí entre nosotros sin ofender a Dios, antes haciendo bien a estas pobres gentes tan rudas, enseñándolas a vivir honradamente y socorriendo sus miserias. ¡Vamos, niño, no se ordene usted!

Felipe oía el discurso con signos de desaprobación, leve indicio de la tempestad que despertaba en su cerebro.

—Dice bien —cuchicheábale una voz allá dentro—, ¿por qué desertar de una vida donde tus energías pueden significar mucho en bien de tus semejantes? ¿No eres acaso una fuerza encaminada, como todas las creadas, a lograr un fin universal? ¿Por qué intentas, pues, defraudar a la naturaleza, que aguarda tu grano de arena? ¡Qué vas a hacer a un convento! ¡Qué hallarás ahí!18

—¡Paz! —respondía mentalmente Felipe.

Y la voz íntima añadía:

—¡Mentira! ¡No la hallarás! La paz es el premio de la lucha y tú esquivas la lucha. La paz es la recompensa del deber cumplido y tu deber es permanecer en la liza.19 Naciste para trabajar y amar. En el universo todo trabaja y ama. Desde la abeja que labra el panal, después de besar a la rosa, hasta el planeta que, tendiendo eternamente a acercarse al centro de su sistema, se perfecciona a través de los siglos. La atracción, en el espacio, es el amor de astro a astro, y en la Tierra el amor es la atracción necesaria que mantiene unidos a los seres. ¡Ay de ti si pretendes escapar a esa ley soberana! ¡Ser el rebelde cuando todo se doblega, el soldado que se aparte de la pelea cuando todos combaten y mueren o triunfan!…

Asunción había callado, esperando una respuesta, y Felipe, sacudiendo lentamente la cabeza, intentaba en vano oponer una idea a aquel enjambre caótico de ideas que revoloteaban en su mente y agitaban sus nervios y movían su corazón.

El Sol coronaba a la sazón, como una diadema de fuego, la cúspide de un monte; la brisa llegaba llena de perfumes rudos a la ventana y, ante la pompa de la naturaleza, y con los perfumes vigorosos de la llanada, Felipe se sentía ebrio de juventud, ebrio de vida.

La solemne belleza del campo había subyugado también a la muchacha, que, inconscientemente, se puso en pie y rodeó con su redondo brazo el cuello del bachiller.

Él quiso levantarse y no pudo; quiso decir algo y se anudó la voz en su garganta.

Ella se le acercaba más y más y hubieran podido oírse los latidos de ambos corazones agitados.

Había perdido la muchacha su natural timidez; además, no pensaba en aquellos momentos en algo que no fuese él, porque le amaba, sí, le amaba sin sospecharlo, hacía mucho tiempo, y por otra parte, la esplendidez de la tarde, las brisas olorosas, la aproximación a su dueño y el silencio de la estancia, la volvían insensata. Así es que, acariciando con su mano mal cuidada de campesina la cabeza de Felipe y comiéndoselo con los ojos, le dijo, bajito, muy bajito:

—No te ordenes, no te ordenes… ¡Te quiero!

Felipe había tenido un momento para reflexionar. Se veía al borde del abismo y todos sus tremendos temores místicos se levantaban, ahogando los contrarios pensamientos.

Hizo un supremo esfuerzo, y clavando con angustia sus ojos en los azules de Asunción:

—¡Vete! —le dijo—, ¡vete por piedad! Lo que pides es imposible. ¡Vete por la salvación de mi alma!

Ella no le atendió, no le oyó casi; estaba loca, loca de deseos, de amor, de ternura.

—¡Te quiero! —repitió—, ¡te quiero! ¡No te ordenes!

Y atrajo con fuerza a su pecho ardoroso aquella cabeza rebelde y la cubrió de besos cálidos, rápidos, indefinibles.

Felipe se sintió perdido; paseó la vista extraviada en rededor y quiso gritar: “¡Socorro!”.

Había caído de sus rodillas, con sus ropas, el cuaderno que leía, y la palabra “Orígenes”, título del capítulo consabido, se ofreció un punto a su mirada.

Una idea tremenda surgió entonces en su mente…

Era la única tabla salvadora…

Asunción estrechaba más el amoroso lazo y dejaba su alma en sus besos.

El bachiller afirmó con el puño crispado la plegadera, y la agitó durante algunos momentos, exhalando un gemido…

Asunción vio correr a torrentes la sangre; lanzó un grito, y aflojando los brazos, dio un salto hacia atrás, quedando en pie a dos pasos del herido, con los ojos inmensamente abiertos, y fijos en aquel rostro, que, contraído por el dolor, mostraba, sin embargo, una sonrisa de triunfo…

Allá, lejos, en un piélago de oro, se extinguía blandamente la tarde.


1 Con el nombre de Pradela, pequeña aldea leonesa situada en el noroeste de la península Ibérica, se encubren rasgos urbanos e históricos de Zamora, Michoacán. En 1886 y en calidad de alumno externo, Amado Nervo ingresó al Seminario zamorano para cursar las facultades menores: letras, ciencias y filosofía. Varios pasajes de esta novela recogen aquella experiencia escolar que se extendió hasta finales de 1891. En sus “Páginas autobiográficas” (1938), escritas a los diecinueve años, Nervo relata parte de su vida escolar y social en Zamora y sus alrededores. Nervo, Obras I, pp. 37-58.

2 El método de san Ignacio de Loyola (1491-1556) deriva del libro Ejercicios espirituales (1548), que el fundador de la Compañía de Jesús escribió en la ciudad catalana de Manresa entre 1522 y 1523, durante la recuperación de las heridas que sufrió en la batalla de Pamplona contra las tropas navarras, apoyadas por Francia en mayo de 1521. La práctica de los ejercicios puede reducirse a cuatro etapas sucesivas de diversa temporalidad.

3 La reina de la noche (Epiphyllum oxypetalum) es una planta trepadora de la familia de las cactáceas, caracterizada por abrir sus olorosas flores al anochecer. Aunque es originaria de las zonas tropicales de México y Centroamérica, se ha extendido a otros países con nombres diversos: cactus trepador, pitahaya, flor de cáliz y tasajo. En su poesía de juventud (1886-1891), escrita en Zamora y recogida póstumamente en Mañana del poeta (1938) y Ecos de una Arpa (2003), Nervo escribió una serie de “Cantos a la naturaleza”, entre los que se encuentra “La reina de la noche”.

4 Este pasaje alude al personaje femenino de Pablo y Virginia (1788) de Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814), escritor francés leído por Nervo en Zamora.

5 Manrique es el protagonista de la leyenda soriana de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), “El rayo de luna”. Durante un paseo por las orillas del Duero, Manrique percibe la imagen de una mujer que escapa a su desesperada búsqueda. Dos meses más tarde, “aquella cosa blanca, ligera, flotante había vuelto a brillar […] a sus pies, un instante, no más que un instante”. Sin embargo, sólo se trataba de “un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas”. Bécquer, Leyendas, pp. 158-159.

6 Protagonista de Lélia (1883), novela de George Sand, seudónimo de Aurore-Lucile Dupin (1804-1876). En la obra, Lélia se debate entre la entrega y la insatisfacción de sus afanes eróticos.

7 A los treinta y un años, Armand-Jean Le Bouthilier de Rancé (1626-1700) decide renunciar a la vida mundana y a las vastas posesiones de su familia, conservando sólo la abadía de La Trappe. Allí inicia en 1664 la reforma de las normas del clero regular, dirigida hacia la imposición de una mayor severidad moral, inspirada en los Padres del desierto, los antiguos Padres de la Iglesia, los fundadores de la Orden Cisterciense y san Bernardo de Claraval. Nervo dedica a Rancé el poema IX de Místicas.

8 “En todas tus acciones ten presente tu fin, / y jamás cometerás pecado”, Eclesiástico (7:36). Los novísimos, también llamados postrimerías, son cuatro: muerte, juicio, infierno y gloria. Para la escatología cristiana se trata de las etapas finales del hombre.

9 San Ignacio de Loyola, llamado el Iluminado de Manresa, véase nota 2.

10 Referencia a Salomón, segundo monarca de Israel y Judá. Se le atribuye la autoría del Libro de los Proverbios y el Libro del Eclesiastés. El segundo se caracteriza por la constante mención de la vanidad de la vida humana. En Elevación (1917) Nervo retoma al monarca con cierto distanciamiento irónico: “El amor es bostezo y el placer hace daño / (esto ya lo sabías ¡Oh buen rey Salomón!)”. Nervo, Poesía II, p. 634.

11 Salmo 51 (50), titulado “Miserere” en la Nueva Biblia de Jerusalén por la palabra inicial del texto latino. Los versículos 1 y 2 de la introducción del Salmo refieren esta historia: “Del maestro de coro. Salmo. De David. Cuando el profeta Natán le visitó después que aquél se había unido a Betsabé”.

12 Al inicio del capítulo 3 de El Cantar de los Cantares, la Esposa busca y reencuentra en la ciudad al Amado de su alma. Nervo retoma este asunto en “El prisma roto” de Poemas (1901). La Musa de este poema en églogas reemplaza en algunos pasajes el lugar de la Esposa bíblica. Nervo, Poesía I, pp. 1364-1379.

13 La frase hace alusión al pasaje bíblico donde Jesús reprende a Marta por quejarse de que su hermana, María, no le ayuda en los quehaceres cotidianos, a lo que Jesús responde: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada”. Lucas (10:38-42).

14 Proverbio alusivo al prolongado cerco de Zamora, España (1072), por Sancho II de Castilla (1037-1072). Después de la muerte de su padre, Fernando I de Castilla y León (1072), Sancho II se propuso disputar los territorios heredados a sus hermanos menores por considerar que le correspondían en calidad de primogénito.

15 Tratado de devoción católica atribuido al sacerdote alemán Tomás de Kempis (1380-1471). Después de la Biblia es la obra religiosa más leída en la Iglesia Católica. Nervo la cita con frecuencia en su poesía de juventud. En Místicas se encuentra uno de sus poemas más populares, “A Kempis”: “Huyo de todo terreno laso, / ningún cariño mi mente alegra / y, con tu libro bajo del brazo, voy recorriendo la noche negra…”. Nervo, Poesía I, p. 219.

16 Estrofa que aparece en canciones tradicionales como “Las copetonas”, “Margarita”, “El tejón” y “El venadito”. Gabriel Zaid recogió estos versos entre las “Coplas de tipo tradicional” de su Ómnibus de poesía mexicana. Zaid, Ómnibus, p. 150.

17 Orígenes (Alejandría, hacia 185-Tiro, 253), sacerdote, teólogo y uno de los primeros padres de la Iglesia católica de Oriente. No es un hecho probado que, poco después de la fundación de su primera escuela, frecuentada por mujeres, se castrara por interpretar literalmente el pasaje evangélico: “Y si tu mano te es ocasión de pecado […] Y si tu pie te es ocasión de pecado […] Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga”. Marcos (9:43-48).

18 El monólogo de Felipe se reelabora en el poema “Obsesión” de Místicas: “Hay un fantasma que siempre viste / luctuosos paños y, con acento / crüel de Hamlet a Ofelia triste, / me dice: ‘¡Mira, vete a un convento!’ ”. Nervo, Poesía I, p. 200-201.

19 De manera similar al conflicto interior del protagonista, en el poema “Incoherencias” de Místicas, Nervo enfrenta el ideal del poeta caballeresco con su derrota mundana y amorosa: “¡Y caigo, bien lo ves!, y ya no puedo / batallar sin amor, sin fe serena / que ilumine mi ruta, y tengo miedo… / ¡Acógeme, por Dios! Levanta el dedo, / vestal, ¡que no me maten en la arena!”. Nervo, Poesía I, p. 227-228.