Introducción

Todo se ventila en ser capaces de conocer y vivir lo que somos. A quien lo logra se le llama “sabio”. La sabiduría emerge en la persona que saborea el fondo último de lo Real, que es a la vez su propio fondo, y que únicamente puede conocerse cuando se vive.

Pero, en realidad, la sabiduría no es diferente de lo que llamamos habitualmente “consciencia”, que es el saber-que-sabe y que constituye aquel mismo substrato que se halla en el origen de todo lo que es. “Todo es consciencia; consciencia es todo lo que hay”, proclamaba Ramesh Balsekar. Y eso mismo es lo que manifiesta toda persona que ha vivido un “despertar espontáneo”.

Solo la sabiduría –la consciencia o inteligencia creativa–, no la mente, es capaz de responder adecuadamente a la única pregunta que realmente merece la pena: ¿quién soy yo? Y solo la respuesta adecuada a esta pregunta, al situarnos en la verdad acerca de nosotros mismos, permite una comprensión de todo lo demás. Tenía razón la sentencia grabada en el templo de Delfos: “Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás al Universo y a los dioses”.

Lo que pretendo con estas páginas es ofrecer pistas para responder más adecuadamente a aquella pregunta primera –¿quién soy yo?–, y avanzar así en el conocimiento de lo que somos, más allá de la idea que la mente ha elaborado acerca de ello. Es una invitación a vivir con sabiduría y, por tanto, a ser dichosos, bien consciente de que, para conocer y vivir lo que somos, necesitamos pasar de la mente a la atención. Solo desde la atención despierta –poniendo consciencia en todo lo que hacemos y sentimos– podremos percibir y vivir la no-dualidad en el trajín de la vida cotidiana.

El título evoca aquel otro del primer libro que escribí en 2003: “El gozo de ser persona”. Y el cambio en el título pone de manifiesto todo un proceso: desde una filosofía (y teología) personalista hasta la experiencia transpersonal. Sin renegar de los contenidos allí expresados, lo que se ha modificado de manera radical ha sido el “mapa” utilizado. Sin haberlo pretendido y ni siquiera imaginado, he sido conducido de la búsqueda del “gozo de ser persona” a la “dicha de ser”, de la identificación con la mente personalista a la experiencia transpersonal, de la creencia teísta a la espiritualidad no-dual.

Hoy es claro para mí –aunque comprendo que resulte incomprensible para quien se halla identificado con la mente y las construcciones mentales– que la “persona” es solo una forma concreta en la que se hace manifiesto “Lo que es”, y que nos engañamos peligrosamente cuando reducimos a ella nuestra identidad. Persona es lo que tenemos, pero lo que somos es Consciencia. No se trata, por tanto, si se entiende bien, de ser persona, sino sencillamente de solo ser, tal como lo expresaba de manera hermosa el poeta Jorge Guillén: “Solo ser. Nada más. Y basta. Es la absoluta dicha”.

Solo ser; todo lo demás “se nos dará por añadidura”. Esa y no otra es la sabiduría espiritual o sabiduría de la no-dualidad. Porque la experiencia transpersonal va de la mano de la no-dualidad: hay diferencias en todo lo que percibimos, pero no separación. Si bien la mente está diseñada para la separación, lo real no se halla separado. Todo es no-dos.

Para hablar, pues, de la dicha de ser, necesitaba empezar con una referencia expresa a la no-dualidad y, en particular, a las resistencias que percibo. Me habita la certeza de que, mientras sigamos absolutizando lo “personal”, seremos incapaces de abrirnos a la experiencia luminosa de lo que es (lo que realmente somos).

Creeremos incluso amar y entregarnos a los otros, pero al hacerlo desde el error de base que nos hace creernos separados de ellos, no conseguiremos sino prolongar la inconsciencia (ignorancia) y, con ella, el sufrimiento. Si amo, si quiero que todos sean felices, si quiero el despertar de los demás, el primer paso –imprescindible– es que despierte yo a la verdad de lo que soy: todos somos uno, y no existen otros fuera de mí. Porque no soy el yo separado frente a otros yoes –eso es solo parte del sueño–, sino la consciencia que todo lo constituye.

Mi presunta identidad individual o mi separación del resto de la humanidad (o del universo) es tan solo una falacia de mi mente. La persona –por decirlo con palabras de la doctora Ana María Oliva– es “únicamente un cruce entre informaciones del universo…, nada más que una acumulación temporal de energía”. Por lo que, si me identifico con ella, sufriré las consecuencias inevitables de la impermanencia. Cuando por el contrario despierto a lo que soy (somos), descubro que todo es luminosidad, libertad y plenitud.

En torno a ese objetivo –contribuir al despertar para conocer y vivir lo que somos– se desarrolla todo el texto. Pero, antes de referirme expresamente a cada uno de los capítulos, me parece adecuado decir una palabra sobre su origen. En esta ocasión existe una doble génesis: por una parte, algunos capítulos –especialmente los dos primeros– tratan de recoger lo que surgió en mí, con una intención dialogante, como “respuesta” a las resistencias que percibo en sectores académicos y religiosos frente a la no-dualidad. Los otros, sin embargo, están más inspirados en el trabajo realizado con grupos en diferentes contextos. En cualquier caso, en este libro, puede que a diferencia de otros, cada capítulo tiene un grado de autonomía en sí mismo y contiene, de algún modo, la esencia del conjunto. Ello puede explicar que existan algunos ecos en ciertos contenidos que, debido a su importancia, he preferido mantener en los diferentes capítulos, dado que lo que se pone de manifiesto, una vez más, es que aunque los caminos y las formas de acercarnos a lo Real sean diversos, la experiencia genuina de Lo que Es –nuestra naturaleza original– tiene siempre un mismo sabor.

Empiezo –como decía más arriba– haciendo referencia a las resistencias que encuentra el modelo no-dual, en especial por parte de quienes pueden hallarse más identificados con la mente, para mostrar el camino que nos conduce más allá de la razón integrada. Integrada, porque de ningún modo se trata de descalificarla, sino de reconocer su valor, asumir su riqueza y caer en la cuenta de que es trascendida en otro modo de conocer previo y no fragmentador. De esta manera, abordando las resistencias más frecuentes a la no-dualidad y colocando en su lugar a la razón ilustrada, he querido clarificar las bases sobre las que se asienta todo el desarrollo posterior.

A continuación, me detendré en la relación entre conocer y vivir (¿qué es el conocimiento?), para mostrar después cómo es la propia naturaleza separadora de la mente la que, en última instancia, hace imposible avanzar en el conocimiento de lo real. En el quinto capítulo, me detengo en una actitud que, aunque de entrada no lo pareciera, resulta fundamental para avanzar en el conocimiento y la vivencia de lo que somos: tanto para conocernos en nuestra verdadera identidad como para vivirla, necesitamos soltar –desidentificarnos de– todo aquello que no somos, en la certeza de que no somos nada de ello. La sabiduría del soltar nos muestra nuestro verdadero rostro, nos conduce a casa y permite, sin los bloqueos que supone la apropiación, que la Vida fluya en libertad. Y el capítulo final quiere expresar una conclusión que surge por sí sola al conectar con nuestra verdadera identidad: cuando eso se produce, cae toda pretensión –algo impensable para el yo separado– y se experimenta la dicha de ser uno más.

Lo aquí escrito no tiene otra pretensión que la de invitar, a quien así lo desee, a ejercitarse en el paso del pensamiento a la atención, no porque se descuide el primero, sino porque, de ese modo, se lo va a situar en su lugar adecuado. Lo que tenemos es mente; lo que somos es consciencia. Tenemos la capacidad preciosa de pensar, pero somos atención. No es casual que sea esta la que nos conduzca a “casa”, la que nos revele nuestra verdadera identidad.

Mientras, terminado ya el libro, estoy dando forma a esta introducción, me siento habitado por una profunda y gozosa gratitud. En primer lugar, hacia tantas personas implicadas en el desarrollo de diferentes “Foros de espiritualidad” –las asociaciones Daat de Alcoy, Aletheia de Zaragoza, Universidad Popular de Logroño, Viento del Sur de Andalucía y Extremadura–, porque ha sido en ellos donde he compartido gran parte de lo que aquí recojo por escrito, y porque están llevando a cabo una tarea valiosísima al servicio de la sabiduría que nos hace reconocernos en la consciencia que somos.

La gratitud necesita nombrar también a tres personas concretas: a Clara Iváñez, por su entrega servicial en la organización y el desarrollo de encuentros y talleres; a Luisa Melero, por su aportación siempre lúcida, valiosa e incondicional, en la elaboración y corrección del texto; y a Vicente Gallego, por el regalo de un Prólogo, cuya hondura y belleza –está todo dicho en él– rivaliza con el cariño que derrocha. Gracias a los tres por tanto amor.