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Resistencias ilustradas a la no-dualidad

Parece innegable que la emergencia, a escala colectiva, de un nuevo modo de conocer –el llamado modelo de cognición no dual o, simplemente, no-dualidad– está suponiendo una revolución que puede transformar de raíz la consciencia que tenemos de nosotros mismos y de todo lo real. Por decirlo brevemente, el modelo mental ha dado de sí lo que estamos viendo. Esto no significa negar sus logros ni prescindir de él, sino simplemente reconocer sus límites y –lo que es más importante–, integrándolo en la nueva perspectiva, no reducirnos a él, para no negar otro modo de conocer que, al ser más adecuado, nos abre a horizontes insospechados e inimaginables desde el modelo anterior.

Ante esta emergencia a la que me refiero, percibo que quienes se hallan más identificados con el modelo dual (o mental) –pertenecientes, sobre todo, a los ámbitos académicos de la psicología, la filosofía y la religión– parecen sentirse incómodos, molestos o recelosos. Y desde esa incomodidad llegan descalificaciones y juicios que me parecen, por decirlo suavemente, apresurados. Así, mientras unos hablan de “moda superficial” o “gustos orientalizantes”, otros creen ver en la no-dualidad confusión y peligro.

Lo curioso es que, aunque fue la sabiduría oriental –fundamentalmente la hindú– la que se adentró con más dedicación y coherencia en todo ello, han sido los sabios y místicos de todas las tradiciones quienes se han visto conducidos a expresarse de ese modo; y lo han hecho, no por el gusto de alguna especulación teórica, sino desde las vivencias que les eran regaladas. Es decir, fueron sus propias experiencias las que les “obligaron” a recurrir a un “modo” de expresarlas –piénsese aquí en los grandes místicos cristianos, desde el Maestro Eckhart y las beguinas hasta Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, con las elocuentes imágenes que utiliza en las Séptimas Moradas–, al que genéricamente nos referimos como “no-dual”. En este sentido, me resulta igualmente significativo el hecho de que las personas que han vivido una experiencia cercana a la muerte (ECM), sin haber conocido antes lo que designamos como no-dualidad, recurran a un modo de expresarse que encaja completamente con ella.

La novedad del momento que nos corresponde vivir, en mi opinión, no radica en “modas” –aunque ese riesgo exista en este como en otros campos–, sino en el hecho de encontrarnos colectivamente ante el umbral de un cambio significativo que se nombra como la “revolución de la no-dualidad”. Lo que siempre habían visto los sabios empieza a abrirse camino de una forma cada día más amplia.

Lo que pretendo, en este capítulo, es muy simple. Poner un granito de arena en la tarea de clarificar qué se quiere apuntar con el término “no-dualidad”, con el objetivo de favorecer el crecimiento, ampliación o transformación de la consciencia colectiva, en la certeza de que esa es la revolución profunda, de la que habrán de surgir todas las demás (porque habrá de repercutir en todos los campos). “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”, aconsejaba Gandhi. Se trata de una sentencia sabia, dado que aquello que sucede en el mundo no es más que un “reflejo” de lo que sucede en nuestro interior y, en último término, del nivel de consciencia en el que nos hallamos.

Y lo hago desde la convicción de que la emergencia (colectiva) de la no-dualidad lleva aparejada una transformación radical de la consciencia, que hace posible una percepción más ajustada de lo real. Sin embargo, como suele ocurrir siempre que emerge algo nuevo, aunque las resistencias se agudizan, es notable la apertura que se aprecia en públicos cada vez más numerosos y conformados por personas pertenecientes a los más diversos sectores.

Una constatación que me parece elocuente

Desde hace unos años, percibo que, en torno a lo que nombramos como no-dualidad, se ha generado un debate que, con frecuencia, me parece confuso, probablemente debido a algo elemental: al no haberlo experimentado, no se habla del estado de consciencia no-dual, sino del “concepto” de la no-dualidad. Semejante error de partida ha de conducir inexorablemente a la confusión: porque ya no se habla de “lo que es”, sino de las ideas personales acerca de lo que se piensa que es. No es de extrañar que se genere un debate estéril. Porque la mente dual no puede entender la no-dualidad; la comprensión viene solo de la mano de la experiencia directa o de la práctica del “acallamiento” mental.

Tal vez sea ese el motivo que explique también el hecho que vengo constatando, tras años de compartir y acompañar: quienes se muestran particularmente reacios a este “modo de ver” provienen, en general, del mundo académico y del mundo religioso. Paradójicamente, es la gente sencilla –o, simplemente, más alejada, tanto de la erudición academicista como de la religión institucionalizada– la que muestra una mayor sintonía y una capacidad “espontánea” de vibrar ante lo que escucha. Lo cual me trae a la memoria las palabras de Jesús, cuando admirado alaba al Padre, “porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos” (Mt 11,25).

Este hecho me resulta significativamente llamativo, por cuanto no pocos críticos a ultranza de este “modo de ver” arguyen que se trata de un discurso abstracto y desconectado de la vivencia de la persona. Sin embargo, la experiencia cotidiana me dice justamente lo contrario: la gente más sencilla lo “reconoce” con facilidad por las resonancias o “ecos” que produce en su interior; el “susto” suele nacer solo cuando resulta difícil soportar que las propias creencias mentales se vean amenazadas.

La no-dualidad no es una filosofía, por más que las explicaciones que puedan darse acerca de ella lo sean. Aunque nos resulte imprescindible utilizar palabras y conceptos –expresarnos “filosóficamente”–, la no-dualidad es un estado de consciencia, infinitamente más rico (integrador) que el estado mental.

La mente –y el estado mental– es necesariamente dual. Debido a su propia naturaleza delimitadora, la mente crea dualidad. Dicho con más rotundidad: la dualidad está en la mente, no en la realidad1.

La realidad manifiesta es inevitablemente polar –de hecho, conocemos gracias al contraste–, pero no dual, de modo que todas, absolutamente todas las “diferencias” que percibimos en ella se reclaman unas a otras –no puede existir un polo sin su opuesto– y quedan integradas en una unidad mayor. Pero, del mismo modo que “diferencia” no significa “separación”, “polaridad” no significa “dualidad”, ni “personalidad” significa “identidad”. La no-dualidad es aquel estado de consciencia en el que se percibe, de manera sublime y extasiada, la unidad-en-la-diferencia, o si se prefiere, lo Uno expresándose en lo Múltiple.

El estado de no-dualidad es Amor. Es claro que en el amor siempre hay un “otro”, pero ahora se percibe que ese otro no es como la mente lo piensa –el otro “separado”, propio del nivel mental–, sino como no-separado de uno. En ese estado se palpa que somos diferentes, pero somos lo mismo. Y que el amor no tiene que ver con el sentimiento o la emoción, siempre impermanentes, sino con la certeza de lo que se es: somos Uno. Lo cual no significa negar que, en la dimensión psicológica, haya que vivir todo el proceso de individuación, que implica la percepción del otro como diferente de mí y garantiza la madurez psíquica. Pero una es la dimensión psicológica, perteneciente al mundo de las formas –el nivel aparente o mental–, y otra la dimensión de profundidad (espiritual o transpersonal).

¿Por qué la llamada “gente sencilla” vive mayor apertura y vibra, espontánea y profundamente, al escuchar hablar de la vivencia no-dual? La respuesta me resulta obvia: al estar menos aferrada a determinados “filtros” mentales o religiosos, se halla más disponible para conectar con aquel “eco” profundo –el Anhelo íntimo– que clama desde “casa”. No es extraño que, al escuchar a alguien que habla desde aquel “lugar” que constituye nuestra identidad última, se despierte, incluso de un modo inconsciente, la añoranza del “hogar” compartido.

¿Y por qué son precisamente las personas más “ilustradas” y más “religiosas” las que suelen encontrar, de entrada, mayores resistencias? Probablemente, porque es mayor su identificación con determinadas “creencias”, sean filosóficas o religiosas que, aunque sea de un modo inconsciente, sienten amenazadas por lo que ahora escuchan. A lo que quizás habría que añadir algo más: al no encontrar argumentos “racionales” consistentes, se niegan a abrirse a esa dimensión, sin advertir que se trata de un estado trans-racional; se comprende que se vean abocados a un callejón sin salida: porque sin apertura a la vivencia ni siquiera habrá posibilidad de “entender” (mentalmente) las palabras que tratan de expresarla.

A partir de ahí, es probable que la sensación de amenaza –de las propias creencias y, al final, de uno mismo–, active lo que se conoce como “disonancia cognitiva”. La neuropsicología nos hace ver que, ante aquellas ideas que entran en conflicto con nuestro sistema de creencias, el cerebro segrega sensaciones de malestar, acompañadas de una fuerte carga de ansiedad, que inducen a la persona a rechazar lo que le llega como nuevo, y que percibe como fuente de conflicto.

Desde su propio sistema de creencias, filosóficas o religiosas, se pondrá en marcha toda una serie de argumentos que busquen descalificar lo que es percibido como amenaza, a veces sin ser conscientes de que no están rebatiendo lo que les llega, sino solo la lectura que hacen de lo que les llega. En ese sentido, se descalificará o ridiculizará lo percibido como diferente, simplemente porque se juzga desde las categorías (creencias) previamente asumidas. En ocasiones, incluso con ánimo manifiestamente belicoso –la belicosidad suele ser hija de la inseguridad–, como es el caso de las afirmaciones vertidas por el teólogo Olegario González de Cardedal, cuando afirma sin miramientos que “hay que desenmascarar los pseudo-religiosos, gnósticos, mágicos, que pretenden llevarnos más allá de Dios y más allá de Cristo. Son una perversión del hombre, de la religión y del cristianismo. Hay un vocabulario, que en su origen tiene su adarme de verdad, que hoy queda degradado en el uso que ciertos grupos hacen de él. Así, por ejemplo, se reclama un Dios (y un hombre) transpersonal, transhistórico, transverbal, transreligioso, transcristiano”2.

La resistencia a la no-dualidad es “ilustrada”: es precisamente la razón, que llegó a su apogeo en la Modernidad, la que se erige ahora en juez último del conocer y en barrera infranqueable frente a cualquier actitud que pretenda trascenderla. En este contexto, se entenderá por “ilustrados” a quienes consideran que no hay criterio de verdad por encima de la razón. Paralelamente, como era de esperar, eso significa la elevación del yo a la categoría de absoluto. De ese modo, se cae en el doble error de Occidente, que denunciara Raimon Panikkar: la absolutización de la razón y del yo individual. Error que, en último término, supone el olvido de la consciencia como realidad fundamental, después de haber sido “reducida” al pensamiento. No es de extrañar, por tanto, que sean los “eruditos” –filósofos académicos y religiosos institucionales– quienes más resistencia opongan a aquello que, no solo se les escapa –porque trasciende la razón–, sino que pone en cuestión sus creencias previas3.

Pero, ¿y si la mente no fuera nada más que una herramienta? ¿Y si la realidad creada por ella fuera solo un sueño? ¿Y si existiera otro estado de consciencia que transcendiera el mental?... Más aún, ¿cómo podemos abrirnos a una verdad mayor?; ¿con qué claves podemos contar?; ¿qué trampas habría que sortear?... Lo que sigue a continuación no es nada más que un conjunto de palabras y conceptos, otro “mapa” que busca apuntar hacia el Territorio que se encuentra más allá de todos ellos. En este sentido, está expresado a través de la mente. No es, por tanto, la verdad. Pero, del mismo modo que “un clavo saca a otro clavo”, como dice el proverbio chino, tal vez alguna palabra o algún concepto activen el “clic” que opera el milagro de ir más allá de las palabras y los conceptos para saborear de primera mano la verdad de lo que es.

Las resistencias más frecuentes

Ante planteamientos que apelan a la no-dualidad suele alzarse de inmediato la voz de quienes no conciben que pueda hablarse de algo que trascienda lo racional. Temen que esas posturas alienten, en la práctica, propuestas que deriven hacia metas no deseables: la irracionalidad, según los filósofos; el narcisismo, según los psicólogos; el panteísmo o la increencia, según los teólogos.

En paralelo, psicólogos, filósofos y teólogos se ponen en guardia frente a cualquier supuesto que cuestione el “yo personal”. Piensan que semejantes planteamientos esconden un movimiento peligroso que, diluyendo al individuo en la totalidad, echa por tierra lo que consideran el valor irrenunciable de lo personal.

Se trata de resistencias que alertan de dos riesgos graves, frente a los que resulta decisivo mantener una lucidez despierta. Nacen del “espíritu de la modernidad”, que ve a la razón y al yo individual como barreras infranqueables que, de ser traspasadas –sostienen sus defensores–, acarrearían funestas consecuencias.

En esa misma postura se alinean los teólogos que ven irrenunciable lo que llaman el “carácter personal” de Dios. Arguyen que, si se olvida esto, se devalúa la experiencia religiosa y se cae en un panteísmo empobrecedor.

Sin embargo, apostar por la emergencia del modelo no-dual no significa renunciar en ningún momento a la lucidez ni al espíritu crítico. La mente es una herramienta valiosa e imprescindible, si no queremos caer en la irracionalidad. De lo que se trata no es de renunciar a aquella lucidez despierta, sino de todo lo contrario: de llevarla hasta el final, superando las resistencias que nacen de una mente aferrada a sus creencias previas.

En ningún momento se reniega de la racionalidad; lo que se hace es reconocer que, al contrario de lo proclamado por la Moder­nidad, no todo acaba en ella. Relativizar lo racional no implica volver a lo irracional, sino asumirlo, integrarlo y trascenderlo en lo transracional.

Y no por una moda, sino por la constatación de que el modelo mental ha revelado su incapacidad para operar en el mundo de lo no objetivable. La mente es una herramienta preciosa e imprescindible para manejarnos con los objetos –físicos, mentales o emocionales–, pero inadecuada para alcanzar todo aquello que no puede ser delimitado.

Los humanos tendemos a perdernos en una jungla de pen­samientos y de conceptos con los que, intentando alcanzar la verdad, no hacemos sino oscurecerla, deformarla o, en todo caso, velarla. Porque los conceptos son únicamente construcciones mentales, elaboradas a partir de más conceptos aprendidos previamente. Al pensar, inevitablemente echamos mano del recuerdo para, desde ahí, poner nombre y forma a todo lo que aparece ante nosotros. Consuelo Martín lo expresa de una manera precisa: “Mientras estoy pensando, creo que veo la verdad de las cosas, pero lo único que hago es barajar interpretaciones escuchadas a otros. No descubro, sino por serena observación, que ver no es pensar4.

El motivo es simple: la mente no puede elaborar sino conceptos. Por lo que, mientras permanezcamos identificados con ella, no lograremos salir de los laberintos que traza. En su tarea –y sea cual sea la cuestión a la que dirija su atención–, la mente forzosamente tiene que delimitar, separar y objetivar, llegando a conclusiones que, además de estar radicalmente condicionadas por los supuestos previos de donde parte, no podrán nunca reflejar directamente la verdad de lo que es, sino únicamente la interpretación que la propia mente hace de ello. Los sabios han advertido siempre que no vemos las cosas como son, sino como somos. Y en la actualidad, tanto las neurociencias como la física cuántica demuestran que no vemos sino una realidad aparente, aquella que es filtrada por nuestros órganos neurobiológicos y elaborada por el cerebro. Lo cual significa que, a través de la razón, solo podemos acceder a esa realidad aparente, nunca a la verdad de lo que es.

Los límites de la razón ilustrada

Con la Modernidad, la mente ocupó un lugar protagónico, hasta el punto de ser reconocida como la “diosa razón”. Parecía que habíamos salido del reino de la ignorancia y, por fin, llegábamos a la luz. Alzando las banderas “modernas” de la racionalidad y la autonomía –frente al mito y la heteronomía de donde veníamos–, la Ilustración supuso un avance admirable en el proceso evolutivo: se trataba, sin duda, de una “expansión” de la consciencia en su progresivo despliegue.

La Modernidad –y la Ilustración–, al grito de “sapere aude” (“atrévete a conocer”), potenció el librepensamiento y estimuló el avance hacia la “mayoría de edad”, soltando y liberándose de los “tutores” (Kant dixit) a los que previamente había vivido entregada.

Sin embargo, valorando su enorme aportación, hoy somos conscientes de que la Modernidad pecó de optimismo. Creía haber llegado al “Siglo de las Luces” y desembocamos en lo que algunos historiadores consideran el siglo de mayor crueldad de toda la historia, con los fenómenos del estalinismo, el nazismo y las dos guerras mundiales. ¿Dónde estaba el engaño?

El engaño no era sino la otra cara del logro. La emergencia de la razón ilustrada significó, de hecho, una absolutización de la mente y, en paralelo, el olvido de la consciencia. Le debemos la emergencia del “espíritu crítico”, como un valor irrenunciable, pero nos dejó también un pesado lastre: la creencia de que no existe otro criterio de verdad por encima de la mente. Es decir, confundió el conocer con el pensar, con lo que absolutizó el modelo mental de cognición, arrinconando o incluso despreciando el modelo no-dual5. ¿Resultado? Un empobrecimiento radical que se plasmó en actitudes y planteamientos materialistas o positivistas y, en cualquier caso, reductores: la experiencia humana corría el riesgo de quedar constreñida únicamente a lo que la mente podía percibir6. Hasta el punto de que todo aquello que no se amoldara a lo previamente establecido como “racional” era descartado como “irracional”, sin advertir la existencia de otra dimensión, la “trans­racional”, que hacía más justicia a la verdad del ser humano.

La predominancia de la mente vino acompañada del apogeo del yo “personal”. No podía ser de otro modo: aquella piensa al ser humano como un yo separado, caracterizado por la racionalidad y la autonomía. Lo define como “persona” y no puede aceptar otra identidad que no sea la que ella misma establece. Es decir, termina concluyendo que la “personalidad” coincide con la “identidad”.

A partir de este presupuesto, surge con fuerza, en determinados ámbitos filosóficos y teológicos, el llamado “personalismo”, con toda la riqueza que supuso, aunque también con todos los límites. El reconocimiento del valor de la “persona” se halla en la base de un progreso ético notable, y –por más que nos hallemos lejos aún de vivirlo adecuadamente– en un reconocimiento explícito de los “derechos humanos”.

Los límites tienen que ver, como en el caso de la mente, con la creencia que llevó a confundir nuestra identidad última con la personalidad que la filosofía (o la teología) podía definir. Hasta el punto de que se llegó a considerar que la “persona” era un absoluto, el horizonte máximo al que podíamos aspirar. Parecía que la ética y la teología encontraban ahí el valor incuestionable ante el que debía detenerse cualquier planteamiento.

En el caso específico de la teología, se proyectó en “Dios” aquello que se había descubierto como el valor absoluto. Para la teología cristiana, Dios era, antes que nada y por encima de cualquier otra cosa, “persona”, hasta el punto de que el “carácter personal” de Dios se convertía en un límite infranqueable para cualquiera que se autodenominara cristiano7.

Pero, ¿en verdad la mente (la razón) y el yo (personal) constituyen barreras infranqueables en las que concluiría la evolución de la consciencia?

Trascender la mente: el despertar espontáneo y la práctica meditativa

Cuando se ha vivido un “despertar espontáneo”, se ve con cer­teza que no es así. En esa experiencia, se aprecia con total nitidez que el yo “cae”, y que la “personalidad” no es lo mismo que la “identidad”. Uno ve que “es todas las cosas”, no porque el yo se infle de un modo narcisista, sino porque se comprende que lo que somos es uno con todo lo que es8.

A partir de esa experiencia, queda –junto con una certeza y confianza inquebrantables– la comprensión de que la mente –y, con ella, la razón– es solo una herramienta, no el criterio último de verdad. Lo que se muestra es la luminosidad de la consciencia que todo lo llena.

Se comprende también la trampa en la que estábamos perdidos: la mente nos había hecho identificarnos con algún objeto de los que aparecían ante ella. Así creó una idea de nosotros, y redujo la identidad a la personalidad: fue el nacimiento del yo, que asumimos como evidencia, y a partir del cual fuimos construyendo toda nuestra idea de la realidad: lo real aparecía como una suma de objetos separados y Dios era visto a nuestra propia imagen, dotado, por tanto, de un “carácter personal” que parecía definirlo.

Cuando se ha vivido un despertar espontáneo, todo eso se ve como lo que es: una construcción mental. Se reconoce su “valor” (relativo), se comprende que es fruto de un determinado estado de consciencia y se lo respeta, pero se diluye esa pretensión de verdad última con que aparecía revestida. Indudablemente, en el despertar, lo que se ve es otra cosa.

Con todo, alguien podría preguntar qué hacer cuando no se ha vivido un despertar espontáneo. La herramienta adecuada es la práctica meditativa, por la que nos hacemos diestros en observar a la propia mente.

Dado que la mente es incapaz de salir del mundo de los conceptos y bloquea el paso para acceder a otro nivel más amplio de lo real, el camino a tomar para quien se sienta movido por un anhelo o una intuición más amplios es fácil de indicar: se trata, simplemente, de aprender a tomar distancia de ella.

Se haya vivido o no algún tipo de “despertar”, considero que es este un camino, accesible a cualquier persona, en el que adiestrarse para trascender el modelo mental o la reducción al pensamiento. Consiste en aprender a observar la mente y sus contenidos psíquicos y emocionales, como quien observa nubes pasajeras que aparecen sin previo aviso para terminar diluyéndose. Al observar la mente, dejamos de identificarnos con los conceptos –por sagrados que nos parecieran–, se nos regala una libertad inaudita frente a nuestros propios movimientos mentales y emocionales –esos que, en último término, nos dominaban– y, sobre todo, se abre el horizonte de nuestra identidad, aquella que la mente hubiera sido (es) radicalmente incapaz de imaginar. La observación de la mente permite superar la identificación con el yo-mental –se descubre que no somos nada que podamos observar, sino Eso que observa– y acceder a otro nivel de consciencia caracterizado por la emergencia de la Consciencia-Testigo.

Porque quien observa la mente –si realmente es observación, y no pensamiento– no es la propia mente o el “yo” (o centro psicológico), sino el Testigo –la atención que somos–, un nivel más hondo de nuestra identidad. Y bien, cuando el Testigo emerge, ¿dónde queda el yo? Descubrimos entonces que la “persona” es una realidad solo válida en el nivel mental, pero que se diluye ante la emergencia de una identidad mayor. A partir de ahí es fácil reconocer que todos los conceptos no son sino objetos mentales sin sustancia propia. Y que es preciso “dejarlos caer” para poder ver con claridad. Dejarlos caer no significa, como decía más arriba, franquear el camino a la irracionalidad, sino abrirse a conectar directamente con la consciencia que atiende y que constituye nuestra verdadera identidad.

En la vivencia no-dual, lo primero que percibes es que no eres ese yo que tu mente había creado. Una vez que lo has experimentado, al querer nombrar lo que eres, quizá utilices el término “Testigo” –en un nivel todavía dual: el que observa frente a todo lo que es observado– o “Consciencia no-dual”, identidad una y compartida con todo lo que es.

Habremos comprobado entonces que la observación nos trae a casa. Seguiremos utilizando la mente como una herramienta preciosa, pero sabremos permanecer y descansar en la atención, que se habrá “fortalecido” en nosotros gracias a la práctica de tomar distancia de la mente. Y será la atención quieta y silenciosa la que nos regale nuestra única certeza: la consciencia de ser. “Soy” es lo único que acerca de mí, aquello de lo que no puedo dudar y lo único que permanece a lo largo de toda mi existencia, cuando todo lo demás cambia.

¿Cómo queda aquí lo relativo a lo que, en el parágrafo anterior, se nombraba como el “carácter personal” –del ser humano o incluso de “Dios”–, que parece resultar incuestionable o irrenunciable, tanto para psicólogos como para teólogos y personas religiosas?

Sin repetir lo que ya he escrito en otro lugar acerca de esta cuestión9, y reconociendo la validez de cada una de esas formas de acuerdo al nivel de realidad (consciencia) desde el que se pronuncian, deseo añadir algo que suele ignorarse cuando no se ha tenido experiencia de ello y se habla exclusivamente desde el modelo mental.

En ese modelo, tiene razón Juan Martín Velasco cuando escribe que “ser, pensarse y vivirse como persona contingente y finita como somos los humanos, requiere un origen personal y personalizante y requiere una forma de relación con él insuperablemente personal”10. Pero, desde mi punto de vista, el error radica en la absolutización que establece: extrapola lo que es válido para el proceso psicológico de construcción de la persona, a la dimensión espiritual. Es decir, el hecho de que la “individuación” y la “personalización” constituyan fases irrenunciables en el proceso (psicológico) de construcción de la personalidad, no implica absolutizarlas, como si fueran expresión definitiva de nuestra identidad última (o dimensión espiritual), que trasciende por completo nuestra personalidad (o yo individual). Como veremos más adelante, el nivel mental –en el que nos consideramos como entes individuales– no es el único ni, mucho menos, el definitivo, tal como señala el autor cuando se atreve a poner el adverbio “insuperablemente”. En mi propia experiencia, tanto lo mental como lo “personal” son ciertamente “superados” en una dimensión infinitamente más rica y amplia. Como escribe Yolande Duran-Serrano, tras su propio despertar espontáneo, “sencillamente, dejas de creer que eres un ser individual. Eso es lo que pasa. Es todo un misterio, pero es lo que pasa”11.

En una trampa parecida me parece que cae Carlos Domínguez Morano: insiste con razón en la imprescindible necesidad de “separación psicológica” del otro para poder construir el propio “yo” dentro del proceso evolutivo de la persona; sin embargo, se equivoca cuando absolutiza ese principio, válido en el nivel mental (psicológico), tomándolo como “definitivo”. A partir de ahí, es normal que se posicione contra la “no-dualidad”12: parece olvidar que la necesidad de lograr una “separación psicológica” como condición para afirmar la autonomía personal, no está reñida con el reconocimiento de la consciencia de no-separación radical, que nos constituye, como constituye a todo el tejido de lo Real.

La paradoja –separación psicológica / no separación radical– se resuelve apenas somos conscientes de que se trata de diferentes niveles (o dimensiones) de lo real. Sin duda, el autor hace bien en prevenir frente al riesgo, siempre presente, de narcisismo. Pero parece olvidar que tal riesgo no nace de la no-dualidad, sino justamente al revés, de la apropiación egoica (“personal”) de la experiencia.

Con otras palabras: en su proceso evolutivo, el ser humano necesita construir un “yo” lo más autónomo posible y eso se logra saliendo del estado de fusión primero, a través de la toma de consciencia de la separación psicológica de los otros. Pero no todo acaba ahí: llegará un punto en que aquel mismo yo será transcendido en una vivencia más honda (mística, espiritual, transpersonal…), que bien podría expresarse de este modo: “Se nace sin yo (no-yo pre-personal), se construye un yo (persona), se muere más allá del yo (no-yo transpersonal)”. El hecho de que, en el nivel psicológico, hayamos sido “seres separados”, no significa que esa sea nuestra identidad.

Nuestro lenguaje es muy limitado. Pero ello no debería ser excusa para confundir lo que son experiencias radicalmente diferentes, ya que ocurren en distintos niveles de lo real. De otro modo, se cae irremisiblemente en lo que Ken Wilber denunció como la “falacia pre/trans”, que lleva a confundir el estado místico con el trastorno psicótico. En lo que se refiere al tema que estamos tratando, no tiene nada que ver la “fusión pre-personal” con la “unidad trans-personal”, por más que en ambos casos se hable de “consciencia de no-separación”.

Es indudable que la no integración psíquica puede llegar a constituir una grave enfermedad mental en la que se produzcan alucinaciones. Pero reducirse al nivel mental (aparente), que lleva a tomar como absolutamente real aquello que la mente nos muestra, implica quedar atrapados en un estado hipnótico de dolorosas consecuencias. Alucinación e hipnosis nos alejan de lo real –o, más exactamente, absolutizan lo que solo es una dimensión o nivel de la realidad– y, por eso mismo, no producen sino confusión y sufrimiento13.

Por todo ello me parece prudente no descalificar de golpe los planteamientos de la no-dualidad, al considerarlos como “modas y fascinaciones [que] puedan obnubilar y acelerar conclusiones que no vengan sino a generar confusiones”14. Pues se corre el riesgo de confundir la verdad –siempre más allá de todos nuestros planteamientos mentales– con lo percibido en un estado hipnótico (cuando se ha absolutizado la mente). Recordémoslo una vez más: lo que la mente percibe es válido… en el nivel mental.

Ese mismo planteamiento puede ayudar a comprender lo que se vive en la relación interpersonal. En el nivel mental, en el que creemos que somos entes individuales, lo que llamamos “relación” resulta imposible sin marcar netamente la diferencia e incluso la separación. Es decir, en ese nivel “personal”, la relación requiere la existencia de un “yo” y de un “tú” separados.

En ese registro, nada que objetar. El error, también en este caso, consiste en absolutizarlo, creyendo que no existe otro diferente. Pero, como veremos, el mental es solo un nivel de apariencia, creado por la propia mente. En el nivel profundo (transpersonal), se da otro modo de vivir lo que llamamos “relación” radicalmente diferente e infinitamente más rico.

Desde la mente, pareciera que la relación exige separación. Y así se proclama que la no-dualidad significa el fin de la relación. Tales afirmaciones casan bien con la naturaleza separadora de la mente. Sin embargo, quien lo ha experimentado sabe que no es así. Por más que a la mente le resulte contradictorio, es precisamente la no-relación (no-separación) la que posibilita las relaciones15. La relación basada en el yo (en la “persona”) terminará siempre en la frustración, dado que el yo –la mente– se mueve en la impermanencia y, por tanto, en vaivenes y altibajos. Toda relación que quiera asentarse en él se regirá por la impermanencia y la –menor o mayor– superficialidad.

La auténtica relación brota sola de la vivencia de la no-relación (no-separación). Dicho con otras palabras: al trascender la mente –y, con ella, la creencia errónea de la separación–, se hace presente un nuevo estado de consciencia caracterizado por la intersubjetividad o, si se prefiere, la relación transpersonal. La mente conoce solo la “relación separada”. Sin embargo, en el estado de Presencia –consciencia de no separación–, se aprecia que es justamente la no-separación la que posibilita la más genuina y definitiva “relación”. El estado de no-dualidad es Amor: en él se disuelve la “personalidad” y vive la Presencia16.

Decía que eso únicamente puede percibirse cuando se ha transcendido el nivel mental y, por tanto, el “yo personal”. Lo cual significa reconocer la existencia de diferentes dimensiones o estados de consciencia, y constituye un factor de primer orden de cara a poder comprender lo real y entendernos con los otros. Es un dato que, aunque suele pasar completamente desapercibido, resulta fácilmente constatable a partir del simple hecho de observar la mente.

1. Me parece importante advertir que, como desarrollaré más adelante al hablar de los diferentes niveles de lo real, la dualidad es creada por la mente; donde no hay mente no hay dualidad. Y esto no significa abogar por una fusión confusa o magma amorfo en el que las diferencias se difuminan. La consciencia aprecia las diferencias pero, a diferencia de la mente, no introduce ningún tipo de fragmentación. Porque la realidad, en sí, es no fragmentada, es decir, no-dual.

2. O. González de Cardedal, Giros en la conciencia, en ABC, 3 de diciembre de 2015.

3. Tiene razón el Kybalion cuando afirma que “los labios de la Sabiduría permanecen cerrados, excepto para el oído capaz de comprender”. El poeta Vicente Gallego me decía lo mismo, con su agudeza característica: “A los manejadores de palabras y teorías no habrá modo de sentarlos en el palco donde se ve la función con claridad; con todo, las palabras pueden ser de mucha utilidad a aquellos que sí han recibido oídos”.

4. C. Martín, La revolución del silencio. El pasaje a la no-dualidad, Gaia, Madrid 2002, p. 41.

5. Sobre la emergencia y características del modelo no-dual de cognición: E. Martínez Lozano, Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 22014; M. Cavallé, La sabiduría de la No-dualidad. Una reflexión comparada de Nisargadatta y Heidegger, Kairós, Barcelona 2008; M. Cavallé, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Kairós, Barcelona 2011; J. Díez Faixat, Siendo nada, soy todo. Un enfoque no dualista sobre la identidad, Dilema, Madrid 2007; C. Martín, La revolución del silencio. El pasaje a la no-dualidad, Gaia, Madrid 2002; N.C. Panda, Ciencia y Vedanta, Etnos, Madrid 2011.

6. Puede verse un lúcido alegato contra la absolutización de la razón en: P. Moreno Rodríguez, El pensamiento de Miguel de Molinos, Fundación Universitaria Española, Madrid 1992.

7. El teólogo y filósofo de la religión Andrés Torres Queiruga, que tanto ha contribuido a tender puentes entre la teología y la Modernidad, llega a expresar la necesidad de hacer una “defensa apasionada del carácter personal de Dios”: A. Torres Queiruga, Alguien así es el Dios en quien yo creo, Trotta, Madrid 2013, pp. 123-137. La identificación con el modelo mental llega a tal extremo que los teólogos, cuando leen imágenes o metáforas empleadas por los místicos para hablar de su propia experiencia, las “traducen” –reduciéndolas y empobreciéndolas– a lo que es su propio mapa mental. En una conferencia reciente, un reconocido teólogo, al comentar la extraordinaria imagen, de innegable sabor no-dual, que usa Teresa de Jesús para expresar la unión del alma con Dios –“Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo” (VII Moradas 2,4)–, afirmaba que la “unidad” de que habla Teresa hay que leerla salvando el carácter “personal” y la “distancia” entre Dios y la criatura: quizás sin advertirlo, había impuesto el modelo mental sobre la experiencia vivida, de naturaleza transmental y no-dual.

8. Cada vez son más las personas que, de un modo imprevisto, viven, con diferentes intensidades, el llamado “despertar espontáneo”. De ahí que cualquiera pueda tener acceso a diferentes relatos autobiográficos que intentan plasmar lo vivido. Como muestra, deseo citar dos de ellos: D. Carse, Perfecta brillante quietud. Más allá del yo individual, Gaia, Madrid 2009; Y. Duran Serrano, El silencio sana, Trompa de Elefante, Madrid 2015. La “Peregrina de la paz” lo narra con estas palabras: “Sucedió mientras caminaba una mañana temprano. De repente sentí una extraordinaria alegría, una alegría mucho más intensa de lo que jamás hubiera experimentado. Recuerdo que conocí entonces la ausencia de tiempo, espacio, peso. Lo más importante de la experiencia no fueron estos fenómenos; lo importante fue la percepción absoluta de la unidad de toda la creación: percibí la unión indisoluble con aquello que lo impregna todo, que lo une todo y que da vida a todo”, en R. y J. Ullman (Eds.), Místicos, maestros y sabios. Relatos de iluminación, Kairós, Barcelona 2009.

9. E. Martínez Lozano, Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 22015, p. 89ss.

10. J. Martín Velasco, El hecho místico. Ensayo de fenomenología, en M.I. Rodríguez (dir.), La experiencia mística, Cites-Monte Carmelo, Madrid 2013, p. 251-252.

11. Y. Duran-Serrano – L. Vidal, El silencio sana, Trompa de Elefante, Madrid 2015, p. 123.

12. C. Domínguez Morano, La experiencia mística entre la dualidad y la no-dualidad, en Proyección LXII (2015) 305-324.

13. Alucinamos cuando, debido a un trastorno, tomamos como real lo que solo es imaginación de nuestra mente. Permanecemos hipnotizados en la medida en que tomamos como absoluta y últimamente real lo que la mente percibe, ya que otorgamos valor y consistencia a lo que solo es realidad aparente (el mundo de las formas). El motivo es simple: la emergencia de la mente produjo un efecto fácilmente comprensible: el ser humano quedó deslumbrado y fascinado por ella. A partir de ahí, quedó encerrado en el hechizo que le llevó a absolutizarla, erigiéndola en criterio último de verdad, y que acabaría en el positivismo más grosero. Me resulta particularmente penoso que personas lúcidas no alcancen a advertir tal hechizo que nos mantiene hipnotizados. Frente a los estados de alucinación o de hipnosis, cuando ocurre el despertar, se abandona el hechizo y se percibe de manera evidente el nivel profundo de la realidad caracterizado por la no-dualidad, desde el que el nivel aparente se muestra como un “sueño” o un espectacular “teatro”. (En el parágrafo siguiente me referiré de modo más explícito a los diferentes “niveles” de lo real).

14. C. Domínguez Morano, art. cit., p. 305.

15. Es obvio que las expresiones “no-relación” y “no-separación” son otros modos de nombrar la no-dualidad: todas ellas quieren evocar aquel estado de consciencia transpersonal (transegoico). Otro término no demasiado inadecuado es “Amor”, no entendido mentalmente –como lo entiende el yo separador y apropiador–, sino como expresión de la Unidad que se muestra en todo. En este sentido hondo, amar y ser son absolutamente equivalentes.

16. En este nivel, “Dios” no es un Ser –de cuyo “carácter personal” haya que hacer una “defensa apasionada”–, sino un estado de ser que todo lo llena y que constituye la Mismidad de todo lo que es. Tenía razón el sabio Nisargadatta cuando afirmaba: “Entre usted y Dios no hay distancia para un camino”. ¿Dios Persona?, se pregunta José Arregi. Y se responde a sí mismo de esta manera: “No en el sentido dualista en que nosotros nos experimentamos: una persona frente a otra, una relación entre dos. Dios es el Tú Absoluto sin dos, el Yo Infinito sin ego, la pura Conciencia sin división entre sujeto y objeto. La Comunión eterna de la diversidad universal”: J. Arregi, A vueltas con Dios, en: http://feadulta.com/es/buscadoravanzado/item/7046-a-vueltas-con-dios.html