Candela está aquí.
Me he pasado los últimos meses escondiéndole esto, huyendo de ella y de nosotros, y ahora está aquí. Ayer, cuando abrí los ojos en el hospital y la vi al pie de la cama creí que estaba muerto. No lo digo por decir, en mi caso la muerte no es ninguna exageración. Durante unos jodidos segundos pensé que había muerto y que, no sé, que ella y mi familia eran el comité de bienvenida del cielo o del infierno.
Sí, lo más probable es que yo vaya al infierno.
—¿Por qué llamaste a Candela?
Pablo y yo estamos solos en la sala del televisor. Es irónico que sean estas mismas cuatro paredes las que van a presenciar también esta conversación. Fue aquí donde hablé con Pablo el día antes de que me diera la reacción alérgica por culpa de ese jodido tratamiento experimental.
—No hace falta que me des las gracias, hermanito. De nada.
—No voy a darte las gracias.
Pablo me mira completamente confuso y ofendido.
—Eh, que te vi cómo la mirabas ayer cuando te despertaste.
—Salía de un coma inducido, idiota.
—Ya, claro. ¿Y también fue el coma el que te obligó a pedirle que se tumbara contigo en la cama del hospital y te abrazase hasta quedarte dormido?
Pablo se agacha y saca los mandos de la consola.
—No tenías ningún derecho a inmiscuirte en mi vida.
Lanza al suelo unos cables que no sirven para nada. Tengo la impresión de que, si pudiera, los utilizaría para estrangularme.
—Oh, así que por fin reconoces que Cande forma parte de tu vida.
—Te dije que hablaría con ella más adelante —ignoro su último comentario—, que esperaría.
—Pues, ¿sabes qué?, No te creo. —Se pone en pie y me golpea el pecho con uno de los mandos—. Toma, te toca elegir a ti.
—No quiero jugar. Acabo de salir de un coma, Pablo. Joder, ten un poco de tacto.
—Tenlo tú, el tacto. Está claro que quieres pelearte y no voy a darte el gusto. Me alegro demasiado de que hayas salido de esta, así que o juegas conmigo o nos ponemos a hablar del verdadero motivo por el que estás tan asustado.
—Yo no estoy asustado.
—Estás cagado de miedo.
—Pon el juego que tú quieras. Te daré una paliza.
Mi madre me ha dicho que Candela se había quedado dormida; me ha visto que subía a su dormitorio para hablar con ella y me ha detenido. «Déjala descansar un rato», me ha dicho, y después me ha mirado de esa manera que miran las madres, adivinando lo que iba a hacer y dejándome claro que le parecía muy mal.
Iba a decirle a Candela que no hacía falta que se quedase, que podía volver a Barcelona.
Por eso estoy enfadado. Estoy cabreado porque he sentido un jodido y verdadero alivio cuando mi madre me ha dicho que ella dormía. Si no podía decírselo, ella no puede irse hasta mañana. Como mínimo.
Tengo un día más con ella.
Tras una partida en silencio que, por supuesto, gano yo, Pablo vuelve a dirigirme la palabra.
—Si estás cansado, podemos dejarlo.
—Me he pasado no sé cuántos días durmiendo, no estoy cansado.
Aún noto la cabeza algo turbia y me duele la espalda, pero lo cierto es que me encuentro bien. Los efectos de la última sesión de quimioterapia han desaparecido —gracias a los días que he estado inconsciente— y los efectos del medicamento que me provocó la alergia y la fiebre, también.
—¿Quieres saber por qué llamé a Cande?
—¿Porque en el fondo eres una vieja cotilla metomentodo que deja a las vecinas de radio patio en ridículo?
Pablo sonríe y, sí, vale, confieso que yo también y que quiero a este idiota.
—Porque yo también me asusté, ¿vale? Joder, Salva, ¿una reacción alérgica? ¿No sabías que ese tratamiento podía ser tan agresivo?
—Lo sabía —le confieso.
Él lanza el mando del juego al suelo.
—¿Lo sabías? ¡Lo sabías! —Está muy enfadado y camina hacia mí flexionando los dedos—. Mira, voy a ducharme, he dormido muy mal esta noche y estoy de muy mal humor, así que, por tu bien espero que no se te ocurra echar a Cande de aquí. Ahora más que nunca sé que hice bien en llamarla. Joder, Salva. Estás loco, estás como una jodida cabra. Escalas montañas, sales a navegar en medio de una tormenta y te sometes a tratamientos que te dejan en coma. ¿Qué será lo próximo? A veces pienso que de verdad te gusta tentar a la muerte, Salva, por eso llamé a Cande, porque creo que ella puede ser la única que te recuerde que la vida hay que cuidarla. —Iba a contestarle, pero ese último comentario me deja la boca abierta y sin palabras—. Voy a ducharme antes de decir o hacer alguna otra estupidez. A ti también te iría bien descansar un rato.
Pablo me deja allí solo; no consigo decirle nada, ni siquiera un cariñoso «vete a la mierda», y durante unos minutos me mantengo ocupado apagando la consola y ordenando, pero me doy cuenta de que estoy furioso y cansado y que, si mi hermano no se hubiese ido, me habría peleado con él.
La tentación de cambiarme, ponerme la ropa de deporte, calzarme las zapatillas y salir a correr por la calle es muy fuerte. No voy a hacerlo, incluso yo soy capaz de discernir que sería una temeridad, aunque meses atrás en este momento ya estaría en medio del parque y corriendo bajo esta incansable lluvia inglesa. Esta mañana he hablado con el doctor; me ha explicado que el último tratamiento ha sido un desastre —no hacía falta que él me lo dijese—, pero que la buena noticia es que mi cuerpo ya ha eliminado todos los efectos y que dentro de unos días podré retomar la quimio como estaba previsto.
Dice que es optimista, que tuve suerte de detectarlo a tiempo y que cree que podremos contener y eliminar el cáncer esta vez.
Esta vez.
No puedo quedarme aquí.
Voy a mi dormitorio, me cambiaré y saldré un rato. La puerta de la habitación azul está abierta; mis pies caminan hacia allí antes de que mi cerebro asimile qué o a quién voy a encontrarme si entro. Candela está dormida encima de la cama; más que dormida diría que ha perdido el conocimiento. Me acerco, cualquier otra opción es impensable, y le acaricio el rostro. Ella no se da cuenta, está tan dormida que su respiración no se altera ni un poco, y aparto el pelo, que aún sigue mojado.
¿Qué ha pasado exactamente para que esté aquí? Sé que Pablo la llamó, pero no sé qué dijo ella o por qué está aquí, ni qué pasó después de que me colgase el teléfono por última vez.
Mis ojos no pueden evitar recorrerla entera. Lleva una camiseta con el logo del patrocinador del chico de julio, un surfista que mi padre nos obligó a aceptar como candidato a chico del calendario, y ropa interior.
Me cuesta tragar.
Tendrá frío, estamos en Londres y, aunque hace buen tiempo, no hace el calor de España. Camino hasta el otro lado de la cama y aparto las sábanas, después vuelvo con Candela y la levanto en brazos. Ella no se despierta. Mejor así, porque entonces tendría que hablar con ella y no tengo ni la más remota idea de lo que voy a decirle. Sé lo que debo decirle y también sé lo que me gustaría decirle, pero cuando la miro se me nubla la mente, me cuesta respirar y siempre acabo lanzándome encima de ella, besándola porque la necesito y porque solo cuando estoy con ella, dentro de ella, puedo vivir o, la otra opción, le hago daño y me comporto como un imbécil y un desgraciado para echarla de mi lado y protegerla de todo esto.
Joder.
Sé lo que tengo que hacer.
La tumbo en la cama y la tapo con las sábanas, y al apartarme le planto un beso en la mejilla. Estoy decidido a irme de la habitación; si me quedo un segundo más cederé a la tentación de tumbarme con ella igual que le pedí que hiciera anoche, pero antes me detengo y quito de encima de la cama la bolsa de viaje y su bolso. De la bolsa cae un manojo de folios sujetos con una goma de pelo con un unicornio.
«Será de una de sus sobrinas o tal vez de ella», pienso con una sonrisa. Leo el título de la primera página y no sé cómo reaccionar.
Los chicos del calendario: enero.
Durante un instante me planteo dejarlo encima de la mesa que hay bajo la ventana y fingir que no lo he visto, pero entonces recuerdo que se supone que yo soy el único que puede y debe leer el manuscrito antes de que el libro de Los chicos del calendario siga adelante.
Por culpa de mi jodido padre.
Me duele la cabeza, aunque esta vez no es culpa de la enfermedad sino de mi padre, del odio irracional que consigue despertarme cuando pienso en él. Salir a correr ya no tiene sentido ni me apetece; por muy rápido y muy lejos que corra no podré huir de esto.
Enciendo la lámpara de pie de detrás de la butaca, me siento y empiezo a leer.
—¿Salvador? ¿Qué estás haciendo?
La habitación está a oscuras, excepto por la luz que ilumina las hojas de papel que me quedan en la mano, el grueso está ya en la mesa a mi lado. Levanto la cabeza y encuentro a Candela sentada en la cama. Está despeinada, muy despeinada porque se ha quedado dormida con el pelo mojado, y el corazón me aprieta porque es lo más bonito que existe.
—¿De verdad crees esto? —le pregunto.
—¿El qué? —Ella está tan confusa como yo, a pesar de que nuestros motivos son completamente distintos. Ella tiene sueño y está cansada, y yo estoy hecho una jodida mierda por lo que estoy leyendo.
—«Quizás en esto consiste la vida, en descubrir quién eres en realidad, estés con quien estés; en encontrar esa persona con la que siempre puedes ser tú y solo tú. Sería pedirle mucho al destino que bastase con un mes para encontrarla» —leo en voz alta una de las frases.
Ella aparta la mirada, la fija en las sábanas que tiene en el regazo y con las manos las alisa, como si su vida dependiese de eliminar hasta la última arruga.
—Se supone que tengo que leerme el libro antes de que se publique —añado y no me gusta que parezca que me estoy defendiendo.
—Esta no es la versión definitiva —responde sin mirarme—. Quería hacer algunos cambios antes de enseñártela.
—¿Cambios?
—Imprimí todo esto en Mallorca, Óscar me ayudó, quería leerlo y corregirlo. —Ahora está arrugando la tela, la misma que hace unos segundos alisaba—. Mira, en realidad iba a insultarte un poco más en cada página.
Sonrío y por primera vez en mucho tiempo siento algo parecido a las ganas de reír.
—¿Insultarme?
—Sí, Salvador, insultarte.
—Bueno, pues aquí estoy, insúltame.
—Eres un idiota. Un imbécil. Un… idiota.
—Te estás repitiendo.
—¿Esto te hace gracia? —Sale de la cama muy enfadada—. ¿Te hace gracia? —Se detiene frente a mí y me empuja el hombro derecho—. Eres un imbécil.
Levanto la mano y le sujeto la muñeca.
—Candela…
—Ni Candela ni nada, eres un idiota. ¿Qué pensabas hacer, eh? ¿No decírmelo nunca o contármelo cuando ya te hubieses curado? ¿Y entonces qué? Entonces me dirías: «Mira, Candelita, ya podemos estar juntos porque soy un imbécil, un gilipollas, un necio y un estúpido que te he dejado y te he roto el corazón mil veces, porque creía que te estaba haciendo un favor al ocultarte todo esto».
—Yo no es eso lo que…
—Cállate, Salvador. Cállate.
Está muy enfadada y sé que debería disculparme de nuevo y suplicarle que me dejase explicarle qué ha pasado; algo, lo que sea, pero la verdad es que, aunque no me hubiese interrumpido me habría quedado callado porque no puedo hablar. Creo que ni siquiera me atrevo a respirar. Candela me ha quitado los papeles que me quedaban en la mano y se ha sentado a horcajadas encima de mí.
—Yo… —vuelvo a intentarlo. Necesito explicarle que mi enfermedad no es solo una excusa, que tal vez si no estuviese enfermo de todos modos me habría alejado de ella. Odio tener que reconocer que, en realidad, quizá la leucemia me dio ánimos para arriesgarme a acercarme a Candela. Cuando crees que vas a morir aprovechas hasta la menor oportunidad. Pero y si…
Candela me rodea el cuello con los brazos, los dedos de una mano me acarician la espalda y los de la otra me sujetan el pelo de la nuca. Ella nunca ha sido tan agresiva conmigo y hay partes de mi cuerpo a las que le entusiasma la idea y se están descontrolando, por no mencionar mi corazón.
—Yo… —repito.
—Cállate, Salvador.
Agacha la cabeza y me besa. Sus labios separan los míos y, joder, creo que ella pretendía darme un beso tierno y probablemente algo enfadado, pero en cuanto su aliento roza mi boca pierdo el control y le sujeto el culo con las manos —no tendría que llevar solo ropa interior— y mi lengua busca la suya con desesperación.
Joder, esto, esta locura solo me sucede con ella.
Durante un segundo temo que no me devuelva el beso, que se aparte y me diga que no quiere volver a verme más. Tal vez sería lo mejor, pero entonces su cuerpo se funde con el mío, no sé explicarlo de otra manera; los dedos que tiene en mi pelo se aflojan y me acarician, y sus labios responden a las bruscas peticiones de los míos.
Su sabor es mucho mejor que cualquier medicina y mientras Candela me besa siento que puedo con todo, que incluso puedo quedarme con ella. Aprieto las manos en sus nalgas y la pego a mí; no quiero que nada nos separe y mis gemidos, los suyos, se mezclan en cada beso y pienso que ella tiene razón: soy un idiota. Porque solo un idiota creería que puede sobrevivir sin besos como estos a diario.
—¡Salva! —la voz de Pablo nos interrumpe. Esta vez sí que voy a matarlo.
Candela se aparta, tiene los labios húmedos y se pasa la lengua por encima.
—Joder, Candela, no hagas esto. —Aprieto las manos un poco más, negándome a soltarla.
—Tu hermano te está buscando.
No me gusta que se sonroje y que aparte la mirada. Puedo sentir que no lo hace por vergüenza, sino porque está triste y dolida, y porque está intentando protegerse de mí. A ella nunca se lo he dicho, soy tan imbécil que esto también me lo he callado, pero siempre he podido detectar cuándo se aleja ella de mí y se coloca este caparazón para protegerse, y lo odio. Lo odio con todas mis fuerzas a pesar de que pueda entenderlo.
Al parecer, además de un imbécil soy un egoísta.
Oigo a Pablo en el pasillo y Candela aprovecha para levantarse y caminar hasta la cama. Cuando mi hermano entra en el dormitorio, ella está buscando algo en su bolso y yo sigo sentado. Tardaré un rato en poder levantarme.
—Ah, estás aquí.
—Sí, estoy aquí —contesto exasperado—. ¿Sucede algo?
—Tu teléfono móvil está apagado —empieza Pablo y lo miro con una ceja en alto, ¿para eso me está buscando?—. No me mires así, no mates al mensajero antes de tiempo. Tienes el móvil apagado y tu querido padre lleva dos horas llamando a mamá.
—¿Qué?
Me levanto de un salto.
—Eh, cálmate. —Pablo me pone una mano en el hombro—. Mamá lo tiene todo controlado, ya la conoces, pero me ha dicho que te avise. Al parecer ha sucedido algo con Los chicos del calendario.
—¿Qué ha pasado? —Candela suelta el bolso y se coloca a mi lado.
Tengo que morderme la lengua para no decirle que se ponga pantalones o, no sé, algo, cuando mi hermano, que es un tío encantador y jamás me haría algo así, pero es humano al fin y al cabo, le recorre las piernas con la mirada. Al menos Pablo se sonroja cuando termina dicho recorrido y nuestras miradas se encuentran.
—No lo sé —nos explica a los dos—. Solo sé que el padre de Salvador ha perdido los nervios porque no le encuentra y ha decidido acosar a mi madre. No me gusta y por experiencia te diré que esa clase de comportamiento por parte de Barver no augura nada bueno.
—Mierda. Voy a tener que llamarle. Gracias por avisarme, Pablo.
—De nada. Estaré abajo si me necesitas. —Se da media vuelta y se dirige a la puerta—. Mamá me ha dicho que falta poco para almorzar, no tardéis.
Cuando Pablo cierra la puerta, Candela está tan muerta de vergüenza que si fuese un dibujo animado le saldría humo por la cabeza.
—No pasa nada. —Tengo que tocarla, pero como no sé cómo están las cosas entre nosotros solo me atrevo a colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja y acariciarle la mejilla un segundo. El beso de antes, a pesar de que ha sido uno de los más sensuales y sinceros de mi vida, tal vez no cambie nada. No soy tan presuntuoso para creer que basta con eso para que Candela me perdone—. Hablaré con él y lo solucionaré.
—Tu hermano nos ha visto.
—¿Y?
Se aparta y veo que saca unos vaqueros de la maleta y se los pone trastabillando.
—¿Qué crees que quiere tu padre?
Estoy confuso, pero soy perfectamente capaz de darme cuenta de que ella quiere cambiar de tema, y quizá sea lo mejor.
—No tengo ni idea. Un momento, si tú estás aquí, ¿quién está con Los chicos del calendario?
Joder, tendría que haberlo entendido antes. Mi padre lo ha entendido y ahora va a joderme la vida.
Otra vez.