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El mostrador circular bien podría pertenecer a una empresa de aeronáutica y no a un hospital si no fuera porque los cuatro empleados que hay sentados detrás visten uniformes blancos con una cruz violeta y el nombre del centro bordado en el bolsillo derecho del pecho. Trago saliva, el inglés no se me da mal, pero estoy tan nerviosa que me cuesta recordar las frases más básicas. Doy las buenas tardes a una de las recepcionistas (mi profesora siempre decía que la buena educación ayudaba a ganar terreno con los ingleses y espero que tenga razón—, y después le explico que ya dispongo del número de habitación de la persona que voy a visitar.

Ella me pregunta si estoy autorizada.

—No lo sé —contesto primero en castellano. Mierda. Tengo que centrarme. Le doy mi nombre y ella comprueba de nuevo la pantalla del ordenador.

Me sonríe.

Me tiemblan las piernas, tal vez va a llamar a seguridad para echarme de allí y solo me está distrayendo.

—Puede pasar. Tome el ascensor de la izquierda, es el quinto piso. —Me entrega una tarjeta de plástico que deduzco me hará falta, pero cuando veo el nombre de la planta me entran náuseas y empiezo a sudar—. Si quiere, miss Ríos, puede dejar su bolsa en una de las taquillas que tenemos justo detrás de los ascensores.

—Gracias —balbuceo.

Ella da por concluida la conversación y sonríe a la persona que está detrás de mí. Es difícil pensar cuando apenas puedes respirar, y mucho más moverte. No reacciono hasta que alguien tropieza conmigo y con un «sorry» sigue adelante. Camino hasta la habitación donde deduzco que están las taquillas, no me molesta arrastrar la maleta, creo que he decidido guardarla allí para tener la excusa de no subir a la habitación de Salvador.

Tengo miedo. Tengo muchísimo miedo.

A todos nos gusta creer que somos valientes y la verdad es que creo que, si ahora tuviera que subir a hablar con un médico sobre mi estado de salud, sobre mi vida, no estaría tan asustada. Pero es la vida de Salvador y tengo miedo.

Las taquillas son casi imposibles de descifrar y me escuecen los ojos. No voy a ponerme a llorar justo ahora solo porque las malditas instrucciones son incomprensibles y no tengo ni idea de qué estoy haciendo. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué estoy aquí? No puedo quitarme de la cabeza que, si Salvador hubiese querido que yo estuviera aquí, me lo habría dicho. Y al mismo tiempo tengo el presentimiento de que Salvador me necesita y que esto, esto que ahora me da tanto miedo, es el motivo por el que él ha mantenido las distancias durante estos meses.

Apoyo la frente en el metal de la taquilla. O tal vez lo que me pasa es que ya me estoy montando otra película y Salvador me echará en cuanto me vea y el bueno de Pablo habrá metido la pata con la mejor de las intenciones.

—¿Miss?—me pregunta un señor con las cejas medio escondidas en una gorra.

—Oh, lo siento. Sorry. —Me aparto el pelo de la cara y me seco las lágrimas.

El señor me sonríe e introduce una moneda en la taquilla para abrirla y me entrega la llave. Debe pensar que estoy loca o que estoy al borde de un ataque de nervios, y probablemente tiene razón. Sujeto la llave atónita mientras él, sin dejar de sonreírme, coloca mi bolsa dentro y la cierra. Después, se coloca los dedos en la gorra y se despide.

—¡Gracias! Thank you!

Él se da media vuelta, camina al lado de una señora que me recuerda al instante a miss Marple, y me responde que de nada y me desea buena suerte. No tengo ni idea de quién es y no volveré a verle nunca más, pero sus ánimos me reconfortan y me hacen sonreír. Soy una idiota y una egoísta. Y una gallina. No puedo quedarme aquí dándole vueltas a esto, tengo que subir. Si Salvador me echa, me echa. Si Pablo la ha cagado al llamarme, la ha cagado. Nada de eso importa. Lo único que importa es que Salvador está enfermo y que yo le quiero, no sé exactamente cómo ni por qué, pero le quiero y aunque sea solo como amiga quiero que él sepa que estoy a su lado si me necesita.

Guardo la llave en el bolso y con la tarjeta de plástico en la mano voy en busca del ascensor que antes me ha indicado la recepcionista. Las puertas se abren y veo que para acceder a la quinta planta debo introducir la tarjeta. El trayecto es corto y estoy sola; mejor, porque me paso las manos por el pelo y no dejo de repetir: «Tranquila, Candela», hasta que una campanilla anuncia que hemos llegado.

Es blanco y hay mucha luz y unos cartelitos minimalistas que indican varias direcciones. Me acerco a ellos indecisa y, mientras los estoy leyendo, la voz de Pablo llega desde mi derecha.

—¡Cande! ¡Estás aquí!

Giro hacia él y le veo caminar hacia mí con el rostro cansado y los brazos abiertos. No sé cuál de los dos necesita más este abrazo. Nos apretamos fuerte y tardamos unos largos segundos en soltarnos.

—Claro que estoy aquí —le contesto al apartarme—. Gracias por llamarme.

En un gesto cariñoso le aparto el pelo de la frente y él sonríe. Es curioso; aunque nos hemos visto pocas veces, desde el primer segundo me he sentido muy a gusto con Pablo, como si fuéramos viejos amigos.

—Tendría que haberlo hecho antes —afirma él muy serio y entrelaza sus dedos con los míos para llevarme hasta una salita también blanca y minimalista en la que nuestra única compañía es una planta verde.

—¿Dónde está Salvador? ¿Qué le pasa? —No puedo contener más las preguntas. Estoy en la planta de Oncología; desde que he leído el nombre en la tarjeta, este se repite continuamente en mi cabeza.

—Siéntate, por favor. —Él ocupa la silla contigua a la mía y no me suelta la mano—. Mis padres están en la cafetería; me imagino que os habéis cruzado. Subirán enseguida. Mi madre sabe que te he llamado; ella también quería hacerlo.

—No la he visto, deben de haber bajado en otro ascensor. ¿Qué pasa, Pablo?

Él suelta el aliento y deja caer levemente la cabeza.

—Salva va a matarme cuando se despierte. Pero es que, joder, no podía seguir así.

—¿Dónde está? ¿Puedo verlo?

—Sí, mierda, lo siento. —Intenta sonreírme—. Te estoy asustando. Llevo días casi sin dormir; mamá ya me ha dicho que tenía que irme a casa y descansar un rato. —Me suelta la mano para pasarse ambas por el pelo. Lleva vaqueros y una camiseta con una fórmula matemática, creo. La prótesis que ocupa el lugar de su pierna izquierda está oculta—. Lo siento, Cande.

—No te preocupes. Me imagino que todo esto tiene que ser muy difícil para ti.

—Salva tiene leucemia.

Sabía que iba a oír algo así y, sin embargo, cuando las palabras se materializan ante mí, el corazón se me detiene y me falta el aire. Me falta todo.

—Oh… yo… —Cierro la boca. No puedo hablar.

—Es la segunda vez.

Me resbala una lágrima y al secármela veo que me tiemblan las manos; las cierro y aprieto los dedos con fuerza hasta que las uñas se hunden en las palmas. Intento respirar, porque noto una horrible presión en el pecho y, si no la aflojo de alguna manera, gritaré.

Pablo coloca una de sus manos encima de una de las mías. La engulle y aprieta hasta que yo levanto la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Aunque sé que entre él y Salvador no existe ningún lazo de sangre, siento que en eso se parecen; los dos están dispuestos a ser fuertes por las personas que les importan.

Intento sonreírle; acabo de descubrir que sé esto de Salvador. Lo sé desde enero, desde que le vi negociar la compraventa de esa editorial infantil en Barcelona, porque había pertenecido a su mejor amigo, o cuando en febrero defendió a Jorge, el chico del calendario, o en junio cuando enseñó su barco a mi sobrina.

—Salva tuvo leucemia cuando tenía dieciocho años —sigue Pablo—; será mejor que eso te lo cuente él.

—Claro. No te preocupes. —Está mucho más delgado que la última vez que le vi, parece mayor, va mal afeitado y las ojeras hacen que los ojos le destaquen aún más en el rostro—. Si quieres, baja con tus padres a tomar algo, Pablo. Yo puedo esperar aquí.

Sí, tengo muchas ganas de ver a Salvador, muchísimas, pero también siento el impulso de cuidar de Pablo. Tengo la sensación de que él lleva meses sin pensar en sí mismo.

Sacude la cabeza levemente.

—En diciembre del año pasado, en uno de sus controles rutinarios, Salva descubrió que volvía a estar enfermo. Pero no se lo dijo a nadie hasta hace unas semanas, y la verdad es que creo que lo hizo porque iba a necesitar mi ayuda al empezar con la quimioterapia. Solo lo sabemos mi familia y tú.

—No sé si a Salvador le gustará que me lo hayas dicho.

—Mi hermano no sabe lo que le conviene. Pero tranquila, asumiré mi responsabilidad si las cosas se ponen feas.

—¿Qué ha pasado exactamente?

Pablo se frota los ojos un segundo.

—Hace unos días le sometieron a un nuevo tratamiento en combinación con la quimioterapia, soy incapaz de recordar el nombre específico, y uno de los medicamentos le produjo una reacción alérgica. Los médicos decidieron inducirle una especie de coma para que se recupere antes.

—Dios mío.

—Sí, exacto, es una pesadilla; me asusté. Hace unos días, mi hermano y yo estuvimos hablando de ti. Y esta mañana no he podido más y te he llamado; tal vez no lo he pensado demasiado bien, pero, mierda, he sentido que tenías que saber lo que está pasando. Lo que le está pasando a Salva.

—No… no te preocupes por eso ahora. En lo que a mí concierne, hiciste bien en llamarme. Muy bien. ¿Qué dicen los médicos? ¿Cuándo se despertará Salvador? Porque… —tengo que humedecerme los labios porque no puedo ni pronunciar las siguientes palabras—, porque se despertará, ¿no?

—Sí. Sí. Se despertará. En cuanto le retiren la sedación empezará a recuperar la conciencia.

Oímos unos pasos acercándose y los dos nos giramos hacia la puerta de cristal de la sala de espera en la que estamos hablando. La madre de Salvador sonríe al verme y me pongo en pie; en cuanto llega frente a mí me abraza antes de que pueda decirle nada. El padre de Pablo abraza a su hijo por los hombros y le dice que tiene que ir a casa a descansar, que tiene un aspecto lamentable. Pablo sonríe y le responde que él también.

—Gracias por venir, Cande.

—Yo… —balbuceo— siento mucho lo que está pasando.

Rita se aparta y se queda mirándome.

—Salva va a ponerse bien.

Asiento incapaz de pronunciar ni una sola palabra.

—Ahora que Cande está aquí —interviene Luis—, ¿crees que podemos arrastrar a Pablo a casa un rato? Tanto él como tú —se dirige a su esposa— tenéis que descansar un poco. No le serviréis de nada a Salva cuando se despierte si no podéis teneros en pie.

Pablo se acerca a mí.

—Te acompaño a la habitación de Salva.

—De acuerdo.

—¿Y después descansarás un rato? —insiste Luis.

—Y después, si a Cande le parece bien quedarse aquí sin mí, me iré a dormir un par de horas.

—Claro. No te preocupes, Pablo.

Rita me aprieta la mano y me aparta de su hijo adoptivo y su marido.

—Salva no sabe que estás aquí y, seguramente, se pondrá hecho una furia cuando te vea —añade con una sonrisa repleta de cansancio y preocupación—. No le hagas caso, ¿de acuerdo? No sé qué pasa exactamente entre vosotros, pero conozco a mi hijo y te necesita.

—Yo también a él —reconozco.

Rita vuelve a abrazarme y, tras soltarme, se acerca a Luis y le rodea por la cintura. Él le acaricia la espalda y no puedo evitar pensar en mis padres y en Marta con Pedro, y la imagen de Jorge con María y la de Javier con Esteban también aparecen en mi mente. Hay parejas que sí saben estar el uno con el otro cuando de verdad importa. Los admiro y los envidio.

—Vamos —Pablo aparece a mi lado—, te acompañaré hasta la habitación y me iré con mis padres. Tenemos una casa alquilada aquí cerca —me explica mientras cruzamos el pasillo—; mi madre pensó que sería más cómodo, así cuando tiene tratamiento va y viene sin problemas. —Se detiene frente a una puerta y la abre despacio—. Es aquí.

Suelto el aliento y doy un paso hacia delante impulsada por las ganas, por la necesidad que siento de ver a Salvador, de estar con él.

No puedo dar el segundo paso. No puedo.

Nada me ha preparado para este momento, para el dolor que siento al ver a Salvador en esa cama.

La mano de Pablo aparece en mi hombro.

—Vamos.

Me tiemblan las rodillas al eliminar esos metros de distancia, pero en cuanto llego junto a la cama el miedo desaparece y lo único que siento es amor y la certeza de que haré todo lo que pueda para estar al lado de ese hombre tan complicado y complejo, y que probablemente intentará echarme en cuanto me vea.

—Salvador. —Le acaricio el rostro, tiene un poco de barba, y le aparto un mechón de pelo negro de la frente.

Pablo me acerca una silla y me sorprende dándome un beso en la mejilla. Me cuesta dejar de mirar a Salvador, pero me giro un segundo.

—Mi madre vendrá dentro de un rato; supongo que los dos insistirán en acompañarme a casa. Yo volveré dentro de dos horas como mucho.

—No te preocupes por mí, Pablo. Descansa. Tu padre tiene razón, tienes muy mal aspecto.

—Lo sé. —Sonríe—. Gracias por estar aquí. —Me abraza—. Gracias.

Yo le devuelvo el abrazo.

—Gracias a ti por llamarme y… y por todo.

—Mi madre vendrá dentro de un rato; no conseguirá quedarse en casa.

—Aquí estaré.

—Los médicos y los enfermeros saben quién eres—añade caminando ya hacia la puerta—. Y si sucede algo, que no sucederá, nos llamarán.

—Vete tranquilo y descansa.

Pablo se va y tardo unos segundos en dejar de temblar. En realidad, no lo consigo del todo, sino que me siento para evitar que me fallen las piernas.

Salvador respira despacio, demasiado despacio para mi paz mental, aunque intento repetirme que es normal, teniendo en cuenta las circunstancias, y que está en un hospital en manos de un estupendo equipo médico, así que me imagino que respira como tiene que hacerlo. Pero, joder, no puedo fingir que no veo que está más delgado, que tiene una vía en un brazo y que está conectado a una máquina. No puedo.

Entrelazo los dedos de una mano con los suyos y la levanto de la cama para besarle los nudillos. No está frío y eso me tranquiliza un poco.

Acerco nuestras manos entrelazadas a mi rostro y apoyo mi mejilla en la piel de Salvador.

—Estoy muy enfadada contigo —susurro y me trago las lágrimas—. Muy enfadada.

Estoy tentada de hablarle, de contarle todo lo que siento ahora mismo y lo que me he callado desde enero; las emociones que llevo ocho meses guardándome, unas más y otras menos. Incluso quiero contarle lo de Víctor, lo que ha pasado con él y que él, a pesar de todo, me ha acompañado hasta Londres. Pero cuando estoy a punto de abrir la boca me doy cuenta de que esto sería hacer trampa. Quiero decirle todas estas cosas cuando esté despierto y mirándome a los ojos. Además, sería muy cobarde y egoísta de mi parte.

—Tienes que ponerte bien, ¿me oyes? Tienes que ponerte bien.

Le doy otro beso en la mano y vuelvo a apoyarla en la cama sin soltarla. Con la que me queda libre le acaricio de nuevo el rostro y el pelo, y con el corazón encogido echo de menos no haberle acariciado así antes. A pesar de todo lo que hemos compartido, del placer que nos hemos dado el uno al otro (y que yo no sabía que existía antes de estar con él), de las confesiones que nos hemos arrancado en esos encuentros y de las discusiones, los momentos de ternura entre Salvador y yo han sido pocos.

No puedo hablarle de nosotros y no quiero hablarle de mis sentimientos, pero eso no significa que no pueda decirle nada. Si me quedo callada me pondré a llorar y por nada del mundo quiero estar triste. Tengo miedo de que la tristeza se extienda, que le contagie en cierto modo. Llamadme histérica, pero he visto los suficientes capítulos de Anatomía de Grey para saber que tengo que mantenerme optimista. Empiezo a hablarle; le cuento que Abril está embarazada y salto de un tema a otro sin demasiado sentido, compartiendo con él anécdotas absurdas hasta que no sé cuántos minutos más tarde se abre la puerta.

La madre de Salvador se ha cambiado de blusa y parece sonreír tras espiar nuestras manos entrelazadas.

—Hola, no quería interrumpir, sigue con tu historia.

—¿Qué historia?

Ella llega a la cama y besa a Salvador en la frente como si fuera un niño pequeño y no un hombre hecho y derecho.

—Eso que estabas diciendo sobre tu hermana y su santo.

Parpadeo y caigo en la cuenta de que estaba hablando de Marta.

—Mi hermana Marta tiene una tradición para celebrar su santo —vuelvo a hablar y a mirar a Salvador. Yo solo le he besado la mano, no me he atrevido a hacer nada más—. Después de comer nos obliga a ver una de sus películas preferidas de los ochenta. El año pasado tocó La chica de rosa.

—¿Y este año?

—Este año voy a tener que perdérmelo.

Parece mentira que hace apenas unas horas estuviera pensando en la película que veríamos este fin de semana con Marta, que hoy sea su santo… Estos últimos meses, lo que pasó en Mallorca…, todo parece pertenecer a un pasado muy lejano y ajeno.

—Luis y Pablo vendrán dentro de un rato. —Rita cambia el tema de conversación—. Ninguno de los dos podrá dormir demasiado estando Salva aquí.

La miro, ella está de pie y yo aflojo los dedos para levantarme.

—Oh, lo siento, siéntate tú aquí…

—No, quédate donde estás. Por favor.

Asiento, porque ella me mira a los ojos sin ningún disimulo y dudo que pudiese ocultarle que no quiero soltarle la mano a Salvador. Rita ocupa una butaca que hay frente a la mesilla. En la habitación hay pocos muebles: un sofá que deduzco se convierte en cama, la silla donde estoy yo y poco más. Nos quedamos en silencio y no es incómodo, solo coincidí con esta mujer en enero y puedo decir que me gustó al instante, pero ahora la admiro.

Llaman a la puerta y Rita se pone en pie al mismo tiempo que esta se abre para dar paso a un doctor acompañado de dos jóvenes también en bata blanca. Los tres me miran un segundo y la madre de Salvador les dice mi nombre. Tras esa breve introducción, el doctor se dirige con absoluta seriedad a Rita. Mi inglés es bastante aceptable, aun así, la jerga médica se me escapa y tal vez si estuviese escuchando un documental entendería más palabras, pero están hablando de Salvador, así que lo único que logro entender es que la reacción de la alergia ya ha sido contenida, que su cuerpo empieza a responder y que dentro de un par de días le retirarán la sedación para que se despierte. Después podrán retomar las sesiones de quimioterapia, sin el medicamento que le provocó el shock.

Estoy helada y aprieto tan fuerte los dedos de Salvador que tengo miedo de hacerle daño. Los aflojo y respiro despacio para ver si así mantengo cierta calma. El médico y su equipo se despiden y Rita se acerca de nuevo a la cama.

—Te llevas bien con tu hermana.

La afirmación me sorprende tanto que tardo unos segundos en reaccionar.

—Sí.

—Nunca me he arrepentido de haberme divorciado del padre de Salvador; bueno, tal vez sí, me he arrepentido de no haberlo hecho antes. Aunque quizás entonces no habría conocido a Luis y a Pablo. Pero me habría gustado que Salvador tuviese un hermano a su lado cuando era pequeño.

—A mí me parece que Salvador y Pablo se llevan muy bien.

—Sí. Nunca olvidaré el día que se conocieron. —Acaricia la mejilla de su hijo con una sonrisa—. Pablo todavía era pequeño y era muy posesivo con su padre. No le hacía ninguna gracia tener que compartir a Luis conmigo y con un desconocido, un adolescente. Miro a Salva como si quisiera matarle y se negó a dirigirle la palabra.

No puedo evitar sonreír al imaginarme a Pablo de morros y a Salvador de adolescente.

—¿Y qué pasó?

—Estábamos en casa de Luis. Salva se acercó a Pablo, que no se apartaba de su padre, y se agachó hasta que los ojos de los dos quedaron a la misma altura. Entonces le tendió una mano y le dijo: «Soy Salva y estoy muy feliz de conocerte. Tienes cara de ser listo y yo siempre he querido un hermano listo. Voy a quedarme contigo y seré el mejor hermano mayor que puedas imaginarte». Pablo le sacó la lengua y Salva se rió y lo abrazó. Acabó conquistándole.

—Creo que fue mutuo.

Rita asiente y sonríe en silencio, mirando con ternura a Salvador.

—Mi hijo suele hacer estas cosas, ¿sabes? —Me mira y me encuentra levantando una ceja—. Suele decidir él solo cómo va a ser su relación con alguien, sin escuchar la opinión de la otra persona o sin plantearse lo que de verdad necesita. Cree que él solo puede con todo y hay muy poca gente que le plante cara. Pablo es el único que lo hace.

La llegada de Pablo, que aparece como si le hubiéramos convocado con nuestras palabras, y Luis me salva de contestar, pero me cuesta tragar y Rita me observa mientras intento digerir lo que acaba de decirme.