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Cuando tenía seis años me caí en una piscina y me golpeé la cabeza con el borde antes de llegar al agua. Solo estuve inconsciente unos minutos; mi padre todavía ahora relata cómo saltó por encima de dos tumbonas, derribó una silla plegable de camping y se lanzó al agua con las gafas puestas y las llaves del coche en el bolsillo. El detalle de las llaves es importante porque papá continúa el relato diciendo que, después de sacarme a mí del agua cual Supermán, tuvo que volver a meterse y pasarse no sé cuántos minutos buceando en busca del dichoso llavero porque era un recuerdo del mundial de fútbol.

En fin.

Hombres.

Recuerdo vagamente que cuando abrí los ojos no podía entender qué hacía toda esa gente, la gran mayoría guiris y jubilados, a mi alrededor ni por qué Marta y mi madre me miraban tan asustadas. Parpadeé, me entró un ataque de tos y tuve que sentarme para escupir agua. Sabía a cloro y me dolía la cabeza, pero son recuerdos borrosos, como si alguien me lo hubiese contado y no me hubiese pasado a mí de verdad.

Hay un detalle, sin embargo, que no le he contado nunca nadie (mamá, papá, Marta, siento que tengáis que leerlo aquí, pero es necesario) y es que, mientras estaba inconsciente en el agua, noté una clase de frío distinto al que sientes cuando estás consciente, como si el frío tuviese dedos y me estuviesen subiendo por la espalda. Me asusté. Dejé de estar asustada cuando papá me agarró (¿Ves, papá? Has tardado en salir, pero has quedado como un héroe.)

Ese miedo no es nada comparado a lo que estoy sintiendo ahora. Nada en absoluto. Imaginaos que todo el miedo de vuestra vida pudiera encerrarse en una caja…, pues el mío de este instante no cabría en ninguna. Y al mismo tiempo estoy enfadada, muy enfadada. En realidad, creo que gracias a lo enfadada que estoy no he perdido los nervios.

Los altavoces del avión anuncian que estamos a punto de aterrizar en Heathrow, así que será mejor que aproveche estos minutos para contaros cómo he llegado hasta aquí. Una prueba más de que esta situación me supera es que mentalmente estoy hablando con vosotros, pero bueno, la verdad es que llevamos siete meses hablando a través de Instagram y de mis vídeos y artículos, y ahora mismo necesito distraerme y estoy dispuesta a agarrarme a un clavo ardiendo.

El bolígrafo se desliza, vuela, por el cuaderno rojo. No sé si llegaré a publicar nunca este artículo. Me detengo y leo lo que llevo escrito. No, no lo publicaré en un artículo de Gea, lo guardaré para el libro.

Me tiembla la mano y cierro los dedos alrededor del bolígrafo para ver si así detengo el temblor. No parece funcionar; intento seguir escribiendo.

Hace apenas unas horas estaba en el aeropuerto de Palma, me había despedido del chico de julio, que al final ha resultado ser toda una sorpresa y me ha ayudado en más de un sentido, e iba decidida a volver a Barcelona para descansar unos días antes de que empezase el próximo mes. Mi plan consistía en ver a mis sobrinas, achuchar a Abril ahora que está embarazada e intentar hacerla entrar en razón respecto a Manuel, y poco más. Había decidido que ni Víctor ni Salvador formaban parte de mi lista inmediata de prioridades; los dos podían seguir adelante con su vida sin mí.

Por una vez que hago un plan…

El primero que ha echado por tierra mi plan ha sido Víctor cuando ha aparecido en el aeropuerto. Me ha gustado verlo, me ha gustado muchísimo. Le echaba de menos y por nada del mundo cambiaría lo que ha sucedido hoy.

Golpeo la hoja de papel con la parte trasera del bolígrafo.

—Deja de hacer eso. —Víctor alarga una mano y la coloca sobre la mía—. Enseguida aterrizaremos.

Víctor está aquí conmigo, es tan maravilloso que no tengo palabras para describirlo, y al mismo tiempo estoy enfadada con él por no haber aparecido antes y por no haber insistido antes en que teníamos que hablar. Sé que no tiene sentido lo que estoy diciendo y que es una cobardía de mi parte echarle las culpas de todo a él, pero no puedo evitarlo.

Cierro el cuaderno con la mano que me queda libre y me atrevo a mirar a Víctor, aunque no me resulta fácil.

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué me acompañas a Londres?

Víctor entrelaza los dedos con los míos.

—No te preocupes por eso ahora, Cande.

—No, dímelo, quiero que me lo digas.

—Estaba a tu lado en el aeropuerto cuando te ha llamado Pablo, ¿te acuerdas? —Arruga las cejas—. Cuando te han fallado las piernas y te habrías caído al suelo si yo no hubiera estado allí, y cuando te he ayudado a comprar el billete y a facturar la maleta porque tú prácticamente eras incapaz de hablar. Por cierto, me alegro mucho de ver que estás mejor, nena.

Ahora soy yo la que arruga las cejas.

—No necesito una niñera.

—Me alegro, porque a mí lo de portarme como una no me va nada. Mira, en Palma apenas hemos podido hablar antes de esa llamada y ahora no es el momento de hacerlo. Estoy aquí porque, pase lo que pase entre nosotros, soy tu amigo y no iba a dejar que te fueras sola.

Tengo que apartar la mirada, porque si sigo mirándole a los ojos, volveré a ponerme a llorar. Esto es un jodido desastre.

—¿Es eso lo que somos, amigos?

—Sí, Cande, eso lo seremos siempre. —Levanta la mano en la que todavía retiene la mía y me planta un beso como si fuera un caballero de resplandeciente armadura. Y aunque sé que si se lo digo se reirá y dirá que a él ese papel tampoco le va, lo cierto es que empiezo a pensar que estaría genial montado encima de un caballo blanco matando dragones y salvando a damiselas en apuros.

—Gracias. —Trago saliva—. Gracias por acompañarme y… por todo.

—De nada.

El avión inicia la maniobra de descenso y nos quedamos callados hasta que, por fin, se paran los motores y la voz del capitán nos da la bienvenida a Londres.

Llegamos a la cinta de recogida de equipaje y mi maleta tarda un poco en salir. Antes de ella han aparecido una cantidad impresionante de cajas con ensaimadas. Al verlas me he acordado de Mallorca y de lo rápido que se me ha complicado la vida. Han bastado unos minutos y una llamada.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunto a Víctor cuando él insiste en llevar mi equipaje.

En otras circunstancias le habría tomado el pelo y le habría llamado sir Víctor de Lancelot o alguna tontería por el estilo, pero estoy demasiado preocupada para hacerlo.

—Lo que hemos quedado antes. —Veo que me mira y que comprende que me cuesta trabajo recordarlo. Me acerca a él colocándome una mano en la cintura y me besa la frente—. Te acompañaré fuera, te subirás a un taxi y le darás la dirección que te ha mandado Pablo. Yo me quedaré aquí y me subiré a mi avión dentro de cuatro horas.

—¿Y cuánto tiempo estarás en Estados Unidos esta vez?

—No lo sé. Poco, solo voy a agilizar unos cuantos trámites antes de que tenga que mudarme allí.

Apoyo la cabeza en su torso, cuando veo los cuadros de su camisa tan cerca de mí tengo ganas de sonreír y, sí, durante ese instante quiero mucho a Víctor; le quiero porque gracias a él no me he venido abajo.

—Gracias.

—No me las des. Vamos, tenemos que buscarte ese taxi.

Aunque estamos a finales de julio, en Londres hace frío, o tal vez soy yo que sigo helada. La cola de los taxis se resuelve con rapidez y cuando el encargado de asignar los vehículos a las personas que nos estamos esperando me señala, Víctor le pide en perfecto inglés que espere un momento. El señor no se toma nada bien la sugerencia y al final Víctor me agarra de la mano y tira de mí hacia un lado.

—Solo serán unos minutos —me dice como si tuviera que disculparse—; enseguida podrás irte.

—No me importa estar aquí contigo, Víctor. De verdad. Puedo esperarme a que subas a tu avión —le sugiero con sinceridad. No quiero que él crea que estoy impaciente por largarme y dejarle aquí tirado. A pesar de los nervios y de todo, sé que le he echado mucho de menos.

Él me mira sorprendido y de repente sonríe y me acaricia el pelo muy despacio.

—Gracias por decir eso, nena, pero no. Tú tienes que irte y yo necesito saber que has llegado bien a ese hospital. Esto no entraba en mis planes y sé que no es momento de hablar de mí o de nosotros. Pero escúchame bien, existe un nosotros. No me doy por vencido.

—Víctor…

—Déjame terminar, por favor. Entiendo por qué tienes que ir a ver a Salvador. Lo entiendo. Eso no significa que no tenga celos. Entiendo lo que estás haciendo. Si hoy, después de hablar con Pablo y de enterarte de todo esto, me hubieses dicho: «Sí, Víctor, vámonos de aventura» como si nada, no serías tú. No serías la Cande que me robó el corazón hace meses. Es evidente que él te importa —intento bajar la mirada, pero él coloca un dedo bajo mi mentón y me levanta la cabeza para que nuestros ojos se encuentren—, y también es evidente que yo te importo. Sé que te importo; esta tarde, por absurdo que te parezca, por fin me he dado cuenta. Y sí, me siento como un idiota por no haberme dado cuenta antes y no haber reaccionado a tiempo. Por eso no voy a echarme atrás.

—Pues claro que me importas, Víctor. Muchísimo.

Él se agacha y me da un beso. Es dulce, bonito, y mientras dura siento que el frío se aleja un poco. Estoy tentada de sujetarlo y retenerlo a mi lado, pero no sería justo.

—Vamos, tenemos que volver a ponernos en la cola de los taxis —dice con la voz ronca—, antes de que me arrepienta.

El señor de los taxis nos mira con las cejas en alto, como diciendo si esta vez vamos en serio. Víctor le ignora y se ocupa de hablar con el conductor; le está dando la dirección. Yo espero fuera junto a la puerta del vehículo negro.

—Gracias, Víctor.

—De nada. —Me da un abrazo y le oigo respirar profundamente—. Llámame cuando llegues o mándame un mensaje para decirme que estás bien, ¿de acuerdo?

Se aparta.

Vuelvo a abrazarlo, le rodeo la cintura con los brazos y apoyo la frente en su torso para depositar un beso justo en el pectoral tras el cual se esconde su generoso corazón.

—De acuerdo.

—Y… Cande, si algo no sale bien o si sencillamente quieres hacerlo, no embarcaré hasta el último minuto. Mierda. —Se pasa una mano por la barba—. No iba a decirte esto, pero al parecer no soy capaz de contenerme.

Sujeta mis manos en las suyas. ¿Por qué desprende tanto calor, por qué no puedo quedarme un poco?

—¿Qué sucede, Víctor?

—No sé qué sucederá en ese hospital y ya te he dicho que no soy un jodido héroe. No quiero que vuelvas con Barver. Quiero que estés conmigo. Así que si cambias de opinión y decides que no tienes que estar aquí y que quieres venir a Estados Unidos conmigo, ven. Te estaré esperando.

—¿Y… si no vengo? ¿Volverás a desaparecer de mi vida? Yo tampoco sé qué sucederá en ese hospital, pero…

—No. No volveré a desaparecer de tu vida. Solo quería que supieras que puedes contar conmigo y que, si volvemos a estar juntos, nada de todo esto tendrá importancia. —Agacha la cabeza y me da otro beso—. Vamos, vete.

Se ha apartado rápido, no he tenido tiempo de reaccionar y cuando lo consigo veo que estoy sentada en el taxi. Él cierra la puerta y se apoya en la ventanilla bajada.

—Te llamaré, Víctor.

—Cuídate, nena. Creo que no podría soportar que te hicieran daño.

El conductor arranca tras oír las dos palmadas que Víctor da en el techo y yo me quedo mirando cómo se va haciendo pequeño hasta desaparecer.

Hace unas horas, aunque parecen días y al mismo tiempo segundos, estaba en el aeropuerto de Palma dispuesta a volver a casa, a Barcelona, para pasar allí unos días antes de embarcarme en otro viaje.

Otro chico del calendario.

Otra ciudad.

Otro mes.

Y de repente apareció Víctor y mis planes se tambalearon un poco y, cuando aún no había tenido tiempo de recuperarme, sonó el teléfono y Pablo me dijo que Salvador está en el hospital, aquí, en Londres. Pablo no me ha contado exactamente qué le pasa a Salvador; detalle que, por supuesto, no me ha ayudado lo más mínimo a tranquilizarme. Solo me ha dicho que estaba enfermo y que tenía que ir cuanto antes.

Yo iba a interrumpirle y a decirle que, si Salvador disfrutaba con esas bromas de mal gusto y le había convencido para que lo ayudase, los dos podían irse a tomar por saco, pero la voz de Pablo no tenía ningún trazo de humor y supe que hablaba en serio. Me fallaron las rodillas, ni siquiera sé qué le dije exactamente. Le pregunté qué había pasado y me repitió que Salvador estaba enfermo, que si sentía algo por él tenía que ir. Después se produjo una pausa incómoda en la que Pablo estuvo a punto de disculparse por haberme llamado, pero yo se lo impedí y le dije, sin saber entonces que podía cumplirlo, que iba a subirme al primer avión rumbo a Londres. El alivio de Pablo me llegó a través del teléfono cuando me dio las gracias y me dijo que me mandaba un mensaje con la información necesaria.

No he vuelto a hablar con él desde entonces. Entre comprar el billete, el vuelo y todo lo demás no he podido. Además, estaba con Víctor.

Víctor.

La generosidad de Víctor ha sido como una manta que me ha abrigado todo el rato y ha impedido que el miedo me atrapase completamente y me dejase helada. Ahora entiendo perfectamente que cuando murió su padre lo dejase todo y fuese a hacerse cargo de las viñas en La Rioja. En marzo, cuando él fue el chico del calendario, conocía la historia, pero en el fondo no acababa de creérmela. Estoy descubriendo que Rubén me hizo mucho más daño del que creía en un principio, no en el corazón, pero sí en mi capacidad para confiar y pensar bien de los demás.

Creía que Víctor había dejado su trabajo en el laboratorio y había vuelto a casa porque en el fondo le apetecía o porque tenía ganas de cambiar de aires. Y él no es así. No es así en absoluto. Víctor es la clase de chico que lo deja todo para estar con su hermana tras la muerte de su padre; la clase de chico que permite que su hermana y su cuñado se muden con él y le inunden la casa de «jodidas princesas y unicornios» como dice él; la clase de chico que permitirá que su sobrina le tome el pelo sin cesar.

Y es la clase de chico que ha venido a buscarme a Palma para decirme que está dispuesto a todo para dar una verdadera oportunidad a lo nuestro. Y que me ha acompañado a Londres para que pueda ver al chico por el que le dejé.

El taxi se detiene frente al hospital. En el aeropuerto de Mallorca he cambiado unos cuantos euros por libras y pago a través del cristal que me separa del conductor antes de bajar. En la calle, con la maleta a mis pies, busco el móvil para ver el mensaje de Pablo; allí figura el número de habitación. Tengo la tentación de llamar a Víctor antes de entrar, solo para oír su voz y sentir de nuevo que está a mi lado. No lo hago; no sería justo para él pedirle esto además de todo lo que me ha dado, aunque le mando un SMS diciéndole que he llegado bien al hospital.

La discusión de hace semanas me parece muy lejana. En Segovia él me dijo cosas horribles y también que se estaba enamorando de mí y yo… yo no supe reaccionar. Miro la puerta del hospital; es un edificio imponente y Salvador está allí.

Pablo dice que su hermano me necesita.

Él, sin embargo, no me lo ha dicho nunca. Sacudo la cabeza al oír la voz de Salvador diciéndome precisamente eso y me falla el aliento. Sí, me lo ha dicho, pero cuando estábamos haciendo el amor. O follando, como decía él siempre en enero.

Tengo que entrar, he llegado hasta aquí y tengo que seguir adelante.