Cada vez que conozco a un chico del calendario me sudan las manos, se me retuerce el estómago y busco con la mirada el baño más cercano por si tengo que salir corriendo a buscarlo. Dejando a un lado a Salvador, y a partir de ahora no solo a un lado sino en otro universo, a los demás no los conocía de antes. Excepto a Nacho.
No es que no quiera pensar en Salvador (sé que se supone que este párrafo iba a ser para Nacho, pero tengo que aclarar algo), es que si empiezo no puedo parar y la preocupación, la rabia y las ganas de llamarle y de preguntarle cómo está o si puedo hacer algo por él me ahogan y entonces me pongo a llorar y no serviré de nada a nadie si lloro a todas horas. Los chicos del calendario me necesitan, no en plan espiritual, eso ya sé que no, pero el señor Barver (padre) sigue husmeando demasiado cerca y, si destruye a Los chicos, no respondo.
He decidido averiguar qué busca exactamente el padre de Salvador. No tiene sentido que un hombre de negocios, jubilado o no jubilado, tenga esa obsesión con este proyecto, que sin duda reporta unos ingresos ridículos comparados con lo que él debe de tener en el banco. Tengo un par de hipótesis que me gustaría investigar sin que nadie se dé cuenta.
Arrastro la maleta por la última puerta y, efectivamente, Nacho está esperándome (¿Lo veis? Esto solo ha sido un rodeo.)
Conocí a Nacho en el cole cuando éramos pequeños, no era mi mejor amigo, pero vivíamos en la misma calle y nuestros padres se combinaban lo de llevarnos e irnos a recoger al colegio. Cuando caminábamos por la calle de vuelta a casa, él era completamente distinto a cuando estábamos en clase y esos momentos eran los que más me gustaban. El divorcio de sus padres nos sorprendió a todos; más que el divorcio —así era como lo llamamos años más tarde— fue que su madre se fuese de la noche a la mañana con un viajante alemán que vendía piezas de repuesto para motores de batidoras. Recuerdo que entonces me sorprendió que todo el mundo supiera esos detalles sobre el señor en cuestión y nadie se hubiese dado cuenta de nada.
Durante años, cada verano, cuando mi padre sacaba la batidora para prepararnos a Marta y a mí su famoso batido Espinete (fresas con leche), recordaba el tema de los padres de Nacho, así que jamás podré olvidarlo. Y en cuanto a lo de Espinete, si no sabéis quién es, no sé si daros el pésame o consideraros afortunados.
Después del abandono de su esposa con el señor de las batidoras, el padre de Nacho estuvo bastante mal y al cabo de unos meses se mudó a Oviedo, porque allí estaban sus padres y necesitaba la ayuda de los abuelos con los niños. Me dio pena dejar de ver a Nacho, pero no al que estaba en clase conmigo, sino al que caminaba a mi lado de regreso a casa.
Él tiene los mismos ojos y el mismo color de pelo de cuando era pequeño, pero lo primero que pienso al verlo es que todos los estereotipos de los calendarios de bomberos son verdad. Todos. De pequeño era un niño alto y fuerte, aunque tirando a desproporcionado y robusto —así lo llamaba mi madre—, sin embargo, ahora no tiene nada desproporcionado y, cuando me abraza, lo de robusto adquiere otro significado.
—¡Hola, Cande! Estás igual que antes.
La voz también le ha cambiado y me pregunto si, además de bombero y guarda forestal, no será locutor de radio o el doblador de Drogo en Juego de Tronos.
—Tú no. Tú eres mucho más grande.
Nacho se ríe y mis pies vuelven a tocar el suelo.
—Tú también has crecido, pero tienes la misma cara pizpireta de siempre.
—No sé si darte las gracias por decir que no he envejecido o pegarte. ¿Pizpireta, en serio?
Vuelve a reírse y le observo detenidamente mientras alarga una mano y se apropia de mi maleta. Es muy guapo y tiene un atractivo salvaje, de esos que te hacen babear frente a un escaparate o chocar contra una farola si vas andando y te cruzas con él. Los chicos y las chicas que pasan junto a nosotros le miran, creo que más de uno babea, y sin embargo, yo siento como si acabase de abrazar a un primo lejano al que hace mucho tiempo que no veo. Aunque no en plan los Serrano, no. No hay ni la menor pizca de atracción y siento que él tampoco la siente hacia mí. En realidad, él parece sentirse algo incómodo bajo las miradas de flirteo que ha recibido.
—Yo voto por que me des las gracias.
—Gracias. Y no me refiero a lo de llamarme pizpireta cuando tendrías que haber dicho que te parezco una mujer muy sofisticada. Gracias por aceptar ser un chico del calendario, por empezar unos días más tarde y por estar aquí hoy. Han sido unos días complicados y tu ayuda ha significado mucho para mí.
—De nada, carainfantil. Gracias a ti por escuchar mi rollo hace unas semanas y por acceder a ayudarme con mi proyecto sobre el acoso escolar. Significa mucho para mí.
—De nada. Fue y será un placer colaborar con algo tan importante. —Caminamos hacia el coche—. Tienes que contarme cómo te metiste en esto y qué has estado haciendo todos estos años. ¿Cómo fue lo de hacerte bombero? ¿Todos los bomberos son guardas forestales? ¿Te acuerdas del oso Yogui?
—Para, para un momento. —Me señala un todoterreno y lo abre con el mando a distancia—. Me acuerdo de que, cuando éramos pequeños y caminábamos juntos de vuelta a casa, hacías lo mismo. Disparabas preguntas sin ton ni son y, cuando creía que podía contestar una, cambiabas de tema.
—La verdad es que te eché de menos durante mucho tiempo. Caminar sola era muy aburrido.
—Yo a ti no; me alegré de perderte de vista. ¡Eh, es broma! —Se defiende cuando le pego. Aunque está tan fuerte que dudo que él lo haya notado y yo tengo cosquillas en la mano.
Estamos ya en la carretera, el paisaje es bonito y a medida que el coche se distancia del aeropuerto las preocupaciones y las dudas que me han carcomido estos últimos días vuelven a asaltarme. ¿Qué está haciendo Salvador? ¿Si le llamo se pondrá al teléfono? ¿Por qué iba a llamarle? Tal vez sería mejor que llamase a Pablo. ¿Y Víctor? Le llamo y ¿qué le digo: «Estoy hecha un lío y te necesito a mi lado, pero no quiero utilizarte»?
—Tenemos dos horas de camino. —La explicación de Nacho hace que deje de mirar fuera de la ventana y lo mire a él—. ¿Quieres que nos detengamos a comer algo?
—Lo que tú prefieras, de verdad. Es tu mes, tú eres el chico del calendario, así que tú decides.
Él asiente pensativo.
—Cuando te llamé no fue para esto. Espero que no creas que pretendía utilizarte o que era una excusa para terminar aquí, participando en el concurso.
Parece preocupado de verdad y, no solo eso, parece medir cada palabra como si necesitase que se ajustasen al milímetro a lo que quiere transmitir.
—Sé que cuando me llamaste tu única intención era hablarme de tu proyecto antibullying, Nacho. Fui yo la que te pidió que aceptases ser el chico de agosto y que además empezases unos días tarde.
—Sí, lo sé, pero odiaría que creyeras que te manipulé para que lo hicieras.
Me cruzo de brazos.
—¿De verdad crees que habrías podido manipularme, Nachete?
Él se sonroja y el efecto es de lo más extraño: ver sonrojarse a un tipo que prácticamente podría comerse un oso y levantar armarios con una mano atada en la espalda logra hacerme sonreír.
—No, no es eso. Pero quería estar seguro. —Él aprieta el volante y no dice nada más. Entonces yo decido volver a mirar fuera; hemos avanzado un poco más y, aunque hay curvas, la vista es espectacular.
Nacho vuelve a hablar:
—Mierda. Lo siento. —Lo miro y está nervioso.
—¿Qué pasa, Nacho? —Se me forma un nudo en el estómago—. ¿Quieres echarte atrás, es eso? ¿No quieres ser el chico de agosto?
No sé cómo se lo diré a los demás y, joder, me sudan las manos, no sé qué tendré que hacer para que el padre de Salvador no se entere o no intente quitarme Los chicos otra vez con la excusa de que soy un completo desastre dirigiéndolos.
—No. —Él debe de haber visto que estoy en medio de un ataque de pánico, porque aparta una de sus enormes manos del volante y aprieta una de las mías. Durante unos segundos recuerdo que de pequeños a veces caminábamos con las manos entrelazadas de vuelta a casa—. No quiero echarme atrás. Quiero ser el chico de agosto. —Me suelta y vuelve a conducir con las dos manos. Respira profundamente—. Pero tal vez tú querrás que lo deje cuando te cuente la verdad. Sé que tendría que haberlo hecho antes, pero tú me dijiste que tenías prisa por cerrarlo todo y la verdad es que sonabas asustada.
No voy a pensar en Salvador. Mierda, ya estoy pensando en él. ¿Hay algún momento en que no piense en él o en Víctor o en que ahora tengo un agujero en el pecho y mi corazón anda con muletas?
—Lamento haberte presionado para que aceptases.
—No me presionaste. Me ofreciste una gran oportunidad y me dijiste que tenías prisa por saber mi respuesta, eso es todo. ¿Ya está solucionado?
—¿El qué?
—Lo que fuera que te llevó a llamarme el viernes pasado.
—No, no está solucionado. —Miro por la ventana—. Pero he descubierto que yo no puedo hacer nada más para arreglarlo.
Nos quedamos en silencio, aunque tengo el presentimiento de que Nacho está pensando y no tiene la mente en blanco o solo pendiente de la conducción. Yo estoy segura de que él, a pesar de que podría decirse que es prácticamente un desconocido con los años que hace que no nos veíamos, sabe que no estoy mirando el paisaje sin más. En realidad, desde que volví de Londres estoy tan confusa, enfadada, dolida y preocupada que es imposible que el lío y el todo que tengo dentro no me salga por los ojos cuando miro o por la boca cuando respiro.
—A veces hay cosas que no se pueden arreglar —dice Nacho al cabo de un rato— y lo único que podemos hacer es vivir con las consecuencias. —Su tono pensativo me lleva a mirarlo de nuevo—. Te hablé de mi proyecto, de las charlas que hago en los colegios e institutos de la zona para prever y ayudar en los casos de acoso escolar.
—Sí, me lo contaste.
—Pero lo que no te dije fue cómo me metí en esto y por qué.
—¿Por qué te metiste en esto, Nacho?
Él aprieta el volante y durante un segundo recuerdo algo absurdo, que la primera conversación que tuve con Jorge, el chico de febrero, también fue en el coche cuando íbamos rumbo a Granada y que en cierto modo aquel instante marcó nuestra amistad. Tendría que llamarlo un día de estos; seguro que él y María son felices y me irá bien tener una prueba tangible de que el amor a veces funciona.
—Porque me pasó a mí.
Jorge y María desaparecen de mi mente.
—¿A ti? ¿Tú sufriste acoso en el colegio? ¿Cuándo?
—No. No lo sufrí. —Vuelve a apretar el volante—. Yo acosé a alguien.
Suerte que tengo las cejas pegadas en la cabeza porque en este instante me habrían salido volando por los aires.
—¿Tú? —Él asiente—. ¿Tú acosaste a alguien?
Vuelve a asentir.
—Sí.
—Tú.
—Yo. Mierda, lo siento. Tal vez no tendría que haber empezado esta conversación en el coche. Tendría que habértelo dicho en el aeropuerto, así podrías haber vuelto a Barcelona hoy mismo. Pero es que de verdad creo que tu ayuda marcará una diferencia en mi proyecto y yo…
—Eh, tranquilo, Nacho. —Alargo una mano y la coloco en su antebrazo unos segundos—. Cuéntame qué pasó. No consigo hacerme a la idea de que tú pudieras hacer algo así.
—Nadie cree ser capaz de hacer algo así, Cande. Supongo que en el mundo existen, han existido y existirán siempre verdaderas malas personas, pero la triste realidad es que los niños y las niñas con este comportamiento son exactamente iguales a ti y a mí cuando éramos pequeños, a cualquiera. Por eso es tan importante que sepamos detectar estos casos y ayudarlos, tanto a las víctimas como a ellos. Aunque a las víctimas yo no las llamo así.
—¿Y cómo las llamas?
—Supervivientes. La palabra víctima implica debilidad y al niño o a la niña que sufre acoso tenemos que recordarle que en realidad es fuerte, muy fuerte. En la gran mayoría de los casos, víctimas lo son los dos; el niño que acosa y el acosado.
—¿Qué te pasó, Nacho? —Es obvio que él ha pensado mucho en este tema y deduzco que, igual que cualquier historia, tengo que empezarla por el principio.
—El que tenga una historia que contarte no significa que tenga una excusa. Nada excusa lo que hice. Mi madre se largó con ese vendedor de repuestos de batidoras y mi padre…, digamos que mi padre dejó de ser el que era. Nos fuimos de Barcelona y vinimos a vivir aquí, a Asturias, con los abuelos. Mi hermana, ¿te acuerdas de ella?
—Sí, claro que me acuerdo. ¿Cómo está?
—Bien, muy bien. Mi hermana era demasiado pequeña para darse cuenta de lo que estaba pasando. En ese momento la odié por ello, ¿sabes? Ella no se enteró de lo que estaba pasando, solo tenía tres años. Incluso llegué a culparla de que mi madre nos abandonase. Fui un estúpido. Y eso fue solo el principio. Odiaba a mi madre por habernos dejado tirados; a mi padre por no haber hecho lo que fuera que tuviera que hacer para que ella no se fuese; a ese miserable vendedor de batidoras; a mis abuelos por haberle propuesto a mi padre que nos fuésemos a vivir con ellos. Odiaba demasiado y por encima de todo me odiaba a mí mismo.
—Tenías once años y lo que hizo tu madre no debió de ser nada fácil de asimilar.
—O quizá lo habría provocado otra cosa. Cuando nos instalamos en Oviedo no tuvimos ningún problema; mis abuelos estaban bien de salud y mi padre empezó a trabajar el día siguiente porque los del banco aceptaron trasladarlo. Vivíamos en un piso más pequeño que el de Barcelona, pero estaba cerca del colegio y tenía todo lo necesario.
Excepto que era una ciudad completamente desconocida y que habían ido a vivir allí porque su madre los había abandonado y él, que no había hecho nada malo, había perdido a sus amigos y todo lo conocido en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y cuándo pasó lo del acoso?
—El primer día de colegio caminé aterrorizado hasta allí, aunque evidentemente me esforcé lo que no está escrito para no aparentarlo. Le pedí, no, le ordené a mi padre que no me acompañase hasta la puerta y entré decidido en el edificio. El colegio aún está, te lo enseñaré el día que vayamos a Oviedo. Tenía un papel con el nombre del profesor escrito y unas pequeñas instrucciones para llegar a la clase; mi padre había insistido en dármelo. Conocí a una chica en la puerta, llevaba gafas y se llamaba, se llama —corrige— Petra, me acompañó dentro y fue muy amable conmigo. Íbamos a la misma clase. Y al día siguiente empecé a ser horrible con ella; convertí sus últimos años en el colegio en un infierno.
—¿Tú… acosaste a esa niña, a la que te ayudó el primer día? —Me cuesta creérmelo, pero él asiente vehemente.
—Le hice la vida imposible.
—¿Por qué? ¿Cómo?
—Ese primer día todo el mundo me llamaba el nuevo y… —se encoge de hombros y repite lo que me ha dicho antes— nada de esto justifica lo que hice. Cuando volví a casa me sentía como una mierda; no estaba solo enfadado, la rabia y la impotencia me hacían hervir la sangre y quería… No sé lo que quería. Aquel día comprendí que esa iba a ser mi vida, que mi madre no iba a volver y que nosotros no regresaríamos a Barcelona. Esa noche tuve una discusión horrible con mi padre, mandé a Juana, a mi hermana pequeña, que entonces tenía tres años, ¡tres!, a la mierda y la empujé contra la pared. Sí, exacto —añade al ver que abro los ojos como platos—. Mi padre me encerró en mi habitación, todavía no sé cómo logró contenerse y no pegarme. Fueron unos años muy difíciles.
—¿Tu padre está bien, os lleváis bien?
—Sí y tengo que reconocer que al principio se lo puse muy difícil. —Sonríe y el afecto que siente por su padre es evidente—. Ahora vive con una señora fantástica, Juana y yo insistimos en que tendrían que casarse, y nos llevamos bastante bien, la verdad.
—Me alegro.
—No ha sido fácil y lo que hice en el colegio, lo que le hice a Petra, fue lo peor de todo. —Aprieta el volante otra vez—. El segundo día de colegio empezó igual que el primero, pero esa mañana mi padre no se despertó para desayunar conmigo ni para acompañarme durante unas calles. No le culpé, sabía por qué lo hacía y como un imbécil sentí cierta satisfacción por haber logrado que me dejase en paz. Llegué al colegio y Petra estaba en la puerta esperándome. No habíamos quedado, me puse a la defensiva, no sabía qué estaba haciendo ella allí ni qué quería de mí. Entonces unos chicos aparecieron por el lateral, iban a nuestra misma clase, y le tiraron la mochila al suelo y se rieron de ella, de sus gafas y de su nombre. Petra miró mal a uno de ellos y este la empujó y la insultó. Los demás se rieron de la ocurrencia. Yo llegué allí y no sabes cuánto me gustaría poder decirte que la ayudé a recoger las cosas del suelo o que la defendí, pero hice todo lo contrario. Me burlé de ella, la llamé sapo cuatrojos y pisé uno de sus lápices hasta que se rompió. Los otros chicos me aplaudieron. Uno, Lorenzo, me pasó un brazo por los hombros y me incluyó en la pandilla. A partir de ese día fuimos inseparables.
—Pero en algún momento decidiste parar, ¿no? En algún momento te diste cuenta de que lo que estabas haciendo estaba mal y cambiaste.
—Fue demasiado tarde, y que cambiase no condona todo lo que hice hasta entonces. —Levanta una mano del volante para señalar hacia delante—. Allí está Muniellos, hemos llegado.