Salvador se pasa las manos por el pelo y se acerca a la ventana.
No me gusta verle tan tenso de repente, aunque eso me proporcione la excusa de apartarme de él e intentar no pensar en el beso que acabábamos de darnos. Me sonrojo —otra vez— solo con pensar en cómo me he sentado encima de él, pero es que estaba sonriéndome como si no pasara nada, como si no acabase de despertarme en la casa que él tiene alquilada en Londres donde ha ido a tratarse una leucemia de la que todavía no me ha hablado.
Vuelvo a ponerme furiosa.
—¿Cuándo piensas decirme que estás enfermo?
Él se gira de repente, tiene las manos en los bolsillos de los vaqueros y me mira entre intrigado y confuso. Me imagino que es normal, he pasado de besarlo a apartarme de él y a interrogarle, pero me da igual. Ya es hora de que los dos estemos igual de perdidos.
—¿En serio quieres que te lo diga formalmente?
—Tus silencios suelen traerme problemas, Salvador. —«Y hacerme mucho daño»—. Sí, quiero que me lo digas, quiero que me expliques qué tienes y qué estás haciendo exactamente aquí en Londres.
—¿Y si no lo hago? —Arrugo una camiseta entre los dedos y él vuelve a reírse. Tengo que contenerme para no tirársela a la cabeza—. Es broma. Lo siento. Me alegro mucho de que estés aquí. —Sonríe y se acerca a mí; empiezo a pensar que no teme por su vida, porque estoy a punto de volver a gritarle—. Estoy enfermo.
Pronuncia esa frase delante de mí, acariciándome la mejilla y la camiseta cae de mis manos y el mal humor se esfuma.
—Lo siento.
—No es culpa tuya. —Sonríe—. Tengo leucemia.
Se agacha y me da un beso en los labios. Es la clase de beso dulce que quería darle yo antes, antes de que los dos nos olvidásemos de todo y empezásemos a devorarnos.
Él es el primero en apartarse.
—Cuéntame qué pasa con Los chicos del calendario. ¿Quién está con ellos si tú estás aquí?
Sabía que íbamos a tener que hablar de esto. Tuve mucha suerte de solucionar las cosas tan rápido desde el hospital y supongo que era demasiado pedir que el padre de Salvador no se enterase o que no sospechase nada.
—Tu hermano ha dicho antes que el almuerzo ya casi estaba listo.
Él entrecierra los ojos.
—Le diré a mi madre que nos espere o que empiecen sin nosotros. ¿Qué pasa, Candela? Cuéntamelo, tengo que saberlo para enfrentarme a mi padre.
Tiene razón; suelto el aliento y camino hasta la cama. Me siento y empiezo a hablar.
—Estaba en el aeropuerto de Palma cuando tu hermano me llamó y me dijo que estabas aquí, en Londres, y que estabas enfermo. No recuerdo qué me dijo exactamente; tal vez él pueda decírtelo. —Trago saliva—. Víctor estaba conmigo en el aeropuerto. —Miro a Salvador.
—¿Víctor estaba contigo?
Él cierra los puños y vuelve a ocupar la misma butaca que antes.
—Sí, vino a buscarme, a decirme que quería que le diese una oportunidad a lo nuestro. Yo había decidido que pasaría un par de días en Barcelona, grabaría el vídeo de John, el chico de julio, y acabaría de hacer los preparativos para el chico de agosto. Entonces llamó Pablo y decidí que iba a venir aquí y que no me iría hasta que supiera exactamente cómo estabas. Tu hermano me asustó mucho.
Salvador se queda en silencio unos largos segundos. No sé si mencionar a Víctor ha sido lo más acertado, pero no quiero mentirle y lo cierto es que, si Víctor no hubiese estado en el aeropuerto aquel día, todo habría sido mucho más duro. No puedo evitar que se me retuerza el estómago y sentirme culpable, porque desde que lo dejé fuera de ese taxi solo he tenido tiempo de mandarle un par de mensajes diciéndole que estoy bien y que le llamaré cuando pueda. El último se lo mandé justo antes de entrar en la ducha y hace unos minutos, después de besar a Salvador, he visto que me ha contestado: «Tú haz lo que necesites. A mí me tienes siempre. Te quiero».
La culpabilidad no basta para describir lo que siento.
—No puedes quedarte aquí —afirma Salvador—. Los chicos del calendario no pueden seguir sin ti. Mierda. Es una de las cláusulas que pusimos en el contrato. Pensé que serviría para protegerte, para evitar que alguien intentase despedirte, no me imaginé que fueses a ser tú la que te irías.
—No se ha ido nadie, Salvador. Tengo a un chico de agosto que está dispuesto a empezar unos días más tarde, el que teníamos previsto no podía, pero encontramos a otro. Y después hablé con Sergio y él y Vanesa, y también Abril, me han ayudado.
—¿Les has dicho que estás aquí conmigo?
Parece horrorizado; me lo tomo como un insulto y pienso que le estaría bien merecido que lo hubiese hecho.
—No, Salvador, tranquilo. Tu secreto, señor hermético, está a salvo. Aunque deja que te diga que no te haría daño confiar en tus amigos. Sergio podría ayudarte.
—Lo sé, pero… —Sacude la cabeza—. Dejemos esto para otro momento. El chico de agosto empezará unos días más tarde, ¿qué le has ofrecido a cambio? ¿Y qué le has dicho a todo el mundo, a los seguidores de Los chicos?
—Nada. Conozco al chico de agosto, es una historia un poco larga.
—¿Conoces al chico de agosto? Diría que tengo todo el tiempo del mundo, pero mentiría, y no estoy haciendo ninguna broma sobre el jodido cáncer —me explica al ver mi cara de horror—, me refiero a mi padre. Si tengo que enfrentarme a él, necesito saber toda la verdad, Candela. ¡Joder, Candela, y que conozcas al chico de agosto va contra las normas!
—No te preocupes, no lo sabe nadie. Nacho me escribió hace unas semanas —suspiro y empiezo el relato—; no te lo conté porque… porque, bueno, eso ahora da igual.
—No me lo contaste porque yo no te respondía al teléfono, lo entiendo. Sigue.
—Nacho es de Barcelona o, mejor dicho, lo era. Estudiaba en mi colegio, iba a mi misma clase y éramos amigos. Sus padres se divorciaron cuando teníamos trece años, su madre se fue con otro, y él, su hermana y su padre se mudaron a Asturias.
—¿Y os habéis mantenido en contacto todo este tiempo?
Me parece que tanto Salvador como yo agradecemos poder centrar nuestra atención en algo que no seamos nosotros.
—No exactamente. A lo largo de los años nos hemos mandado alguna que otra felicitación e intercambiado «me gusta» en Facebook, cosas así. Nacho me escribió para preguntarme si estaría dispuesta a hacer algo para ayudarle con un proyecto suyo, una especie de programa para la prevención del acoso escolar. Le dije que sí, que buscaría la manera, intercambiamos unos cuantos correos más y en uno le pregunté a qué se dedicaba y me dijo que era bombero y guarda forestal. Bromeé y le sugerí que se presentara al concurso de Los chicos del calendario y él respondió que ni loco haría tal cosa.
—Pero él es el chico de agosto.
—Sí. Cuando tu hermano me llamó… —No voy a contarle lo que me pasó, el miedo que sentí—. Cuando decidí que iba a quedarme aquí, supe que tenía que dejar a Los chicos del calendario en stand by. Llamé al chico de agosto con el que habíamos quedado para saber si podía empezar unos días después, y él justo me comentó que había cambiado de opinión, que él y su pareja estaban pasando por un mal momento y que no podía comprometerse con Los chicos como había creído en un principio. Primero me agobié un poco, pero aún no habíamos anunciado su nombre en ninguna parte y no sé cómo me vino esa conversación con Nacho a la cabeza, así que le dije a nuestro candidato que no pasaba nada. Yo mejor que nadie podía entender que la vida es complicada y le deseé toda la suerte del mundo. Después llamé a Nacho y le pedí que me hiciera este favor, que aceptara ser el chico de agosto y empezar unos días más tarde. Lo único que le prometí a cambio es que durante el mes de agosto le ayudaría con su programa contra el acoso escolar, aunque eso lo habría hecho de todos modos.
—¿Y en Gea? ¿Cómo conseguiste que te ayudasen?
—Tendrías que confiar más en la gente, Salvador. Reconozco que a mí también me ha costado aprender esta lección y que, sin chicos como Jorge o Alberto, tal vez habría tardado más tiempo, pero tus amigos están dispuestos a ayudarte, si se lo pides. —Él asiente y yo continúo—. Llamé a Sergio y le dije que había tenido un imprevisto familiar, que mi hermana me necesitaba, y que tenía que estar unos días fuera. Le conté que, además, había habido un cambio de chico a última hora y él enseguida se ofreció a ayudarme. Una hora más tarde, él y Vanesa me llamaron al mismo tiempo y lo tenían todo solucionado. Me dijeron que habían intentado llamarte, lo digo por si ves unas llamadas perdidas suyas, y que Marisa se había puesto en su contra, pero Sofía está de su parte. Ayer mismo publicaron un comunicado explicando que Los chicos del calendario iban a estar cerrados durante unos días.
—Mierda, tengo que ver ese comunicado.
—Creo que lo que estás intentando decir es: «Gracias, Candela, por todo esto. Ahora mismo voy a llamar a Sergio y a Vanesa para decirles que todo está controlado y que no se preocupen».
Él no dice nada por el estilo.
—Tengo que llamar a mi padre. Mierda. Seguro que está aprovechando todo esto para causarnos problemas y quitarnos de en medio. —Se pone en pie—. ¿Estás segura de que no es posible que sepa que ese chico, Nacho, y tú os conocíais de antes?
—No, no es posible.
Siempre he sabido que ese detalle infringía las normas del concurso, pero no pensaba que precisamente fuese Salvador el primero en echármelo en cara.
—Bueno, cruza los dedos para que sea así.
Camina hacia la puerta y, aunque lleva vaqueros y todavía va mal afeitado, es como verle en traje y saliendo del despacho. Y lo peor es que presiento que está utilizando todo esto para huir de lo demás, del resto del mundo.
—¿Esto es todo lo que vas a decirme? ¿Vas a ponerte en plan director de Olimpo y vas a centrar toda tu atención en resolver los asuntos de Los chicos del calendario?
No se da media vuelta, sino que se apoya en la puerta.
—¿Y qué quieres que haga?
—¿Sabes qué, Salvador? Ve, ve a ocuparte de todo esto tan importante, ve.
No quiero tener que pedirle que no se vaya para que se quede ni quiero tener que explicarle qué me pasa. Tendría que saberlo. Estoy aquí, ¿no?
Él aparta la mano de la puerta y yo bajo la cabeza hacia el bolso que está en el suelo. No pienso mirar cómo se va; es una imagen demasiado frecuente en mi vida. Hasta ahora. Me agacho y sujeto el asa; tal vez sería mejor que me fuera, que empezase el mes de agosto con Nacho en medio del bosque de Asturias.
La mano de Salvador me acaricia la mejilla; con el pulgar y el índice me levanta el mentón y antes de que pueda decirle nada, me besa. Sus labios engullen los míos y creo que un gemido sale de su garganta para erizarme la piel. Me suelta con el mismo ímpetu con el que me ha besado.
—Deja que me ocupe de esto, ¿de acuerdo? Tengo que hacerlo.
—De acuerdo.
Asiente y se va, pero esta vez tengo la sensación de que una parte de él se ha quedado aquí y una parte de mí se ha ido con él a enfrentarse a su padre a través del teléfono.
Una hora más tarde estamos los cinco acabando de almorzar o merendar, aún estoy un poco confusa en cuanto a horarios se refiere, y tanto Rita como Luis se han esforzado por mantener la conversación lo más alejada de Barver padre posible. Pablo los ha ayudado. Salvador no; Salvador no ha dicho nada y se ha dedicado a comer poco y a refunfuñar mucho. Yo he hecho lo que he podido.
—¿Cuántos días vas a quedarte, Cande? —me pregunta Rita y casi se me cae la cuchara en la mesa—. Oh, cielo, no te estoy echando, todo lo contrario —se apresura a añadir con una sonrisa—; es que dentro de dos semanas hay un festival en un parque y me encantaría que estuvieras.
—Mamá, dentro de dos semanas Candela no estará aquí.
—¿Ah sí, no estaré? —Claro que no estaré dentro de dos semanas, pero me indigna que él conteste en mi lugar—. ¿Y qué más haré dentro de dos semanas, Salvador?
Pablo no disimula que está sonriendo.
—Tienes razón, lo siento —se disculpa Salvador de mala gana—; no tendría que responder por ti.
—Gracias.
—Bueno —interviene Rita—, si estás por aquí, nos encantaría que nos acompañases.
Ahora es Pablo el que cambia el tema de conversación y conseguimos llegar a los postres sin que Salvador abra la boca y a mí no me entren ganas de estrangularle. Más o menos. Mientras él ha estado hablando por teléfono, yo he hecho lo mismo. He llamado a Marta y a mis padres y les he dicho que me voy a quedar unos días más en Londres con Salvador de vacaciones; el viernes ya les había escrito diciéndoles que me perdonaran por perderme el santo de Marta, pero que Salvador había querido darme una sorpresa (¡y vaya si fue una sorpresa!). No les he contado nada sobre su enfermedad, claro, en parte porque jamás lo haría sin antes hablarlo con él y en parte porque en realidad no sé nada. También le he mandado un mensaje a Sergio dándole las gracias otra vez por haberme ayudado y he aprovechado para abrir la agenda y centrarme un poco. Ahora que Salvador ha despertado del coma, he decidido que, pase lo que pase aquí en Londres, dentro de dos días tengo que estar en Barcelona para grabar el vídeo del chico de julio, hacer las maletas e irme a Asturias.
No he llamado a Víctor y tampoco he vuelto a escribirle. He tenido ganas de hacerlo y me he contenido; no me ha parecido justo. Sé lo que él quiere y espera de mí, y también sé que en nuestra relación Víctor, aunque haya metido la pata, es el que más se ha arriesgado. No puedo recurrir a él solo porque le echo de menos y quiero sentirme bien. No puedo hacerle eso y después decirle que lo siento, pero me quedo con Salvador. Aunque tampoco sé si esa opción existe. En lo que se refiere a mí y a Salvador no hay nada seguro. No sé qué quiere él y no sé qué; estoy dispuesta a darle yo.
Recogemos la mesa entre todos y Rita y Luis nos explican que quieren aprovechar el resto del día para descansar, tal vez dar un paseo. La última semana ha sido muy difícil. Pablo dice que estará un rato en el ordenador haciendo no sé qué; creo que está trabajando en un prototipo relacionado con la prótesis que lleva, aunque podría estar equivocada.
—¿Crees que tú y yo podríamos hablar un rato? —Salvador sujeta dos tazas en la mano y en la otra hay una caja de bombones.
Él sabe lo mucho que me gusta el chocolate. Me reconforta y preocupa que me conozca tan bien y que, al mismo tiempo, a veces me haga sentirme tan perdida.
—Claro. Tenemos muchas cosas que contarnos.
Él camina hasta el sofá y deja las tazas de café y los bombones en la mesa. Me siento a su lado, sin tocarle, y lo primero que hago es elegir un bombón; el chocolate siempre me pone de buen humor.
—Antes no me has dicho qué le dijiste a Víctor cuando apareció en el aeropuerto de Palma.
—No le dije nada. Tu hermano llamó justo entonces.
—Vaya casualidad. —Es evidente que no me cree y que no le gusta mi respuesta. Hace bien en no creerme; Pablo no llamó justo entonces, pero no me da la gana de hablar de Víctor cuando él, Salvador, tiene tanto que contarme.
—Sí. ¿Qué te ha dicho tu padre?
Salvador me mira a los ojos; no sé qué busca exactamente y en mis mejillas se hace evidente el efecto de esa mirada. Él carraspea y opta por dirigirla hacia la taza de café.
—Evidentemente se ha enterado de que Los chicos del calendario se han tomado unos días de vacaciones y ha aprovechado para que sus abogados vuelvan a buscar un resquicio en los contratos. Quiere sustituirte por otra.
—¿Por quién?
Intento no asustarme; sé que no puede cambiarme de la noche a la mañana y sin que yo me entere, pero la verdad es que me tiemblan las manos.
—No importa, no puede hacerlo. No dejaré que lo haga. Pero tienes que volver a España cuanto antes y seguir con Los chicos del calendario con normalidad.
Él deja la taza en la mesa sin beber nada y entrelaza los dedos; tiene las piernas separadas y los codos apoyados en las rodillas. Está aquí y no está; le conozco lo suficiente para saber que lo que está diciéndome es solo una parte y que su mente está dándole vueltas a una parte del todo hasta el cansancio.
—¿Qué no me estás contando, Salvador?
Tensa los hombros y sigue sin mirarme.
—Yo tengo que quedarme aquí en Londres todo el mes. Las sesiones de quimioterapia y el resto del tratamiento no terminan hasta finales de agosto.
Trago saliva; antes le he pedido que me hablase de esto, que compartiese esta parte tan dolorosa de su vida conmigo, y ahora que lo está haciendo no puedo asustarme y no estar a la altura. Ignoro por qué no puede someterse a este tratamiento en España, aunque esta pregunta la dejaré para más adelante.
Él no parece dispuesto a tocarme, en realidad me atrevería a decir que está haciendo un verdadero esfuerzo para no hacerlo, pero yo lo necesito, así que levanto un brazo y lo acerco a él despacio. Parecerá una tontería, pero siento lo mismo que si estuviese a punto de acariciar a un león enfadado encerrado en una jaula. Mis dedos llegan a su nuca y, cuando los paso por el pelo, él suelta el aliento y no se aparta.
—No pasa nada —le digo a pesar de que no sé de qué hablo—, Los chicos del calendario estarán bien, ya verás. Solo han sido unos días.
Al menos esto sí puedo asegurarlo.
—Mi padre no va a darse por vencido, no se trata solo de Los chicos, Candela.
—¿De qué se trata?
—Lleva años buscando la manera de quitarme Gea y expulsarme de la dirección de Olimpo. Es complicado y ahora mismo no puedo pensar en ello.
—Claro.
Suelta las manos y se pone en pie, alejándose de mí. Yo me quedo sentada; no voy a perseguirle cuando es obvio que prefiere establecer cierta distancia entre los dos.
—Ahora tengo que pensar en mí, en el tratamiento.
—Por supuesto, lo primero es que te pongas bien. ¿Qué te han dicho los médicos?
—Son optimistas, aunque sé por experiencia que con esta maldita enfermedad nadie puede asegurar nunca nada. De momento, me esperan varias sesiones de quimioterapia, y esto es solo el principio.
Él no ha vuelto a sentarse y su voz es cada vez más fría, igual que si estuviese explicándole a un desconocido los resultados de la empresa. Me levanto y coloco delante de Salvador, pero me guardo las manos en los bolsillos. Quizás así resistiré la tentación de tocarle.
—Has dicho que son optimistas. —Por fin vuelve a mirarme, incluso parpadea como si le sorprendiera tenerme tan cerca—. Y Pablo me contó que ya venciste la leucemia hace años, seguro que…
—No hay nada seguro excepto que estoy enfermo, Candela. Y no puedo pensar en nada más. Todos mis esfuerzos, mi tiempo, tienen que estar centrados en esto, en luchar contra el jodido cáncer.
—Lo entiendo, Salvador.
—No, no lo entiendes.
Creo que jamás podré explicar lo que veo en sus ojos en este instante; lo único comparable son esos documentales en los que ves un lago helándose. Casi me pongo a reír porque durante un segundo una imagen de la película Frozen me viene a la mente. Salvador se está quedando helado igual que Anna en esa escena del final.
—Ah, no. No. —Es tan obvio, tan jodidamente obvio que tengo ganas de gritarle y de pegarle—. Me estás dejando.
—Candela…
No me corrige, ni siquiera intenta negarlo, lo único que delata que he dado en el clavo es que se sonroja un poco y que alarga un brazo en busca del mío. Doy un paso hacia atrás. No voy a tener esta conversación con él tocándome y diciéndome que lo hace por mi bien. Si piensa eso, puede irse a la mierda.
—Ni Candela ni nada. Esto que estás haciendo, Salvador, es una estupidez, ¿me oyes? Una completa estupidez. ¿Estás tonto o qué te pasa? No, déjame hablar. —Le interrumpo porque veo que va a hablarme y no me veo capaz de aguantar otra de sus mentiras o de sus excusas. ¡Dios!—. En enero ya sabías que estabas enfermo y aun así estuviste conmigo, ¿qué digo aun así? ¡Me sedujiste! ¡Me hiciste cosas que no le he dejado hacer a nadie!
—¿A nadie? —Enarca una ceja y le veo apretar los dientes.
—A nadie. Y si te refieres a Víctor, te aconsejo por tu bien que no le nombres mientras intentas comportarte como un personaje de culebrón y dejarme por mi bien o alguna tontería por el estilo.
—Estoy enfermo y me esperan unos meses muy difíciles y tú tienes que seguir con Los chicos del calendario lo antes posible si no queremos que mi padre nos cause más problemas.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros, Salvador? Yo no voy a renunciar a Los chicos y tengo intención de protegerlos con uñas y dientes si tu padre intenta quitármelo, pero eso no significa que no pueda estar contigo y visitarte, llamarte, estar a tu lado. Si quieres hablar de Víctor, hablaremos de Víctor. —No es una conversación que me muera de ganas por tener, pero, en fin—. Tenemos que hablar de muchas cosas y la primera y más importante es por qué siempre me echas de tu lado.
—No te estoy echando.
—Ah, entonces me he equivocado y no estabas a punto de decirme que no podíamos estar juntos.
—No iba a decirte que no podemos estar juntos. —Si no fuera por cómo lo dice, por la frialdad de sus ojos, tal vez habría sentido algo de esperanza al escuchar esa frase—. No quiero que estemos juntos.
Me cuesta respirar de lo dolida y enfadada que estoy. Es la primera vez en mi vida que tiemblo de rabia.
—No te creo. ¡¡Siempre haces lo mismo!! Me dejas, volvemos a vernos y entonces te comportas como si me quisieras, como si me necesitases y no paras hasta que vuelves a tenerme. Y yo soy tan idiota que todas y cada una de las veces que lo has hecho he caído en la trampa. ¡Estoy harta!
—Tranquila, no tendrás que volver a pasar por esto.
—¿Pero qué te pasa? Recuerda lo que pasó en tu barco por San Juan, porque ese también eras tú, ¿no? Eras tú el que me susurró al oído mientras hacíamos el amor que siempre querrías estar conmigo. Me dijiste que era lo más bonito que te había pasado nunca.
—Me dejé llevar.
—Mira, Salvador, tengo ganas de pegarte. No vuelvas a hacer lo que hiciste en Sant Jordi, no me digas que te he malinterpretado o qué sé yo. —Voy a intentarlo una vez más, soy así de masoca—. Me imagino que estás preocupado, enfadado, que hablar con tu padre te ha puesto de mal humor, y que estar enfermo de leucemia es una jodida putada. Pero estoy aquí. Mírame. Estoy aquí y quiero estar contigo, después de todos estos meses de secretos estoy harta de ocultarte lo que siento, así que ahí va: Te quiero, Salvador.
Él da un paso atrás y a una parte de mí le gustaría poder retirar lo que acabo de decir, mientras que otra se siente muy orgullosa de haber sido tan valiente.
—Yo a ti no. Yo no te quiero, Candela.
—Estás mintiendo.
—Me gustaría quererte. Me gustaría ser capaz de quererte, pero no puedo. Lo he intentado y no puedo.
—¡¿Lo has intentado?!
—Lo siento mucho, Candela.
¿Os han pitado los oídos alguna vez? Es horrible. Un verano fui a una fiesta en la playa con mis amigas de la Universidad y estuvimos demasiadas horas al lado de los altavoces. Me pitaron los oídos durante dos días, tenía dolor de cabeza y cualquier ruido no hacía más que acentuarlo. Acabé en urgencias y me recetaron unas gotas para el oído. Cuando me eché la primera se produjo un silencio como no había escuchado nunca. Un silencio absoluto.
Ahora vuelvo a escucharlo.
No es agradable, es la ausencia de todo. No puedes oír nada, ni siquiera tu propia respiración, tan solo cómo te late el corazón y el mío se ha parado durante un segundo. Oh, no soy idiota, sé que Salvador está mintiendo; lo sé igual que sé que jamás lo reconocerá y que no parará hasta que me vaya. Estoy furiosa con él y conmigo por estar otra vez en esta situación.
—¿Sabes una cosa, Salvador? Vete a la mierda.