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¿Una vida de Homero?

 

 

Homero, u otro griego con el mismo nombre…

 

OSCAR WILDE, Oscariana, 1910 (post.)

 

 

Homero (esa arrolladora presencia que llamamos «Homero») es una figura nebulosa cuyos primeros biógrafos (o inventores) creyeron que había nacido no mucho después del saqueo de Troya, fechado tradicionalmente en el año 1184 a. C.[1] Eratóstenes de Cirene, bibliotecario de Alejandría, quien, entre otros aciertos, llegó a calcular con exactitud la circunferencia de la Tierra, afirmó en su Cronografía que había sido casi contemporáneo de Héctor y de Aquiles. Para los griegos de la Antigüedad la realidad de Homero estaba fuera de toda duda. Era sencillamente el más grande de los poetas, un hombre de carne y hueso que, en una época remota, había compuesto las obras en las que se basaba toda su cultura, no sólo la Ilíada y la Odisea, sino también otros himnos y epopeyas —un poema sobre la expedición de Anfiarao contra Tebas, la llamada Pequeña Ilíada, la Focaida, Cércopes y la Batracomiomaquia—, la mayor parte de los cuales se ha perdido o cuya autenticidad comenzó a ponerse en duda hace ya mucho tiempo. En el siglo V a. C., el historiador Heródoto dudó de la atribución de ellas a Homero, pero nunca de la existencia del personaje.[2] Unas décadas antes Esquilo, ninguna de cuyas piezas se basa (que sepamos con seguridad) ni en la Ilíada ni en la Odisea, había afirmado que todas ellas no eran sino «bocados de los grandes festines de Homero»,[3] dando a entender así que existían otros poemas homéricos que le habían servido de inspiración; si efectivamente existieron, no han sobrevivido. Pero su fama ciertamente ha llegado hasta nosotros. Un célebre relieve alegórico tallado en mármol por Arquelao de Priene a finales del siglo II, representa a Homero coronado por el Tiempo y el Espacio (Oikoumene, el «Mundo habitado») y aclamado por las musas de la Historia, la Tragedia, la Comedia y la Poesía, mientras sus «criaturas», la Ilíada y la Odisea, están arrodilladas a su lado. Sobre la apoteosis del poeta, en la parte superior del relieve, aparece Zeus recibiendo el homenaje de los otros dioses. Homero, «Padre de la humanidad», es el reflejo de Zeus, «Padre de los dioses».[4]

Ser «Padre de la humanidad» suponía ser padre de la historia. Los dos grandes poemas homéricos comienzan después de un período de diez años: la Ilíada, una década después del inicio del asedio de Troya; la Odisea, una década después de la caída de la ciudad. Es posible que para los griegos estos períodos de diez años tuvieran cualidades mágicas y marcaran una línea divisoria entre el tiempo de los dioses y el tiempo de los seres humanos; la historia de Grecia comenzaba, según sus cálculos, el año de la destrucción de Troya. Se conocían, y quedaron registradas, fechas más tempranas (una lápida conocida como el «mármol pario», hoy en el Museo Ashmolean de Oxford, recoge en su inscripción el año 1582 a. C., que para nosotros sería la primera fecha en la historia de Grecia), pero la caída de la fabulosa ciudad fue considerada tradicionalmente el primero de los acontecimientos acerca de los cuales existía un testimonio. La epopeya de Gilgamesh y los relatos del antiguo Egipto destellan en nuestra prehistoria, pero en Homero y sus poemas está el comienzo de todas nuestras historias.

Entre las obras literarias de la Grecia antigua, quizá los poemas homéricos fueron los primeros que aprovecharon las posibilidades que ofrecía la lengua escrita: la posibilidad de una mayor extensión, dado que la composición ya no tenía que ser lo suficientemente breve como para que el poeta la retuviera en su memoria; la de una mayor consistencia que la de la poesía oral, tanto con respecto al argumento como a los personajes; la de una mayor continuidad, ya que el texto escrito permitía la comparación con pasajes narrativos anteriores o posteriores, y la de una armonía más completa, ya que el ojo podía ayudar a la mente del compositor, enriqueciendo las normas de versificación puramente auditivas con las de la relación física entre las palabras y la página. Sobre todo, el poema escrito dotaba a la obra de un alcance mayor, de un radio de acción más generoso; el receptor del poema ya no se veía obligado a compartir el tiempo y el espacio del poeta. Un sistema alfabético de escritura llegó a Grecia hacia los siglos IX u VIII a. C.; anteriormente había existido un vacío de doscientos o trescientos años que siguió al colapso de la cultura micénica y la desaparición del sistema de escritura conocido como Lineal B. Los primeros ejemplos de composiciones literarias escritas en ese sistema alfabético, los «caracteres fenicios», como los llamó Heródoto, son de mediados del siglo VIII.[5] En el Canto VI de la Ilíada, Glauco narra la historia de cómo su abuelo fue el encargado de llevar al rey de Licia un mensaje, «grabado en una tablilla doble», en el cual se ordenaba a éste que matara al mensajero.[6] Es concebible que el autor de la Ilíada conociera ese tipo de signos y tablillas y que escribiera parte de su obra. Sin embargo, para algunos estudiosos modernos,[7] es posible que el compositor original jonio (o compositores) de la Ilíada y la Odisea escribiera el texto de los poemas no en tablillas, sino en rollos de papiro egipcio. Los jonios del siglo VII a. C. fueron mercaderes muy emprendedores que llegaron hasta el extremo occidental del delta del Nilo y, hacia el sur, hasta la Segunda Catarata; los nombres de los más atrevidos aparecen grabados en el muslo de uno de los colosos de Abú Simbel. De Egipto trajeron el maravilloso invento de los rollos de papiro, que, según Heródoto, siguieron llamando diphterai o «pieles», ya que los libros que ellos conocían estaban hechos de vitela. Si efectivamente Homero llegó a escribir sus poemas, la longitud de éstos habría estado determinada en gran medida por la cantidad de texto que podían contener esos rollos; la división de la Ilíada y la Odisea en veinticuatro cantos cada una fue posiblemente una consecuencia de esta limitación física.[8]

Antes de decidir si Homero compuso sus poemas oralmente o por escrito, se consideró útil establecer, para empezar, si efectivamente había existido el personaje, y, de ser así, dónde había nacido y cómo se había desarrollado su existencia. Localizar dónde nació se convirtió en una cuestión polémica y es bien sabido que siete lugares se disputaron ese privilegio: Quíos, Esmirna, Colofón, Salamina (o Cime), Rodas (o Pilos), Argos y Atenas. Con el tiempo, la cuestión llegó a adquirir diversas interpretaciones alegóricas. En el siglo XVII, por ejemplo, el poeta inglés Thomas Heywood vio en la discusión acerca del lugar de nacimiento de Homero una parábola del artista pobre que sólo llega a alcanzar la fama después de su muerte:

 

Siete ciudades pelean por Homero muerto,

cuando en vida no tuvo sobre su cabeza un techo.[9]

 

Miguel de Cervantes, por el contrario, reconoció en la incertidumbre acerca del lugar de nacimiento de Homero una prueba de la ecuanimidad de la fama, que permitía que más de una ciudad compartiera la gloria del poeta, como ocurría en el caso de don Quijote, «cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero».[10]

Una de las tradiciones más antiguas afirmaba que Homero había venido al mundo en la isla de Quíos, y el «Himno a Apolo de Delos» de finales del siglo VII a. C. (atribuido al poeta en la Antigüedad) se presentaba como obra del «ciego que vive en la escarpada Quíos».[11] Finalmente, ésta afirmó su preeminencia y todavía hoy se enseña a los turistas un hueco en una roca, a seis kilómetros de la principal ciudad de la isla, donde se supone que Homero y sus descendientes, conocidos como los homéridas, se sentaban a recitarse poemas los unos a los otros. Dos argumentos más sustentan la candidatura de Quíos. El primero, que la lengua de la Odisea y la Ilíada es fundamentalmente el jónico, la que hablaban los griegos primitivos que se establecieron en la costa occidental de Asia Menor y las islas adyacentes, incluida ésta (aunque también es posible que fuera la lengua tradicionalmente utilizada por la poesía épica y que Homero la adoptara por esa razón). El segundo, que, especialmente la Ilíada, incluye referencias concretas a la geografía de esta zona, por ejemplo a los picos de las montañas de Samotracia vistos desde la llanura de Troya, algo que sólo podía conocer una persona familiarizada con ese paisaje. Para competir con Quíos, la isla de Cos afirmó ser el lugar donde había sido enterrado Homero, una pretensión que Chipre le disputó a su vez. Según la tradición de esta última isla, la madre de Homero fue una chipriota llamada Temisto, por lo que el poeta habría elegido morir donde estaban enterrados sus restos.[12]

Durante los siglos III y II a. C., debido quizá a la necesidad de aportar más detalles a la evanescente figura de Homero, aparecieron varias biografías espurias, atribuidas, con el fin de otorgarles verosimilitud, a autores conocidos. La más larga, que se creyó obra de Heródoto (una atribución cuya falsedad fue demostrada hace mucho tiempo), proporcionaba una lista de los muchos viajes del autor de la Odisea, además de una genealogía detallada; en ella se menciona a una mujer llamada Creteida, no Temisto, como madre del poeta.

La Vida de Homero atribuida a Heródoto fue escrita en el siglo V o IV a. C. Su autor fue quizá originario de Esmirna, ya que sitúa en esta ciudad el nacimiento del poeta en lo que fue seguramente un intento de glorificar el lugar. («Que Homero era eolio y no era ni jonio ni dorio es algo que ya he demostrado en lo que he escrito», afirma con admirable suficiencia.) Sea cual fuere la nacionalidad de su autor, la Vida de Homero fue compuesta, como los poemas homéricos, en griego jonio[13] y revela una gran familiaridad con el dialecto y las costumbres de aquella región.

Según esta Vida, los abuelos de Homero murieron jóvenes, dejando a su hija Creteida al cuidado de su amigo Cleanax. Pocos años después, ella se enamoró y quedó embarazada; por temor al escándalo, Cleanax la envió a la nueva ciudad de Esmirna. El nacimiento de Homero, explica el autor, tuvo lugar exactamente ciento sesenta y ocho años después de la guerra de Troya, a orillas del río Meles. Creteida dio al niño el nombre de Melesígenes a causa del río, como nos recuerda Milton: «El ciego Melesígenes, más tarde llamado Homero».[14] Cuando llegó el momento, Creteida mandó a su hijo a la escuela, donde, debido a su extraordinario talento, fue adoptado por el maestro, quien le predijo un brillante futuro y le permitió el libre acceso a las clases. Un hombre que visitaba la ciudad convenció a Melesígenes para que abandonara Esmirna y comenzara a navegar. De barco en barco recorrió de un extremo a otro el reino de Poseidón y conoció los lugares que Ulises visitaría más tarde, incluida, por supuesto, Ítaca. A bordo, y por primera vez, comenzó a componer poemas para deleite de sus compañeros. Las gentes que conoció a partir de entonces se convertirían en personajes de las obras que verían la luz en el futuro: el amable Mentor de Ítaca, el bardo Femio, Mentes, señor de los tafios, o el curtidor Tiquio, que fabricó el escudo de Ayante. El entusiasta autor de la Vida de Homero acusa a otros de fabuladores; dice, por ejemplo, que aunque los habitantes de Ítaca afirman que fue allí donde el poeta perdió la vista, fue en Colofón donde ocurrió, una cuestión, añade, acerca de la cual están de acuerdo todos los colofonios. Al parecer, el cambio de nombre de Melesígenes a Homero tuvo lugar en Cimeris, donde el bardo ciego propuso al senado local que, a cambio de alojamiento y manutención, él se comprometía a hacer famosa a la ciudad con sus canciones. Los senadores (siguiendo la tradición que la mayor parte de las instituciones oficiales mantienen hasta nuestros días) rechazaron su propuesta argumentando que, si sentaban ese peligroso precedente, las calles de Cimeris se llenarían de mendigos ciegos («homeros», en su lengua). A partir de entonces, y con el fin de avergonzarlos, el poeta adoptó ese nombre.

En el siglo VI a. C., el filósofo Heráclito daba por seguro que Homero había muerto a causa de la decepción que le había producido no poder resolver una adivinanza infantil acerca de cómo atrapar piojos.[15] El autor de la Vida de Homero lo pone en duda, y afirma que Homero murió en la isla de Íos, no por ser incapaz de descifrar un acertijo sino a causa de «su débil constitución».[16] A lo largo de su biografía, y con inspirada percepción retrospectiva, ilustra la vida del poeta con escenas de la Odisea —su madre carda lana y teje como la fiel Penélope; el cabrero Glauco lo recibe con la misma hospitalidad con la que el porquerizo Eumeo acoge a Ulises en su propia casa— y crea la figura clásica de Homero como el bardo ciego que va de un sitio a otro recitando sus maravillosos poemas.

Desde muy pronto se identificó a Homero con uno de sus personajes. Para los que lo escuchaban y leían era un rapsoda, compositor e intérprete de poemas épicos, un «rey de los poetas» al que a veces se le pedía que rivalizara con otros. Heráclito creía que, en una de estas ocasiones, Homero había competido con Hesíodo en un certamen.[17] En la Odisea aparece la descripción de la interpretación de un bardo cuando, en la corte del rey Alcínoo, el ciego Demódoco recita tres historias acompañándose de una kittara o lira: primero, «una acción cuya fama llegó por entonces al cielo» sobre «la riña entre Ulises y Aquiles»;[18] más tarde, para complacer al público, la del «amor de Afrodita, de hermosa diadema, y de Ares»,[19] y finalmente, como despedida, la del Caballo de Madera y el saqueo de Troya.[20] La primera y la última constituyen espléndidos ejemplos de una mise en abîme, ya que el mismo Ulises, al que nadie ha reconocido, forma parte del público y llora al recordar su propio pasado que está escuchando relatar. (Antes se ha descrito a otro bardo, Femio de Ítaca, actuando para los pretendientes de Penélope en la corte de Ulises.)[21]

Casi nada sabemos de los bardos o rapsodas de la Antigüedad, excepto que muchos de ellos eran ciegos, que viajaban de ciudad en ciudad y que actuaban en lugares públicos y en las cortes reales. Sabemos (nos lo dice el mismo Homero) que su papel consistía en cantar «las hazañas de los héroes»[22] (la palabra que utiliza Homero para referirse a un «poeta» es aoidos, «cantante») y que su alojamiento y su manutención dependían de la generosidad de sus oyentes. Reflexionando sobre lo que consideraba una prolongación exagerada de los episodios finales de la Odisea, T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia) observó que «quizá la tediosa demora del clímax a lo largo de diez cantos fue el medio del que se sirvió un rapsoda pobre para prolongar la hospitalidad de su anfitrión».[23]

El papel tradicional del cantante-poeta ha sobrevivido hasta nuestros días. En los años treinta, y gracias a sus trabajos sobre los bardos de la antigua Yugoslavia, el estadounidense Milman Parry y su discípulo, Albert Lord, descubrieron en la Serbia musulmana cantantes populares (guzlars) continuadores de una antigua tradición épica muy semejante en forma y estilo a la de Homero, y cuyos poemas revelaban una alta incidencia de «repeticiones formulares». En términos generales, Parry y Lord sugirieron que los rapsodas de la Antigüedad podían recitar la Odisea y la Ilíada de forma parecida a como lo hacían los bardos de los Balcanes, cuyas canciones se transmitían oralmente de generación en generación y quienes, con la ayuda de un instrumento de cuerda, improvisaban a partir de textos ya fijados, dando una entonación y un acento personales a ciertos pasajes del poema elegido.[24] Es decir, que, basándose en fórmulas establecidas y sirviéndose de historias conocidas por sus oyentes, recitaban poemas que resultaban nuevos en cada ocasión.

Trescientos años después de Homero, en el siglo IV a. C., la imagen del rapsoda había cambiado. Aunque seguía siendo «el intérprete del pensamiento del poeta»,[25] ya no utilizaba la lira para acompañar sus palabras; ahora se vestía a la moda y llevaba un bastón emblemático. «Con frecuencia os envidio, rapsodas, por vuestra profesión —dice Sócrates, no sin cierta ironía—. Vuestro arte requiere hermosos atavíos y el más bello aspecto posible y debéis ser versados en muchos excelentes poetas, y especialmente en Homero, el mejor y más divino de todos.»[26]

Qué parte de los poemas inventaban los bardos griegos y qué parte recitaban de memoria, hasta qué punto debían ceñirse al original y cómo seleccionaban su repertorio, son cuestiones para las que no tenemos una respuesta clara. En la imaginación popular Homero, único entre los rapsodas, había perfeccionado su arte hasta tal punto que llegó a convertirse en la medida de toda excelencia, una medida nunca superada. Una ordenanza sin fecha, atribuida a Solón, Pisístrato o Hiparco, establecía que tanto la Ilíada como la Odisea debían ser recitadas en su totalidad en las Panateneas, un festival que se celebraba en julio en honor de la diosa Atenea.[27] Homero era el único poeta al que se concedía este honor y sus biografías respondían al deseo popular de saber más acerca del famoso autor.

Y, sin embargo, el hecho de que tuviera una biografía (o varias) no prueba, naturalmente, que existiera. «Algunos dicen —escribió Thomas de Quincey en 1841— que Homero no existió. “¿Que Homero no existió?”, dicen otros. “Al contrario. Existieron muchos.”»[28] Es posible que naciera no como hombre, sino como símbolo, como el nombre que los antiguos bardos dieron a su propio arte convirtiendo una antigua ocupación en un personaje legendario, en un famoso antepasado común a todos los poetas, el primero y el mejor. Cuando Parry entrevistó a los guzlars de los Balcanes y les preguntó los nombres de los más admirables entre ellos, algunos mencionaron a un maestro llamado Isak o Huso, un ser prodigioso que había vivido más años que ningún hombre normal y cuyo lugar de nacimiento se disputaban varias poblaciones. Su repertorio era inmenso e incluía las canciones más conocidas, pero ninguno de los que proporcionaron este testimonio había asistido nunca a uno de sus recitales; sólo habían recibido esa información a través de diversas fuentes.[29] Es posible que Homero naciera por medio de un proceso semejante.

¿Qué cualidades explicarían la temprana celebridad de Homero? Sus poemas ofrecían dos elementos unificadores a las ciudades dispersas de la Grecia de su tiempo: historias y dioses comunes. «En la pugna entre tribu y ciudad —observa el historiador Gilbert Murray—, los dioses del Olimpo [el panteón de Homero] ofrecían una gran ventaja. No eran ni tribales ni locales, a diferencia de todos los otros dioses. Para entonces eran internacionales y no tenían raíces en ninguna parte, excepto allá donde alguno de ellos podía identificarse con algún dios local; disfrutaban de fama, de belleza y de prestigio. Estaban preparados para convertirse en Poliouchoi, protectores de una ciudad, y aún más para convertirse en Hellânioi, o patronos de toda la Hélade.»[30] Los poemas de Homero se convirtieron en textos canónicos que ofrecían una visión cosmopolita de los dioses y los héroes; eran la referencia con respecto a la cual se contrastaban tanto las verdades documentales como los argumentos metafísicos. Dos escuelas de pensamiento reflejaron esa lectura dual. Por un lado, los historiadores argumentaban que las leyendas eran versiones, más o menos exactas, de hechos reales. Estrabón, por ejemplo, sostenía que la Odisea se había escrito con el fin de enseñar geografía: «Debemos disculpar a Homero ... por incluir elementos fantásticos en sus relatos, porque su finalidad era informar e instruir».[31] Por otra parte, los filósofos afirmaban que las leyendas eran alegorías que ocultaban una especie de clave poética. Los estoicos en particular utilizaron a Homero para ilustrar y dar validez a su discurso; Aristóteles, sin embargo, se negó a dar una interpretación alegórica a los mitos.[32]

«Para el filósofo —concluye el historiador Paul Veyne— el mito era una alegoría de verdades filosóficas. Para los historiadores era una leve deformación de las verdades históricas.»[33] Para unos y otros Homero era la referencia inevitable. Estas dos lecturas de sus poemas hallaron eco en un futuro lejano, tanto en las exploraciones y descubrimientos de las numerosas escuelas de arqueólogos, que, siguiendo a los primitivos historiadores griegos, creyeron que las historias eran ciertas y que Homero había descrito acontecimientos y escenarios con precisión iluminadora, como en las innumerables lecturas alegóricas que afloraron en todas las épocas, desde las versiones que se enseñaban en las escuelas de Roma a las recreaciones actuales de la Ilíada y la Odisea.

En el siglo VI a. C., Homero se había convertido ya no sólo en el más grande de los poetas sino también en el maestro cuya visión configuraba la concepción griega del mundo, tanto en lo referente a los mortales como en lo referente a los dioses o a los mortales que trataban de ser héroes entre divinidades que no brillaban precisamente por su conducta ejemplar. «Homero y Hesíodo —escribió el filósofo Jenófanes— han atribuido a los dioses todo lo que es vergonzoso y despreciable entre los mortales, como el robo, el adulterio y el engaño.»[34] En este universo incierto, como dejó claro el poeta, los seres humanos tenían que encomendarse a sus propios recursos y a su ingenio y no a la conducta divina, en la que poco podían confiar. Como relato aleccionador, pocos episodios resultan más atroces que el comportamiento de los dioses con respecto al troyano Héctor en la Ilíada. En un principio recibe la ayuda de Zeus y Apolo; luego, en cierto momento, ambos lo abandonan arbitrariamente a su suerte. Y lo que es aún peor, la diosa Atenea lo engaña haciéndose pasar por uno de sus hermanos y lo anima a luchar con Aquiles sabiendo a ciencia cierta que morirá a manos de él.[35] Los dioses de Homero pueden ser malvados y mentirosos.

Sin embargo, en ciertos casos (de ninguna manera en todos), la conducta de los héroes mortales de Homero podía ser un modelo para un hombre que aspirara a ser justo. Entre los guerreros griegos se desarrolló una ética profesional según la cual una camaradería leal y una táctica basada en la prudencia contribuían a hacer mejores combatientes, y, en consecuencia, llegó a considerarse importante estudiar en los poemas homéricos los errores de Agamenón, la devoción de Aquiles por Patroclo, la determinación de Héctor, la larga experiencia de Néstor y las astutas estratagemas de Ulises. En este contexto, no se concebía una educación formal que prescindiera de la obra de Homero. El joven Alcibíades, en el curso de una visita a una escuela hacia el 430 a. C., pidió al maestro uno de sus libros y, cuando éste le dijo que no había ninguno, propinó un puñetazo al pobre hombre.[36] Una escuela sin Homero no era una escuela; peor aún, era un centro de aprendizaje carente de los medios necesarios para alcanzar la excelencia.