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El Imperio romano de Oriente

Arrojad vuestras jabalinas y flechas contra ellos... para que sepan que están luchando... con los descendientes de los griegos y los romanos.[1]

Emperador CONSTANTINO XI PALEÓLOGO

arengando a sus tropas el 28 de mayo de 1453,

Crónica del Seudo-Sfrantzes

La expansión del imperio de Roma y la difusión de la cultura de Roma a Gran Bretaña, el norte de África, los Balcanes, Egipto, Europa central y Oriente Próximo sigue siendo un fenómeno asombroso. Con su capacidad para obtener impuestos de todas sus provincias para financiar nuevas actividades militares y para mantener la burocracia central, la administración romana logró un control hasta entonces inimaginable sobre territorios de muy distinta naturaleza. La fortaleza del imperio residía en el sistema que le permitía integrar las regiones conquistadas de modo que vinieran a incorporarse a su poder. Dominaba el arte de reclutar a los talentos locales de las provincias para su propia causa, al tiempo que reducía las regiones a un estatus subordinado.

Mientras que el latín se empleaba en todo Occidente, el griego siguió siendo la lengua franca de todas las regiones orientales. Hasta el siglo VI, el Imperio bizantino utilizó las dos antiguas lenguas. Los administradores enviados desde Occidente a la parte oriental del imperio solían ir provistos de vocabularios que daban el equivalente griego de las palabras latinas y explicaban la terminología local. La traducción del griego al latín era en gran medida el trabajo de los eruditos cristianos que querían poner las Escrituras y los textos teológicos a disposición de los occidentales. En cambio, era mucho menos la literatura latina que se traducía al griego. Así, por ejemplo, la mayor parte de las obras de Cicerón, Ovidio, Virgilio y Horacio eran desconocidas para los hablantes de griego que no eran políglotas. No obstante, la mayor parte de los hombres instruidos eran bilingües. Amiano Marcelino (c. 330-392 o más tarde), un erudito nacido en Antioquía que se identificaba a sí mismo como griego y como soldado, escribió una historia de su época en latín que documenta las campañas del emperador Juliano. También evocó de manera brillante la belleza de antiguos lugares como el templo de Serapis en Alejandría, derribado por los cristianos en 391, o el Foro de Trajano en Roma.

Aunque los emperadores trataban de mantener la unidad de su vasto imperio, también reconocían las dificultades de imponer un gobierno uniforme hasta las regiones más remotas. La solución ideada por Diocleciano (284-305) dividía el imperio en dos mitades, cada una de ellas gobernada por un emperador y un asistente o emperador «menor». Los dos emperadores «mayores» habían de actuar de manera coordinada, promulgando leyes que serían observadas en ambas partes del mundo romano, al tiempo que defendían sus propios territorios. Este «gobierno de cuatro» (o tetrarquía) pretendía estabilizar la administración civil y la defensa militar. Ciertamente funcionó lo bastante bien como para permitir tanto a Diocleciano como a su homólogo, el otro emperador «mayor», retirarse al cabo de veinte años de servicio, cuando sus asistentes se convirtieron ellos mismos en emperadores. Pero como ya hemos visto en el capítulo 1, Constantino revocó este sistema con su decisión de convertirse en el único gobernante, y, con ello, restauró la monarquía.

Esta, sin embargo, no tuvo más éxito que la tetrarquía a la hora de resolver los problemas del Imperio romano en el siglo IV. Los descendientes de Constantino se vieron enfrentados a dos clases distintas de amenaza militar. En Oriente, los romanos hubieron de contener a Persia, considerada siempre el «otro ojo» del rostro del mundo conocido. En el norte y el oeste, las tribus germánicas se mostraban aún más ansiosas por invadir y ocupar territorio romano. Dado que carecían de lenguaje escrito, de moneda y de leyes o de un sistema de gobierno reconocible, tradicionalmente se les consideraba bárbaros y primitivos. Pese a ello, Juliano (361-363) se vio obligado a emprender sendas campañas contra los alamanes al este del Rin, antes de convertirse en emperador, y contra los persas más allá del Éufrates. Ningún emperador podía defender a la vez todas las fronteras de su vasto imperio.

En 395, Teodosio I impuso una solución distinta con la división formal del imperio entre sus dos hijos: Honorio fue proclamado emperador de Occidente y Arcadio, de Oriente. Pero dado que los dos jóvenes emperadores necesitaban guardianes y consejeros, los generales militares se aprovecharon de la situación. Estilicón —medio vándalo, medio romano— se hizo con el control de Occidente, mientras que Eutropio —esclavo emancipado y eunuco— asumió el de Oriente. Ambos eran una muestra del reclutamiento de fuerzas no romanas, especialmente de godos, en el ejército, lo que permitía a los soldados bárbaros llegar hasta los más elevados puestos militares. Aunque este proceso se dio en ambas partes del imperio, la influencia bárbara resultaría mucho más peligrosa en Occidente. Una rebelión en Britania forzó la retirada de las tropas imperiales en 406, lo que coincidió con una importante incursión de vándalos, suevos y alanos, que cruzaron las aguas congeladas del Rin y luego avanzaron hasta la Galia y penetraron en Hispania. Esto marcaría el principio del fin para la parte occidental del Imperio romano.

Pero el desafío más serio al poder imperial vendría de la mano de los visigodos (o godos del oeste), cuyo jefe, Alarico, fue nombrado magister militum per Illyricum (es decir, comandante supremo de la provincia oriental de Iliria, una extensa región de los Balcanes). En el año 410 condujo a los visigodos hasta Italia, bloqueó Roma y rechazó las negociaciones y la oferta de oro del Senado. En agosto de aquel año, Roma, la Ciudad Eterna, capital del mayor imperio del mundo antiguo, fue saqueada por sus insatisfechas tropas. Aquel desastre llevó a san Agustín, obispo de Hipona, en el norte de África, a escribir su obra La ciudad de Dios, en la que advertía a los cristianos de Occidente que no debían dar excesivo valor a la gloria terrenal.

Al saqueo de Roma le siguió un número cada vez mayor de conquistas bárbaras, especialmente las del huno Atila, el segundo saqueo de Roma a manos de los vándalos del norte de África en 455, y la deposición del último emperador romano establecido en la propia Roma, Rómulo Augústulo, en 476. A partir de entonces, la parte occidental del mundo romano quedaría dividida entre diversos gobernantes bárbaros. Algunos de ellos, como Alarico y el ostrogodo (o godo del este) Teodorico, fueron alentados por los emperadores orientales a dirigirse hacia el oeste y dejar en paz a Constantinopla. Otros, como los burgundios y los francos, cruzaron el Rin para establecerse en lo que había sido la Galia central y septentrional. Los pocos funcionarios que representaban lo que quedaba del dominio romano retrocedieron hasta Arlés, en el sur de la actual Francia, y negociaron los mejores acuerdos posibles con los recién llegados. Muchos de los que tenían estatus senatorial buscaron refugio en la Iglesia.

La parte oriental del imperio, sin embargo, no experimentó el mismo proceso de decadencia y colapso. Por el contrario, sobreviviría durante otro milenio asentado en su fuerte metrópolis, Constantinopla, y sustentado por las ricas provincias de Oriente Próximo. Controlaría la cuenca oriental del Mediterráneo, aproximadamente la parte comprendida al este de la línea que iba de Singidunum, a orillas del Danubio (la actual Belgrado), hasta Cirene, en el norte de África (la actual Libia), pasando por el Adriático (véase el mapa 2). La mayor parte de los Balcanes, Grecia, las islas egeas y toda la actual Turquía configuraban la mitad norte de esta región, mientras que las zonas oriental y meridional estaban formadas por la totalidad de Siria, Palestina, Egipto y Libia. Al otro lado del mar Negro, el poder romano conservaba un pequeño enclave en Crimea, lo que permitiría que la navegación por el Euxino, o mar «hospitalario», se mantuviera. En el Mediterráneo, Creta, Chipre y Sicilia representaban puntos clave en las rutas marítimas, mientras que los puertos de Alejandría, Gaza, Cesarea y Antioquía mantenían su comercio bajo la autoridad de Constantinopla. Hasta el siglo VII, el comercio internacional se extendía también a diversos centros occidentales como Cartago, en el norte de África, y Cartagena y Sevilla, en la península Ibérica.

Esta parte oriental del Imperio romano es Bizancio, aunque no se le daría ese nombre hasta el siglo VI, cuando los eruditos humanistas trataban de hallar el modo de identificar lo que quedaba tras el colapso de la Antigua Roma en Occidente. Aunque el término que estos acuñaron se ha utilizado desde entonces, es importante recordar que los habitantes del imperio se denominaban a sí mismos «romanos» (en griego, romaioi) y se veían como tales. El hecho de que se atribuyeran cualidades romanas no era mera vanidad o esnobismo. Desde 330 hasta 619, Bizancio disfrutó de unas realidades no menos imperiales que su ideología, sobre todo en lo referente al «pan y circo», una manera abreviada de aludir a la norma de proporcionar los productos alimenticios básicos y un entretenimiento público gratuito a todos los habitantes de la capital oriental.

Como ya hemos visto, Constantino I insistió en mantener el subsidio del pan para todos los que se construyeran nuevas residencias en Constantinopla. La organización de una importación suficiente de cereales desde Egipto constituía una de las principales empresas del estado, que servía para dar trabajo a los propietarios de los barcos de transporte del grano, a los marineros y capitanes de la marina que realizaban el viaje anual a Alejandría, y a los estibadores que desembarcaban la carga en la isla de Ténedos, a la entrada de los Dardanelos, donde se almacenaba en inmensos silos hasta que los vientos favorables permitían que se transportara hasta la capital. Allí se distribuía a los gremios de molineros y panaderos, que se aseguraban de que hubiera pan cada día. A los que podían documentar su residencia en la ciudad se les entregaba una ficha de bronce que tenían que enseñar para poder recibir su ración de pan gratis en determinados puntos de distribución convenientemente señalados. La disposición de pan gratis no se hacía según fueran las necesidades, sino que se trataba más bien de un privilegio para quienes podían demostrar que eran bizantinos, es decir, que vivían en la ciudad.

Tras la ocupación persa de Egipto, en 619, dejó de llegar la flota de transporte de cereal, pero en cambio el abastecimiento de pan continuó. Diversas fuentes alternativas de grano, principalmente de Tracia, aseguraron el suministro de este, que luego se horneaba en barras. A partir de esa fecha, no obstante, los habitantes de la ciudad tuvieron que pagar el pan. Aunque había revueltas cada vez que la calidad de este disminuía, y cuando había escasez se producían ataques al eparca (o prefecto) de la ciudad, la norma de proporcionar los productos alimenticios considerados más básicos en la Antigüedad a la ciudad más importante de la época se mantendría durante siglos. Aun cuando la población de Constantinopla alcanzó su cifra máxima, llegando probablemente casi al medio millón bajo el mandato de Justiniano, antes de la peste, y a unos cuatrocientos mil en el siglo XII, se horneó el suficiente pan para cubrir sus necesidades.

Junto con el suministro de pan, el estado garantizaba también el entretenimiento público, que tenía lugar en el Hipódromo de Constantinopla, renovado por Constantino I. Este recinto de carreras se construyó con unas considerables dimensiones, dando cabida a los senadores y dignatarios en los asientos de mármol más cercanos a la pista, mientras que el resto de la población ocupaba bancos de madera situados más arriba, al tiempo que las mujeres y los niños se apretujaban de pie en la zona más alta. Los bizantinos eran apasionados entusiastas de las carreras de caballos y de carros, y los partidarios respectivos de cada equipo se identificaban por un determinado color: Rojos, Blancos, Verdes y Azules, importados de Roma, que se organizaban en corporaciones profesionales. En el siglo VI, solo los Verdes y Azules tenían relevancia, aunque, por otra parte, se habían convertido en grandes y poderosos organismos con plena responsabilidad no solo de las carreras sino también de organizar las exhibiciones de gimnasia, atletismo, boxeo, animales salvajes, pantomima, baile y canto con las que se llenaban los entreactos entre carrera y carrera.

Gracias a la historia de Procopio disponemos de una descripción detallada de una famosa artista del espectáculo público: Teodora, nacida alrededor de 497. Algunos historiadores consideran su versión un relato infundado que aspira a condenarla, pero dado que el emperador hubo de cambiar las leyes para convertirla en su esposa, es muy probable que procediera de una familia de bajo nivel social aun en el caso de que no actuara como Procopio afirma insistentemente que lo hizo. Su relato revela algo sobre la forma en que los Verdes y Azules organizaban el entretenimiento popular, documentando las distintas tareas que habían de realizar sus miembros: el padre de Teodora, Acacio, aparece como el responsable del cuidado de los osos, a los que se hacía bailar o luchar en determinadas exhibiciones; tras su muerte, su viuda trató de forjar una nueva alianza con la figura homóloga en la facción azul, aunque sin éxito. Luego subió a sus tres hijas al escenario, con lo que logró reemplear de nuevo a su familia.

Se dice que Teodora no tenía especiales dotes ni como bailarina ni como flautista (los papeles que se le atribuyen en la base del obelisco erigido en el Hipódromo), pero se convirtió en una famosa artista circense, apreciada por sus sensuales actuaciones y astracanadas. Esta clase de espectáculos eran muy distintos de los de las bailarinas teatrales, que recreaban historias de los antiguos mitos griegos en mímica y con acompañamiento musical. Teodora destacaba, pues, en la clase de entretenimiento más grosera, y es posible que fuera así como atrajo al sobrino del emperador, Justiniano, que compartía sus gustos. Una vez se hubo cambiado la ley para permitir a Justiniano casarse con ella, Teodora se convertiría en su consorte, y, llegado el momento, en la emperatriz. Más adelante hablaremos de su papel y de su famoso retrato conservado en Ravena.

La política romana del pan y circo fue poco a poco convirtiéndose en una política cristiana de sopa y salvación en la medida en que la Iglesia trató de frenar el entusiasmo popular por las carreras, las apuestas y lo que se consideraban espectáculos indecentes. Las representaciones teatrales de antiguas obras griegas fueron declinando, y los teatros y odeones, que habían constituido un rasgo tan prominente de las ciudades de la Antigüedad, se convirtieron en canteras para la extracción de material de construcción. Al convertirse en ruinas, a menudo se asoció aquellos lugares con los malos espíritus, al tiempo que se atribuían poderes proféticos a ciertas estatuas antiguas: ambas cosas consideradas peligrosas por los cristianos. En sus ataques a determinadas tradiciones urbanas como los baños públicos, así como a otras de carácter rural tales como la celebración de la fiesta de la vendimia, la Iglesia trató asimismo de poner fin al comportamiento inmoral e inapropiado. Pese a ello, jamás logró erradicar de los bizantinos su pasión por el espectáculo del Hipódromo.

Los Azules y los Verdes que organizaban las carreras también tenían encomendadas otras tareas más serias, tales como aclamar al emperador cada vez que se sentaba en el palco imperial del Hipódromo, al que podía acceder directamente desde el interior del palacio. De esta responsabilidad se derivó una dimensión política, en la que determinadas personas o grupos utilizaban las facciones para expresar su enfado. A través de las intervenciones organizadas que seguían a las aclamaciones obligatorias, los Verdes o los Azules podían corear observaciones críticas, por ejemplo, respecto a los precios. En un debate del siglo VI se registraba la condena de determinadas prácticas, así como la respuesta del emperador, transmitida a través del chambelán principal (praipositos). Así, una parte del potencial de disensión política se recondujo hacia el espacio común del Hipódromo, donde podía controlarse. De ese modo podían airearse los agravios contra funcionarios corruptos o impuestos excesivos. Pese a ello, el Hipódromo no representaba un verdadero espacio de auténtica deliberación o debate serio, algo que la naturaleza autocrática del gobierno bizantino no habría admitido jamás.

Sí proporcionaba, en cambio, un espacio de emocionantes espectáculos públicos compartidos por todas las clases sociales de Bizancio, incluido el emperador. En ciertas ocasiones, el soberano incluso participaba en las carreras de carros; en el siglo IX se dio instrucciones a las facciones de que permitieran al emperador Teófilo (829-842) llevar la victoria a los colores de los Azules. Las facciones también se encargaban de organizar espectáculos privados para los huéspedes imperiales en el interior del palacio, junto con los coros de las iglesias de la ciudad. En el siglo X, los grandes banquetes se animaban con danzas realizadas al son de órganos que funcionaban con energía hidráulica. Las exhibiciones de gimnasia, acrobacia y otros espectáculos circenses, a veces sobre camellos o sobre alambres suspendidos en lo alto del Hipódromo, que hacían las delicias de los visitantes de Constantinopla, también eran responsabilidad de las facciones.

El Hipódromo era el lugar donde los bizantinos se reunían para celebrar eventos ceremoniales tales como la conmemoración del aniversario de la ciudad, que se celebraba siempre el 11 de mayo; las celebraciones de las victorias; la muerte de enemigos y de criminales condenados, y el nacimiento o la coronación de un joven coemperador. Era allí donde el emperador se encontraba con su pueblo. En el siglo XII, cuando la dinastía de los Ángelo decidió celebrar las bodas imperiales en la intimidad del palacio de Blachernae, la plebe se opuso violentamente. A veces las circunstancias podían revelarse adversas antes que favorables. No cabe duda de que se conspiraba y se maquinaba en las zonas subterráneas del Hipódromo, donde Azules y Verdes guardaban sus trajes, accesorios y demás equipamiento, mientras que varios departamentos del gobierno funcionaban en cámaras situadas bajo las gradas. El Hipódromo desempeñaba un papel tan significativo en la vida de la ciudad que los emperadores dedicaron siempre cuantiosos fondos al entretenimiento público.

La ideología imperial sustentaba todos los aspectos de la corte bizantina con los símbolos romanos de poder, además de otros nuevos adoptados de Persia. Diocleciano fue el primer emperador que llevó diadema, ropajes de oro y una insignia de su posición —todo ello importado de Oriente—, además que esperar que la gente se postrara ante su presencia. Los soberanos del siglo IV importaron esas costumbres de Persia, donde el rey de reyes (shahanshah) se sentaba en el trono bajo árboles de oro llenos de pájaros de oro a los que se podía hacer cantar, flanqueado por leones que también rugían. Teodosio II construyó un campo de polo para que los emperadores bizantinos pudiesen jugar al real deporte, que era otra importación de Persia.

En la propia corte bizantina, dentro del vasto complejo palaciego, coincidían los símbolos y las realidades del poder autocrático. La autoridad imperial se exhibía a través de innovaciones tecnológicas tales como relojes de agua y aparatos astronómicos. Los bizantinos utilizaban los principios desarrollados en el siglo I de nuestra era por Herón de Alejandría para construir autómatas movidos con energía hidráulica destinados a impresionar a los visitantes de la corte. En el siglo X, Liutprando de Cremona, enviado como embajador a Constantinopla, informaba de que el inmenso trono custodiado por «leones que rugían» se elevaba en el aire. «¡Observen! El hombre al que justo antes acababa de ver sentado en un asiento de moderada altura había cambiado ahora su vestimenta y se hallaba sentado a la altura del techo.» En los baños imperiales y afuera, en los jardines, las fuentes rociaban agua, mientras los pájaros de oro cantaban y los órganos proporcionaban entretenimiento musical. Al igual que los relojes que medían el tiempo con precisión y los instrumentos astronómicos que podían predecir los eclipses, todo ello simbolizaba el poder de los emperadores, su incomparable prestigio y su ostentosa grandeza. El entorno arquitectónico de esta celebración de supremacía imperial se inspiraba en el palacio de Augusto, en el monte Palatina de la Antigua Roma. Fue Septimio Severo (193-211) quien construyó el palacio original en la antigua Bizancio, y luego los posteriores soberanos lo ampliaron hasta que el complejo del Gran Palacio llegó a cubrir una extensa área situada en el primero de los catorce distritos de Constantinopla. Este palacio contenía no solo las principales salas de recepción, las habitaciones de la familia imperial y de sus sirvientes, numerosas iglesias, baños y guarniciones, sino también numerosas oficinas de la administración central, todas ellas unidas por corredores, jardines jalonados de terrazas y fuentes alimentadas por cisternas (véase el capítulo 16). Desde su emplazamiento sobre acrópolis, gozaba de espectaculares vistas sobre el Bósforo. A finales del siglo VII, Justiniano II (685-695 y 705-711) rodeó toda la zona de una muralla, convirtiéndola así en la que sería la primera de numerosas ciudadelas. Pese a esta fortificación, muchos rebeldes y asesinos lograrían entrar en palacio, por ejemplo en 820, cuando se disfrazaron de miembros del coro que había de cantar en las celebraciones navideñas y asesinaron a León V.

El palacio fue siempre un centro de aprendizaje, que proporcionaba educación a los infantes imperiales y conservaba una gran biblioteca. La mayoría de los emperadores favorecieron la erudición y patrocinaron a determinados maestros. Basilio I, que destituyó a Focio del patriarcado, más tarde volvió a llevarle a palacio para que enseñara a sus hijos: Constantino, León y Alejandro. El segundo, que más tarde reinaría con el nombre de León VI (886-912), pasaría a conocerse con el sobrenombre de «León el Sabio», lo que posiblemente fuera en parte un tributo a su maestro. La biblioteca palaciega nutrió a algunos soberanos intelectuales, como Constantino VII (913-959), además de mantener a un conjunto de escribas que hacían lujosas copias de manuscritos que luego se regalaban a gobernantes extranjeros. Así, en 827, estos copiaron los textos de Seudo-Dionisio el Areopagita en un manuscrito que se entregó a Ludovico Pío y que se guardó en el monasterio de Saint-Denis, en las afueras de París (actualmente se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia). Y durante el reinado de Romano II (959-963) produjeron una copia ilustrada del texto médico y farmacológico de Dioscórides para el califa de Córdoba.

En la administración práctica de la parte oriental del imperio también persistían las tradiciones romanas, especialmente en las cuestiones tributarias. Los funcionarios seguían realizando tanto el censo de la población como la evaluación de la calidad de la tierra a fin de gravar a las personas, las propiedades y los bienes inmuebles. Los ingresos tributarios seguían siendo esenciales para el gasto imperial, y su disminución debida a las concesiones de tierras libres de impuestos, así como a la adopción del arrendamiento de la recaudación tributaria en el siglo XI, habría de causar una grave crisis. En la transición de la inscripción tallada y los documentos en papiro a los registros escritos en pergamino se mantuvo la práctica registral romana, y se guardaban copias por triplicado de todas las decisiones imperiales. Así, por ejemplo, se utilizaron inscripciones monumentales en piedra para fechar las reparaciones en las murallas de Constantinopla y para consignar una victoria lograda en Nicea a comienzos del siglo VIII. Tanto el pergamino como el papiro eran materiales que difícilmente resistían los incendios y saqueos, por lo que apenas se han conservado unos pocos indicios de su poderosa organización burocrática, principalmente en la correspondencia oficial como la que mantenían con los obispos de Roma, o en las donaciones imperiales a monasterios.

En el procedimiento fundamental para la proclamación de un nuevo soberano, Bizancio añadió un elemento cristiano a su herencia romana. La aclamación por parte del Senado, el ejército y el pueblo en el Hipódromo se vio transformada en 457 por la adición de una ceremonia de coronación realizada por el patriarca en Santa Sofía. León I fue el primer emperador confirmado por este ritual cristiano. El patriarca Anatolio insistió en ello posiblemente porque León era una figura militar desconocida que había llenado el vacío dejado por la muerte de los últimos representantes de la dinastía Teodosiana. La celebración de la ceremonia y el uso de una corona se convirtieron en una de las formas por las que pretendientes y usurpadores tratarían de aumentar su poder. Sin embargo, y de manera más significativa, en Bizancio la coronación simboliza la transformación de las tradiciones imperiales romanas en otras de carácter cristiano.

El ritual de coronación de la Bizancio medieval habría de ser imitado en las cortes de toda Europa. En la ceremonia de elevación de Carlomagno a la posición de emperador, en el año 800, el papa León III tuvo que buscar una corona para ponérsela en la cabeza, puesto que no podía haber coronación sin corona. Asimismo, le ungió con los santos óleos, lo que constituía una innovación occidental en el ritual. En el Occidente medieval, la «unción», como se la denominaba, normalmente estaba reservada para los obispos y el clero de alto rango. Cuando León III la empleó en la coronación de un monarca, reclamaba con ello un papel vital y superior para la Iglesia, que tanto los papas de Roma como los metropolitanos de Rusia y los arzobispos de Canterbury se mostrarían ansiosos de perpetuar. Napoleón rompería esta dependencia de la Iglesia al coronarse a sí mismo en París. Otros monarcas tanto del Viejo Mundo como del Nuevo, sin embargo, perpetuarían el estilo de coronación bizantino, y de hecho este constituiría la base de la coronación de la reina Isabel II de Inglaterra, la primera televisada, en 1953, mil quinientos años después de que León I fuera coronado por Anatolio. Pese a ello, el momento crucial de la unción, cuando los obispos se congregaron en torno a la monarca, se consideró todavía demasiado sagrado como para mostrarlo a los televidentes.

Aunque ornadas de cristiandad, Bizancio mantuvo las tradiciones romanas que hicieran famoso al gobierno imperial, y especialmente a la ideología imperial, con sus ramificaciones en el derecho, la organización militar, la medicina, la administración, la tributación y los ceremoniales cortesanos. El emperador siguió siendo un personaje divino en la tierra, aunque su indiscutible autoridad era ahora sancionada por Dios. Él formaba y dirigía a sus tropas en la batalla, aunque ahora eran los eclesiásticos quienes bendecían la campaña y rezaban por la victoria, que era concedida por Dios. La corte imperial seguía siendo un lugar de refinada pompa y ostentosa exhibición, si bien ahora era un reflejo de la corte celestial. La justicia seguía siendo prerrogativa y deber imperial, y se prestaba atención a las apelaciones ante el emperador incluso de los súbditos pobres y anónimos. Los antiguos templos de Constantinopla no fueron demolidos o convertidos de manera inmediata; de hecho sobrevivieron hasta el siglo VI, en que fueron readaptados para un uso laico. Algunas obras de arte antiguas siguieron siendo apreciadas pese a representar a dioses y diosas desnudos.

Aunque las hazañas de la ingeniería romana eran visibles en la construcción de puentes, carreteras, fortificaciones y acueductos, que seguirían construyéndose durante siglos, las invisibles funciones de la administración burocrática remunerada probablemente resultaron más significativas en el sostenimiento de Bizancio. Cuando algunos rebeldes incompetentes como Focas (602-610) se apoderaron del trono, la estructura oficial de gobierno siguió funcionando sin grandes cambios.

Pese a ello, algunos emperadores, incluyendo a Alejo I Comneno (1081-1118), pudieron intervenir para reformar el sistema. La necesidad de funcionarios cualificados contribuyó también a mantener unos elevados estándares de educación y a aumentar el nivel general de alfabetización. Y los propios burócratas desarrollaron un sentimiento de su propia valía y un espíritu corporativo que se manifiesta claramente en su correspondencia.

Conforme la parte oriental del Imperio romano se transformaba en la Bizancio cristiana, nuevas tradiciones relacionadas con la creencia religiosa venían a añadirse a las viejas tradiciones imperiales y clásicas, incluyendo la preservación consciente de los tiempos paganos precristianos. La vitalidad de Bizancio y su supervivencia le deben mucho a esta coexistencia de distintas facetas opuestas. Cuando Constantino XI Paleólogo urgió a sus súbditos a defender su capital contra los turcos otomanos, el día antes del asalto final del 29 de mayo de 1453, les pidió que mostraran el espíritu y la fortaleza de sus ancestros, los griegos y romanos. Él mismo pereció en la batalla por defender aquel espíritu, muriendo menos como un mártir cristiano que como un descendiente de César y Augusto, Constantino y Justiniano.