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Constantinopla, la mayor ciudad de la cristiandad

¡Oh, Ciudad imperial, fortificada Ciudad, Ciudad del gran rey... Reina de la reina de las ciudades, cantar de cantares y esplendor de esplendores![1]

NICETAS CHONIATES, principios del siglo XIII

En la historia de Constantinopla se produjo una gran crisis cincuenta años después de la muerte de Constantino I, cuando los godos infligieron una aplastante derrota a los romanos en la batalla de Adrianópolis, el 9 de agosto de 378. El emperador Valente (364-378) había avanzado con un gran contingente de tropas para hacer retroceder a los invasores bárbaros sin esperar a los refuerzos occidentales. Pereció en la batalla, junto con los comandantes orientales más experimentados, con lo que la clase política quedó decapitada. Solo dos generales escaparon para informar del desastre al joven emperador de Occidente Graciano (375-383), mientras los godos devastaban el territorio imperial hasta las propias murallas de la ciudad de Constantino.

En respuesta a aquel desastre, el imperio recurrió a sus tradicionales habilidades diplomáticas, mientras los bizantinos se recluían tras sus fortificaciones. Graciano, ahora el único emperador superviviente, recurrió a Teodosio, que había dejado su carrera militar para retirarse al otro extremo del Mediterráneo, a las propiedades que poseía en España. Inicialmente, la negociación entre ambos implicaba su nombramiento como comandante militar de Oriente; pero dado que Valente carecía de sucesor, y que el dividido imperio requería el trabajo conjunto de dos emperadores, Teodosio sin duda debió de apreciar el significado subyacente de la invitación. Aceptó dirigir el ejército en los Balcanes, y más tarde sería aclamado como emperador por sus tropas. Después de varias campañas contra los godos, Teodosio firmó la paz con los invasores, y en noviembre de 380 entró triunfante en Constantinopla, que hasta entonces no había visto nunca. Tras un interregno de dos años, la Nueva Roma contaba con un nuevo soberano, y su futuro quedaba asegurado.

Teodosio I (379-395) era un cristiano estricto, que en 381 convocó un concilio para condenar las definiciones arrianas de la fe, además de promulgar leyes contra la celebración pública de ritos paganos. Pero también dejó su impronta en la ciudad de Constantinopla de la forma más tradicional. Construyó un nuevo foro, que incluía su estatua en lo alto de una columna, así como una monumental veleta que ejercía también la función de reloj público, de forma parecida a la Torre de los Vientos de Atenas. En la barrera central del Hipódromo, en torno a la cual corrían los carros, erigió también un obelisco egipcio traído de Karnak, que conmemoraba una victoria egipcia de 1440 a. C. según la más antigua —y hoy largamente olvidada— religión y lengua del Mediterráneo oriental. Este se convertiría en otro símbolo más del triunfo militar romano. En la base que sustentaba el obelisco, Teodosio mandó que se le representara a él mismo presidiendo las carreras, flanqueado por su corte, con bailarinas y músicos, y con apretadas filas de bárbaros rindiéndole tributo (lámina 6). En la cara norte, diversas esculturas documentan la técnica utilizada para levantar un monolito tan pesado, que también queda registrada en sendas inscripciones en griego y en latín. Aunque con frecuencia los terremotos han hecho que muchos edificios de Constantinopla se derrumbaran y que muchas estatuas caigan de lo alto de sus columnas, el obelisco sigue todavía donde lo colocaron los ingenieros en el año 390, sobre cuatro soportes situados en las cuatro esquinas de su base.

Bajo la nueva dinastía fundada por Teodosio, el mundo romano se transformó. Antes de morir, en 396, el emperador dividió el imperio entre sus dos hijos, de modo que Honorio se convirtió en emperador de Occidente, mientras que Arcadio lo fue de Oriente. A comienzos del siglo V, la parte occidental sucumbió a la presión cada vez mayor de las fuerzas no romanas como los godos, los hunos, los vándalos y los francos, que poco a poco establecieron su dominio bárbaro en distintas regiones. Roma fue saqueada dos veces, en 410 y 455, y en 476 las tropas germanas mandadas por un jefe huno, Odoacro, depusieron al último emperador romano de Occidente. La Nueva Roma se expandió y prosperó a expensas de la Antigua, e incluso algunos contingentes bárbaros fueron comprados por los emperadores orientales para que se desplazaran hacia el oeste, dejando tranquilo a Oriente. A través de este largo proceso, la parte oriental del mundo romano se convertiría en lo que hoy denominamos Bizancio (véase el capítulo 3).

Constantinopla creció con tanta rapidez que en 412 hubo que construir nuevas murallas un kilómetro y medio más al oeste que las originarias defensas de Constantino. Un año después se completó una nueva y enorme triple línea de fortificaciones de 6 kilómetros de longitud. Con una muralla interior de 11 metros de altura y torres cada 70-75 metros; luego una muralla intermedia más baja, también con torres, y finalmente otra muralla exterior y un profundo foso. Estas fortificaciones protegerían la ciudad de todos sus enemigos hasta 1204, y todavía hoy resultan impresionantes. También se construyeron murallas marítimas a lo largo de las barreras naturales del Cuerno de Oro y el mar de Mármara. Las tierras así incluidas vinieron a incrementar la extensión de la ciudad en unos 5 kilómetros cuadrados, incorporando ahora a ella los viejos cementerios, donde los constructores narrarían escalofriantes relatos sobre tumbas removidas y hallazgos de estatuas funerarias y huesos en dichas tumbas. Gran parte de la zona se dedicó a la horticultura, con viñedos, frutales y huertas de hortalizas, que también se extendían más allá de las murallas. Bajo el emperador Anastasio (491-518) se construyeron las denominadas Murallas Largas entre Selimbria, a orillas del mar de Mármara, y el mar Negro, una distancia de 45 kilómetros, concebidas como el anillo más externo de la defensa de Constantinopla, aunque los historiadores actuales tienden a interpretarlas como un signo de debilidad, puesto que una vez que los invasores habían alcanzado las Murallas Largas se encontraban tan solo a 65 kilómetros al oeste de la capital.

Todos los emperadores trataron de añadir sus propios monumentos a la ciudad, tales como columnas honorarias, a fin de mejorar sus mercados y puertos, además de construir iglesias, monasterios y ampliaciones del palacio imperial. En el siglo IV, se asocia a Valente con la construcción de un gran acueducto, que traía agua desde los frescos manantiales de Vize, en Tracia, a una distancia de 120 kilómetros en línea recta (lámina 5). Aunque este enorme proyecto de ingeniería para asegurar el suministro de agua todavía puede verse entrando en la ciudad vieja a cierta altura del suelo, un complejo sistema de drenaje subterráneo canalizaba las aguas residuales fuera de la urbe. El agua se empleaba en baños y fuentes tanto públicos como privados, y se almacenaba en grandes cisternas revestidas de cemento impermeable. Una de las mayores cisternas abiertas destinadas a recoger agua de lluvia fue construida en 421 en la zona recién amurallada de Constantinopla, probablemente por Aetio, prefecto de la ciudad, con una capacidad de 250.000 a 300.000 metros cúbicos. Justiniano añadió la cisterna cubierta de Basílica, con 336 columnas, algunas de ellas construidas sobre antiguos bloques de estatuaria, como, por ejemplo, una colosal cabeza de Medusa. Esta podía almacenar alrededor de 78.000 metros cúbicos. La visita a este monumento subterráneo con la música y la luz apropiadas constituye una de las atracciones turísticas de la moderna Estambul. Pero proporciona asimismo una idea bastante buena de la capacidad de la ciudad para resistir al asedio.

Dentro de sus magníficas defensas y con su creciente capacidad para almacenar tanto agua como cereales, Constantinopla resistiría numerosos ataques, especialmente el asalto combinado de fuerzas ávaras, eslavas y persas en 626, así como varios importantes asedios. El ataque de 626 fue breve pero extremadamente delicado, ya que el emperador Heraclio (610-641) no se hallaba en la ciudad. Este había emprendido una larga campaña contra los persas en el este, dejando Constantinopla al mando del patriarca Sergio y el general Bono. Los ávaros y eslavos bloquearon la capital por tierra y cortaron el suministro de agua destruyendo el acueducto, mientras una fuerza persa llegaba a la orilla asiática del Bósforo. Bono ordenó a las fuerzas navales que impidieran que los eslavos transportaran a los persas a través del Bósforo, que negociaran con el ávaro Chagan y que realizaran incursiones contra los sitiadores. Paralelamente, el patriarca organizó a todo el conjunto de la población civil en una profesión por todo el trazado de las murallas de la ciudad, llevando sus iconos de Jesucristo y cantando el himno Akáthistos, que pide la divina asistencia de la Virgen María. Cuando los ávaros construyeron armas de asalto y atacaron las murallas, hubo testimonios de personas que aseguraron haber visto a una mujer dirigiendo la defensa, a la que identificaron como la propia Virgen. Puede que la supervivencia de Constantinopla contra tan temibles enemigos requiriera de poderes sobrenaturales; lo cierto es que estos se convirtieron en un rasgo característico de la ciudad, que ya se daba a sí misma el nombre de Theotokoupolis, o «ciudad de la madre de Dios», cuyas reliquias custodiaba.

A partir de 626, fueron las fuerzas árabes las que emprendieron la lucha por la conquista de Constantinopla, que pretendían convertir en su propia capital. Durante todo el siglo VII hubo varios asedios frustrados. Bajo Anastasio II (713-715), los bizantinos supieron que se planeaba un gran asalto a la ciudad, y el emperador ordenó que todas las familias que no pudieran garantizarse el propio sustento alimenticio durante tres años abandonaran la urbe, un claro signo de que se preparaban para un largo asedio. Justo antes de que llegaran las fuerzas árabes (dos ejércitos por tierra y la armada por mar), en la primavera de 717, León III juraba como emperador. Este utilizó la habitual combinación de estrategias militares y diplomáticas, persuadiendo a los jázaros de que hostigaran a los árabes por la retaguardia y lanzaran «fuego griego» contra sus barcos. Después de un invierno extremadamente frío en el que los sitiadores se vieron obligados a comerse sus camellos, de nuevo reanudaron el ataque. Sin embargo, el verano siguiente el califa les ordenó retirarse, y en el camino de regreso sufrieron nuevas derrotas. Bizancio conmemoró la victoria de 718 con una serie de servicios litúrgicos que se celebrarían cada 15 de agosto, que era también la festividad de la Koimesis o Dormición de la Virgen María (conocida en Occidente como la Asunción). Mientras que la Iglesia adscribió la supervivencia de la ciudad al poder protector de la Virgen, León III se atribuyó el mérito por su organización de la defensa de la urbe.

Tras producirse una serie de disputas internas en el mundo árabe, fueron los búlgaros quienes pasaron a tratar de conquistar Constantinopla, realizando serios intentos a comienzos del siglo IX, y de nuevo en la década de 920. Pero debido a que resultaba difícil mantener sus largas líneas de abastecimiento, no pudieron planificar un asedio prolongado, y en ambas ocasiones hubieron de retirarse al cabo de algunas semanas. Más tarde fue el turno de los rusos, que cruzaron el mar Negro y atacaron la ciudad en 860, 941 y 1043. En todas esas ocasiones Constantinopla logró resistir. A comienzos del siglo XIII, no obstante, el asedio de los cruzados latinos de 1204 finalmente consiguió forzar un punto de entrada —a través del Cuerno de Oro—, pero solo gracias a la astucia, la traición y la debilidad interna antes que a la fortaleza militar. Esta triste historia del ataque cristiano a Bizancio se narra en el capítulo 24. Pese al devastador saqueo y a los cincuenta y siete años de ocupación latina de Constantinopla, entre 1261 y 1453 la ciudad recuperó su carácter bizantino y parte de su antigua gloria. Finalmente, en mayo de 1453, las fortificaciones del siglo V no bastaron para resistir a la pólvora y las balas de cañón de los turcos.

Durante toda su historia bizantina, la población de la ciudad se expandió y se contrajo en función de distintas presiones. Su constante crecimiento a partir del siglo IV hizo que en tiempos del emperador Justiniano (527-565) el número de habitantes rondara el medio millón. Aunque todas las estimaciones demográficas son meras conjeturas, la cifra de 500.000 habitantes se basa en la capacidad de la flota mercante que llevaba los alimentos básicos a la ciudad, así como en la actividad administrativa y de construcción dentro de ella. La Nueva Roma atraía habitantes, convirtiéndola, con mucho, en la mayor ciudad del mundo en la Antigüedad tardía, al tiempo que la Antigua Roma declinaba. Luego, en 541, un brote de peste bubónica afligió a todo el imperio, dejando innumerables muertos conforme iba avanzando de una región a otra, transmitida por las ratas que iban en los barcos y en las mercancías que se transportaban por tierra. Cuando el historiador Procopio, que presenció aquellos horrores, trató de describirlos, adaptó para ello el famoso relato que hiciera Tucídides de la peste del siglo V a. C. Al modelo antiguo, Procopio añadió sus propias observaciones: cómo los vivos eran demasiado pocos para enterrar a los muertos, a los que tenían que arrojar al otro lado de las murallas o dentro de cisternas. La población debió de haber sufrido un fuerte descenso, no solo en 541-542 sino también en nuevos brotes recurrentes de la enfermedad producidos durante los siglos VII y VIII. Además de esta imparable causa de muerte, toda una serie de terremotos afectaron a la capital, provocando más terror, destrucción y pérdida de vidas. En 740, un fuerte temblor redujo la catedral de Santa Irene a sus cimientos, al tiempo que muchas otras edificaciones se derrumbaban, llevando el número de habitantes de la ciudad a uno de sus puntos más bajos.

Constantino V (741-775) invirtió esta tendencia mediante un plan específico de reconstrucción, empezando por Santa Irene, que se restauró dejándola todavía más magnificente que antes. En 766, en lo que representó una medida aún más importante para la revitalización de la ciudad, organizó la inmigración forzosa de miles de obreros para la reparación del gran acueducto, cortado durante el asedio de 626. Fueron reclutados en Ponto, Asia, Grecia y las islas egeas, y probablemente se quedaron en la ciudad una vez terminado el trabajo. Constantino también mandó reparar un reloj del Gran Palacio, y en 757 envió un órgano como regalo a los francos en una embajada, reflejando así su interés en dichos instrumentos. Probablemente funcionaban mediante energía hidráulica, como las fuentes y los ornamentos dorados mecánicos de la corte bizantina. Nuevas iglesias como la del Faro, construida junto a este dentro del Gran Palacio, reflejaban esta ambiciosa estrategia de regeneración, que atrajo a nuevos habitantes y mercaderes a la ciudad. Mediante la expansión interna y la revitalización de los mercados, Constantinopla recuperó su posición de eje del comercio internacional.

Como centro de toda la administración, la diplomacia, el mecenazgo cortesano y la enseñanza de las artes y oficios de todo el imperio, la ciudad proporcionaba numerosas oportunidades a las gentes de las provincias y de otros territorios más lejanos que buscaban trabajo o mecenas, así como a mercenarios y a líderes espirituales. A mediados del siglo IX, un luchador y domador de caballos llamado Basilio utilizó su talento para hacer amistad con el emperador Miguel III, al que acabaría suplantando en 867. Incluso quienes carecían de especiales dotes buscaban empleo en las grandes casas y monasterios de la ciudad. Las muchachas jóvenes competían por un puesto de trabajo en la corte, donde numerosas damas de compañía atendían a la emperatriz y atraían la atención de potenciales esposos. Varios extranjeros, identificados por apodos como «el Italiano» o «el Eslavo», llegaron a ocupar altos cargos. Las estrechas relaciones con el Cáucaso vinieron a sumarse a esta sociedad multicultural en la que los militares solían hacer carreras de éxito. Los emperadores Filípico (711-713) y Romano I (920-944) —este último comandante naval— eran ambos de Armenia, mientras que León III (717-741) provenía de una familia siria que se había trasladado a Isauria, en la parte meridional de Asia Menor. En el siglo IX, Constantinopla de nuevo se vio dotada de numerosas villas y palacios construidos por mecenas individuales, así como patriarcas, funcionarios imperiales y administradores.

A finales del siglo XI y durante todo el XII, cuando los turcos selyúcidas penetraron en Asia Menor (véase el capítulo 21), muchos refugiados huyeron a Constantinopla. Pese al evidente incremento de la población, al parecer la ciudad fue capaz de alimentar a todo el mundo, lo que reflejaba la eficiente explotación de las fincas de las provincias orientales del imperio, muchas de las cuales eran propiedad de instituciones religiosas, como los monasterios del monte Athos. A finales del siglo XII, uno de los mayores, el de Gran Laura (véase el capítulo 18), poseía incluso una pequeña flota de barcos en los que transportaba el excedente de cereal desde sus tierras en las inmediaciones de la Montaña Sagrada[*] hasta la capital. Aunque resulta imposible disponer de cifras exactas sobre la población de Constantinopla, los visitantes occidentales se quedaban asombrados ante la cantidad de gente que veían y lo abarrotadas que estaban las calles.

En su historia de la Cuarta Cruzada, Geoffrey Villehardouin, que murió entre 1212 y 1218, calculaba que había unos cuatrocientos mil habitantes, y dejaba clara su propia impresión de que la ciudad era sin duda la mayor de la cristiandad.

Dentro de sus murallas, Constantinopla contenía numerosos monasterios, iglesias y santuarios, que atraían a peregrinos y a anacoretas de todos los rincones del mundo cristiano. En el siglo V, Daniel, un monje sirio, erigió su columna ante las murallas de la ciudad y desde lo alto empezó a dar consejos, incluso a los propios emperadores. Tales ascetas eran sumamente respetados por los principales obispos que administraban la Iglesia. El patriarca de Constantinopla dirigía la educación religiosa y reunía una gran biblioteca de textos teológicos. Al mismo tiempo, existía una importante tradición de enseñanza secular que se remontaba a los tiempos más antiguos. En 425, Teodosio II reforzó dicha enseñanza estableciendo 31 cátedras para profesores especializados en el estudio de la gramática griega y latina, la retórica, la filosofía y el derecho en unas salas especiales del Capitolio. Con el patrocinio imperial, Constantinopla seguía siendo el centro de todos los estudios jurídicos superiores, además del cuadrivio avanzado de las ciencias matemáticas y la filosofía. Paralelamente, la hermana mayor de Teodosio, Pulqueria, fomentó el culto a la Madre de Dios, con liturgias especiales que se prolongaban toda la noche.

Con el apoyo de la emperatriz Verina, esposa de León I (457-474), dicho culto arraigó en dos importantes santuarios de Constantinopla: en Blachernae, en la esquina noroccidental del recinto amurallado, y en el distrito de los obreros del cobre, Chalcoprateia, cerca del Gran Palacio. Además de las reliquias de su velo, su cinto y su manto, ciertos iconos de la Virgen y el Niño, así como el ciclo litúrgico de sus festividades, conmemoradas en sermones y plegarias, vinieron a potenciar la devoción popular a ella. Se decía que algunos de los cuadros eran obra de san Lucas y se remontaban a los años en que este vivió. Otros emperadores posteriores siguieron aumentando la colección imperial de reliquias; a comienzos del siglo X, León VI instaló dos iconos milagrosos particularmente importantes a ambos lados de la entrada principal de la catedral de Santa Sofía (véase el capítulo 5). Los visitantes occidentales del período de las Cruzadas expresaban su asombro ante las colecciones de importantes reliquias e iconos, así como su sorpresa ante el número de eunucos de la corte (véase el capítulo 15).

También los visitantes musulmanes proporcionaban fascinantes comentarios sobre Constantinopla y los bizantinos. En el siglo XI, el diplomático al-Marwazi explicaba:

Los rum son una gran nación. Poseen extensas tierras, abundantes de cosas buenas. Tienen talento para los oficios y son hábiles en la fabricación de [diversos] artículos, tejidos, alfombras y barcos.[2]

Con la palabra rum, al-Marwazi aludía a los romanos, el término que empleaban los bizantinos para referirse a sí mismos. Para él, solo los chinos les superaban en artes aplicadas, y dado que ya había visitado la corte del Gran Kan, se hallaba en una buena posición para juzgar. También explicaba la riqueza de Bizancio, informando de que el imperio obtenía sus ingresos de «aranceles que recaudan de los mercaderes y barcos de todas las regiones ... y de las caravanas [que] llegan por tierra ... de Siria, de los eslavos y rus, y otros pueblos». Para muchos visitantes occidentales, la riqueza de los ciudadanos de Constantinopla, que vestían de seda y comían caviar, parecía algo fabuloso. Para algunos de sus habitantes más cultos, como Nicetas Choniates, que registró la historia de Bizancio desde 1118 hasta 1206, Constantinopla era de hecho la «Reina de la reina de las ciudades», un juego de palabras con el término griego basilissa, que significa «imperial», «dirigente» y «emperatriz» o «reina». Su grandeza se derivaba de su belleza, marcada por monumentos y colecciones de obras de arte, así como de su riqueza. Ello contribuyó a generar cierta envidia en Occidente, que se vería avivada por el hecho de que Alejo IV no pagara a las fuerzas de la Cuarta Cruzada, y que llevaría al saqueo de la ciudad en abril de 1204.

Aunque Constantinopla jamás recuperó su nivel de población anterior a ese año, sí mantuvo su destacada posición intelectual prácticamente hasta que sucumbió ante los turcos, y siguió atrayendo a comerciantes, artistas y eruditos, que financiaron nuevas construcciones así como la redecoración de las iglesias. Teodoro Metoquites (1270-1332), estadista y erudito, restauró el antiguo monasterio de Chora (Kariye Camii) en la región noroccidental de la ciudad, con nuevos y magníficos mosaicos y frescos (láminas 26 y 33). Inspirándose en la historia y la fuerza de la cultura imperial, diversos arquitectos y artesanos contribuyeron a crear nuevas formas de civilización bizantina, por ejemplo, con las capillas funerarias con tumbas para sus mecenas que se añadieron a muchas iglesias. El veredicto de los visitantes árabes seguía siendo favorable; a comienzos del siglo XIII, al-Harawi informaba de que «Constantinopla es una ciudad aún mayor que su reputación», y añadía: «¡Ojalá que Dios en su gracia y generosidad se digne hacer de ella la capital del islam!». Más tarde al-Qazwini (1203-1283) afirmaba: «Jamás se construyó nada parecido ni antes ni después», mientras que el gran historiador y sociólogo Ibn Jaldún (1332-1406) la describió como «una ciudad magnífica, sede de los Césares, que contiene obras famosas por su construcción y su esplendor».[3]

Esta apreciación contribuyó a la decisión de los otomanos de convertirla en su capital. Tras el asedio de 1453, el sultán Mehmet II permitió tres días de saqueos y luego pasó muchos años reconstruyendo y repoblando la ciudad. Las iglesias abovedadas de esta inspiraron su propia aportación, la mezquita del Conquistador (Fatih Camii), erigida en el emplazamiento de la iglesia de los Santos Apóstoles, a la que se agregara el mausoleo imperial. Aun después de la conquista, Constantinopla pervivió como capital del Imperio otomano. Durante quinientos años se la conocería como «la Sublime Puerta», un centro de la diplomacia internacional y del quehacer político en Oriente Próximo. Constantinopla encarnaba una estimulante combinación de comercio internacional, actividad local comercial, burocracia y ceremonial.

Hoy Estambul no es ya la capital de Turquía, y sus antiguas murallas están rodeadas de nuevas autopistas y vastos barrios periféricos. El bulevar Atatürk pasa por debajo y por entre los arcos del principal acueducto; la torre construida por los genoveses en Gálata, el barrio septentrional situado al otro lado del Cuerno de Oro (también llamado Pera), se alza entre los modernos edificios que hoy la rodean, mientras que las cúpulas de Santa Sofía y de la Mezquita Azul rivalizan por captar la atención en la ciudad vieja. Pero la ciudad de Constantino sigue siendo reconocible, con sus vistas, espacios públicos y monumentos que continúan evocando la grandeza de mil setecientos años de historia.