CAPÍTULO 2
CON SUERTE, TODO SALDRÁ BIEN

En Estados Unidos todo es grande. El país es grande. Las ciudades son enormes. Las hamburguesas, y los platos de comida en general, son más voluminosos que en otros sitios. Quizá por eso la gente allí también parece más grande o, por lo menos, más gorda. En fin, que todo parece inmenso. Las calles, por ejemplo, son larguísimas. Cuando Makiman vio por primera vez el número de su portal, alucinó:

—¿El 10.513? —dijo, comprobando que se extendía indefinidamente en ambas direcciones—. ¿Pero dónde acaba esta calle? ¿En México?

Pues es probable que sí, que la calle 235 acabe en Tijuana y allí se llame, quién sabe: Avenida de Emiliano Zapata. Si las calles son largas, las manzanas son descomunales. Las veinte manzanas que separan el piso de Makiman (y Thor) del laboratorio acaban suponiendo a nuestro protagonista una caminata de hora y media. Cuando llega por fin al centro científico, suda como un pollo (porque en California, ya se sabe, siempre hace calor) y se siente agotado. ¡Pero todo sea por ayudar a su amiga! Makiman solo espera que el esfuerzo haya merecido la pena. Sería el colmo haber llegado hasta allí y que ahora le dijeran… qué sé yo: cualquier cosa. Que su perfil no es apropiado para el estudio que se quiere realizar. Que llega diez minutos tarde y ya han cerrado, vuelva mañana. Que solo se recibe a los candidatos martes, jueves y domingos (y hoy no es ninguno de esos días)… En fin, cualquier cosa: la mente de Makiman, cansada por la caminata, se llena de augurios funestos. Pero no tiene motivo para ello. El día es espléndido. Thor, harto de las cuatro paredes del piso, está contentísimo de darse un paseo tan largo y no para de mover el rabo. Y en la entrada del centro científico una guapísima recepcionista le recibe con una sonrisa californiana deslumbrante.

—Bienvenido a FULL (Future Utilities for Long Life) —le dice la joven—. ¿Viene por el anuncio, verdad? —Makiman asiente—. Espere un segundo, enseguida vendrá alguien a atenderle.

Y sin más, le señala unos asientos de diseño ultramoderno. Agotado, Makiman se deja caer y de inmediato siente un enorme relajo. Pero no es cosa suya, sino del mueble: el sofá se acomoda a su maltrecha anatomía y le da una especie de masaje que le deja como nuevo en cuestión de segundos. Mientras se deja hacer, echa un vistazo a su alrededor, sobre todo para evitar quedarse dormido con los meneítos.

El edificio, la verdad, es impresionante. Por fuera su diseño es galáctico, ultramoderno. Una especie de torre de vidrio en espiral, no muy alta (comparada con los rascacielos del centro) pero muy esbelta, inclinada y reluciente. Ahora bien, el interior sí que es alucinante. El vestíbulo de acceso parece ocupar dos hectáreas, pero se trata de un efecto óptico producido por la abundancia de espejos metálicos que cubren todas las paredes. La verdad es que, bien pensado, resulta un poco mareante, pero… No, no es eso: es que hay algo raro, constata Makiman. De repente cae en la cuenta de lo que le ha extrañado desde el mismo momento que atravesó la puerta de acceso al centro: es que esos espejos omnipresentes no reflejan a la gente: solo las cosas, no a las personas. Tiene la sensación de sufrir una especie de alucinación. Se levanta, se pone frente a uno de los espejos y empieza a hacer aspavientos y gestos idiotas. Enfrente de él puede ver, reflejado, todo lo que hay a su espalda. Pero de sí mismo, nada, ni la sombra.

—Es una nueva tecnología que estamos desarrollando —le explica un técnico del edificio que acaba de llegar a recibirle, avisado por la recepcionista—. Igual que el sofá: tecnología para una vida mejor. Future Utilities, bla, bla, bla, ya ha visto el cartel a la entrada…

Makiman estudia a su interlocutor. Es un joven de estatura media, con gafas y pelo revuelto. Con la bata blanca tiene pinta de científico, sin duda, y es también muy amable, lo que unido a la guapura de la recepcionista contribuye a calmar el nerviosismo de Makiman.

—Entiendo lo del asiento —dice al fin nuestro protagonista—. Ese sofá es la leche. Yo quiero uno para mi casa.

—Es un prototipo. Pero no se preocupe, pronto saldrá a la venta. Diez mil dólares la unidad básica.

—Mejor me quedo con mi sofá viejo. Lo cogí de la basura. Lo que no pillo es lo del espejo: ¿para qué sirve un espejo en el que no te ves?

—Forma parte de nuestro proyecto «Vive sin complejos»: si estás gordo o eres feo, ¿qué mejor que un espejo en el que no te reflejas?

A Makiman le cuesta un poco seguir esa lógica. Para eso, mejor no comprarse ningún espejo, ¿no? Pero en fin, si los expertos del marketing han convencido a millones de que la leche sin leche es leche… Cualquier cosa vale.

—¡Pero aún no nos hemos saludado! ¿Dónde tengo los modales? ¡Buenos días, señor…! —dice el ayudante a voz en grito, tendiendo la mano.

—Makiman, señor Makiman. —Jo, qué raro suena lo de «señor»—. Makiman a secas —responde, estrechando la mano al otro—. ¿Y tú te llamas…?

—Para usted, «Señor Ayudante».

—Un poco formal, ¿no?

—¡Es mi nombre de verdad, se lo juro! Por eso las mayúsculas.

—Bueno, ¿por qué no? —responde Makiman, que, como cabe imaginar, no puede oír las mayúsculas—. El caso es que yo he venido por el anuncio. Ese de que necesitan gente para experimentos de…

—Calle, calle, que es un secreto… Además, todos vienen por lo mismo. Nosotros no ponemos anuncios más que para eso, para reclutar «sujetos».

—Espero que se trate de probar sofás futuristas como ese.

—¡Ja, ja, ja! Qué va, ni de coña. De ese tipo de cosas ya me encargo yo, que trabajo muchísimo. Pero venga conmigo, por favor.

Después de caminar un buen rato por lo que a Makiman le parece un laberinto de pasillos, llegan a otra sala de espera. Esta vez con menos glamur: un cuarto forrado de aluminio, con un banco y un terminal óptico. Ni un adorno, es como estar dentro de una caja.

—Esto es para los trámites de seguridad —le dice el ayudante—. Apoye la cara aquí, para el escáner visual, y diga los datos según se los vaya preguntando la máquina. Perdón, la computadora (es que se ofende si la llamo máquina) —aclara en voz baja.

—¿Este tipo de cosas no se suelen hacer a la entrada?

—Sería lo lógico, la verdad. Pero al profesor Marisma, director del centro, le parece que así acojona más la cosa.

—Acojonar, acojona, sin duda. Felicita al profe de mi parte.

Makiman pone la cara pegada al escáner y de inmediato un láser azulado empieza a recorrerle la jeta, aunque no le deslumbra. Al mismo tiempo una voz metálica comienza a interrogarle sobre sus datos personales.

—Nom-bre y a-pe-lli-do.

—Jo, macho. Hasta la voz da miedo —dice Makiman—. Dile al profesor que ahora hay autómatas que hablan con una voz suave como la de las chicas de los canales eróticos.

—Res-pues-ta no-com-pu-ta-ble.

—Vale, vale…

Makiman va respondiendo como le pide la computadora, dando sus datos para la ficha del centro. Nombre, apellidos, dirección actual, empleo, estado de salud e historial sanitario, antecedentes penales, nivel educativo… En algunos casos le da un poco de corte, porque la máquina hace preguntas muy personales… Pero piensa en Patty y en el dinero y sigue adelante. Terminada la formalidad, la computadora se despide con un gruñido electrónico.

—Muy bien educada no está, no. El profe debe de ser un genio de la leche…

—Lo es, lo es —responde el ayudante.

—Pues dile que afine un poco el comité de recepción. Personalmente me gustaba más la chica de la entrada.

—Esa también es un robot.

—¿De verdad? Lo dicho, el profesor es un genio.

Terminadas las formalidades, la puerta metálica del cuarto se abre de nuevo y da paso a unas instalaciones científicas avanzadas, un lugar como ningún otro en el que Makiman haya estado antes. Hay despachos, laboratorios, centros de experimentación… Algunas puertas están abiertas y ve a gente con bata blanca charlando o trabajando muy concentrada. Otras puertas están cerradas a cal y canto, pero se oye ruido en el interior. Ruido no siempre tranquilizador, la verdad, sobre todo los chillidos de los animales de experimentación.

—¿Por qué hay duchas en medio de los pasillos? —pregunta Makiman, más que nada por oír el ruido de su propia voz.

En efecto, cada cierto número de pasos hay, en mitad de los corredores, una enorme pera de ducha pintada de amarillo con un «grifo» que consiste en un enorme botón rojo. Y en el suelo, un gran desagüe.

—Eso es para las descontaminaciones de emergencia. Una medida de seguridad elemental en un sitio como este. Pero no se preocupe: usted no la necesitará.

—Es un alivio. Ya me duché esta mañana. O ayer por la noche, no me acuerdo —dice Makiman, para tranquilizarse—. Y a todo esto, amigo mío… ¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Ah, eso… Enseguida lo sabrá. Ya llegamos a mi laboratorio.

Tras una puerta metálica, con cerradura de seguridad electrónica (pero como está estropeada, el ayudante la abre dándole un empujón), se encuentra el laboratorio. A Makiman le recuerda, en principio, a una sala de tortura: poleas, aparatos eléctricos, una especie de potro… Para seguir rompiendo el hielo y quitarse el acojone, nuestro protagonista hace una pregunta inteligente:

—¿El experimento es tuyo?

—Forma parte de mi tesis, pero la dirección corresponde al profesor Marisma. Como todo lo de aquí, por otro lado.

—Bueno, ¿y de qué va?

—Se trata de evitar que la gente tutee alegremente a otra persona a la que acaba de conocer.

—¿Lo dice en serio?

—¡Ja, ja, ja! ¡Funciona! ¿Lo ve? Ha dejado de tutearme, so maleducado.

—Es verdad. Alucinante, pero… Como experimento parece una chorrada, ¿no?

—Claro, hombre, es que es una chorrada. Pero no se preocupe, que lo suyo no va de eso. Todo era una broma. Ahora que tenemos confianza suficiente para llamarnos los dos de usted, le diré una cosa: los científicos somos unos cachondos, nos pasamos el día de coña.

—¿De verdad?

—No, la verdad es que no. Aquí hay de todo. Hay cada borde…

—Qué bien. Bueno, pues vamos a lo que vamos: en el anuncio leí algo de juventud eterna o algo parecido. No me vendría mal. Aún soy joven, pero los achaques están al caer, estoy seguro.

—Olvide eso, amigo. Lo de la eterna juventud sí que es una chorrada. Es una imposibilidad física, se lo aseguro. Y aquí trabajamos en serio. Con posibilidades de futuro. La ciencia es también un negocio. Y siempre necesitamos pasta para experimentos, viajes, conferencias, mi sueldo de mierda y esas cosas.

—Igualito que yo. Por eso estoy aquí, por el dinerito. ¿Cuándo me pagan?

—Usted sí que ha pillado en qué consiste el sueño americano (porque se ve a la legua que es extranjero). Pues nada, de momento solo tiene que hacer lo que yo le diga. Lo primero de todo es que no le pienso decir en qué consiste el experimento. No, no ponga esa cara, que no es por maldad. Es el procedimiento habitual: se trata de evitar prejuicios en el sujeto que puedan alterar los resultados. Y le diré más: tampoco yo sé si usted forma parte del grupo placebo de control o si ejecutará el experimento real. Es lo que llamamos un sistema de doble ciego. Así se evitan planteamientos sesgados que…

—Oiga, es genial todo esto, pero tampoco hace falta que me dé una clase magistral, que ya fui al instituto. Con que me atice lo que sea y me suelte la pasta, yo feliz. Al grano, vaya.

—Así me gusta. Pues bien, lo único que hay que hacer es… ¡abrir la caja!

Y al pronunciar estas palabras, una trampilla metálica se abre en la pared, y de esta sale una plataforma sobre la cual hay una caja negra de aspecto siniestro. Pero cantidad de siniestro.

—El profesor Marisma se toma la escenografía en serio, está claro —dice Makiman.

—Claro que sí: tenga en cuenta que la ciencia (ya se lo he dicho) necesita dinero. Así que hay que venderla como algo misterioso y sofisticado. La mayor parte de las cosas que hacemos están tiradas, aunque las rodeamos de bruma aposta, para que no nos entiendan. Pero el día a día es muy corriente, no se crea. Aquí se trabaja como en todas partes. ¡A lo bestia!

—Le creo, le creo. ¿Qué hay en la caja?

—Ábrala: es toda suya.

Con cautela, Makiman se aproxima a la caja. No tiene cerradura. La abre y lo que encuentra dentro le sorprende bastante.

—No es gran cosa —dice al ayudante.

—Claro, hombre, ¿qué se esperaba? ¿Un teletransportador? ¿Internet gratis de verdad?

El ayudante ríe con su ocurrencia. Makiman trastea dentro de la caja: hay un cuaderno, un contrato y un bote de plástico con gominolas de colores.

—Se lo voy a explicar, que veo que le va a dar algo —indica el ayudante—. El contrato tiene que firmarlo y nos quedamos una copia cada uno. Solo tiene que estampar su nombre en nuestra copia. La suya, como se puede imaginar, da igual lo que haga con ella. Pero le aconsejo que la guarde. Las gominolas son el experimento propiamente dicho: tiene que tomar una cada veinticuatro horas. Todos los días, por la mañana, a la misma hora. En el bote hay sesenta chuches.

—¿Esto va a durar dos meses?

—Sí, amigo mío. ¡Siempre que no se muera antes por efecto de las gominolas! —Al decir esto, el ayudante empieza a partirse de risa, pero con carcajadas de un genuino científico loco. Cuando se cansa, para—. Es una broma, no se preocupe. Le aseguro que no morirá. Entre otras cosas, porque, como ya le he dicho antes, puede que esas chucherías sean un placebo. Yo no lo sé, y usted tampoco. Para eso es el cuaderno: al final de cada jornada debe apuntar en él todo lo que le ocurra, lo que sienta… Cualquier efecto que usted atribuya a las gominolas: dolores de cabeza, visión doble o triple, diarrea… ¡Bueno, también pueden ser cosas buenas, no se asuste! Hágalo bien, y ganará una pasta, además de nuestro más profundo agradecimiento.

—No hay de qué, pero lo que me interesa es el dinerito —subraya Makiman—. Lo necesito con gran urgencia y además para ya. ¿Cuándo me pagan?

—Ah, pillín: quiere cobrar así, sin hacer nada, ¿eh? Típico de los tiempos que corren. Está bien: le daremos un anticipo que se ingresará en su cuenta de inmediato. Para que disfrute ahora, por si le pasa algo… El resto, se le abonará semanalmente, a medida que comprobemos cómo marcha el experimento.

—¿Y eso cómo lo sabrán?

—¿No se lo he dicho? Tendrá que venir todas las semanas para comprobar su estado de salud mientras nos hace un informe general sobre los efectos de las gominolas. No olvide traer siempre el cuaderno, donde habrá apuntado todo. Todo. Si lo hace bien, cobrará.

—¿Todas las semanas tengo que venir aquí? ¿Me pagarán un taxi?

—Por supuesto que no, amigo. Venga en bici, le hará mucho bien. Otra cosa es para volver a casa.

—¿Me pagan un taxi para volver?

—No, tampoco. Quiero decir que volver no es lo mismo que venir. Eso es todo.

—De acuerdo. ¿Dónde hay que firmar?

—Aquí. Y ahí. Y ahí también —dice el ayudante, señalando varias casillas—. Hágalo con sangre, por favor.

Esto, lo de la sangre, era otra broma del ayudante, por supuesto.

—Excelente, amigo mío. Pues con esta firma… ¡ya es usted uno de los nuestros! —celebra el ayudante con su histrionismo habitual.

—Pero no me pasará nada, ¿no?

—Casi seguro que no, compañero. Pero no te preocupes… ¿Te puedo tutear?

—Claro. ¿Y yo?

—En absoluto: yo tengo un título universitario y tú no. Pero no te preocupes, te digo que somos compañeros, que todo irá bien y que vas a ganar un dineral. Te acompaño a la salida… ¿o sabrás encontrar el camino?

—No, yo creo que no.

—¿Que no te acompañe o que no sabrás encontrar el camino?

—El camino, el camino. Esto es un laberinto. No tengo ni idea de cómo salir de aquí.

—Me lo imaginaba. Vamos, pues. Deja la caja, que es un trasto y vale una pasta.

Makiman sujeta bajo un brazo el cuaderno y su copia del contrato, mientras en la otra lleva el bote de gominolas. Inconvenientes de la moda moderna: ropa sin bolsillos. El ayudante lleva a Makiman por una red de corredores completamente distinta a la que usaron para entrar. Por lo demás, todo es muy parecido: laboratorios, despachos, máquinas de café, bocadillos plastificados y cosas para comer que no parecen comida… Al pasar junto a una gran puerta, Makiman escucha ruidos aterradores en su interior.

—¿Qué pasa ahí?

—Ah, es el laboratorio del profesor Marisma. Está concentrado en un experimento muy importante. Con animales. Y creo que lo que está haciendo ahora mismo tiene algo que ver con lo tuyo, por cierto. No debería invitarte, por eso de la confidencialidad, el doble ciego y tal, pero… ¿quieres verlo?

—La verdad es que no.

—¡Tonterías! Pasa, pasa para dentro.

Y así, casi a la fuerza, Makiman se ve dentro de un laboratorio enorme repleto de jaulas con monos. Sobre la superficie de trabajo, el profesor Marisma se afana clavando una jeringuilla llena de un líquido verdoso a un mono atado con correas. Sobre la mesa o potro de torturas, que no está claro lo que es, hay otros botes parecidos al de Makiman, con gominolas de colorines. Pese a este detalle en apariencia inocente, la escena es pavorosa. El profesor sí que tiene la típica pinta de científico loco de las películas. A su lado, el ayudante parece un empleado de banca. Makiman sabe que la mayor parte de los científicos no tienen nada que ver con el tópico, pero ahora sí que está claro que a Marisma le gusta la escenografía clásica. Alto y delgado, con el pelo cano revuelto, bata blanca repleta de manchas y unas gafas que cuelgan de un cordón, bajo el cuello… Cuando el profesor advierte que tiene visita, se da media vuelta y observa a los recién llegados con ojos encendidos.

—Ayudante… ¿quién es este tío?

—Es la nueva cobaya… Digo el nuevo voluntario para el Experimento C.

—Ah, excelente, excelente —dice el profesor, tendiendo la mano a nuestro protagonista que, para devolver el saludo, tiene que dejar el bote de gominolas sobre la mesa—. Me gusta este tío, tiene buena pinta, mejor que los otros.

—¿Los otros? —pregunta Makiman.

—Sí, sí —le responde el ayudante—. No eres el primero.

—¿Y qué ha sido de ellos? —vuelve a preguntar nuestro héroe, que de repente se siente menos heroico que hace un rato (y ya es decir).

—Nada, nada, amigo mío. Seguro que les va de maravilla.

—Veo que nuestro… colaborador tiene un hermoso perro —dice el profesor, mirando fijamente a Thor, que se pone a ladrar—. Sería muy adecuado para nuestros fines. ¿Nos lo prestarías? —insinúa, dirigiéndose a Makiman.

—De eso nada. Es un amigo.

—Sería por el bien de la ciencia.

—Que no, que no le dejo a mi perro para que le haga perrerías.

—Está bien, es una pena. Ayudante, largo de aquí los dos. Tengo cosas que hacer. ¡Y no se deje sus gominolas!

Y así, sin más palabras, el profesor se da la vuelta y vuelve a su jeringuilla misteriosa. Makiman recoge el bote y, al hacerlo, ve que el mono, atado de pies y manos, le mira como pidiendo ayuda, casi con un brillo de inteligencia en sus ojos aterrados. El joven comprueba, además, un rasgo curioso en el animal: un mechón de pelo blanco le cruza la cabeza a lo largo, como una extraña cresta sobre un pelaje completamente negro.

—Pobre animal —dice al salir del laboratorio—. ¿Qué le van a hacer?

—Nada malo —miente el ayudante—. Todo lo que hacemos aquí es por el bien común, no lo dudes, chaval.

—Vámonos, prefiero no ver esto.

—Si no se hicieran estas cosas, no tendríamos muchos avances —dice el ayudante, repentinamente serio—: medicinas, por ejemplo. O barras de labios, para que las chicas estén guapísimas.

—No, no, si ya… Pero da pena.

—El profesor es muy bueno con los animales. Ya te digo: el bien común es lo que importa. Y recuerda que el profesor es el creador de las dulces gominolas que te vas a tomar (si no son el placebo, claro).

Makiman sale al fin a la calle sin tenerlas todas consigo. ¿El bien común? ¿Y qué es eso? Mira hacia el edificio de los laboratorios. El ayudante sigue en la puerta, con su bata blanca, y le saluda con una sonrisa. Makiman piensa: «Seguro que este fue hippie en la facultad». Thor ladra, como si intuyera lo que han querido hacer con él en el laboratorio.

—Tranquilo, chico. Vámonos para casa.

Para casa… Otra vez veinte manzanas andando, cruzando dos veces la autopista bajo los viaductos llenos de chabolas… Menudo palizón. Quizá si… Makiman se saca el frasco de gominolas de la mochila y le echa un vistazo.

—Bueno, Thor. Con suerte se trata del placebo y cobro la pasta sin que haya consecuencias, ¿no? Tengo un cincuenta por ciento de probabilidades a mi favor.

En ningún lugar se afirmó tal proporción, pero pensar en ello ayuda a Makiman a coger la primera gominola del frasco. Es un osito de color verde plutonio, no demasiado grande. Por suerte, porque lo único que tiene para empujar la golosina garganta abajo es su propia saliva. Se la mete en la boca. No es dulce, como esperaba: tiene un gusto levemente amargo, el típico sabor de medicamento. Se traga el osito sin masticar… La suerte está echada.

Y Thor, justo en ese momento, se queda callado. Y cuando Thor se calla, es que hay problemas.