CAPÍTULO 4

 

 

 

 

La voz del subcaporal distrajo a Federico del pensamiento de la mujer del tren. Carmen.

—Mi capitán, el destacamento está en perfectas condiciones.

El oficial no tenía novedades que reportar aquel día en aquella unidad compuesta por doce mossos leales a la República y al capitán Escofet. Siempre que podía, Federico mencionaba al alcalde de Valls, Pere Antón Veciana, para agrandar el orgullo de pertenecer a la fuerza civil armada más antigua de España.

No en vano, al cuerpo se le conoció en sus orígenes como los mossos de Can Veciana que, fieles a Felipe V, se reorganizaron en una compañía de hombres armados que impuso el orden en la región.

—¡Veciana, un hombre grande y un político honrado! — solía decir—. Busquen nuestros orígenes en Valls y allí hallarán la respuesta.

Las cuadras olían a heno y a orín de caballo recalentado bajo el techo. Los ventanucos enrejados dejaban correr la brisa y agitaban ese olor agrio que le recordaba a sus años mozos en Alcazarquivir.

Federico dedicó algunos minutos a inspeccionar los guadarneses. Relucían las monturas y las cabezadas. Las esponjas de crin, las pastillas de jabón y los botes de grasa habían sido colocados siguiendo un orden geométrico sobre los tacos de madera atornillados a la pared que hacían las veces de estantería. Firmes, los oficiales contenían la respiración mientras él pasaba el dedo índice por el cuero y el hierro de los bocados y se lo llevaba hasta los ojos para ver si había polvo. Preguntó por qué conservaban un taco de periódicos apilado en un rincón, y el suboficial contestó que no había ningún motivo especial.

—Pues tírenlos, que el papel cría ratas y alimenta la memoria —dijo.

En una esquina, como parte del mobiliario, un aprendiz no perdía detalle. A punto estuvo Federico de subirle las gafas que se le habían escurrido por la nariz a causa del calor sofocante.

—¿Y usted quién es? —le preguntó.

El aprendiz se llevó tal susto que, en vez de su nombre, le salió un gesto militar.

—No se cuadre así ante nadie —le dijo—. ¡Empiece por recordar cómo se llama!

Para Federico la dignidad era lo último que un hombre podía perder. La dignidad y el honor. De la dignidad le había hablado su madre, Ana Alsina, fallecida el 17 de enero de ese año, tras recibir, como correspondía a su posición, la bendición del papa Pío XI.

Una mujer irrepetible, solía decir cuando se refería a ella o cuando aún se le acercaban a darle el pésame. Sin duda, doña Ana hubiera preferido que Federico continuara el legado de su marido, don Eladio Escofet, un acaudalado industrial que empleaba a ochocientos operarios en su cuartel general de la calle Wad-Ras, en el barrio de Pueblo Nuevo.

El padre de Federico fabricaba de todo. Desde objetos de escritorio hasta mesillas para máquinas de escribir pasando por tablas de planchar.

Pero no fue eso lo que le hizo rico.

Lo que de verdad le dio fortuna fue la exclusiva de cola líquida que suministró al ejército estadounidense desplegado en Francia durante la primera guerra mundial. A eso sumó la representación en España de las estilográficas alemanas Montblanc, que competían en prestigio y calidad con las Sheaffer americanas.

Pese a ser un hombre fiel a la mano que le daba de comer, don Eladio no perdía oportunidad de enseñarle a Federico todo lo que era capaz de hacer la competencia. Lo sentaba en una silla y, sobre un tablero soportado por dos caballetes, le ponía a montar y a desmontar el genial sistema de palanca ideado por Walter Sheaffer en la trastienda de su pequeña joyería de Fort Madison, una ciudad del condado de Lee en el estado de Iowa.

—Esto es inventar. Y todo lo demás, copiar —decía el padre.

El caso es que ni don Eladio ni doña Ana consiguieron aplacar la vocación militar que embriagó a Federico y ante la que no tuvieron más remedio que ceder autorizando su ingreso en la Academia de Caballería de Valladolid. A cambio, le obligaron a que también cursase Ingeniería. Cumplió a medias porque solo aprobó tres cursos en la Escuela Industrial de Tarrasa.

Pese a su implacable rectitud, flaqueaba ante las pasiones y los romances esporádicos que, en alguna ocasión, estuvieron a punto de costarle caro. El único conocedor de esas veleidades incontrolables era Gerardo Llobet, su fiel ayudante.

Tan pronto como la comitiva salió del guadarnés, Llobet se acercó a él y lo llevó a un aparte, lejos de oídos indiscretos.

—Mi capitán, deberíamos retornar a Barcelona en el siguiente tren.

—¿A qué vienen estas prisas? ¿Ha pasado algo, Llobet?

—Nada que deba saber en este momento.

—Me gustaría despachar con el gobernador civil...

—Sé lo que me digo, mi capitán.

Se acercó al cuello de su uniforme y, de puntillas, le susurró:

—He visto a Dolores Montánchez. Hágame caso. Era ella. La vi en la puerta de las cuadras. No le quitaba ojo de encima.

Escofet no pudo reprimir la carcajada.

—¿Aquí? —le preguntó—. Los fantasmas no existen, Llobet.

Pero Llobet no había visto un fantasma. No lo era aquella mujer de carne y hueso que había aparecido, precedida por su sombra, en las cuadras de la comisaría. Aunque conocía de sobra las artes de Dolores, ni en la peor pesadilla habría imaginado que llegaría hasta La Garriga. Sabedora de que Federico la frecuentaba, y calculadora como siempre, había maquinado un encuentro. Uno más, que sería tan estéril como el anterior.

Cuando se aseguró de que Llobet la había descubierto, se fundió bajo los rayos de sol y desapareció.

El fiel ayudante perdió el buen tono con el que siempre hablaba y gritó:

—¡Mi capitán, vámonos!

Escofet no reconoció en la desmesura de la orden al oficial de caballería que se había convertido en su mano derecha desde que se incorporó al cuerpo de los mossos. Con una sumisión desconocida, Federico aceptó y Llobet simuló un imprevisto en Barcelona del que nadie dudó.

Escofet se estiró la chaqueta del uniforme y, sin adornar la despedida, puso fin a la visita no sin antes ordenar al caporal que informase al gobernador de su fugaz visita a La Garriga.

En el tren de vuelta, Federico no dirigió la palabra a Gerardo Llobet. El capitán podía permitirse esa licencia con su ayudante. Llobet sabía que Dolores alteraba a su superior hasta rozar la locura. Así que lo dejó sumergirse en su silencio.

—Maldita sea —dijo.

No había sido una visión. Ni un desvarío. Era verdad. Dolores había dado con la manera de volver a encontrarse con él. No era la primera vez y aún se estremecía al recordar la última que supo de ella.

Ocurrió durante una de esas tardes primaverales en las que los niños llenaban los parques. Ni corta ni perezosa, Dolores se presentó en el parque Güell, donde jugaban las hijas de Federico, y, engatusándolas con unas golosinas, consiguió alejarlas de su tata, la Pelusa la llamaban porque no era cuidadosa en la limpieza. Cuando se percató de que no estaban, corrió como una exhalación hasta encontrarlas a las puertas del parque, de la mano de aquella mujer que a saber adónde iba a llevarlas.

—¡¿Quién es usted?! —gritó la Pelusa fuera de sí.

—Dígale a su señor que Dolores no ha muerto —contestó sin alterarse.

La Pelusa agarró a las crías con virulencia, dio media vuelta y paró el primer taxi que pasó ante ellas.

Esa misma noche la señora de Escofet descubrió una notita que Dolores había prendido con un imperdible en la falda de una de ellas.

—¿Qué es esto, Federico? —preguntó la esposa.

Al leerla Federico casi se atraganta con su propia saliva.

«Dolores no ha muerto», decía el escrito.

No supo dar una explicación convincente, pero la señora, lejos de desconfiar de su marido, cargó contra la Pelusa y la despidió de forma fulminante.

«¿Cuántas más se reserva esta mujer bajo el refajo?», pensó Federico mientras el tren avanzaba por las vías rumbo a Barcelona.

Dolores.

Meretriz del barrio chino, de penosa infancia y adolescencia escrita a golpes. Su padrastro abusó de ella con absoluta impunidad hasta que la madre tuvo conocimiento de la tropelía y, en lugar de emprenderla con él, se lio a palos con Dolores. En cuanto pudo, huyó del infierno de aquella familia de vagos y maleantes y se hizo puta. Y comoquiera que le fueron yendo bien las cosas, prosperó en el oficio hasta convertirse en señorita de compañía, de esas que daban la talla en los conciertos de temporada adonde acudían los señores con sus señoras o con sus señoritas de quita y pon.

Como Dolores.

Federico se dejó engatusar por su gracia natural. Por el acento extremeño, de Badajoz, con el que aprendió a hablar y del que no había conseguido desprenderse pese a haber llegado a Barcelona con cuatro años. La naturaleza le regaló un cuerpo delicioso al que ella sabía sacar un rentable partido. Su pecho rebosante era la mejor carta de presentación y el reclamo perfecto para las miradas de los hombres de la época, que quedaban embebidos como los toros en las plazas cuando van a recibir la estocada.

Sin más razón que la locura, Federico se descubrió entre sus sábanas, arropado por el perfume que la vestía desnuda y el cabello largo que le cubría los hombros y le rozaba los senos. Solo fue una noche que le supo a poco, pero intuyó que esa mujer le traería por la calle de la amargura y la dejó estar sin ser consciente del alcance que tendrían sus reiterados desprecios y desplantes.

El sabio de Llobet también se lo advirtió:

—Mi capitán, tenga cuidado con esa mujer.

Pero Federico no escuchó o no quiso escuchar. Estaba viviendo su ascenso a los cielos de la Segunda República, proclamada el miércoles 14 de abril de 1931 tras unas elecciones municipales en las que el país dejó de querer a su rey Alfonso XIII.

Federico se fundió en el paisaje que le devolvía la ventana del vagón y sintió vértigo al constatar lo veloz que había transcurrido el tiempo. Habían pasado dos años y cinco meses, pero parecía que fue ayer cuando España se acostó monárquica y se despertó republicana, como dijo el propio Azaña. Cerró los ojos y volvió a sentir el entusiasmo de las gentes de Barcelona que deseaban encauzar las ansias de cambio registradas por las urnas con precisión notarial. Después del fiasco de la dictadura del capitán general de Cataluña, marqués de Estella, de nombre Miguel y apellidos Primo de Rivera; después de aquella monarquía militar, como la llamó Ramiro de Maeztu; después de todo aquello, Federico también había empezado a cobijar sentimientos que, hasta abril de 1931, no sabía que podían tener forma. A Llobet le ocurrió algo parecido.

—Mi capitán, no pensé que algún día sentiría aquí —dijo llevándose la mano al pecho— la emoción por la República. Yo que he sido...

Federico lo miró mientras recorrían a paso ligero la Rambla de Canaletas hasta el llano de la Boquería.

—No digas nada...

Federico no quiso escuchar que Llobet también había sido del rey y su padre, de Primo. Menos mal que su viejo ya estaba muerto porque si no, se hubiera caído a plomo al ver cómo el pueblo tomaba los tranvías por asalto y entonaba La Marsellesa y las banderas tricolor ondeaban en las terrazas y en los balcones y la gente se subía a las farolas de Sant Jaume para estar cerca del balcón del ayuntamiento y escuchar a Lluís Companys, el dirigente de Esquerra Republicana, que se había impuesto en Barcelona con veinticinco concejales, y a Francesc Macià.

—Ciudadanos —dijo Macià—, en nombre del pueblo de Cataluña, yo proclamo desde aquí el Estado catalán y proclamo la República Catalana dentro de una Federación de Repúblicas Ibéricas. Ahora formemos el Gobierno y aquí estaremos dispuestos a defenderlo hasta morir.

Macià lanzó un pulso a Madrid en toda regla, y el ejecutivo de la República, aún en ciernes, afrontó la primera gran cuestión territorial que obligó a su presidente, Niceto Alcalá-Zamora, a buscar un encaje legal.

En aquellas horas nadie podía asegurar con precisión si el rey había resignado ya sus poderes, pero una mano anónima se apresuró a colgar un cartel de la balconada que daba a la plaza.

«El rey Alfonso ha abdicado. Gobierno provisional. Viva la República.»

Pocos días después, una delegación integrada por los ministros Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos y Luis Nicolau d’Olwer voló hasta Barcelona en un trimotor de la CLASSA para negociar sin descanso un acuerdo que satisfizo a todos a partes iguales o en partes proporcionales. Macià renunció a la República Catalana a cambio del compromiso de presentar el Estatuto de Cataluña en las futuras Cortes Constituyentes.

Federico estuvo allí para vivirlo. Con Llobet. Uno al lado del otro.

Nunca olvidarían los ojos humedecidos de aquel hombre de mirada cándida, profunda, en ocasiones perdida por la gravedad del momento, que anunció un acuerdo que, para él, era lo más parecido a una renuncia.

—Hoy —dijo Macià con la voz temblorosa— hago el mayor sacrificio de mi vida. Pero lo hago sabiendo el alcance y la necesidad de realizarlo.

A partir de entonces, el Consejo de Gobierno que había operado en Cataluña resolvió empezar a actuar bajo el nombre de gloriosa tradición: Gobierno de la Generalitat. No había acabado aquel agitado mes de abril cuando el propio Alcalá-Zamora visitó Cataluña para saludar el nuevo régimen. El presidente Macià, en presencia de don Niceto y dirigiéndose a los ciudadanos catalanes, pronunció su discurso de reconciliación:

—Veinticinco años de lucha diaria hoy nos son compensados, a pesar de todos los dolores y de todas las amarguras que hemos sentido. Desde hoy quedan perfectamente sentadas y declaradas las libertades de Cataluña, apoyadas por nuestros mismos hermanos de España. ¡Viva la Federación de Pueblos Ibéricos! Y con este abrazo es Cataluña la que con todo amor abraza a España.

Aquellas muestras de afecto emocionaron a todos por igual, pero de forma singular a Federico que, como Gerardo Llobet, había sido monárquico. Incluso había sido compañero de estudios, en la academia de caballería, de los sobrinos del rey, los infantes Alfonso y Gabriel de Borbón.

Pero...

La lealtad que había jurado a Alfonso XIII empezó a ceder ante la tensión provocada por la dictadura de Primo de Rivera. Federico no vio con buenos ojos que los sentimientos catalanes fueran pisoteados por un centralismo mal entendido que vilipendió la lengua y las tradiciones, que suprimió la Mancomunidad de Cataluña y que llegó a prohibir la sardana. Y, de tanto ceder, encontró acomodo entre el júbilo colectivo que recibía los tiempos de la nueva República. España la había proclamado, Cataluña la había hecho suya.

Semanas después, Federico Escofet fue nombrado ayudante personal de Macià, mientras que su amigo Enric Pérez Farrás, comandante de artillería de mayor grado y edad que Federico, fue designado jefe de los mossos d’esquadra.

Formalizado el nombramiento, Federico solo pidió que Gerardo Llobet siguiera cerca de él, consciente de que iniciaba el camino más importante de su vida.

Y a partir de ahí se arrancó a Dolores, creyendo que lo había hecho de raíz.

—Maldita sea —repitió.