No conseguía arrancarse de la cabeza aquella frase.
—Algún día la llevaré.
Lo de menos era adónde.
Por supuesto que Carmen conocía Tremolencs, pero nunca se había detenido a escuchar el silbido de los árboles ni nadie le había hecho reparar en ello. En cambio, aquel hombre —Federico Escofet, dijo que se llamaba— la había removido por dentro.
En Villa María las niñas revoloteaban a su alrededor.
—¿Traes regalos? ¿Traes regalos? —preguntaban jubilosas las gemelas.
Tomía y Cuyaya. Así las conocía todo el mundo. En realidad eran Rosa María e Inmaculada, pero Josito, el hermano mayor, al que todos llamaban «nene», las bautizó de nuevo con el balbuceo de sus primeras palabras.
—¿Cómo se llaman tus hermanas, nene? —le preguntaban.
Y el nene contestaba:
—Tomía y Cuyaya.
Y con Tomía y Cuyaya se quedaron para siempre.
—¡No la esperábamos hasta mañana! —exclamó la Manola.
—¡Niñas, por favor, niñas!
Carmen no atendió al comentario de la criada.
—¡Os voy a comer a besos! Qué guapas están mis gemelitas. Pero dejadme ver al nene. ¿Dónde está el niño?
—Está en su dormitorio, señora. No ha pasado buena noche —contestó la Manola mientras recogía del suelo el bolso de Carmen.
La madre volvió a abrazar a sus hijas durante unos minutos en los que sintió que había llegado a puerto, al faro que debía iluminar su vida.
—Señora, don José María ha llamado varias veces.
Carmen se giró hacia la criada, con el miedo en la mirada.
—¿Qué le ha dicho?
—No sabía que usted llegaba hoy, así que solo le dije que no estaba.
—¿Ha quedado en volver a llamar?
—Sí, señora, eso ha dicho.
—Gracias, Manola.
—¿Le preparo algo, señora? —preguntó la criada—. ¿Ha desayunado?
—¡Ay, Manola! Sí, por favor, preparemos un té y un baño caliente.
Carmen y la Manola se trataban de usted, pero a veces Carmen utilizaba el plural mayestático para dar órdenes. Necesitaba hacerlo como si así aliviara su condición de señora y aliviara a la criada su condición de criada.
—¿Un baño a estas horas, señora?
—Sí —contestó Carmen.
La criada no perdió ni un segundo.
Las mañanas en Villa María eran deliciosas. Olían a hierba mojada y a tierra húmeda. Antes de que el sol estuviera alto, Carmen disfrutaba paseando por la finca con las niñas y con Perucho, el caniche blanco que había muerto el verano pasado medio ciego e invadido por una dolorosa artritis. Aún se notaba el vacío del viejo perrillo que había llegado a la familia antes que el primero de sus hijos, enfermizo desde que nació y al que la misma vida le reservaba poco tiempo y mucho sufrimiento. Cerró los ojos, respiró profundo y subió a verlo. Estaba tumbado en la cama, tapado con una sábana hasta la barbilla.
—¿Cómo estás, nene? —le preguntó.
El niño entreabrió los ojos y sonrió con una mueca entre dolorida y esperanzada.
—Bien, mamita —contestó—. ¡Qué ilusión verte!
Carmen lo abrazó, lo besó y le mordisqueó los mofletes hasta que el nene dijo «ya, mami, que me duele la espalda».
Maldita espalda.
Ni José María ni los médicos que lo reconocieron cientos de veces supieron diagnosticarle enfermedad alguna. «Prueba con Somatose —le decían—. A ver si así cambia ese color de piel.» Pero el color no cambió y ya se veía que aquel niño que nació sin llorar se guardaba las lágrimas para más adelante.
—Te he echado de menos, mami.
—¡Mi vida, ven aquí!
Carmen se recostó a su lado y lo envolvió entre sus brazos.
—Mami ya está aquí —le susurró—. ¿Has hecho tus ejercicios?
—Sí, mamita.
—Esta noche yo los haré contigo.
—Contigo es mejor —suspiró el nene.
Los estiramientos de la espalda le dolían hasta arrancarle las lágrimas y solo Carmen sabía serenarlo con sus caricias y sus besos. Nada más que eso podía hacer por su hijo, acompañarlo en el sufrimiento y hacerlo suyo como si fuera su particular penitencia por no haberlo parido sano.
José María siempre había querido tener un hijo varón para que pudiera heredar su consulta de médico. Carmen se lo dio al poco de casarse, pero no estaba programado que el niño naciera enfermo. Y como si de una maldición se tratara, se empeñó en preñarla tantas veces como fuera necesario hasta traer a este mundo otro varón. La vida germinó rápido y por partida doble y al año nacieron dos niñas, para fastidio del padre, que, tras el parto que él mismo asistió, solo dijo:
—Se resiste el varón.
Contrariado por el alumbramiento, simuló una urgencia y abandonó la casa dejando a Carmen y a las niñas recién nacidas al cuidado de las mujeres. La mayor era Inmaculada. Con cinco minutos de diferencia nació Rosa María, moradita y asustada.
Los nombres no los decidió ella, pero no puso pegas.
—Voy a darme un baño, cariño. No tardaré, ¿de acuerdo? Después te levantaré y bajaremos juntos al jardín. Hace un día delicioso y el sol te vendrá bien.
El nene la dejó marchar. Carmen abrió el grifo de la bañera de cerámica, se recogió la melena en una coleta alta y se empezó a desnudar. La Manola tenía razón. No eran horas para darse un baño, pero por algún motivo necesitaba hacerlo. El agua casi hirviendo relajó sus músculos y la espuma cubrió todo su cuerpo. Chapoteó con los pies y se detuvo en la imagen que le devolvía el espejo: el biombo de bambú xerografiado con la silueta de una mujer de rasgos orientales que, sugerente, enseñaba un pecho y cubría el resto del cuerpo con una tela blanca. Fue un regalo de boda que a José María nunca le gustó y que a ella, en cambio, le parecía una preciosidad. Le encantaba mirarlo e imaginar si esa mujer existió de verdad, si posó para el artista o solo estaba en su imaginación.
«¿Estaría el pintor enamorado de ella? —pensó—. ¿Me desnudaría yo para unos ojos distintos a los de José María?»
Al salir de la bañera, el agua se deslizó por su cuerpo dejando un pequeño charco sobre las baldosas geométricas que cubrían toda la superficie. Se soltó el pelo y se vistió.
«¿Qué es el amor? —se preguntó—. ¿Nacemos predestinados para amar a una sola persona? Y si nos falla, ¿somos capaces de perdonar una traición? ¿Qué pasa con el odio? ¿Dónde lo colocamos?»
No. Carmen concluyó que ella no podía amar, odiar y perdonar al mismo tiempo.
El té aguardaba en la mesa del porche frente a la alberca. Las niñas ya estaban listas para el primer chapuzón del día. Parecían dos ángeles con sus cabelleras rubias, sus bañadores de rayas y sus flotadores. Eran idénticas. Dos gotas de agua.
Carmen las vio desde la ventana del dormitorio del nene. Lo cogió en brazos y, escalón a escalón, lo bajó hasta el jardín.
—Disfruta del día, nene —le dijo al sentarlo bajo un quitasol—. No me separaré de ti ni un minuto.
Aunque no era lo habitual entre señoras y criadas, la Manola solía sentarse con Carmen a hablar de lo divino y de lo humano. La criada siempre fue una más en aquella familia de tres hermanas: la difunta Enriqueta, Mercedes y ella, la pequeña Carmen.
La madre de la Manola había servido en casa de sus padres, don Jaime Trilla, procurador de los tribunales, y señora. Al poco de quedarse embarazada de un hombre que la abandonó, nadie se sintió con fuerzas de despedirla y la familia acordó que se quedara viviendo con ellos mientras la Manola se gestaba en sus entrañas. Después de parir tampoco les salió echarla y la Manola se crio entre aquellas niñas que estudiaban música y aprendían idiomas. A los catorce años lo que la Manola aprendió fue a trabajar.
Cuando Carmen se casó con José María, la eligió a ella para ayudarla con las tareas del hogar y, al poco de parir a las gemelas, la Manola ascendió a la categoría de ama y contrataron a una nueva criada.
Su nombre era Rosalía.
Se encargaba de todo aquello que la Manola ya había convalidado: la cocina, la plancha y el fregar.
Rosalía era de tan pocas palabras que a veces parecía que no estaba. Su carácter era en todo contrario al de la Manola, que hablaba por los codos y con cualquiera. Y como no necesitaba que le contestaran, más de una vez había sermoneado al pobre Perucho, que, de tanto oírla, un día dejó de escucharla. Rosalía era católica mientras que la Manola era mujer de poca o ninguna fe religiosa. Solían discutir sobre el último sermón que Rosalía había escuchado en la iglesia y que reproducía casi literalmente para ver si convencía a la Manola. Pero la Manola era testaruda como ella sola.
Rosalía jamás osaba sentarse a parlotear con la señora. Tampoco jugaba con las niñas ni paseaba con ellas por Barcelona. En realidad, nunca salía de la cocina, en la que Carmen entraba para entretenerse con algún plato. La Manola se lo había advertido.
—Ten cuidado con esta señora nuestra, que es muy dada a liarse con un guiso. Puedes dejar que toquetee lo que quiera, menos el ajo. Para eso estás tú.
Y jamás dejó a Carmen tocar un ajo o una cebolla, no fuera a ser que entre las sortijas y los encajes del puño de una camisa quedara semejante rastro maloliente.
—¡Señora! Don José María al teléfono.
Carmen corrió al salón a atender la llamada. Casi le faltó santiguarse al escuchar la voz enfurecida de su marido.
—¿Cómo has sido capaz de abandonar tu casa en un día como hoy? ¡Tenemos una cena que es importante para mí! Para eso regresaste a Barcelona. ¡Solo para eso! Y ahora, ¿dónde estás? ¡En La Garriga! Muy bien, Carmen. Muy bien. Te has lucido.
Carmen asistía en silencio a la retahíla de reproches que salieron de la boca de su marido. Sí, claro que sabía que la cena era importante para él. «¿Y?», se preguntó. Todo estaba justificado después de saber la verdad de su matrimonio.
—¿Estás ahí? —preguntó el marido—. ¿O me has colgado? ¡Contesta!
—Estoy aquí, José María.
—¡Menos mal! Al menos llamarás a la señora de Viana para disculparte, ¿no? ¿Qué le dirás? ¿Le vas a contar la verdad, que te has ido, que has abandonado el hogar conyugal?
—José María...
—Ni José María ni pamplinas. Explícame qué vas a decirle. No podrán perdonarte. Es su cena de verano. La más importante del año. Todos los hombres irán con sus mujeres. Y yo, ¿con quién iré yo? Solo. Iré solo porque mi mujercita se ha ido sin decirle nada a su marido. ¡Carmen!
A la señora de Viana le daría igual si Carmen iba o no iba a su cena de verano. A quien encendía era a José María. No asistir con su señora pegada al brazo le parecía indecente. «¿Y? —volvió ella a preguntarse—. ¡Tantas indecencias llevo yo aguantando!»
—Di algo, por lo menos, di algo. No te quedes callada. ¡Me lleva a los demonios tu desidia!
—No puedo decirte nada. Necesitaba ver a los niños. Tenía que verlos...
—¡Qué niños ni qué niños! ¿Para qué tienes dos criadas? ¡Teníamos una cita! ¿Lo entiendes o no? Ni la ropa me has dejado preparada. No son maneras de salir de una casa, Carmen. ¿Qué pensabas?
Carmen no contestó.
—Voy a colgar, José María —dijo al fin.
—Siempre has hecho lo que te ha venido en gana, pero esta vez, Carmen, has cruzado la línea roja.
El marido colgó el teléfono y a Carmen le quedó un regusto amargo. El colmo fue la reprimenda por la ropa que, desde que se casaron, Carmen elegía y colocaba en el galán de caoba.
El traje, la camisa, la corbata, el pañuelo, los calcetines, la muda.
Una noche.
Y otra.
Y otra más.
Así desde el 31 de octubre de 1927. O mejor dicho, desde que volvieron del viaje de novios que los llevó a París y los devolvió a Barcelona más enamorados y esperando el primer hijo. Carmen apenas tuvo tiempo de disfrutar de ese hombre del que se había enamorado perdidamente y con el que se casó convencida de que aquello que sentía era amor.
Amor inagotable que con el tiempo se acomoda, y va mutando hasta volverse irreconocible.
José María ya no era José María. Se atrevía a gritarle de un modo que no podía consentir.
¿O sí?
Pero no.
Que fuera una sombra en el lecho conyugal no le daba licencia para tratarla de ese modo.
Ella sabía que todo había empezado cuando nació el nene. Sí, fue ahí cuando la vida les enseñó los dientes.
¡Claro que a ella también le dolía su enfermedad sin nombre! Pero lo dramático fue descubrir cuánto la odiaba su marido.
A veces se encerraba en la consulta y la emprendía a golpes contra la pared o contra el escritorio colonial de madera de mango sobre el que descansaba su foto de boda.
La forma que tenía de canalizar ese odio que le recorría el cuerpo le salió por la cabeza y lo volvió calvo al año del nacimiento del niño. Por entonces se dejó un bigote estrecho de puntas un poco afiladas que cambiaron, de la noche a la mañana, al hombre con el que Carmen se había casado.
—Una desgracia, una verdadera desgracia —contestaba cuando le preguntaban por el pequeño.
Era la comidilla en los salones de té, en los cafés y en las salas de concierto.
La pregunta de siempre.
La maldita respuesta.
El gesto torcido.
La mueca de dolor.
Al anochecer, antes de apagar las luces del vestíbulo y de que las criadas se retiraran a dormir, Carmen pedía a Rosalía que hablara con quien estuviera de guardia para ablandar el carácter de su marido. Ahora sabía que no habría santo que pudiera mediar para apaciguar el vendaval que se avecinaba.