Es una juerga más. Tiene ganas de mear. El baño maloliente del bar suburbial no brinda tregua, así que sale del local a buscar una esquina con la cerveza en la mano. Siente el alivio, también el agradable paso del viento por debajo de las bolas. Inhala, pletórico y reconfortado, evacua al aire libre y deja el nombre en una pared gastada. Tararea una canción de Arctic Monkeys, esos que fueron sus vecinos en Sheffield y que desde hace poco la revientan en las radios británicas. Al día siguiente no hay partido, el entrenamiento es por la tarde y hace dos minutos ha decidido que no irá a trabajar a la fábrica.
La fría cerveza está magnética, al igual que esa pelirroja escocesa que hace pocos minutos le mostró el tatuaje que lleva detrás de la oreja derecha. Sonríe, satisfecho de aquello que le espera, conforme con una decisión que le es propia, pues va de rebelde, y es así como encaja y engrana su conciencia; así mide su propia idea de respeto, algo que en algún momento perdió, y que ahora, a punta de peleas, amores fugaces y decisiones contra la corriente, cree haber recobrado.
La noche parece no tener temperatura y el cielo fue secuestrado por la neblina. Enciende un cigarro y, una vez más, aparece ese maldito recuerdo de hace cuatro años, cuando con veinte centímetros menos y un millón más de ilusiones, fue desechado por el equipo de sus amores y donde hizo todas las inferiores. Desde aquel día en que salió corriendo de las instalaciones del Sheffield Wednesday —con los ojos cerrados y las lágrimas bañándole el rostro— su vida ha sido así: interminable y angustiantemente inmediata. Porque alguna vez soñó con hacer eterno su nombre, pero eso parece que fue hace tanto…
Se termina de un buen sorbo el resto de chela que le queda y emprende el regreso al bar. De pronto, poco antes de llegar, alguien es arrojado desde adentro de manera brutal: es «El Sordo». Un amigo suyo que efectivamente es sordo. Detrás del Sordo, cayendo, aparecen dos sujetos que lo embisten en el suelo, dándole patadas. Atónito, observando la escena, sin entender nada, cierra el puño con los nudillos encostrados; mira para todos lados, no aparece nadie al rescate, solo la pelirroja que grita por ayuda. Sin pensarlo se arroja de pique al área y clava dos voleas, una en el culo, otra en la espalda. Mientras El Sordo tiene la boca rota y se retuerce en el suelo, el delantero comienza a mostrar la testosterona acumulada, además de toda la actividad pendenciera sumada en el frustrante paso de los días. Y los golpea duro, aun siendo más flaco que ellos, como si nada importara, como si la calle y la mocha fuesen su real origen. Es cierto que recibe y ya tiene la nariz quebrada, pero mucho menos que el par de matones reducidos a nada por ese muchacho que descarga la mierda, sin pausas, sin miedo. Ya con el par de sujetos caídos, los escupe y les saca las billeteras, como castigo y porque quiere más cervezas. Al acto llega la policía.
Tiene veinte años y es condenado a usar un brazalete electrónico, cumplir un toque de queda que lo obliga a estar en su hogar siempre antes de las 18.30 horas, y no moverse en un radio superior a ochenta kilómetros. El mazazo para el joven futbolista es fuertísimo. El escándalo no consta en ningún medio, claro, a nadie le importa lo que haga el delantero del Stocksbridge de la séptima división inglesa. Aun así, su carrera parece estar arruinada, su vida en el fango, la pelirroja ya desapareció. El club planea caducarle el contrato que consta de un salario de cuarenta euros por partido. Pese a ser el goleador y quizás quien cuenta con mayor proyección en la plantilla, los problemas no son una novedad y lo tienen con pie y medio fuera de la institución. Reconoce el pánico, tiene miedo. Él asegura que el fútbol es todo lo que ama y lo único que hace bien. Promete cambiar, pero principalmente, bajo la angustia, promete lo mejor que conoce: goles.
Es jueves, un jueves cualquiera. Son las 17.30 horas y el partido va 1-1. Debe irse, si no la cosa se le puede poner peluda. Viene la modificación, pero pide un minuto más. Van sesenta y quiere una chance, sabe que la defensa rival ya está agotada y se siente rápido, porque lo es. Su madre ya tiene el auto encendido y le toca la bocina. No la toma en cuenta y se planta en medio del campo, rechazando los bocinazos y la inminente modificación. El técnico lo llena de garabatos, aunque interiormente lo conoce y sabe que quizás pueda pasar algo. Aguanta el cambio una jugada más. Un melón con vino para adelante, un pelotazo sin gran calidad pero lleno de intención; y corre, sin dejar de acelerar, nunca deja de acelerar; alcanza el balón, tiene el arco en la mente y planta el bombazo a treinta metros: GOLAZO. No hay tiempo para festejar, sigue corriendo, salta la reja que limita pequeño el estadio con la calle y sube al auto.
—Por poquito —le dice a su vieja, mientras ella sin mirarlo, pone primera.
Deslenguado, frívolo y temperamental, fruto del ácido paseo de una experiencia tosca y acontecida, de la que tuvo que salir airoso a punta de puñetes, transformándose en un conchasumadre, porque quizás así valía la pena, porque quizás así igualaba, un tanto, a la puta vida seca. De la boca para afuera y las palabras que llenan el elogio de la virtud, pero cada quien clama cómo sobrevivir. Al final de cuentas, lo importante es hacerlo.
Pero en ese adusto rostro pálido, lleno de escepticismo, habitaba algo más que solo revancha, porque estaba enamorado de jugar y, en esa pasión, buscó una conquista. Cada segundo lo hacía más improbable, pero cada gol alimentaba una tierna esperanza. Y la abrazó con fuerza. Infantilmente no dejó de soñar, añadiendo a eso el carácter que le dio la oscuridad para no intimidarse por el paso del tiempo ni por el eslogan de lo probable.
No paró de hacer goles, le sacaron el brazalete y siguió haciendo goles, pasando al Fleetwood Town de la quinta división. Hizo treinta y un pepas en treinta y seis partidos, y llevó a su escuadra a un inesperado ascenso. Con los papeles manchados —y ya con veinticuatro años a cuestas— parecía que debía ganarse los morlacos en la sombra del profesionalismo, sin embargo, su irrupción era real. No era solo un jugador rápido que hacía goles, también entendía el juego, podía recostarse por las bandas o descender y asociarse. Por supuesto, ágil y astuto en el área.
En definitiva, un delantero lleno de condiciones. Así lo vio el Leicester, un equipo que militaba en segunda y que no dudó en pagar dos millones de dólares por él, el precio más alto pagado jamás por un jugador venido del mundo amateur.
Pasó el tiempo. Al principio la adaptación al ritmo y la presión fueron difíciles, pero nada imposible para quien venía del infierno. Fue determinante en el ascenso de su equipo a primera y, en la temporada 2015-2016, se convirtió en el goleador de la Premier League. Misma temporada en que el humilde Leicester, con su goleador a la cabeza, hizo de la realidad un poco de fantasía y dejó a los grandes clubes de la isla como Chelsea, Arsenal o Manchester United mirando desde abajo.
Con veintinueve años, aquel desconocido que peleaba afuera de los bares transformó su nombre en referencia planetaria; qué importaba que haya tardado, si finalmente llegó escribiendo su huella al vaivén inolvidable de la calle. Su nombre: Jamie Vardy.
Curiosidades del destino: la única vez que Leicester estuvo cerca de ser campeón había sido en 1929, año en que el Sheffield Wednesday lograra la consagración. Sería un hincha y jugador descartado de ese equipo quien comandó algo insospechado y extraordinario. Como el vuelco en la vida de Vardy, ese jugador que no quiso dejar de serlo, aunque tuviera un brazalete condenatorio en el pie.
El Sordo cuando va al estadio se sienta en primera fila, la pelirroja lo ve por la tele, Vardy se mira al espejo y, ahora sí, encuentra el respeto que buscaba.