Estamos en la cuenta atrás. Ésa es la idea básica de las profecías que encontrará el lector en este libro. Videntes y augures han creído ver retazos del futuro o tuvieron encuentros con seres tomados por divinos que les revelaron cómo serían los días venideros. Tanto en unos como en otros casos, el futuro no es halagüeño. Se diría que cada vez queda menos para… ¿para qué exacta mente? ¿Y si nuestro futuro se pareciera cada vez más a alguno de los pasados de otros a quienes desconocemos?
«Cuando empiece el año mil que sigue al año mil, el hombre habrá cambiado la faz de la tierra: se proclamará el señor y el soberano de los bosques y de las manadas: habrá surcado el sol y el cielo, y trazará caminos en los ríos y en los mares. Pero la tierra estará desnuda y estéril, el aire quemará y el agua será fétida: la vida se marchitará porque el hombre agotará las riquezas del mundo. Y el hombre estará solo como un lobo en el odio de sí mismo.»
Cuando empiece el año mil que sigue al año mil, el hombre habrá esquilmado las riquezas del mundo, presumió Juan de Jerusalén en los albores del año mil. ¿Es posible que alguien en la Edad Media hubiera logrado echar un vistazo al futuro entre los visillos de la historia que penden de los dedos de los dioses?
«Cuando empiece el año mil que sigue al año mil, los niños serán vendidos; algunos se servirán de ellos como de muñecos para disfrutar de su piel joven; otros los tratarán como a animales serviles. Se olvidará la debilidad sagrada del niño y su ministerio; será como un potro que se doma, como un cordero que se sangra, que se sacrifica. Y el hombre no será más que barbarie.»
Pederastia, prostitución de menores, homosexualidad…
«El padre buscará el placer en su hija, el hombre en el hombre, la mujer en la mujer, el viejo en el niño impúber, y eso será a los ojos de todos», escribió aquel visionario.
Abortos, embarazos a la carta… cuando llegue ese temible milenio: «Los hombres no confiarán en la ley de Dios, sino que querrán guiar su vida como a una montura; querrán elegir a sus hijos en el vientre de sus mujeres y matarán a aquellos que no deseen».
Los medios de comunicación, especialmente la televisión, permitirán contemplar con impasibilidad las desgracias… cuando llegue el año mil que sigue al año mil: «Todos sabrán lo que ocurre en todos los lugares de la tierra: se verá al niño cuyos huesos están marcados en la piel y al que tiene los ojos cubiertos de moscas. Y al que se da caza como a las ratas. Pero el hombre que lo vea volverá la cabeza, pues no se preocupará sino de sí mismo: dará un puñado de granos como limosna, mientras que él dormirá sobre sacos llenos. Y lo que dé con una mano lo recogerá con la otra».
La precisión de los augurios de Juan de Jerusalén es tan escalofriante que me ha parecido oportuno que su nombre y sus vaticinios aparezcan en el primer capítulo de este libro; un capítulo dedicado a reflexionar sobre el modo en que los hombres han tratado de plasmar el tiempo, compartirlo e intentar vencerlo antes de adentrarnos en las profecías que hablan de su final.
En 1991 se publicó en España un libro firmado por un anónimo autor embozado tras el seudónimo de Frater Iacobus. La obra, Rituales secretos de los templarios, pretendía desvelar las intimidades de la Orden del Temple, alrededor de la cual se han tejido tramas históricas y legendarias con más o menos fundamento.
En aquellas páginas se afirmaba que entre los primeros y legendarios nueve caballeros fundadores del Temple se encontraba alguien llamado Juan de Jerusalén, a quien se adornaba con unas extraordinarias dotes para la profecía. El autor del libro aseguraba que aquellos caballeros, francos y flamencos, habían sido iniciados en la Tradición Universal por seres denominados Superiores Desconocidos, a quienes otros han relacionado igualmente con los Rosacruces o con la Orden Negra de las Schutzstaffel (SS) hitlerianas.
No me extenderé sobre los objetivos que los caballeros templarios tenían para constituirse como orden religiosa según la versión de su historia que propone el enigmático Frater Iacobus, porque quien nos seduce es el mencionado Juan de Jerusalén.
Si damos crédito a esa historia, ese profeta había nacido en Vézelay, Francia, en 1040 o 1042. En la escuálida biografía que se le atribuye, como ya se ha dicho, figura haber sido integrante de la expedición comandada en 1118 por Hugo de Payns, un segundón de la nobleza francesa, para impulsar la creación de la orden en Tierra Santa. Apenas un par de años después, según la misma fuente, falleció dejando como legado un libro titulado El protocolo secreto de las profecías, redactado en algún momento impreciso comprendido entre 1090 y 1110. De su obra habrían existido siete ejemplares, que se dispersaron por la Europa cristiana. Al parecer, uno de esos libros es posible que aún se conserve en los archivos vaticanos, adonde llegó en su día por medio de manos desconocidas. Otro ejemplar se perdió tras haber sido donado por Bernardo de Claraval al monasterio de Vézelay. Un anónimo grupo de juristas franceses habría tenido la fortuna de hacerse con otro de esos libros, y un cuarto llegó a manos de Nostradamus, según las conclusiones a las que ha llegado un sujeto que responde al nombre de M. Galvieski, a quien siempre se vincula con la reconstrucción de la historia de estos libros perdidos y sobre cuya existencia real e identidad no puedo pronunciarme.
La misma fuente sostiene que los bolcheviques se hicieron con otro de aquellos libros y, por considerar su contenido contrarrevolucionario, lo destruyeron. Sería el quinto ejemplar. El sexto, mientras tanto, tal vez se encuentre depositado en el Monte Athos, aventura Galvieski. Pero la historia del séptimo ejemplar es tan fabulosa como su contenido.
Al parecer, un manuscrito que data del siglo XIV fue descubierto en el monasterio de Zagorsk, al norte de Moscú. En él se describe a Juan de Jerusalén como un hombre prudente y santo que acostumbraba a retirarse al desierto y meditar, cayendo entonces en estados alterados de consciencia que le permitían mirar por el ojo de la cerradura de la historia y ver lo que aún no había sucedido, leer lo que no estaba escrito y escuchar las palabras que no se habían pronunciado.
Sus capacidades proféticas se afilaron tras sus contactos en Jerusalén con rabinos y cabalistas judíos, y con astrólogos y místicos musulmanes. De resultas de tales encuentros y ejercicios nacería el misterioso Protocolo, cuyo séptimo ejemplar caería en manos de las SS en 1941, durante la segunda guerra mundial, en una sinagoga de Varsovia. Tras la finalización del conflicto, el texto se perdió y reapareció misteriosamente años después en los archivos secretos de la KGB soviética.
El citado Galvieski defiende que el contenido de aquellas profecías fue una de las pruebas de cargo que se utilizaron en el proceso contra el Temple y que terminó con la disolución de la Orden en 1314 y la condena a muerte de su Gran Maestre, Jacques de Molay. Según él, los acusadores al servicio del papa Clemente V y del rey Felipe IV presentaron las profecías como un dictado del mismísimo Lucifer, aunque no se alcanza a comprender qué pudieron entender de las mismas habida cuenta de que describen acontecimientos que ocurrirían en el tercer milenio. Sea como fuere, Jacques de Molay fue quemado en una hoguera especialmente dispuesta para acogerlo el 18 de marzo de 1314 frente a Notre Dame, y la Orden del Temple, aparentemente, desapareció.
Lamentablemente para esta historia de Juan de Jerusalén, los cronistas medievales que citan el nacimiento de la Orden del Temple no lo mencionan entre los expedicionarios que acompañaron a Hugo de Payns, si bien es cierto que tampoco mencionan todos los nombres de quienes cabalgaron junto al francés hasta Tierra Santa.
Uno de esos cronistas fue Guillermo de Tiro, nacido en 1130 en Palestina. Fue canciller del reino de Jerusalén en 1174 y obispo de Tiro un año después, y para escribir su crónica debió de beber de otras fuentes anteriores o inspirarse en lo que se le refirió oralmente. Era rey Amalarico I (1163-1174) cuando escribió su obra Historia rerum in partibus transmarinis gestarum, y en ella leemos: «En aquel mismo año de 1119, ciertos nobles caballeros, llenos de devoción por Dios, religiosos y temerosos de Él […] hicieron profesión de querer vivir perpetuamente siguiendo la costumbre de las reglas de los canónigos, observando la castidad y la obediencia y rechazando toda propiedad. Los primeros y principales de entre ellos fueron dos hombres venerables: Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer».
Como se observa, no hay en la crónica mención alguna a Juan de Jerusalén, pero tampoco se dan los nombres de ninguno de los otros caballeros.
La segunda fuente para conocer los primeros días de la Orden es Historia orientalis seu hierosolymitana, obra del historiador y obispo de Acre en el siglo XIII Jacobo de Vitry. En sus páginas se afirma que «ciertos caballeros amados de Dios y ordenados para su servicio renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo […]. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no fueron más que nueve los que tomaron una decisión tan santa y, durante nueve años, se vistieron con ropas seculares, que los fieles les daban como limosna […]. Y como no tenían iglesia ni lugar en que habitar que les perteneciese, el rey los alojó en su palacio, cerca del Templo del Señor, […] por esta razón se los llamó más tarde “templarios”».
¿Damos entonces por supuesto el fraude? ¿No existió Juan de Jerusalén y sus profecías son una patraña urdida tiempo después?
Siendo de interés ambas cuestiones, aún lo es más interrogarnos sobre si es posible o no vulnerar el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta el afán con el que los hombres se han ejercitado en pretender medirlo y controlarlo.
Recuerda el historiador británico Felipe Fernández-Armesto que para los de su gremio el tiempo es el pasado, mientras que el futuro no es otra cosa que pasado que aún no se ha producido. No hay un futuro absoluto salvo el imaginado, añade. Pero si eso es así, ¿cómo se las ingenió Juan de Jerusalén para leer lo que no estaba escrito porque no se había producido?
Lo cierto es que el tiempo y el control sobre el mismo han sido una obsesión constante para la humanidad. Todas las culturas han ideado fórmulas para contabilizarlo y, en cierto modo, apresarlo. El tiempo servía y sirve también para relacionarnos entre nosotros, porque nos ofrece referencias para nuestras conversaciones, para nuestras experiencias y las vividas por quienes nos precedieron. El problema que se nos plantea para creer las profecías atribuidas a Juan de Jerusalén y a los demás videntes y augures que nos aguardan en los capítulos venideros es que las escenas que componen nuestro futuro aún no han sido interpretadas por sus actores.
Desde la más remota antigüedad, antes de que echase a andar la historia si por tal entendemos el relato escrito, los hombres idearon calendarios ingeniosos para recordar una cacería o la edad de una persona. Fernández-Armesto arroja luz sobre los punteados en palos o los construidos con los huesos oraculares de la dinastía Shang, en China. Estos últimos, se presume, eran empleados por los adivinos, cuyo nombre registraban mediante una inscripción en el hueso que emplearían para sus augurios. Los huesos se ungían con sangre, se planteaba la cuestión sobre la que el augur debía buscar una respuesta y se aplicaba una intensa fuente de calor mediante una perforación hasta que se producía una grieta. Entonces, el adivino «leía» la respuesta en función del tipo de raja que se hubiera formado.
Un estadio más avanzado lo constituirían los gigantescos calendarios de piedra megalíticos, sobre los cuales aún se plantean toda suerte de interrogantes y permiten cultivar las más variadas hipótesis sobre el modo en que fueron construidos y sobre la identidad de quienes los erigieron —siempre bajo la idea tranquilizadora de que fueron pueblos pertenecientes a nuestra historia; es decir, a nuestro pasado—. Sólo a algunos locos se les ocurriría sospechar que existen restos arqueológicos que no pertenecen a nuestra historia, sino a historias y civilizaciones que desconocemos. Afortunada o lamentablemente para el lector, yo me encuentro entre esos locos.
En 1987, se descubrió en Coligny, no lejos de Lyon (Francia) un calendario lunisolar grabado en una placa de bronce cuya antigüedad se remonta al siglo II. Se considera el primer documento conservado de la lengua celta y constituye una prueba más del afán del hombre por controlar el tiempo, por dominarlo en la medida en que le era posible. No sé si entonces hubieran imaginado que se podía contemplar el futuro, como se supone que hizo Juan de Jerusalén. Lo que resulta indudable es que para medir el tiempo alzaron la vista al cielo, al Sol y a los demás astros.
La observación del ciclo solar fue decisiva para la interpretación del tiempo en las sociedades en las que los chamanes astrólogos eran las figuras más respetadas. Uno de los mejores ejemplos fue la cultura maya, que saldrá a nuestro encuentro más adelante, cuando abordemos la profecía que se le atribuye a propósito del fin del mundo.
Precisamente las culturas con dioses solares impusieron un concepto de medición del tiempo que resulta clave en nuestra aventura en pos del apocalipsis. Atrás quedaron los ejercicios de medir el tiempo en función del crecimiento del ganado, por ejemplo, como hacían los nuer en Sudán. O las ideas compartidas por persas, griegos y otras civilizaciones de que el tiempo era cíclico; que todo moría y renacía, una y otra vez. La idea lineal del tiempo suponía, en cambio, que el propio tiempo tuvo una creación y que un día concluirá, lo que permitía especular sobre cuándo se produciría ese fin, que en nuestra cultura se ha dado en llamar apocalipsis.
El historiador británico citado señala que «el método lineal ha hecho valer gradualmente su superioridad, cuando se revelaron las imperfecciones de los ciclos astrales y la indagación científica arrojó dudas sobre los ciclos verdaderos».
Esa superioridad de la concepción lineal del tiempo y de la historia se acentuó con el desarrollo de la religión judía y de la cristiana, que es heredera directa de la anterior. Para ambas, Dios llevó a cabo la Creación, y en el Génesis se alumbraron los astros. Y desde ese mismo instante, también el tiempo. Al contrario de lo que sucedía entre quienes interpretaban el tiempo como algo cíclico —por lo que no creían en un principio y en un fin absolutos—, judíos y cristianos predicaban la idea de un único acto creador a cargo de su dios.
No obstante, los primeros padres de la Iglesia tuvieron que enfrentarse a un dilema curioso: ¿el tiempo existía ya cuando Dios creó el universo o creó el tiempo y el espacio antes de dar forma a la materia? La cuestión era importante para las creencias cristianas, puesto que difícilmente puede haber un fin de los tiempos sin un principio. El problema residía en que, según Beda el Venerable, el mundo se creó un 19 de marzo, pero Dios no creó el Sol hasta cuatro días más tarde, de modo que no había modo de contabilizar el tiempo hasta ese momento.
Este asunto provocó sonoras discusiones y se zanjó finalmente en el IV Concilio de Letrán, en 1215, cuando se estableció como dogma que Dios creó simultáneamente de la nada todas las cosas, tanto las espirituales como las materiales. Pero, en ese caso, ¿en qué momento exacto se había producido la Creación y, con ella, el tiempo?
Fernández-Armesto observa cómo los redactores de los libros que componen el Antiguo Testamento obviaron cualquier mención a la idea cíclica del tiempo que tenían civilizaciones anteriores, mucho más desarrolladas que la judía. En su lugar, emplearon como unidades de periodización las razas humanas, sin ofrecer fechas concretas a excepción de los años que se otorgan a algunos de los longevos patriarcas antediluvianos.
La influencia de la religión judía en la cristiana es absoluta; desde el convencimiento de que hubo una Creación, una única deidad creadora, un mesías libertador y una única historia que, al tener un principio, deberá tener un final. De no haber creído firmemente en esas ideas, tal vez Juan de Jerusalén no se hubiera dedicado a realizar prospecciones en un tiempo que aún no existía, pero el temor al apocalipsis había calado del tal modo en los corazones cristianos que cualquier noticia sobre el futuro resultaba estremecedora. Por otra parte, a Juan de Jerusalén, como al resto de los cristianos, no le quedaba otro remedio que aceptar la idea de que el tiempo era lineal, puesto que de otro modo incurrirían en herejía, dado que se supone que la Encarnación del Hijo de Dios es única y que se sacrificó en la cruz para redimir los pecados de toda la humanidad una sola vez. Es preciso, por tanto, un juicio final para que se produzca la anunciada segunda venida de Cristo a la tierra.
Y así, Juan de Jerusalén trató de asaltar el futuro.
El vidente medieval entrevió la superpoblación del planeta en el tercer milenio y los movimientos migratorios y sus consecuencias: «Los hombres serán tan numerosos sobre la tierra que parecerán un hormiguero en el que alguien clavara un bastón; se moverán inquietos y la muerte los aplastará con el talón como a insectos enloquecidos. Grandes movimientos los enfrentarán unos contra otros; las pieles oscuras se mezclarán con las pieles blancas; la fe de Cristo, con la fe del infiel; algunos predicarán la paz concertada, pero por todo el mundo habrá guerras de tribus enemigas».
Frente a la exuberancia de los primeros días de la Creación, la propuesta de un tiempo lineal presenta la desolación y la desertización que el cambio climático provocará en el final de los días: «Las enfermedades del agua, del cielo y de la tierra atacarán a los hombres […], el desierto devorará la tierra y el agua será cada vez más profunda, y algunos días se desbordará, llevándose todo por delante como un diluvio».
Juan de Jerusalén alerta igualmente de los movimientos sísmicos que precederán al fin del mundo: «La tierra temblará en muchos lugares y las ciudades se hundirán: todo lo que se haya construido sin escuchar a los sabios será amenazado y destruido; el lodo hundirá los pueblos y el suelo se abrirá bajo los palacios. El hombre se obstinará porque el orgullo es su locura; no escuchará las advertencias repetidas de la tierra».
Es el grito desesperado de un profeta conservacionista que, se diría, divisó desde la loma de su imaginación el comportamiento irresponsable de los Gobiernos frente al cambio climático y la devastación de las riquezas planetarias. ¿Acaso pudo ver incluso la destrucción de la capa de ozono?: «El Sol quemará la Tierra: el aire ya no será el velo que protege del fuego. No será más que una cortina agujereada y la luz ardiente consumirá las pieles y los ojos».
El nivel del mar subirá hasta que las enfurecidas aguas inunden ciudades y continentes, advierte este profeta medieval. Los hombres intentarán salvarse refugiándose en las alturas, pero este nuevo Noé no se preocupará de los animales: «¿Quién se preocupará de su sufrimiento vital? El hombre habrá hecho de cada animal lo que habrá querido. Y se habrán destruido numerosas especies. ¿En qué se habrá convertido el hombre que haya cambiado las leyes de la vida, que haya hecho del animal vivo pella de arcilla? ¿Será un igual de Dios o hijo del diablo?».
El hombre se habrá convertido en un Prometeo cegado de orgullo e ira, según escribe Juan de Jerusalén, en alguien ebrio de soberbia: «Se creerá Dios, aunque no haya progresado nada desde su nacimiento». Pero no será sino «un enano sin alma y tendrá la fuerza de un gigante: avanzará a pasos inmensos, pero no sabrá qué camino tomar». En su locura, en su huida hacia ninguna parte, el hombre habrá dejado en la cuneta a muchos de sus semejantes: «Multitudes de hombres serán excluidas de la vida humana: no tendrán derechos, ni techo, ni pan».
En el colmo de la desigualdad, aquellos que sí gozan de poder, dinero, alimento y conocimientos, habrán conquistado el mundo sin saber muy bien para qué: «El hombre habrá conquistado el cielo, creará estrellas en el gran mar azul sombrío y navegará en esa nave brillante […]. Pero también será el soberano del agua; habrá construido grandes ciudades náuticas, que se nutrirán de las cosechas del mar; vivirá así en todos los rincones del gran dominio y nada le será prohibido». Incluso podrá adentrarse en los mundos submarinos, como si fuera un pez: «Los hombres podrán penetrar en las profundidades de las aguas; su cuerpo será nuevo y ellos serán peces, y algunos volarán más alto que los pájaros, como si la piedra no cayera».
El retrato de nuestros días que se atribuye a Juan de Jerusalén es tan perfecto que estremece. Sus pronósticos arrojan sobre nuestra vida una luz que parece nacida del pincel de Johannes Vermeer de Delft y mueve a la reflexión… y a la sospecha.
¿Realmente existió Juan de Jerusalén? ¿Podemos creer la historia del descubrimiento de sus profecías a cargo de las SS durante la segunda guerra mundial?
Si por un instante respondemos afirmativamente a ambos interrogantes, otros diferentes y aún más desafiantes salen a nuestro encuentro: ¿realmente vio Juan de Jerusalén su futuro; es decir, nuestro presente? ¿O quizá vio imágenes, retales de otros pasados?
La ortodoxia histórica no aceptaría, lógicamente, la posibilidad de que existan pasados que desconozca, pero no es menos cierto que su propia concepción del tiempo ha ido variando en los últimos años y tampoco se acepta de forma mayoritaria en la actualidad la idea de que el tiempo es una línea continua, con un principio y un final.
Fernández-Armesto reconoce que «las modas actuales de la escritura de la historia reflejan un concepto del tiempo carente totalmente de dirección, ni lineal ni cíclica. Se imagina, más bien, en un estado de flujo caótico y adireccional, o se clasifica como una construcción mental que puede omitirse con seguridad de cualquier intento de computar el mundo objetivo».
¿Por qué cambiaron de opinión los historiadores y dejaron de interpretar la historia como una línea continua? En primer lugar, por la irrupción de la teoría atómica, que niega la duración y admite únicamente instantes discontinuos y, por ello, añade la fuente citada, «preguntas sobre si la existencia del mundo en un momento dado implica o no su continuidad o existencia previa en otro». En consecuencia, la memoria se convierte en algo incómodo, y la historia deviene en una sucesión de incidentes o acontecimientos sin conexión entre ellos. Desde ese punto de vista, Juan de Jerusalén y el resto de los profetas que nos aguardan en este libro pueden haber percibido sucesos que no necesariamente se producirían en su futuro, sino que, dada esta visión caótica, podrían haber sucedido en otro momento.
El historiador británico cita otra teoría que influyó en el cambio de interpretación del tiempo por parte de los historiadores y que guarda relación con el filósofo francés Henri Bergson. Se trata de la llamada teoría de la duración. Para él, el «pasado» es un concepto que carece de sentido; es algo que sólo percibe la parte de nuestra imaginación que denominamos memoria.
Aparentemente, esa idea es un desatino, y parece más sencillo aceptar que haya personas que puedan viajar en el tiempo con la mente y ver un futuro que aún no se ha construido: pero todo se podía complicar aún más. Y entonces, apareció Albert Einstein. Según él, el tiempo no es objetivo ni absoluto, sino que cada uno de nosotros manejamos nuestro propio tiempo, que varía según la velocidad a la que nos movamos y el punto de vista. Fernández-Armesto recuerda que, según Einstein, «el tiempo puede invertirse, por ejemplo, mediante la contracción del universo. El orden en el que percibimos los sucesos y, por tanto, la estructura de causa y efecto que inferimos de este orden, pasa a ser negociable».
Si el tiempo puede invertirse, si el tiempo no es objetivo ni absoluto, ¿dónde situamos el pasado y el futuro? ¿Existen pasados y futuros alternativos? ¿Cuál de ellos vio exactamente Juan de Jerusalén, si es que existió y las profecías que se le atribuyen no son un fraude?
El lector encontrará en las páginas de este libro diferentes versiones sobre el modo y el momento en el que llegará el final de los días. Todas las versiones coinciden en dibujar un futuro terrible, repleto de catástrofes naturales previas y de guerras entre las huestes del bien y del mal. Algunos se salvarán, afirman los cristianos; otros, caerán en las brasas del infierno. Pero ¿realmente es posible ver el tráiler de una película que aún no se ha filmado?
«Llegados plenamente al año mil que sigue al año mil, el hombre conocerá el espíritu de todas las cosas, la piedra o el agua, el cuerpo del animal o la mirada del otro; habrá penetrado los secretos que los dioses antiguos poseían y empujará una puerta tras otra en el laberinto de la vida nueva. Creará con la fuerza con la que brota una fuente: enseñará ese saber a la multitud de los hombres, y los niños conocerán la tierra y el cielo mejor que nadie antes que ellos. Y el cuerpo del hombre será más grande y más hábil. Y su espíritu habrá abarcado todas las cosas y las habrá poseído», escribió el misterioso Juan de Jerusalén.
La segunda parte de sus profecías resulta reconfortante, alejada del catastrofismo y la destrucción de los tiempos que se describe en las líneas dedicadas al momento en que «empiece el año mil que sigue al año mil». Si el vidente está en lo cierto, una vez que la humanidad transite plenamente por el tercer milenio y haya superado las catástrofes, el futuro que se extiende ante ella es maravilloso. Pero ¿estará en lo cierto Juan de Jerusalén? ¿Es posible que lograse asomarse a la barandilla del tercer milenio desde la Edad Media? ¿Puede realizarse semejante proeza?
Para los historiadores, un suceso es verdadero si ha ocurrido realmente; es decir, si ha ocurrido dentro del terreno de juego del tiempo. Siendo así, ¿existe el futuro? Si no existiese, resultaría imposible leerlo, pero todas las culturas han creído en esa posibilidad y han empleado diferentes técnicas para lograrlo. Incluso se vieron con capacidad para predecir ese futuro, para modificarlo, o al menos influir en él. Para ello desplegaron toda suerte de ciencias y estrategias: geomancia, astrología, clarividencia, adivinación con las más variadas técnicas, quiromancia, presagios, sueños, vaticinios, etcétera.
En la Antigüedad, los augures confiaban en la extispicina para hurgar en el futuro. Vitrubio, en De Architectura, explica que «los antiguos examinaban el hígado de los animales que pacían en los lugares donde querían acampar o edificar: si después de haber abierto varios encontraban su hígado dañado, deducían que las aguas y los pastos no eran buenos y abandonaban el proyecto». Al parecer, tenían la convicción de que el hígado era el órgano del animal que más información podía proporcionar a la hora de saber si era conveniente emprender una batalla o tomar cualquier decisión de menor calado pero igualmente importante para el consultor del augur. Los babilónicos llevaron al extremo esa práctica, acuñando un concepto específico para la misma: la hepatoscopia.
¿Imagina el lector al supuesto templario Juan de Jerusalén consultando el hígado de un animal para realizar sus pronósticos? Pronósticos tan sorprendentes —y en parte atinados— como este: «Llegados plenamente al año mil que sigue al año mil, el hombre ya no será el único soberano, pues la mujer empuñará el cetro; será la gran maestra de los tiempos futuros y lo que piense se impondrá a los hombres; será la madre de ese año mil que sigue al año mil. Difundirá la dulzura tierna de la madre tras los días del diablo; será la belleza después de la fealdad de los tiempos bárbaros; el año mil que viene después del año mil cambiará en poco tiempo; se amará y se compartirá, se soñará y se dará vida a los sueños».
Poco importa si usted, lector, o yo mismo creemos posible escudriñar el futuro y prever la inminencia del apocalipsis. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, reyes, militares y políticos se hicieron rodear de augures que los ayudaran a tomar decisiones que afectarían a la vida de miles o millones de personas. Lamentablemente para ellos, alguno de esos grandes hombres desoyó las voces de los videntes, según la leyenda. Uno de esos descreídos, al parecer, fue Julio César, y su vida terminó brutalmente en los idus de marzo de 44 a. C.
William Shakespeare recreó la atmósfera de aquellos tiempos de vaticinios y profecías en su obra Julio César. En el acto I, escena III, se describe una tormenta que Casca interpreta como la señal de la desgracia: «Ya desatada sea una guerra civil en los cielos, / o en el mundo, ofendiendo a los dioses, / los haya encolerizado para que envíen la destrucción… / Seguro estoy de que estos portentos del clima / nos avisan de que un hecho extraordinario va a suceder».
En el acto II, escena II, es Calpurnia, la mujer de César, quien refiere una pesadilla en la que había visto cómo de una estatua de su marido brotaba un río de sangre, y además recuerda la aparición de un cometa en los cielos, signo inequívoco, según se creía, de mal augurio para los reyes. Pero como cada augurio se presta a diversas interpretaciones, el traidor Decio Bruto se apresura a decirle a César que su esposa ha interpretado mal el sueño. La estatua que sangra, le dice, representa la vida que César regala al pueblo con su sola presencia. Para su desgracia, César creyó a Decio en lugar de a Calpurnia y acudió al Senado, donde sería apuñalado por los traidores conjurados.
En España, Felipe II fue un ejemplo de rey obsesionado por la astrología, a pesar de que como campeón del catolicismo bendijera la realización de índices de libros prohibidos —lo cual no le impidió coleccionar numerosos títulos dedicados a la magia y al esoterismo en su biblioteca privada—. Y aunque se cuestionó por parte de algunos cronistas, como Baltasar Porreño, si el monarca creía o no en las ciencias ocultas, historiadores como John Taylor confirman la existencia de varios horóscopos de Felipe II.
De todos los que le hicieron al rey, el que mayor fama ha cobrado ha sido el llamado Prognosticon, calculado por el doctor Matías Haco Sumbergense y que se encuentra en la Biblioteca de El Escorial. Haco, que se describe a sí mismo como medicinae doctor et mathematicus, es un perfecto desconocido. Taylor le atribuye un origen danés, pero lo cierto es que nada sabemos con certeza de su biografía. Sea como fuere, él fue quien diseñó este pronóstico acerca de Felipe II y así lo dedicó: «Dedicado al Serenísimo y muy poderoso Príncipe Felipe de Austria, Príncipe de las Españas y de las dos Sicilias, mi Clementísimo Señor».
A juicio del misterioso Haco, la astrología es la ciencia que Dios reveló a Set y Abraham, y asegura que los planetas Júpiter y Saturno regirían la vida de Felipe II, y el monarca lo creyó con fervor. Haco podía ver el futuro, según opinaba el hijo de Carlos V.
El nacido bajo esos signos, opinaba Haco, verá inyectar en su alma «una especial deferencia hacia los ancianos y antepasados como hacia los cargos públicos y preceptores», lo que llevó al monarca a desarrollar una devoción enfermiza hacia su padre y cavilar el proyecto de reunir bajo el mismo techo las tumbas de sus antepasados.
Saturno hará su siembra también en nuestro hombre, y de ese planeta «recibirá la frialdad y la aridez», escribió Haco. Y lo cierto es que fueron muchos los que se acercarían en el futuro, temblorosos y titubeantes, al casi siempre silencioso Felipe II, quien acostumbraba a decir a sus interlocutores, en un tono condescendiente: «Sosegaos».
Rey Prudente lo llamarán sus devotos en el futuro, y así se pronostica el caso en el horóscopo: «Lo que Saturno posee en sí mismo —la consideración y la compensación— y lo que posee Júpiter —la moderación y la mesura— harán prudentes a los nativos, así como rigurosos y ponderados».
El Prognosticon asegura incluso que la influencia de Saturno hará del rey amante «del conocimiento de las cosas ocultas». Pero ¿acaso no pudo ver Haco más allá? ¿No fue capaz de mirar con su telescopio astrológico las muchas desgracias que aguardaban al monarca? ¿No estaba Haco en el mismo nivel de conocimiento de Juan de Jerusalén? ¿Acaso practicó Juan de Jerusalén la astrología de forma más virtuosa?
La astrología parte de la premisa de que el destino y el carácter de una persona quedan determinados por la posición o configuración de las estrellas y los planetas en el momento en el que esa persona nace. Egipcios, babilónicos, chinos, indios, griegos y romanos tuvieron fe ciega en que eso era cierto, y era frecuente la presencia de astrólogos en las cortes, como ocurrió en la de Felipe II.
¿Fue la astrología la que permitió al supuesto templario Juan de Jerusalén realizar afirmaciones tan esperanzadoras como éstas?: «Llegados plenamente al año mil que sigue al año mil, el hombre conocerá un segundo nacimiento; el espíritu se apoderará de las gentes, que comulgarán en fraternidad; entonces se anunciará el fin de los tiempos bárbaros. Será el tiempo de un nuevo vigor de la fe; después de los días negros del inicio del año mil que viene después de año mil, empezarán los días felices; el hombre reconocerá el camino de los hombres y la tierra será ordenada».
En páginas venideras aguardan profetas cristianos: hombres de la Iglesia como san Malaquías, monjas videntes como sor Lucía, e incluso textos como el Apocalipsis atribuido a san Juan. Al igual que en el caso de Juan de Jerusalén, su devoción cristiana podría hacer pensar que bordearon la herejía con esas prácticas tendentes a vislumbrar el futuro, pero lo cierto es que no es así.
El cristianismo sostiene que Dios creó el mundo de una sola vez, en siete días. Y lo hizo contemplando todas las posibilidades futuras, todas las historias venideras y, naturalmente, también su final. Por ello, los padres de la Iglesia buscaron en la Biblia pistas que los llevaran a atisbar cuándo se produciría el apocalipsis, y en su estudio concluyeron que en el Antiguo Testamento se habían ocultado pistas de acontecimientos que tendrían lugar posteriormente y que serían narrados en el Nuevo Testamento. Así surgió la teoría de los tipos y los antitipos, que destacados miembros de la Iglesia como Tertuliano o san Agustín abanderaron.
La teoría defendía la idea de que existían conexiones históricas entre sucesos y personas que aparecían en el Antiguo Testamento, e incluso en la mitología pagana (tipos), y hechos y personas que formaban parte del Nuevo Testamento (antitipos). Por ejemplo, Adán representaba la cabeza de la humanidad y, a la vez, anticiparía la venida de Cristo. Un ejemplo de esa idea lo encontramos en Romanos (5, 14): «No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir». O en Corintios (15, 45): «Así también está escrito: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente”. El postrer Adán será espíritu que da vida».*
De ese modo, el episodio de Moisés en el monte Sinaí con la zarza que ardía sin quemarse era el tipo de la Anunciación de María, que sería el antitipo. Y la creación de Eva a partir de una costilla de Adán era el tipo de la creación de la Iglesia a partir de la herida en el costado de Jesús en la cruz, que era el antitipo. Y así, siempre bajo la premisa de que el Antiguo Testamento era «inferior» al Nuevo, se buscan las señales que anunciarían al Mesías y, seguramente, también la fecha en que tendría lugar el temido apocalipsis, toda vez que el texto de san Juan cerraba el Nuevo Testamento.
Por tanto, no debe extrañarnos que haya hombres de la Iglesia en las siguientes páginas de este libro y que no se limite nuestra búsqueda a los paganos egipcios, mayas y creyentes del resto de las religiones «equivocadas». Por desgracia para nuestra propia tranquilidad, los augurios no coinciden con las venturas anticipadas por Juan de Jerusalén para cuando hubiéramos llegado plenamente al año mil que sigue al año mil, como este maravilloso retrato que realiza de la naturaleza venidera: «Los caminos irán de una punta de la tierra y del cielo a la otra; los bosques serán de nuevo frondosos y los desiertos habrán sido irrigados; las aguas habrán vuelto a ser puras. La tierra será un jardín; el hombre velará sobre todo lo que vive; purificará lo que ha contaminado; así sentirá que toda esta tierra es su hogar, y será sabio y pensará en el mañana».
Si tras atravesar las calamidades descritas en la primera parte de su profecía tuviéramos la convicción de que una especie de Nueva Jerusalén aguarda al hombre, nos sentiríamos reconfortados, pero eso supone un salto de fe para el que, me temo, no estamos preparados. Antes al contrario, como veremos más adelante, no está claro qué sucederá tras el apocalipsis, puesto que existe disparidad de criterios a propósito del día después —entre otras razones, porque el fin de los tiempos habrá determinado que no habrá un después.
Por eso, entre los profetas de la Iglesia, más allá de juegos florales de tipos y antitipos, lo que se nos oferta es un tiempo venidero terrible.
A salvo del peligro de caer en la herejía si se interpretaban los signos del apocalipsis, son variados los casos de cristianos que se atribuyeron esas capacidades. Algunos ganaron fama y santidad; otros, fueron tildados de herejes, a pesar de todo. Entre estos últimos, por citar un ejemplo, encontramos el caso de Montano, inspirador de la corriente denominada montanismo.
Montano había nacido en territorio frigio —en la actual Turquía— en el siglo II d. C., y antes de convertirse al cristianismo fue sacerdote de la diosa Cibeles. A mediados de aquel siglo recibió el bautismo, pero pronto comenzó a chirriar su interpretación de la fe, puesto que, acompañado por dos profetisas llamadas Priscila y Maximila, comenzó a predicar el pronto advenimiento de lo que dio en llamar la era del Espíritu Santo, ya que se creía directamente enviado por él. Durante sus prédicas, Montano caía en éxtasis y decía recibir directamente la palabra de Dios. A su lado, Maximila anunció una terrible guerra inminente que no se produjo, y pronto comenzó a caer sobre él y sus seguidores, los montanistas, la sospecha por parte de la ortodoxia cristiana, a lo que sin duda contribuyó la costumbre que tenían de teñirse el pelo, maquillarse los párpados y mantener contacto con prostitutas.
Según Eusebio, uno de los padres de la Iglesia, tanto Montano como Maximila murieron en uno de aquellos trances extáticos. Ambos se ahorcaron, se dijo.
Otro ejemplo de profecía cristiana en los primeros tiempos de la Iglesia lo encarnó san Hipólito de Roma, calificado como primer antipapa en 215 d. C., aunque posteriormente regresó al seno de la ortodoxia hasta alcanzar la santidad. Según él, el fin del mundo llegaría en el año 500, conclusión a la que llegó tras interpretar que los seis días de la creación anunciaban seis milenios de la historia del hombre. A esa idea añadió una serie de cálculos a partir de las dimensiones del arca de la Alianza y concluyó que el nacimiento de Jesucristo había tenido lugar 5500 años después de la aparición del hombre, por lo que, teniendo en cuenta que los seis días representaban seis mil años, el fin de los tiempos se produciría quinientos años después del nacimiento de Jesús.
Santa Odilia vivió a caballo entre los siglos VII y VIII, y entre los muchos prodigios que adornan su vida se cuenta su portentosa capacidad profética. Según sus exégetas, fue capaz de ver detalles asombrosos de la que sería la segunda guerra mundial, anticipando que Alemania sería la nación que provocaría el conflicto y tal vez anunciando la aparición de Hitler: «¡Escucha, hermano mío! He visto el terror de los bosques y de las montañas. El espanto ha helado a los pueblos. Ha llegado el tiempo en que Alemania será llamada la nación más belicosa de la tierra. Ha llegado la época en que surgirá de su seno el guerrero terrible que desencadenará una guerra mundial, y que los pueblos en armas llamarán el Anticristo, aquel que será vituperado por las madres en llanto por sus hijos que como Raquel, ninguno podrá consolar».
Se diría que incluso pudo ver los combates aéreos y el uso de armas de fuego: «Veinte distintas naciones combatirán en esta guerra. El conquistador partirá de las riberas del Danubio. La guerra que emprenderá será la más espantosa que los seres humanos hayan visto. Las armas escupirán fuego y los cascos de los soldados tendrán puntas y lanzarán relámpagos, mientras sus manos empuñarán antorchas encendidas. Obtendrá victorias por tierra, por mar y por el cielo; se verán en efecto sus guerreros alados, en cabalgatas inimaginables, levantarse en el firmamento para recoger las estrellas y luego tirarlas sobre las ciudades, provocando grandes incendios».
Finalmente, parece describir la derrota de Alemania a manos de los aliados: «El país del conquistador será invadido por todas partes. Los ejércitos serán diezmados por una gran epidemia, y todos dirán que “es la mano de Dios”. Los pueblos creerán que su fin está próximo […]. El cetro cambiará de mano y las madres se alegrarán. Todos los pueblos que fueron despojados recuperarán lo que perdieron y algo más».
Esta relación de profetas y augures cristianos que fueron elevados a los altares se podría engordar con otros nombres y otras predicciones para demostrar la convicción católica de que es posible ver el futuro y también nuestro final. En las siguientes páginas aguardan ejemplos de tales convicciones, pero ahora me conformaré con mencionar a Joaquín de Fiore (1130-1202) para que el lector comprenda hasta qué punto el debate sobre el milenarismo y el apocalipsis fue objeto de la máxima atención por parte de la Iglesia medieval.
Josep-Ignasi Saranyana califica a este profeta y místico como protagonista de excepción del tránsito al pleno Medievo, a la vez que lo considera «una de las figuras más manipuladas de la historia del pensamiento occidental». De él se dice que, tras percibir una misteriosa luminiscencia, tuvo visiones sobre el futuro fin de la Iglesia: «La catedral de San Pedro será ocupada por el Anticristo. Roma, ciudad privada de toda disciplina cristiana, es el origen de todas las abominaciones de la cristiandad».
Según él, la humanidad atravesaría por tres fases de desarrollo espiritual. La primera, la denomina Edad del Padre, abarcaría desde la Creación hasta el nacimiento de Jesús. Correspondería al relato del Antiguo Testamento, y sería una época de castigos y profetas. La segunda sería la Edad del Hijo, época que se extendería desde el nacimiento de Cristo hasta el comienzo del milenio, y respondería a una época de fe. Sería la que el propio Joaquín de Fiore vivió. Finalmente, arribaría la Edad del Espíritu Santo, caracterizada por la fraternidad entre los cristianos y en la que las figuras más relevantes serían los monjes.
Al parecer, Joaquín de Fiore creía estar asistiendo al fin de la Edad del Hijo porque las tres eras tendrían el mismo número de años. Como en el Antiguo Testamento las alusiones a los años brillan por su ausencia, como ya señalamos, se echa mano de las generaciones que supuestamente separan a Adán de Jesús, que serían 42, y por el momento en que empieza la Edad del Hijo, que sería el nacimiento de Jesús. A continuación, multiplica 42 por 30, que considera que es la duración media de años en una generación, y resulta 1.260. En consecuencia, se extendió por Europa un miedo terrible a que llegara ese año, pero cuando finalmente llegó y no ocurrió nada relevante, los seguidores de Joaquín de Fiore se apresuraron a volver a calcular los años en busca de la fecha exacta de los grandes males que, según el apocalipsis, aguardan a la humanidad.
¿Había errado Joaquín de Fiore o quizá, como señala Saranyana en un artículo titulado «Sobre el milenarismo de Joaquín de Fiore. Una lectura retrospectiva», sus ideas fueron manipuladas por el sector más radical del movimiento franciscano? ¿Será cierto que los espirituales y los fraticelos hicieron una lectura interesada de las ideas de este místico?
La Iglesia entonces estaba tan aterrada con lo que podría suceder con el cambio de milenio que se pueden diferenciar en su seno tres ideas diferentes sobre el particular, sin que esté claro a cuál de ellas se adscribía Joaquín de Fiore. Las tres tenían presente el capítulo 20 del Apocalipsis de san Juan. En él, se diferencian dos milenios. En uno de ellos, Satanás es encadenado, y en el otro Cristo reina con los mártires que han revivido. Se asegura que tendrán lugar dos muertes: la de quienes ya no volverán a morir, y otra muerte que pueden padecer todos salvo los mártires. También se diferencian dos resurrecciones: la de los mártires que han revivido y reinan con Cristo, y otra que se producirá cuando se cumpla el milenio durante el cual Satanás está atado.
A propósito de ese temido milenio, surgieron las discrepancias entre amilenarismo, premilenarismo y posmilenarismo. ¿En qué se diferenciaban?
Según señala Saranyana, el amilenarismo «sostiene que Satanás fue maniatado en el momento en que Cristo murió en la Cruz, de modo que ya ha sido derrotado, aun cuando conserve por permisión divina un cierto poder sobre los hombres, hasta que sea definitivamente precipitado en los infiernos, en la segunda venida de Cristo». Según esa idea, añade, «los muertos […], resucitarán en la segunda venida de Cristo, comparecerán en el juicio universal y recibirán entonces su destino eterno (premio o castigo)».
En cambio, el premilenarismo cree que «Cristo vendrá para reinar durante mil años, durante el transcurso histórico, al cabo de los cuales tendrá lugar la definitiva venida de Cristo con toda majestad, se cerrará la historia y se establecerá el reino definitivo. Durante ese milenio intrahistórico, Cristo reinará en la tierra con sus ángeles y con los que ya entonces habrán resucitado en esa venida intermedia, previa a la definitiva o parusía, antes, por tanto, de la resurrección final del resto de los mortales».
Finalmente, estaban los posmilenaristas, que proponían que «durante un milenio, la progresiva maduración de los dones evangélicos debía preparar la segunda venida de Cristo; una felicidad más perfecta e irreversible, al cabo del cual tendría lugar la parusía».
Tras lo dicho, al cerrar este capítulo al lector le parecerá que dejamos a nuestras espaldas el portón de acceso a la abadía Sacra de San Michele, que inspiró a Umberto Eco los escenarios de su novela El nombre de la rosa. No en vano se menciona en ese libro a personajes reales, vinculados a estas polémicas milenaristas, como Ubertino da Casale, líder de los espirituales de la Toscana, grupo al que se adhería Michele de Césena, otro de los personajes de la novela. Frente a ellos, aparecen hombres de la ortodoxia, como el dominico Bernardo Gui, que se convierte en el particular profesor Moriarty del singular Sherlock Holmes que representa Guillermo de Baskerville, protagonista de la historia.
Cristianos y paganos, augures que leían las entrañas de los animales o astrólogos que pretendían ver el futuro en las estrellas… Todos creyeron posible asomarse al futuro y profetizaron el fin de la humanidad. Es posible que algunos vieran algo, pero ¿realmente era el futuro?
El fin del mundo se producirá en unos cinco mil millones de años, cuando muera el Sol y nuestro planeta perezca con él. Desde ese punto de vista, el apocalipsis es una realidad, según la ciencia. Al mismo tiempo, la galaxia de Andrómeda o galaxia Espiral M31, que se aproxima a la nuestra a unos 300 kilómetros por segundo, colisionará con la Vía Láctea y, como consecuencia del impacto, es probable que se forme una galaxia elíptica. Afortunadamente para usted, lector, y para mí, semejante desastre se demorará aún los citados cinco mil millones de años, porque la galaxia de Andrómeda, que contiene un billón de estrellas, se encuentra a 2,5 millones de años luz. Aunque, en realidad, es posible que ese tiempo se vaya en un suspiro… y entonces, ¿qué ocurrirá? ¿El universo se seguirá expandiendo o todo el cosmos se colapsará en una gran implosión o big crunch?
Es posible que todas las preguntas que nos planteamos en este libro dedicado a las profecías y al fin del mundo no se encuentren en nuestro futuro, sino en nuestro pasado, tanto en lo que se refiere a las visiones de los profetas como a lo que debió de ocurrir cuando todo el universo que podemos observar apenas se contenía en una prisión microscópica, antes del big bang. Por ello, me parece oportuno volver la vista atrás, muy atrás, antes de intentar escudriñar nuestro supuesto futuro. Porque si hay un apocalipsis cierto, es el que se producirá en el cosmos.
Recordemos que el hombre mide el tiempo —de otro modo no existiría el pasado ni podríamos imaginar la ficción del futuro— gracias a la observación del Sol y de lo que tarda la Tierra en completar un baile a su alrededor. Por tanto, sin el Sol no habría tiempo, ni pasado ni futuro, al que pudieran viajar los profetas. De modo que parece oportuno interrogarse sobre cuándo nació el Sol y si se sabe cuándo morirá, puesto que su sepelio será el de la Tierra y el de nuestro concepto del tiempo, un concepto aldeano del cosmos.
El astrónomo británico y profesor de Cosmología y Astrofísica de la Universidad de Cambridge Martin Rees resume el caso señalando que en un momento tan remoto que resulta imposible imaginar, «el protosol se condensó en una nube de gas y polvo en la Vía Láctea. La gravedad ejercida hacia su centro lo comprimió de forma suficiente para desatar reacciones de fusión nuclear, el mismo proceso por el que explotan las bombas de hidrógeno». Y ¿qué más sabemos de la estrella a la que debemos la vida y de la cual depende nuestro fin de los tiempos?
La temperatura dentro del Sol se ajusta continuamente por la acción de la fuerza de la gravedad, dice Rees. De ese modo, la fusión proporciona la energía exacta que se precisa para equilibrar la irradiación de calor que se proyecta desde la superficie del Sol. Un mínimo desajuste sería ciertamente apocalíptico para todos nosotros, y no es preciso que ningún profeta ni ningún vidente lo augure. El equilibro de la Vía Láctea es tan maravilloso y al tiempo tan delicado que resultará muy útil recordarlo cuando en capítulos venideros viajemos a Fátima y relatemos el llamado «milagro del Sol» que se asegura que tuvo lugar en Cova da Iria en 1917 por intercesión de la Virgen. Resultará imprescindible tenerlo en cuenta también cuando citemos los augurios sobre el impacto que se producirá en nuestro planeta cuando se precipite un gigantesco cuerpo celeste que, según algunos, viaja endiabladamente deprisa a nuestro encuentro.
Nuestro Sol tiene 4.500 millones de años de antigüedad y, se calcula, ha consumido menos de la mitad del hidrógeno de su estructura central, por lo que se estima que aún lucirá de modo tan hermoso otros 5.000 millones de años. Pero entonces, explica Rees, «se hinchará y se convertirá en una clase estelar conocida como “gigante roja”, de tamaño y brillo suficientes para engullir a los planetas menores y vaporizar toda la vida sobre la Tierra». Posteriormente, parte de las capas externas del Sol implosionarán y el astro rey se convertirá en una enana blanca, un cuerpo estelar cuyo tamaño no será mucho mayor que el de la Tierra, pero su luz se reducirá hasta convertirse en un brillo tenue, similar al de nuestra luna llena.
No obstante, debemos mantener la calma. Aún falta mucho tiempo para ese apocalipsis galáctico. Rees propone un buen ejemplo del momento de ese viaje en el que nos encontramos, y me parece tan ilustrativo que lo reproduzco: «Si se representara el tiempo de vida del Sol como un viaje por Estados Unidos, desde Nueva York, donde se formó el Sol, hasta California, mil millones de años más tarde, donde se extinguirá, cada paso del viaje equivaldría a un lapso de 2.000 años. Además, toda la historia registrada hasta hoy apenas cubriría unos cuantos pasos, que concluirían antes de la mitad del viaje, tal vez en Kansas».
Es decir, que estamos muy lejos aún de cubrir todo el recorrido, y me parece oportuno subrayar que toda la historia que creemos conocer apenas significa un puñado de pasos dentro de ese gigantesco viaje estelar. O lo que es lo mismo: no somos tan importantes como creemos. Pero, naturalmente, eso no impide que consideremos muy importante nuestra propia supervivencia, y de ahí ese afán de los hombres por viajar en el tiempo con el propósito de averiguar qué nos aguarda a la vuelta de la esquina, sin reparar en que nuestro tiempo tiene caducidad, puesto que depende de la vida del Sol.
Por supuesto, podría ocurrir que cuando se produzca el apocalipsis estelar el hombre haya desarrollado técnicas que le permitan viajar a otras galaxias y salvaguardar la especie en planetas que le resulten hospitalarios porque se den en ellos las condiciones naturales para proseguir nuestra existencia. Y ahora, le propongo un juego al lector.
Imagine que realmente logramos huir de nuestro planeta antes de que el Sol implosione y arribamos a otro donde nuestra vida pueda desarrollarse. Imagine también que allí hubiera determinadas formas de vida animal, y que el hombre tuviera la tentación de querer emular a los dioses y provocara cierta mutación genética en alguna de aquellas especies, la más próxima evolutivamente a él, con el propósito de utilizarla en su favor o para poblar por completo el planeta, habida cuenta de que tal vez sólo una mínima parte de la humanidad hubiese podido escapar al desastre de nuestra Vía Láctea.
Solicito del lector un último ejercicio de imaginación para situarse en el momento en que aquella especie animal autóctona, gracias a la mutación genética a la que ha sido sometida, alcanza un nivel evolutivo capaz de percibir su propia caducidad y sentir el miedo que esa incertidumbre le provoca. Entonces, consciente de su soledad e indefensión, mirará con devoción desesperada a los exploradores cósmicos reclamando ayuda para su propia supervivencia, y así los convertirá en dioses. Y tal vez ellos refieran a alguna de aquellas criaturas, las más dotadas de entendederas, las guerras atómicas, los conflictos armados, la destrucción ecológica que precedió al fin de su propio mundo, al fin de la Tierra.
¿Qué sucedería si la digestión de esa información no fuera la adecuada? ¿Quién podía imaginar hasta qué punto aquellos relatos iban a resultar decisivos en el futuro de la nueva criatura?
Regresaremos sobre esos interrogantes al final de este libro, pero ahora conviene volver a mirar al cielo estrellado. Es preciso saber que el mismo fin que tendrá nuestro Sol lo tuvieron antes innumerables generaciones de estrellas pesadas, que cubrieron su propio ciclo vital, transmutando el hidrógeno inicial en los bloques de vida básicos: carbono, oxígeno, hierro, etcétera. Rees afirma que «todo lo que existe sobre la Tierra puede considerarse, literalmente, cenizas de estrellas muertas hace tiempo».
En realidad, toda la estructura de nuestro actual sistema solar es el resultado de una serie de «accidentes» o catástrofes dignas de ser relatadas por cualquiera de los profetas que aguardan en páginas venideras. Por ejemplo, la Luna se desgajó de nuestro planeta después de que se produjera una colisión con otro protoplaneta, y los cráteres que se perciben en nuestro satélite son una buena muestra de la violencia de aquellos primeros momentos de la Creación.
En la década de 1970, el cosmólogo canadiense James Peebles calificó como «momentos de oro de la cosmología» dos descubrimientos extraordinarios. El primero lo había realizado Edwin Hubble, y básicamente consistía en la convicción de que el universo se expande. ¿Cómo había llegado Hubble a esa certeza? Martin Rees lo explica de este modo: «Se basó en la observación […] de que las galaxias más alejadas de la Tierra mostraban un modelo característico de longitudes de onda más desplazado. Cuanto más lejos se encontraban, mayor era el corrimiento de la luz que emitían hacia el extremo rojo del espectro». Hubble concluyó que ese desplazamiento hacia el extremo rojo se debía a un fenómeno similar al que el físico Christian Andreas Doppler había demostrado en el campo de la acústica. En resumen, el universo se está expandiendo a velocidades que son proporcionales a su distancia respecto al observador.
El segundo gran descubrimiento era la detección por los físicos y premios Nobel Arno Allan Penzias y Robert Wilson de lo que llamaron «resplandor de la creación», lo que podríamos denominar una radiación cósmica de fondo. Ambos físicos advirtieron que el espacio intergaláctico no es frío; que existen unas microondas que llegan de todas las direcciones y que no parecen manar de ninguna fuente concreta, por lo que dedujeron que ese «calor residual» procede de la «bola de fuego» original, del big bang, del verdadero día uno de la Creación.
Dice Rees que «durante el primer milisegundo del universo, todo lo existente habría estado confinado a un volumen más denso que un núcleo atómico o una estrella de neutrones. Las partículas habrían iniciado entonces repetidas colisiones entre sí», y añade que «aunque lleguemos a acumular amplios conocimientos sobre la naturaleza del big bang, sus primeras fases nos enfrentan a condiciones tan extremas que nunca sabremos física suficiente para desentrañar sus misterios». En definitiva, que jamás tendremos los conocimientos necesarios para situarnos en el Génesis bíblico. Pero sí podemos estar seguros de que, al igual que hubo una explosión que generó nuestro universo, habrá una implosión que lo absorberá todo.
¿Cuándo sucederá ese apocalipsis?
Los científicos aseguran que dependerá del ritmo de desaceleración de la expansión cósmica, por lo que no hay modo de determinar una fecha concreta… ¿o sí? ¿Guarda relación todo esto con las profecías que vamos a repasar? ¿O tal vez en ellas se relaten «apocalipsis menores»?
El hombre ansía respuestas y las ha buscado más allá de la ciencia, echándose en brazos de religiones y mitos, porque se encuentra tan indefenso como las criaturas que mencioné en el ejemplo anterior, aquellas que fueron creadas o estimuladas biológicamente por visitantes procedentes de un mundo desaparecido. El hombre alza su mirada al cielo estrellado y se pregunta ¿cómo fue posible que una bola de fuego amorfa, como la que la ciencia describe, evolucionara hasta el complejo universo de galaxias, estrellas y planetas que apenas empezamos a intuir? ¿Qué circunstancias contribuyeron para que en nuestro planeta, y tal vez en otros de donde procedieron seres tomados por dioses en otro tiempo, los átomos evolucionaran para formar seres vivos tan complejos como nosotros o como los ángeles y los demonios que nos esperan pacientemente unas páginas más adelante?
Lamentablemente, como reconoce el propio Martin Rees, «contestar a estas preguntas es una misión para el nuevo milenio que, tal vez, no pueda satisfacerse jamás».
Y por ello, el hombre, sabedor de su caducidad desde que los dioses le abrieron los ojos, buscó conocer el futuro y perpetuarse desesperadamente.
El hombre no precisó las lentes de la ciencia para escrutar el cielo y comprender su propia caducidad. Tal vez, como en el ejercicio de imaginación que propusimos anteriormente, fueron los dioses quienes los instruyeron sobre ese misterio el día en que desearon ser iguales a ellos y se encontraron expulsados del paraíso de la inmortalidad que concedía el ser únicamente un animal que vivía el día a día. Desde la expulsión del Edén mental, el hombre se supo efímero y se veía caminar, año tras año, hacia su particular apocalipsis. Y quizá desde el convencimiento de que como es adentro es afuera y como es abajo es arriba, se abrigó en la religión para guarecerse de un fin del mundo que veía tan próximo como su propia muerte.
San Clemente de Roma o Clemente I, uno de los llamados padres apostólicos de la Iglesia por haber transmitido el «eco vivo» de la predicación de los apóstoles, auguró a finales del siglo I de nuestra era que el fin del mundo se produciría en el año 90. Obviamente, erró en sus cálculos, pero en todo el mundo aparecían individuos que decían olfatear que el apocalipsis llegaría tarde o temprano.
En la Edad Media hubo propuestas de lo más variadas a propósito de cuándo tendría lugar semejante catástrofe. El poeta persa Asuaduddin Alí Anvari, que vivió en el siglo XII, tras una serie de estudios astrológicos concluyó que el día 15 de octubre de 1185 se produciría una conjunción de estrellas que sería la antesala del caos. Vaticinó terribles tormentas, el oscurecimiento del Sol y las consecuentes desgracias derivadas de ese fenómeno. Pero también se equivocó.
El astrólogo Johannes Stoëffler, tras cálculos sobre los que lo ignoramos todo, arribó a la convicción de que el fin del mundo se produciría el 20 de febrero de 1524. Afortunadamente, no estaba en lo cierto. Lo mismo que le sucedió al místico Salomón Eccles, que auguró que el apocalipsis tendría lugar en 1665.
La relación de fiascos similares podría prolongarse a lo largo de muchas páginas, pero prefiero ahorrarle al lector semejante tedio.
De modo que el hombre se sabe perecedero y concluye que también el mundo tiene fecha de caducidad. Y en su desesperación, trata de derrotar al tiempo de las más variadas e infantiles maneras. Es posible que por eso, por el terror al anonimato tras su tránsito por la vida, comenzara a dejar la huella de su paso por la tierra en las estelas funerarias.
Mucho antes de que el cristianismo se extendiera como una mancha por el Mediterráneo, el hombre había reflexionado sobre la fugacidad de la vida. «Aquel que pase y contemple este cuerpo descarnado ¿podría decir si perteneció a Hilas o a Tersites?», se puede leer en una estela funeraria griega que se encuentra en el Museo Británico y que data de los siglos II-III d. C. ¿Qué significado tiene?
Cualquier griego mínimamente leído sabía que Hilas formó parte de la tripulación capitaneada por Jasón, los argonautas. Se trataba de un joven de tal belleza que a instancias de Hera fue raptado por las náyades mientras bebía en una fuente. Mientras tanto, Tersites fue un soldado tosco, feo y maleducado que participó en la guerra de Troya. De modo que la enseñanza que ofrece la estela arriba citada es cristalina: tanto a la belleza como a la fealdad les aguarda el mismo destino, la muerte. Todos, independientemente de su origen y circunstancias, experimentarán su propio apocalipsis.
Sabedor de ello, el hombre intentó igualmente ganar la batalla al tiempo perpetuando su sangre, su ADN. Es la respuesta animal que lo impulsa a la procreación.
Otra respuesta a su miedo fue tejer creencias según las cuales al otro lado de la muerte aguardaba una nueva vida no muy diferente a la que disfrutaban en esta realidad. Eso creía, por ejemplo, el enigmático pueblo etrusco. En sus esculturas funerarias —sarcófagos y urnas— es frecuente ver representadas fiestas en las que, ya en la otra vida, el difunto disfrutaba de la bebida hasta caer en un sopor que lo conducía al sueño más que a la muerte.
Y, por supuesto, el ejemplo más excelso de la convicción de una vida después de la muerte lo encontramos en Egipto. En su cultura funeraria desempeñaban un papel estelar los barcos, que simbolizaban el viaje del difunto a Abidos, donde se encontraba el principal templo dedicado a Osiris, dios de los muertos. Para ellos, la muerte era únicamente un paréntesis en su quehacer cotidiano. Creían que el faraón podía ser acogido entre los dioses como un igual después de fallecer, e incluso convertirse en una estrella cuyo brillo alumbraría el río Nilo eternamente. «Soy puro, tomo yo mismo el remo, ocupo mi sitio…, bogo hacia Ra, hacia el oeste», se lee en alguno de los textos funerarios egipcios.
Sin embargo, a pesar del convencimiento de que la muerte era tan sólo un paréntesis de la vida, ¿pudieron temer que el universo entero desapareciera un día y tatuaron las piedras de la Gran Pirámide con pistas que desvelan semejante y aterrador secreto? Ese interrogante aguarda en el capítulo siguiente de nuestra aventura.