3 EN EL SEGUNDO SUBTERRÁNEO. LA DERMIS

En la segunda planta inferior se encuentra la capa que conocemos con el nombre de dermis. Me he referido ya a ella al tratar el tema de las cicatrices y las estrías. Nuestra dermis equivale al cuero animal, con el que se fabrican bolsos, zapatos y asientos de piel. La dermis no solo aporta resistencia sino también elasticidad a la superficie cutánea. Además, aquí se localiza el climatizador de la piel y por supuesto de todo el cuerpo. La recorre una gigantesca red de vasos, como si fuera un sistema calefactor por debajo del suelo, y mediante el riego sanguíneo regula la cantidad de calor que emite el organismo. Si hay que enfriarlo, las glándulas sudoríparas se encargan de la evaporación fría al trasvasar líquido hacia la piel; si se trata de calentarlo, la piel conduce el flujo sanguíneo hacia el fondo y lo hace llegar rápidamente a las regiones más profundas. Y por último, aunque no por ello menos importante: en la dermis se encuentra también una significativa avanzadilla del sistema inmunitario.

UNA CENTRAL PARA LOS SERVICIOS DE SEGURIDAD, DE NOTICIAS, ACLARACIONES Y ESPIONAJE

A diferencia de la fina epidermis, la dermis posee unos 2 milímetros de espesor. Esto proporciona a nuestra piel estabilidad, ya que además está repleta de tejido conjuntivo, formado por recias fibras de proteínas debidamente resistentes. Se encuentra rodeada además por otros filamentos de resorte en forma de diminutas espirales que contribuyen a que la piel recobre su forma natural después de estirarse o tensarse. Lamentablemente, la piel pierde firmeza con el paso del tiempo; primero, porque está supeditada a un proceso de envejecimiento natural, y en segundo lugar porque sin darnos cuenta la exponemos a un proceso acelerado de envejecimiento: el sol, el solárium, los cigarrillos, el estrés, la falta de sueño, la mala alimentación y el escaso movimiento hacen desaparecer nuestras fibras de resorte de manera flagrante.

Si has rebasado ya los treinta y cinco años, o incluso si te encuentras en la edad de la jubilación, observa tu rostro y compáralo con la piel de las nalgas. A lo largo de su vida, el trasero habrá visto el sol más bien poco, a menos que seas naturista o vayas a menudo al solárium. Si, además de eso, no fumas como un carretero, tu culo, al igual que tus caderas, deberían reflejar exclusivamente los signos del envejecimiento natural de la piel, mientras que el rostro y las mejillas están expuestas desde el primer día de vida a los efectos del aire y la radiación ultravioleta. He aquí un impresionante ejemplo de lo que significa el fotoenvejecimiento.

Veo a muchos de mis pacientes sin ropa y nunca ha dejado de sorprenderme la gran diferencia de edad que parece haber entre la cara y el trasero. También las personas mayores suelen tener casi siempre la piel del pompis bastante lisa, blanca, sin manchas y sin arrugas. En cambio, a los treinta y pico de años a menudo el rostro está surcado ya por leves arrugas. Luego aparecen además las manchas, venitas, surcos profundos y zonas flácidas que, literalmente, cuelgan. Quien desde la pubertad ha sido cliente habitual del solárium, es muy probable que a los treinta su piel recuerde la de un zapato. Habrá perdido mucha elasticidad, se habrá vuelto rígida y gruesa. El primer sitio donde se ve esto es en la piel de los párpados inferiores. Dado que la piel aquí es muy fina y delicada, los demoledores rayos UVA del sol y del solárium penetran a más profundidad que en cualquier otra parte.

Si deseas comprobar cuánta elasticidad posee aún esta zona, haz el siguiente test absolutamente despiadado: tira del párpado inferior hacia abajo de forma que quede ligeramente separado del blanco del ojo y después suéltalo de golpe. ¿Y? ¿El párpado salta enseguida en dirección al ojo y se ajusta de nuevo? ¡Felicitaciones, en tu caso aún tienes el semáforo verde! Pero si se demora unos instantes o no tan pocos (digamos dos segundos o más), entonces tienes algunos puntos para ser víctima de un envejecimiento acelerado.

Junto a su función estabilizadora de la temperatura corporal, la dermis tiene muchas más cosas que ofrecernos: abastece a la piel de oxígeno y nutrientes, envía importantes informaciones al cerebro y sirve de apoyo al sistema inmune.

Capilares y almohadillas esclusas

¿Te has hecho alguna vez un rasguño? Cuando esto ocurre, a veces podemos observar una capa blanquinosa y pelada con minúsculos puntos rojos. Es la dermis raspada y expuesta. Las áreas onduladas situadas debajo de la membrana basal quedan a la vista, junto a los vasos sanguíneos absolutamente diminutos, los capilares. Imagínate el conjunto como una red de mangueras de jardín ramificadas con algunos vasos que acaban de recibir un buen abastecimiento de sangre y otros menos. Todo el proceso está controlado por unas almohadillas inflables que se encuentran alrededor de la manguera como si fueran una válvula de cierre. De este modo, las almohadillas regulan el líquido que entra en la manguera. Si se abre el paso de la válvula, la sangre fluirá en abundancia por todas partes. Por el contrario, si se hinchan hasta alcanzar toda su capacidad, la entrada de la ramificación de la manguera se estrechará, impidiendo el flujo sanguíneo.

Entre estas mangueras, las más diminutas son los capilares, que tienen un diámetro de entre 5 y 10 micrómetros (10 micrómetros equivalen a 0,01 milímetro); en comparación, el diámetro de un cabello es de 80 micrómetros. Los capilares unen las mangueras de suministro (las arterias) con las de eliminación de residuos (las venas).

Después de pasar por el corazón, las arterias suministran sangre rojo claro, enriquecida con oxígeno procedente de los pulmones, a todos los órganos, incluida la piel. Después, gracias a su forma tubular en vertical, los capilares la transportan hacia arriba en dirección a la epidermis, donde a través de minúsculos orificios aportan agua, oxígeno y nutrientes (aminoácidos, oligoelementos, sustancias mensajeras y vitaminas). En contrapartida, absorben allí dióxido de carbono y otros productos químicos de desecho del intercambio celular y los desalojan. Es como en una lavadora, donde por un lado entra agua limpia y por el otro el agua sucia se conduce hacia la salida. A través de las venas, la sangre desoxigenada llega a los pulmones y al corazón, donde es reciclada al ser enriquecida con oxígeno; el hígado y los riñones desintoxican el resto.

En determinados momentos al organismo le importa más protegerse del frío o del calor que ocuparse de la alimentación de las células cutáneas. La temperatura corporal debe rondar siempre entre unos 36,8 ºC y 37 ºC; de lo contrario surgen problemas ya que los órganos son incapaces de funcionar bien. Si afuera hace demasiado calor, podríamos correr el riesgo de sufrir un sobrecalentamiento; y cuando hace mucho frío, una congelación. Por este motivo debemos apresurarnos a poner en marcha nuestro climatizador endógeno, para desalojar calor cuando las temperaturas suben en exceso y conservarlo cuando bajan.

Además, en la dermis contamos con un pequeño termómetro fibrilar; en función de cuál sea la temperatura, desde aquí se emiten impulsos nerviosos, más rápidos o más lentos, a través de las fibras nerviosas que llegan a la médula espinal y luego hasta el cerebro. Percibimos la sensación térmica por el contacto con los objetos, aunque también con el aire o los líquidos: la sauna, el agua fría, el cuerpo caliente de otra persona, el viento cálido del desierto o los cálidos rayos infrarrojos de la luz solar. En el cerebro hay un termostato, alojado en el hipotálamo, que es el centro de control para la temperatura, el sexo, el sistema circulatorio, la comida, la bebida y el ritmo nocturno y diurno: registra la temperatura de la sangre entrante y al mismo tiempo recibe señales térmicas del cuerpo y la piel, y a continuación notifica al riego cutáneo cuál es el grado de calor oportuno.

Una piel estupenda en invierno

Cuando a nuestro alrededor hace frío, las almohadillas-esclusas se expanden tanto que la circulación capilar se reduce casi al mínimo. El riego sanguíneo de la piel aminora en general, ya que es preciso conducir la sangre enseguida hacia el interior del cuerpo, pues de lo contrario correríamos el riesgo de desalojar demasiado calor de la superficie corporal y nuestra temperatura podría descender en exceso. Por lo demás, esto significa que cuando hace frío la piel es abastecida con menos cantidad de oxígeno. Durante cierto tiempo, el tegumento tolera bien la situación. Sin embargo, en caso de frío extremo, la nariz, los dedos de las manos y los pies, así como las orejas, son zonas sensibles expuestas al peligro.

Tal vez ya intuyas que será necesario una temperatura por debajo de 0 grados para que el frío cause daños en la piel. Si bien es cierto que los sabañones salen ya con temperaturas relativamente bajas, unos 4 ºC, esta temperatura normal del refrigerador no basta para restringir de forma radical el riego sanguíneo cutáneo. No obstante, la piel se inflama y se hincha.

En general, la piel suele adaptarse bien al frío. Tal vez en invierno se seca un poco más debido a la pérdida de humedad que produce la calefacción y el ambiente seco del exterior. Pero no por eso deberemos aplicarnos crema a todas horas, a menos que tengamos la sensación de que la piel no se recobra por sí misma. Las cremas humectantes solo deberían aplicarse por la noche, antes de dormir, y solo cuando una tendencia a una excesiva sequedad cutánea lo justifique.

Si a pesar de un frío riguroso, sales a la calle justo después de haberte aplicado una crema humectante, podrías fácilmente sufrir síntomas de congelación debido al alto contenido de agua existente en la crema.

Esto traería consigo dolorosas duricias de aspecto desagradable que se prolongan durante semanas, así como la aparición de zonas amoratadas, dolores e hinchazón en el tejido. Por tanto, cuando en la lista de componentes de una crema incluya «agua», es preferible utilizarla solo en casa o en un ambiente caldeado. Cuando hace un frío intenso, es más idóneo recurrir a una pomada grasa sin agua.

He escrito «pomada» a propósito, claro está, y por la sencilla razón de que las cremas siempre contienen mucha más agua, mientras que la pomada apenas nada.

La sequedad de la piel en la estación fría tiene aún otra causa esencial. Veamos, el tegumento tiene dos fuentes de grasa: la de la barrera del estrato córneo y el sebo de nuestras glándulas sebáceas. Estas últimas son muy abundantes en la cabeza, así como en las orejas y en la cara, sobre todo en la llamada zona T: frente, nariz y barbilla. Los pobres labios, en cambio, carecen de glándulas sebáceas y por eso no pueden pasar sin la grasa que les proporcionan las glándulas sebáceas circundantes. El sebo se comporta de modo similar a la mantequilla. Si está bien caliente, se desliza en forma de gotas desde el interior de los poros hacia el exterior. Análogamente a la mantequilla, que se extiende bien a una temperatura adecuada, las gotitas de sebo se reparten en el rostro como si fuera sobre una rebanada de pan. Pero con una temperatura como la del frigorífico, el sebo se endurece. En invierno se distribuye peor, por lo que la piel se vuelve más seca; los labios, en particular, no reciben nada en absoluto, de ahí su aspecto frágil y agrietado. Y si encima uno se los humedece constantemente con la lengua, está perdido; porque eso supone aún menos grasa y más agua todavía, por lo que el riesgo de que se hielen aumenta.

Que las glándulas sebáceas interrumpen por completo su trabajo con el frío es un rumor infundado, pues se encuentran en las profundidades de la dermis, de modo que el proceso de producción discurre sin trabas. Esto se advierte fácilmente en el hecho de que el acné no mejora en invierno ni tampoco el eczema seborreico, cuya aparición se debe a un elevado flujo de sebo. Muy al contrario, ambos afloran de forma muy clara en la estación invernal por falta de los rayos solares, que tienen un efecto antiinflamatorio. Gracias a la emisión de rayos ultravioleta, en muchos casos, el sol es capaz de eliminar por sí solo inflamaciones cutáneas como si fuera una crema de cortisona. De este efecto se hace uso en el mar Muerto y en las cabinas médicas de rayos ultravioleta para tratar la dermatitis y la psoriasis.

La piel en el desenfreno de la circulación sanguínea

En caso de un calor excesivo (como en la sauna), los receptores térmicos dan el aviso: «¡Alerta, hay riesgo de un sobrecalentamiento!» Se abren las esclusas, el parasimpático (el nervio de la relajación) dilata los vasos sanguíneos y la sangre circula con toda libertad por los vasos cutáneos. Por eso, cuando hace mucho calor solemos ponernos colorados, y durante una sesión de sauna, a menudo pueden distinguirse en las piernas hasta las ramificaciones del riego sanguíneo en forma de marcas rojas. Así es como nuestro cuerpo desprende calor al ambiente, a la vez que activa las glándulas sudoríparas para refrescar la superficie de la piel con la evaporación.

El intenso calor no es la única causa de que aumente el riego sanguíneo en el tegumento, también ocurre cuando hay inflamaciones, para favorecer la afluencia de más células del sistema inmune y antígenos al foco de crisis. En este caso, el riego sanguíneo se intensifica debido a los mediadores químicos que libera la propia inflamación.

Lamentablemente, los puntos o las superficies rojizas no siempre son tan inofensivos como después de una sauna, sino que a veces pueden ser consecuencia de un derrame. Esto puede pasar con una alergia, como resultado de una desagradable picadura de insecto muy tóxica. La reacción alérgica provoca la perforación repentina de los vasos y pequeñas cantidades de sangre se filtran en la dermis. Estos derrames también pueden presentarse como consecuencia de vomitar intensamente cabeza abajo, por un exceso de presión. Por tanto, un sangrado en forma de puntos puede dar la señal de alarma sobre una inflamación de los vasos, una reacción inmunitaria, el ataque de un virus que los deteriore, un trombo venoso en las piernas o de alguna otra forma de presión excesiva de gravedad. Por el tipo de sangrado y la zona del cuerpo en que se produce, los criminalistas experimentados y los forenses pueden distinguir si la víctima ha sido estrangulada o asfixiada.

Si adviertes en tu cuerpo una rojez y deseas saber si se trata de un aumento inofensivo del riego sanguíneo o de un incipiente derrame en los vasos que pueda suponer algún riesgo, puedes hacer lo siguiente: coloca un vaso transparente sobre la zona de la piel afectada y presiona. Si con la presión el enrojecimiento desaparece, se trata solo de un aumento del flujo sanguíneo; ahora bien, si persiste, significa que hay derrame. En este caso, lo más indicado es acudir al médico.

La linfa. El espionaje al servicio del sistema inmunitario

Además de nuestro climatizador endógeno, el sistema de vasos sanguíneos, en la dermis hay también una amplia red de hendiduras linfáticas y vasos finísimos. A través de esta red, el sistema inmune practica el espionaje mediante el envío de tropas de reconocimiento o comandos especiales cuando es necesario.

La linfa es un líquido amarillento y turbio que proviene de los vasos sanguíneos y que transporta los glóbulos blancos (las unidades de combate de nuestro sistema inmunitario, munición en lucha contra el enemigo) a través del tejido. Así, los agentes patógenos son «apresados» por la linfa en el lugar de la intrusión, como por ejemplo una herida, y luego los conducen a la central. Allí, en los nódulos linfáticos, los intrusos enemigos son aniquilados por células asesinas naturales y los fagocitos, ayudados por la munición de anticuerpos. Grandes ejércitos de defensa formados por linfocitos son lanzados contra el enemigo, desplegándose con objeto de acabar cuanto antes con otros intrusos o poder detenerlos en las puertas de entrada y evitar así que causen estropicios.

Los nódulos linfáticos, que por su forma recuerdan a una judía blanca de Kidney, se encuentran por todo el organismo. Hay algunas estaciones importantes situadas en las profundidades y un buen número de ellos en las proximidades de la piel. A veces se puede percibir la presencia de los propios nódulos linfáticos, sobre todo cuando están activos. En ese caso, se agrandan y a menudo duelen. Es posible notarlos con cierta facilidad debajo de las orejas y a veces en las axilas y las ingles. Quien se rasura el vello púbico, puede arrastrar al tejido conjuntivo bacterias procedentes de las microheridas, que de inmediato son destruidas en los nódulos linfáticos de las ingles. Dada esta situación, a menudo resulta más fácil aún palparlos.

También las células cancerígenas que migran pueden invadir los nódulos linfáticos, filtrándose en la linfa; estas malvadas se quedan allí, donde pueden arraigar y multiplicarse. Las células cancerígenas que se dispersan y, por supuesto, el cáncer de las glándulas linfáticas pueden provocar un aumento evidente de los nódulos linfáticos. Por eso muchas personas se preocupan cuando al tacto notan un engrosamiento.

Cuando los nódulos linfáticos experimentan un engrosamiento reactivo, de hecho es una buena señal porque indica que el organismo reacciona de un modo saludable. Los nódulos linfáticos benignos tienen forma de alubia y se pueden empujar de un lado a otro con los dedos.

Por el contrario, los nódulos linfáticos cancerosos son más bien redondeados y no son duros ni duelen cuando se presionan, sino que son más bien grandes y blandos. Un nódulo linfático engrosado que pasadas tres semanas no quiere disminuir de tamaño requiere un examen médico.

LA RELACIÓN PIEL-CEREBRO: SOBRE EL CABLEADO NERVIOSO, LOS REFLEJOS PROTECTORES, LOS DOLORES Y EL VELLO ERIZADO

Someterse a un detector de mentiras es la prueba perfecta de la conexión entre la piel y el sistema nervioso. El que miente es presa de estrés. Aun cuando los gestos de la cara transmitan indiferencia, de todos modos aparecerá un ligero sudor producido por el miedo o el estrés, y eso va a alterar al instante la conductancia eléctrica de la piel. ¡Pillado!

Y que esto funcione así está establecido ya desde la fase embrionaria: la piel y el sistema nervioso se desarrollan a partir de las mismas capas de células. Incluso para un recién nacido, experimentar el mundo a través de las sensaciones de la piel es determinante para la supervivencia. Se cuenta que en el siglo xiii el emperador Federico II llevó a cabo un espantoso experimento: a unos niños de cuna se les daba alimento y se les mantenía limpios, pero no recibían ninguna muestra de afecto. Murieron todos por falta de amparo, amor y contacto. Hoy sabemos lo importante que es el contacto de la piel para los bebés. Los niños prematuros, por ejemplo, se desarrollan mejor si están una y otra vez en contacto directo con los padres a través de la piel, en lugar de que los dejen en el moisés.

¿Por qué el roce de la piel es tan agradable? ¿Por qué se nos pone carne de gallina cuando nos acarician la espalda? ¿Por qué, incluso siendo ligeramente doloroso, resulta placentero un pellizco o que nos rasquen?

He aquí la respuesta: la piel es el puesto de avanzada de nuestro cerebro. La parte principal se localiza en el segundo subterráneo, en la dermis. Se escucha, se espía, se transmiten mensajes… Todo esto ocurre por obra de células y fibras nerviosas, así como mensajeros químicos, los pilares de nuestro sistema nervioso.

Distinguimos el sistema nervioso central y el periférico, el cual a su vez se subdivide en el sistema nervioso vegetativo voluntario e involuntario. Es tan involuntario —no se deja impresionar en absoluto por nuestra voluntad—, que se denomina también sistema nervioso autónomo (SNA). Sigue trabajando durante el coma y controla la respiración, la circulación, la digestión, el ritmo del sueño, el sudor, la amplitud de las pupilas, los órganos sexuales y el metabolismo. El sistema nervioso autónomo está formado por tres componentes: el simpático, el parasimpático y el «cerebro del estómago», es decir, el nervio vago. El simpático y el parasimpático son adversarios. El simpático solo quiere rendimiento y ritmo; está atento las veinticuatro horas del día y siempre está preparado para la huida. Por el contrario, el parasimpático prefiere la tranquilidad, descansar apaciblemente, digerir, estar relajado y «hacer la sobremesa».

Todo el sistema nervioso es un poco parecido a un circuito eléctrico. Los cables de la corriente son nuestras fibras nerviosas, mientras que los centros de control serían el sistema nervioso central, el cerebro y la médula espinal. Esta última podemos imaginárnosla como una gran autopista de datos que posibilita la comunicación entre el cerebro y las estaciones de medición que hay en el organismo (piel, órganos, músculos, articulaciones, huesos). Todos ellos reciben suministro del sistema nervioso periférico.

El cerebro controla de forma activa una amplia variedad de nuestras acciones, y también hay una gran variedad de sensaciones que registramos de modo absolutamente consciente. Los movimientos voluntarios de la mano o la pierna son resultado de una decisión en el cerebro. Nuestra central de mando decide algo y envía la orden correspondiente a los órganos para que la ejecuten. Por ejemplo, si desea estrechar la mano a alguien porque el cerebro considera que en ese momento sería una muestra de cordialidad apropiada, tendemos el brazo, abrimos la mano y apretamos la de la persona que tenemos enfrente.

Y según deseemos transmitir delicadeza o resolución, ejerceremos una presión definida en un sentido o en otro. A su vez, el cerebro sabe si la mano hace la acción correctamente, si le deja una buena sensación (o sea, si no le hace daño), si tiene buen aspecto y por supuesto si consigue el efecto deseado. Estas informaciones llegan a través de las actividades de la agencia de noticias constituida por sensores y estaciones de medición de los órganos sensoriales, entre los cuales la piel es absolutamente esencial.

A través de pequeños receptores sensoriales —sensores que están distribuidos por el tegumento—, registra cualquier posible dato del medio exterior: los estímulos que provocan roce, presión, vibración, cambio de temperatura y dolor. En un apretón de manos, por ejemplo, percibimos también la presión ejercida por la mano que estamos estrechando. Notamos las oscilaciones del movimiento, advertimos si la otra persona tiene las manos secas, sudorosas, pegajosas, frías o calientes. A través de una gran superficie de fibras nerviosas que pasan por debajo de la dermis, la piel transmite la totalidad de estas informaciones al sistema nervioso central. Allí se procesan y se envían impulsos de respuesta al cuerpo y a la piel. Cuando ya se ha estrechado la mano suficientemente, el cerebro da por finalizada la acción con una nueva orden, «misión cumplida».

Por tanto, la piel y el cerebro se encuentran en un portal de intercambio muy profundo, consciente e inconsciente. El sistema nervioso vegetativo regula también el estrechamiento y la distensión de los vasos sanguíneos en la piel, yergue el vello para que se nos ponga una vistosa piel de gallina y activa las glándulas sudoríparas, por citar solo algunas otras de sus funciones.

Ciertamente, a veces no tenemos tiempo de hacer partícipe de algo al cerebro, porque en ese momento el camino hasta allí se antoja excesivamente largo. Para cuando sea informado y reaccione en consecuencia, podría ser demasiado tarde. Para estos casos contamos con los instintos reflejos. Están bajo el control directo de la médula espinal y hacen que todo vaya mucho más deprisa. Los necesitamos por ejemplo si nos hemos atragantado, pues entonces se produce el reflejo de la tos u otro aún más «radical», como el del vómito; o del mismo modo, cuando un insecto amenaza con entrar en el ojo y se activa el reflejo de cerrar el párpado.

La piel no sería un auténtico puesto de avanzada si no contara con un importante reflejo de protección propiamente suyo: el impulso retroactivo. Este reflejo se activa con el calor y el dolor. Los dolores desempeñan una importante función de alerta en el organismo. En la piel, estos se disparan por calor, frío, heridas, ácidos, soluciones cáusticas, presión, falta de respiración, inflamación y toxinas. Los receptores del dolor no se excitan con facilidad, por lo que necesitan un fuerte estímulo para saltar. La sensibilidad de los receptores está «tuneada» por las sustancias mensajeras; es decir, que están ajustados y adaptados.

Si tenemos una inflamación cutánea en los dedos del pie o en cualquier otra parte del cuerpo, se altera el clima en el tejido, volviéndose más ácido y se liberan inmensas cantidades de mensajeros químicos. Esto reduce nuestro umbral del dolor, nos hace aún más sensibles. A veces, a uno le duele todo el cuerpo, incluso las raíces del pelo, y padecemos «dolor de cabeza y extremidades». Para evitar males mayores, nuestro cuerpo nos obliga a guardar cama y nos avisa de que hay que tomarse el tiempo necesario para reponerse.

Si los sensores del dolor que hay en la piel presienten algún peligro, envían deprisa y corriendo al sistema nervioso central una advertencia como esta: «¡Alerta, me duele el hombro izquierdo!» o «¡Cuidado, la palma de la mano derecha puede quemarse!» La reacción es inmediata: cerramos la mano, damos un salto para apartarnos, esquivamos. Cuando reaccionamos así, con un acto reflejo, no interviene el inconsciente. La información sobre el dolor y el peligro desencadena ya a la altura de la médula espinal una reacción de evitación extremadamente rápida. Apenas un instante después llega hasta el cerebro, que se encarga de adoptar otras medidas preventivas y estrategias de evitación.

Cuando se trata de dolor, nuestra psique siempre se inmiscuye. La psique valora los dolores según su propia escala, en función de los episodios dolorosos que se han padecido ya a lo largo de la vida. Existe efectivamente una memoria del dolor, en la que quedan grabadas las experiencias del pasado. En el caso de una persona que ha tenido que soportar intensos dolores durante mucho tiempo, basta con un dolor comparativamente leve para activar el programa completo. Por eso, los terapeutas del dolor recomiendan no esperar hasta el punto de que no queda otro remedio para dar un analgésico, sino administrar cierta dosis ya de forma preventiva, para que el organismo no se acostumbre. De este modo disminuye el riesgo de reaccionar cada vez con más sensibilidad al dolor y tener que disparar siempre toda la artillería de medicamentos para que se produzca algún alivio.

Las experiencias de dolor (ya sea corporal o anímico) dejan por tanto una especie de cicatriz invisible en nuestra psique y debilitan nuestro cuerpo. Además, en el procesamiento del dolor desempeña un papel el mensaje recibido en la infancia por parte de los padres, los abuelos o en la guardería. ¿Estaba el dolor encubierto por el miedo? ¿O más bien había que ignorarlo por imposición, según la premisa «un valiente no conoce el dolor»? El modo en que el entorno exterior aborda el dolor de un niño es significativo; si después de un episodio de dolor ha recibido más atención, consuelo o amor que en otras circunstancias y situaciones, probablemente el dolor se manifestará antes.

Cualquier médico sabe por experiencia que el estímulo del dolor de una inyección suscita reacciones completamente diferentes en cada paciente. Según sean el carácter (estoico, heroico, un manojo de nervios, histérico, masoquista o un gallina), su procedencia (cada sociedad tiene su propia cultura sobre el miedo) y el nivel de estrés, la tolerancia al dolor varía de manera considerable. A veces, esos hombres que parecen tan fuertes, con músculos muy desarrollados, tatuajes y piercings, son particularmente sensibles al dolor y pueden derrumbarse cuando se les pone una inyección…

En algunos casos, el mero hecho de ver una cánula es suficiente para desatar el pánico en su interior. La película que está viendo con el ojo mental le causa tensión mientras espera el desagradable pinchazo. Dentro de un segundo esto va a doler. En esta situación, como médico podemos recurrir a una estratagema: cuando a alguien le han hecho daño en alguna parte, se rasca o se masajea en un acto reflejo. En la jerga especializada, esto se llama anestesia por presión. El estímulo que se origina al rascarse la piel se superpone entonces al estímulo del dolor; con ello la percepción del dolor disminuye.

Personalmente, me valgo de esto cuando tengo que poner una vacuna o una inyección intramuscular a alguien. Mientras aprieto sosteniendo la carne entre los dedos, el pinchazo apenas se nota, así que mi paciente supone que tengo verdadero talento para poner inyecciones.

Un sentido exquisito de la sensibilidad

Cuando hay peligros serios, como un dolor amenazante, enseguida entran en acción las fibras nerviosas, a través de las cuales la información llega de inmediato al sistema nervioso central. En cambio, cuando las sensaciones son menos apremiantes, el sistema nervioso no debe emplearse tan a fondo y tiene tiempo para calibrar la calidad del estímulo y comunicárselo tranquilamente al cerebro. De ahí que el roce de contacto, la presión, las vibraciones, la temperatura y las sensaciones de dolor tenues y menos agudas sean conducidos por fibras nerviosas más lentas.

En el tema del flujo de información desde la piel hasta el cerebro, despacio significa una velocidad de 0,5 metro hasta 2 metros por segundo; y muy rápido, unos 90 metros por segundo. Para que los estímulos puedan ser detectados, en cada planta del edificio que constituye nuestra piel hay innumerables terminaciones nerviosas libres actuando de sensores. En algunos lugares son hasta doscientas por centímetro cuadrado. Estas registran los estímulos del dolor originados por temperaturas extremas (+45 ºC o –10 ºC) y efectos mecánicos o químicos y miden también todo cuanto se halla en su radio de acción. Registran que hoy el cinturón vuelve a apretar como es debido, o cosas tan curiosas como el estado del cabello, si nos lo hemos cepillado o si el viento acaba de deshacernos el peinado. Es más, los sensores toman nota de la posición del cabello en la vaina de la raíz y a continuación nos informan de cómo se ven en nuestra cabeza.

Hoy sabemos que las terminaciones nerviosas que llegan hasta el tegumento liberan, junto a los mensajeros químicos estándares, otras sustancias adicionales y las aportan al tejido. Hacen su propia vida de un modo casi imperceptible. Igual que los agentes dobles, trabajan en operaciones paralelas, como puede ser el desencadenamiento de una inflamación en el tejido. Sacuden al sistema inmune, reclaman a los glóbulos blancos, los fagocitos y los corpúsculos de pus y conducen a la zona adecuada a los mastocitos para proceder a la liberación de otros mediadores químicos como la histamina y la sustancia P que atraen el picor, el ardor y la hinchazón. No todos los mediadores químicos se conocen bien ni se han investigado todos, ni mucho menos, pero muchas enfermedades cutáneas se desencadenan precisamente por la acción de este tipo de actividades nerviosas y estas perduran debido a la inflamación.

Entre estas terminaciones nerviosas sensitivas, hay también una serie de sensores de medición muy diferentes, en forma de diminutos espádices erectos en el tejido y conectados con las fibras nerviosas. Tienen nombres muy peculiares, casi como si se tratara de los alias que utilizan algunos agentes en misión secreta.

TIPO DE RECEPTOR

FUNCIÓN

LOCALIZACIÓN

Discos de Merkel

presión, roce de contacto

epidermis inferior

Corpúsculo de Meissmer

presión, roce de contacto «instinto»

dermis superior

Corpúsculo de Ruffini

estiramiento

dermis intermedia

Terminaciones nerviosas sensitivas libres

roce de contacto temperatura dolor

epidermis, toda la dermis

Corpúsculo de Pacini

vibración

hipodermis

En nuestro cerebro se encuentran representadas todas y cada una de las regiones de nuestra piel en proporciones desiguales. Aquellas áreas que son recorridas por una tupida red nerviosa ocupan un amplio sector, mientras que las dotadas con menos inervaciones, solo una pequeña parte. Si nos imaginamos estas zonas de la corteza cerebral como si fuera una persona, tendría unas manos inmensas con dedos gigantescos y unos labios monstruosos, ya que aquí el grado de percepción sensitiva es muy intenso. Nuestro «instinto» se explica por la presencia de dos mil quinientos receptores en una superficie de 1 centímetro cuadrado. Para designar a este friqui los médicos emplean el término latino «homunculus», que significa hombrecillo.

En la Edad Media, cuando se especulaba con la posibilidad de crear vida artificial mediante la alquimia o la medicina química, el homúnculo empezó su carrera como una especie de demonio de la ciencia. Después de atravesar diferentes etapas de reconocimiento en la industria de la cultura y la literatura, finalmente, en los años cincuenta del siglo xx recibió un nuevo homenaje por parte de la neurociencia como metáfora de la correlación entre las partes del cuerpo y determinadas áreas de la corteza cerebral.

De las hormonas sadomaso y otras para la paz mundial

También hay un tipo de dolor que carece de una connotación negativa. Cuando el dolor se experimenta más bien como una sensación agradable es porque ya lo hemos aprendido así en los primeros años de vida. A los niños les parece fenomenal «maltratarse» un poco entre sí, ya sea pellizcándose, mordiéndose, dándose apretones o incluso peleando. A menudo llegan hasta el límite del dolor y a veces hasta lo sobrepasan un poco. Jugar con estos límites también resulta estimulante en la edad adulta.

El centro cerebral del dolor y el del placer están muy juntos, de tal modo que los estímulos externos son procesados por las dos áreas del cerebro. Ante la sensación de dolor, el organismo libera adrenalina, la hormona del estrés y de la huida, así como otras sustancias para combatir el dolor. Estos opioides adormecen la sensación dolorosa y provocan euforia. Un fenómeno que, ciertamente, también se puede medir en la práctica del sexo, pues dado que un orgasmo roza la frontera entre el placer y el dolor, se produce a la vez una liberación de opioides que, por su efecto binomio, tiene el potencial de crear adicción al sexo.

Sigmund Freud especuló mucho tiempo acerca de cómo explicar el placer en el dolor, cuando de hecho su función es de alerta. Al parecer, esta se activa únicamente en nuestro pensamiento racional. Sin embargo, el inconsciente solo es capaz de reconocer la intensidad de los sentimientos, y según Freud, no puede distinguirse si se trata de un sentimiento agradable o no. En consecuencia, el deseo que el ser humano busca ávidamente en la vida solo atiende a la intensidad, de aquí que también pueda salir ganando algo con el dolor. El inconsciente no emite juicios. Eso es cosa de la moral, cuando transmite: «¿Estás majareta, o qué? Eso duele, no puede ser que de veras quieras eso…»

El psicoanálisis parte de la convicción de que el verdadero placer siempre puede originarse por la superación del displacer; sin duda aquí encontramos una posible explicación de por qué el dolor es capaz de ser ambas cosas: lo bello y lo terrible. Según prevalezca lo uno o lo otro, determinará que el orgasmo sea o no doloroso. Aunque no deberíamos llegar al extremo de aceptar que la ciencia prescriba qué se debe sentir; y tampoco los psicoanalistas. Aquí viene muy a cuento recordar una secuencia de la película de Woody Allen, Manhattan, en la que durante una fiesta una mujer le cuenta a una amiga: «Recientemente he tenido un orgasmo, pero mi médico me ha dicho que era falso».

El dolor más delicioso o atroz choca con el agradable roce de los cuerpos, el contacto, las caricias y los masajes. Percibimos todo esto en nuestra piel y desencadena sensaciones. A esto añade además la liberación de oxitocina (la hormona del contacto y la unión emocional) en la hipófisis. A continuación veremos lo que esto trae consigo.

La oxitocina se conoce hace ya tiempo como la hormona que una madre segrega cuando amamanta a su bebé. La oxitocina se encarga de contraer las pequeñas fibras musculares situadas alrededor de las glándulas mamarias para que salga la leche. Al mismo tiempo, brinda dulzura y paciencia a la madre, que de este modo estrecha el vínculo con su bebé. Otra función conocida desde hace mucho tiempo de esta hormona es la liberación de contracciones. En el sexo, poco antes de que los cuerpos se separen pueden darse contracciones, ya que este produce una segregación de oxitocina, tanto en el hombre como en la mujer.

Recientemente se han observado además otros efectos: la oxitocina es un antidepresivo que, administrada en forma de nebulizador nasal, aviva el ánimo en caso de una depresión infantil con postramiento en cama. En relación con el sexo, contribuye al orgasmo masculino; la segregación de oxitocina une aún más a la pareja, de ahí que se considere la «hormona de la fidelidad». Hace que aumente el atractivo del otro, ayuda a limar las diferencias, tiene un efecto antiestrés, ya que degrada el cortisol, hace feliz y relaja. Tocar, abrazar, acariciar, besar y practicar el sexo mantienen elevado el nivel de oxitocina. Cuando en una pareja se produce un distanciamiento emocional, es posible conseguir que el nivel de oxitocina se recupere y que el amor renazca mediante una terapia bien encauzada de acercamiento corporal.

Y esto nos enfrenta a un problema de nuestra sociedad: hay demasiados seres humanos a los que nadie toca. Solteros, ancianos solos y personas que debido a sus convicciones religiosas ponen trabas al contacto corporal. En nuestra piel, la falta de un contacto grato conduce a una segregación deficiente de oxitocina, lo que será causa de estrés, miedos y unas relaciones humanas distorsionadas.

Aquellos lemas un poco trasnochados (aunque no por ello dejan de ser deliciosamente encantadores) como «haz el amor y no la guerra» y «besar en vez de pelear» se fundamentan en argumentos claramente neurocientíficos y fomentan la alegría y salud a partes iguales. Así pues, ¿a qué esperas?

¡Me pica, no me pica!

El picor es un pariente cercano del dolor. Ambas son percepciones sensitivas, pero se diferencian entre sí en un punto esencial: el dolor se desencadena a partir de un reflejo de huida, mientras que el picor reclama nuestra atención de una forma casi obsesiva.

Cuando un paciente llega a la consulta médica con piojos o sarna, todo el personal empieza a rascarse involuntariamente y eso que ni lo uno ni lo otro se transmite con tanta rapidez… La causa parece ser una especie de reflejo arcaico que afecta a la conducta. En un pasado remoto, cuando algunos miembros del clan se rascaban, todos los demás los imitaban para protegerse a sí mismos de los posibles parásitos, puesto que al rascarse se los quitaban, al menos puntualmente.

Aunque el picor puede afectar a cualquier sitio, la sensación de prurito se acentúa al rascarse. Nosotros mismos atraemos al exterior a los mastocitos que están en los tejidos de la dermis y liberan entonces aún más histamina, que es el mensajero químico responsable del picor. Pero, ¿por qué no se puede hacer otra cosa, si lo que hacemos es algo contraproducente?

El hecho de que la sensación de comezón (¡pica!) sea simultánea a la maniobra de rascarse para librarse de esta molestia a la antigua es objeto de investigaciones psicológicas. Una explicación psicoanalítica de este mecanismo sería que, sencillamente, en algunos momentos nos puede la debilidad y cedemos al impulso, aun a sabiendas de que rascarnos será más bien perjudicial, que las bacterias penetrarán en la piel, que podemos causarnos heridas y que estas irán acompañadas de dolor. Esto revelaría que en el ser humano anidan componentes masoquistas a distinta escala. Ciertamente, rascarse también aporta cierto grado de placer. Basta recordar aquel chiste bastante adecuado por el tema aunque tenga poca gracia: «¿Qué es mejor que un orgasmo? ¡Hongos en los pies, que pican más rato…!»

Muchas enfermedades cutáneas van acompañadas de picor. Tratándose de estas, las informaciones no pasan al cerebro a través de las fibras nerviosas rápidas para casos de emergencia, sino a través de las lentas. Es probable que existan además otras fibras nerviosas autóctonas responsables únicamente de la reconducción del picor.

El prurito puede ser inhibido mediante estímulos de dolor o térmicos. Las sensaciones alternativas que provocan la presión, una picadura, el calor o el frío desvían a las fibras nerviosas por otros caminos. Precisamente este es el efecto de la capsaicina que se extrae del pimiento picante y provoca un gran ardor. Induce asimismo la liberación de un neurotransmisor llamado sustancia P. Terapéuticamente, la crema de capsaicina se emplea con buenos resultados contra las enfermedades cutáneas con picor y para aliviar los dolores ocasionados por la culebrina. Muchas personas conocen el principio activo capsaicina, ya que se trata de un componente común en las cremas o parches contra las dolorosas contracturas musculares. Desprende un calor infernal, pero es así como la capsaicina estimula la circulación sanguínea y el metabolismo en la región afectada; la sensación de calor alivia el dolor y la inflamación, al tiempo que distrae del picor.

Hay pruritos de muchos tipos y cada uno es comunicado al sistema nervioso central a través de mediadores químicos distintos. Desde el que causa cosquilleo hasta ardor, pasando por el cortante o impreciso, el repertorio es amplio. Tan dispares como los mensajeros químicos son las medidas para intentar aplacarlo: los pacientes con dermatitis más bien se frotan; tras una picadura de mosquito o en caso de eczemas de contacto, la gente se rasca; en caso de un prurito de origen metabólico —es decir, causado por diabetes y enfermedades renales o hepáticas—, uno empieza a excavar con la uña hasta que se hace un boquete, y solo cuando sangra se experimenta cierto alivio. En caso de urticaria se prefiere el frescor y con el liquen plano se opta por frotar con precaución. El maltrato que se le da a una piel con prurito obedece a la primitiva necesidad de rascarse la piel con las uñas para desprender los parásitos que lo provocan.

Una vez tuve una experiencia que me impresionó bastante. La redactora jefe de una revista especializada apareció en mi consulta con un prurito muy intenso. Todas las terapias a base de cortisona, antiparasitarios y cremas de cuidado cutáneo que había probado hasta entonces no la habían ayudado en nada. La paciente me trajo en numerosas cajitas insectos y brozas que había encontrado en su cama o en su cuerpo. Había asumido que estaba infestada por aquellas bestezuelas y que por eso padecía aquel intenso picor. Lo que había allí eran bichos, en efecto, pero no repugnantes parásitos, sino sencillamente moscas y escarabajos. Y las brozas eran solo brozas, fracciones de costras, escamas y partículas de polvo. Todo ello, cosas que se encuentran en muchas otras casas.

Por intuición, se me ocurrió pensar en el delirio de parasitosis, una enfermedad psiquiátrico-dermatológica y cuyos afectados padecen el ataque paranoide de sabandijas, aunque por otro lado no daba la impresión de que la mujer sufriera alucinaciones. Como la piel no delataba ninguna anomalía que pudiera explicar el prurito, empecé a plantearme si en realidad aquellos síntomas no estaban encubriendo una alergia, un trastorno metabólico o un tumor.

Las infecciones crónicas, la diabetes y las enfermedades del hígado, los riñones y las glándulas tiroides, así como el cáncer, pueden desencadenar un Pruritus sine materia; es decir, un «prurito sin materia», sin enfermedad cutánea manifiesta. Para asegurarme, la mandé al radiólogo. El resultado fue estremecedor: salió a relucir que esta señora padecía un cáncer muy raro conocido como sarcoma que había invadido la cavidad abdominal y a continuación los pulmones. Esta era la verdadera causa de su malestar. Se trataba de un prurito «paraneoplásico» que se desencadena cuando se forma un tumor maligno o un linfoma (cáncer en el sistema linfático). Al superponerse el picor del delirio parasitario durante un año y medio sobre la verdadera causa de su mal, no fue posible diagnosticar a tiempo la enfermedad. Después de la operación y la quimioterapia, la paciente permaneció un año y medio más con vida. Después murió.

La piel tiene oídos

Al igual que cuando hace frío, también cuando nos hablan en susurros o nos acarician la piel se nos pone piel de gallina. A este fenómeno nosotros los dermatólogos lo llamamos, a partir de la palabra latina para «pelo», «piloerección» o «pilus erection». El vello, generalmente en posición transversal, se endereza; y de forma simultánea, las capas cutáneas que lo rodean se curvan también hacia arriba. Esto se debe a que debajo de cada bulbo piloso hay un pequeño músculo que produce movimiento. El sistema nervioso vegetativo dirige la acción de estos músculos responsables de la erección del cabello, de modo que no podemos controlarlos de forma consciente.

La manifestación de la piel de gallina va acompañada siempre de una ligera sensación de frío, un escalofrío, que recorre nuestro cuerpo. Esto se explica porque en ese instante la superficie cutánea se vuelve un poco más gruesa. Al emitir más calor y más sudor, percibimos el frío por el efecto de la evaporación.

Que se nos ponga piel de gallina por el frío es un vestigio de los tiempos primitivos. Cuando se nos eriza el vello de los brazos, por ejemplo, al mismo tiempo se nos ahueca la piel. Sucede igual que con un termo, donde el vacío entre las paredes del recipiente evita la pérdida de calor; de la misma manera, el aire ligeramente caldeado en la envoltura de la piel nos protege de los enfriamientos.

Que se ericen los pelos de la nuca, ese fenómeno por el que «a uno se le ahueca el pelo», sigue en principio el mismo mecanismo pero la premisa es otra: al igual que en nuestros colegas animales, esta especie de «espeluzno» para hacerse más grande, más ancho y más fuerte tiene un efecto intimidatorio.

El motivo de que en ciertos momentos (al ver una película de amor, al oír una música que nos conmueve), un escalofrío nos recorra el cuerpo y se nos pongan los pelos de punta de la emoción es algo para lo que todavía no hay una explicación clara. Pero, una vez más pone de manifiesto que la piel y el sistema nervioso proceden de una capa germinal común en la etapa embrionaria.

Los científicos que investigan la piel de gallina sopesan si ciertos sonidos, como el chirrido de una tiza en la pizarra o raspar con la uña el poliestireno, se corresponden con frecuencias que recuerdan los gritos de las crías que han perdido a su madre; o si la estridente resonancia de un cubierto sobre un plato de porcelana señala una situación de peligro desde el punto de vista evolutivo.

Sea como sea, en último término sabemos con certeza que los ruidos influyen de forma determinante en nuestra alma y en nuestra piel.

Y los científicos aún han descubierto algo más: que nuestra piel incluso puede oír, al menos cuando se trata de tobillos velludos. Si se habla con ellos, percibirán los golpes de aire y estimularán suavemente la piel y el cabello. Los voluntarios que han participado en ensayos de este tipo han identificado «sonidos» dirigidos hacia sus tobillos pese a llevar auriculares insonorizados. Otras regiones cutáneas como las de la nuca y las manos también participaban de lo que se conoce como oído aerotáctil. Como ya hemos anticipado, las piernas peludas oyen mejor que las rasuradas, lo que suponía una ventaja para los oyentes varones. Aunque sea un planteamiento un poco sexista, esto lleva inevitablemente a preguntarse si las mujeres oirían mejor a sus maridos si no se depilaran las piernas. Y viceversa: a preguntarse por qué entonces los hombres que no se depilan están sordos cuando sus esposas les piden que pongan la lavadora, etcétera.

GLÁNDULAS Y SECRECIONES: LAS FEROmOnAS, EL SUDOR, LOS MOCOS Y CÓMO HUELE LA PIEL

No sé cómo reaccionarías si tus padres hablaran de su vida sexual en tu presencia. Para algunos esto supondría una pesadilla, otros lo encajarían, y a unos cuantos posiblemente les parecería positivo, ya que, al fin y al cabo, tú eres producto de ese amor. Ahora bien, cuando son unos amigos de tus padres quienes hablan del tema estando vosotros presentes, el efecto puede ser un poco más raro. En ese momento los padres se olvidan que su vástago se hizo adulto hace ya tiempo y vuelven a endilgarle el papel de niño.

Precisamente eso ocurrió en una velada festiva con invitados en casa de mis padres: una amiga de mi madre dijo en voz alta que en el juego amoroso no había nada más bonito que el olor del sexo masculino. Mis padres no sabían adónde mirar; pero no sé si el episodio habría sido tan incómodo para ellos si yo (la niña) no hubiera estado sentada a la mesa. Por mi parte, contuve el aliento, no me inmuté y observé a los comensales. Era evidente que cada uno de ellos se estaba haciendo su propia película en la cabeza, todos se estaban imaginando cómo olería el sexo del marido que, por supuesto, también estaba sentado con nosotros a la mesa…

Las glándulas de nuestra piel, sus secreciones y las poblaciones de gérmenes que se alimentan de estas, con sus sustancias metabólicas, determinan el olor corporal absolutamente individual de una persona.

Se distinguen dos tipos: las glándulas sudoríparas clásicas y su variante, las glándulas odoríferas. Las primeras están en clara mayoría. Hay alrededor de un total de tres millones de glándulas sudoríparas repartidas por toda la superficie cutánea, excepto en los labios y en el glande. Las encontramos dispuestas en forma de ovillo en la profundidad de la dermis. El conducto excretor de estas glándulas finaliza en la superficie de la piel.

Son especialmente numerosas en las plantas de los pies (setecientas por centímetro cuadrado) y en las axilas (unas ciento cincuenta por centímetro cuadrado). Son más escasas en la espalda, setenta y cuatro por centímetro cuadrado. En el caso de los deportistas, estas son mayores en comparación con las de quienes no hacen deporte. Si es necesario, pueden producir hasta 10 litros de sudor al día, aunque suelen excretar solo entre 100 y 200 mililitros.

Si en este momento te preguntas por qué, aun así, es aconsejable beber 1,5 litros de agua al día, aquí tienes la respuesta: perdemos una cantidad de agua adicional a través de las heces y la orina, la respiración y la evaporación invisible a través de la piel.

Además, el neurotransmisor que influye en el aumento de las glándulas sudoríparas y odoríferas es exactamente el mismo que se encuentra en sus inervaciones musculares, la acetilcolina, por lo que ambas son susceptibles al entumecimiento con la toxina botulínica.

También el calor, el estrés, el sobrepeso, el placer y ciertos sentimientos pueden activar las glándulas sudoríparas por mediación de los neurotransmisores. El estrés hace que las manos y los pies suden, lo que favorece un mejor agarre. Dado que desde los tiempos primitivos nuestro cuerpo siempre ha asociado el estrés con la amenaza de algún depredador, este ya humedece de antemano manos y pies para evitarnos un resbalón en el momento de la huida y que acabemos ante un animal salvaje hambriento. El sudor se compone en un 99 por ciento de agua, que proviene de la sangre. Contribuye a mantener el pH ácido en el manto hidrolipídico y a regular la temperatura. El sudor se evapora a través de la piel, lo que nos aporta frescor.

El sudor también contiene fracciones de sangre y, además: cloruro de sodio, calcio, amoniaco, ácido láctico, urea, aminoácidos, proteínas, glucosa, mediadores químicos, enzimas, y no obstante, también residuos de medicamentos y virus. Por tanto, en teoría el sudor es infeccioso, por lo que posiblemente el contagio de la hepatitis B se produzca a través de un estrecho contacto personal.

El sudor excesivo en zonas localizadas o en todo el cuerpo es síntoma de una enfermedad que se denomina hiperhidrosis. Siempre debería precisarse si estamos ante una afección de la glándula tiroides o ante una diabetes, un cáncer, un cuadro inflamatorio o infeccioso. Un sudor nocturno tan intenso que es preciso cambiarse el pijama constituye un serio aviso.

De entrada, el fuerte sudor se trata con antitranspirantes con cloruro de aluminio que estrechan los conductos excretores de las glándulas sudoríparas. Los desodorantes que contienen aluminio han sido objeto de polémica debido a la suposición de que el aluminio puede pasar al interior del organismo a través de la piel, lo que redundaría en un mayor riesgo de demencia y quizás también de cáncer de mama. De hecho, una barrera cutánea intacta es un muro bastante contundente que no deja pasar el aluminio en cantidades apreciables. Se ignora cuánto entra a través de la piel exactamente. No obstante, tal vez la piel recién rasurada sea más fácil de traspasar, ya que en ese momento la barrera protectora se encuentra debilitada. El hecho es que el aluminio es el tercer elemento más frecuente en la corteza terrestre y que cada día lo absorbemos en cantidades mucho más considerables a través de la alimentación y el agua; también el papel de aluminio y los recipientes para el grill desprenden este mineral, en particular en contacto con los alimentos agrios y salados.

El aluminio está presente en muchos artículos de cosmética, como cremas solares, dentífricos y barras de labios, al igual que en las vacunas y las pastillas para el estómago.

Hasta la fecha sigue siendo objeto de investigación si estos factores no inciden de forma más determinante en la demencia o el cáncer de mama que los antitranspirantes. En cualquier caso, para muchas personas con problemas de sudor estos bloqueantes son una victoria en el día a día. Entre los tratamientos para combatir la hiperhidrosis se encuentran las pastillas que actúan sobre el sistema nervioso vegetativo, las inyecciones de toxina botulínica en el área de la piel que suda, la terapia de agua corriente y de corriente eléctrica de baja densidad o la succión de las glándulas sudoríparas. Aunque en la actualidad todavía se practica, el bloqueo por vía quirúrgica de los cordones nerviosos para acabar con el sudor puede acarrear graves efectos secundarios. En esta operación queda interrumpido el nervio simpático en el interior del tronco, por lo que tal vez el sudor remita en la región afectada, pero en contrapartida a menudo se suda mucho más en otras zonas, como en el culo, por ejemplo.

También a consecuencia de esta agresión, puede caerse un párpado, dado que el nervio simpático tiene un importante papel en el estado de tensión de los párpados.

Quien suda mucho y a todas horas padece una humectación permanente de la barrera protectora cutánea, lo que favorecerá también un aumento de cepas bacterianas en la piel.

El sudor reciente no huele mal. Solo empieza a oler cuando las bacterias comienzan a hacer su trabajo y degradan sus componentes. Es particularmente intenso el sudor procedente de las glándulas odoríferas. Pero también desprenden olores marcados los ácidos grasos y los corneocitos de la superficie cutánea cuando han sido digeridos por las bacterias. Con ello se originan entonces ácidos tan malolientes como los procedentes de la mantequilla, las hormigas, el vinagre y otros de cadena corta que están presentes en los aromas de los quesos emmental, Limburger, la mantequilla rancia, un establo de cabras y el vómito.

Por lo demás, los químicos de la industria alimentaria emplean los ácidos del sudor para sus creaciones aromáticas de yogur o en el sector de la repostería, como por ejemplo para crear el aroma artificial de la banana o la piña. Apetitoso, ¿no?

En el zapato impermeable al aire o en los pliegues corporales sin apenas aire, el sudor húmedo queda inmovilizado, un paraíso para el olor. Ya en los bebés, se olisquea un aroma penetrante entre los dedos de sus pies. Y cuanto más tiempo trabajan las bacterias sin impedimento alguno, más intenso el bouquet.

De lagunas de amor y la elección de pareja

El sudor que proviene de las glándulas odoríferas es un poco espeso y lechoso, porque está ligeramente enriquecido con grasas y proteínas. Durante el sexo, cuando se suda mucho y se perfuma a la pareja, en el ombligo del amante que descansa agotado a menudo se acumula un charquito turbio, una laguna de amor con las secreciones de las glándulas odoríferas.

Entre los hombres, las hambrientas corinebacterias son las que hacen suya la secreción, debido a que son las predominantes. En el caso de las mujeres, la típica flora cutánea está compuesta esencialmente por micrococos. De ahí que los hombres despidan más bien un olor penetrante a sudor, mientras que el de las mujeres tiende a ser ácido. El sudor que huele muy mal se diagnostica en medicina como bromhidrosis, un término que proviene del griego y significa «sudor maloliente».

No obstante, las glándulas odoríferas también poseen otras sugestivas funciones: sus conductos excretores no terminan en la superficie de la piel, como las glándulas sudoríparas, sino en el músculo erector del pelo. El vello púbico, así como también el cabello de la cabeza, sirve sobre todo para atomizar feromonas de atracción sexual.

Cuando está mojado, el vello púbico y el de las axilas aporta más frescor, actúa como un distanciador para evitar el contacto directo piel con piel bajo las axilas y en la zona genital, favoreciendo así que llegue un poco de aire. Si tuviéramos pelo entre los dedos de los pies se evitarían de forma efectiva los hongos en esta parte del cuerpo.

Ciertamente, el vello púbico y el de las axilas brinda una superficie más amplia de sujeción a las partículas de sudor y las bacterias odoríferas, lo que se emplea una y otra vez como argumento para justificar la eliminación del vello de estas zonas. Aunque las personas muy aseadas tienden a lavarse la entrepierna con una extraña tenacidad, no tardan en advertir que nunca termina de desaparecer cierta nota olorosa, o que al poco rato vuelve a aparecer. Esto es cosa de las glándulas odoríferas, que se encargan del constante suministro. Desde la pubertad, todos los seres humanos huelen a las sustancias olorosas del propio cuerpo en la región genital y anal, debajo de las axilas, en algunos puntos de la cara, en la cabeza, el torso y también en los pezones. Es el perfume más genuino. Y esto tiene su explicación: las personas se comunican con palabras, posturas, mímica, gestos y con el olor corporal. Percibimos una parte de los olores con toda conciencia —como cuando uno huele terriblemente a sudor, a grasa o le apestan los pies a queso—, mientras que los otros solo los percibimos inconscientemente.

En los animales, las sustancias odoríferas actúan como una señal. En los últimos años se han hallado crecientes indicios de que también en las personas tiene ese mismo efecto: esa es la acción de las feromonas. Estas sustancias atraen al bebé al seno materno, influyen en el comportamiento sexual y la elección de pareja, al igual que también pueden emitir miedo y peligro, aun siendo emanaciones que no se perciben conscientemente.

Por eso los perros siempre se dirigen entusiasmados hacia aquellos que se quedan amedrentados en cuanto ven a este cuadrúpedo. En esos momentos, el olor del miedo que desprende una persona es el summum de los olores para el refinado chucho. Otras señales olorosas que se emiten mediante una descarga de adrenalina pueden indicar, por ejemplo, una advertencia: la información odorífera que un potencial agresor emite en forma de vapores a través del órgano del olfato dan un aviso que se parecería mucho a: «¡Atención, soy peligroso! No te acerques».

Las personas reaccionan volviendo la mirada cuando alguien «huele bien» y además se sienten atraídas eróticamente por alguien cuyo olor les resulta especialmente agradable. Las mujeres poseen un sentido selecto y refinado del olfato. Esta particularidad, añadida a un talento propiamente femenino para interpretar las emociones en el rostro mejor que el de los hombres, les da muchas ventajas en la vida cotidiana.

Cuando un hombre quiere demostrar que es un tío cañón, se sentará con las piernas abiertas y entrelazará desenfadadamente las manos en la nuca. Una llamada de atención para las damas en toda regla: «¡Aquí! ¡Huéleme!», puesto que «airea» su entrepierna y sus axilas emitiendo feromonas de una irresistible masculinidad. Si está pensando «¡Típico de un hombre…!», ten en cuenta que cuando las mujeres se echan el pelo hacia atrás de forma aparentemente casual, no solo coquetean.

También ellas están buscando una oportunidad para airear sus axilas y atraer a hombres interesados de forma inofensiva.

En realidad, toda la conversación erótica en código químico se establece a través de sustancias que emiten aromas, como por ejemplo la androsteneidona, una sustancia odorífera sexual que aparece en altas dosis en el hombre, sobre todo en el esperma, en el vello y en la piel de las axilas. La androsteneidona, al principio sin olor, se secreta progresivamente; primero desprende un olor parecido al de la orina y luego va asemejándose al de la madera de almizcle y sándalo. Es demostrable que predispone a las mujeres a un estado de ánimo positivo cuando la situación es idónea.

El estratetraenol hace que los hombres den un salto e incluso influye sobre su sistema nervioso vegetativo. En cambio, el efecto de las lágrimas femeninas es completamente opuesto, hace que se den la vuelta, ya que también contienen feromonas. En cuanto los hombres advierten el olor de las lágrimas femeninas, su apetito sexual se aplaca de inmediato.

Las mujeres que conviven sincronizan su ciclo menstrual a través de los mensajeros odoríferos cuando viven juntas. Un inconveniente para el jeque de un harén… Y cuando se trata de ocupar un asiento que ha quedado libre, las mujeres se sentarán preferiblemente en aquellos donde antes se han sentado los hombres y viceversa. Cuando en el marco de un estudio, se aplicó un espray de feromonas sobre unas sillas ocurrió lo propio: los voluntarios advirtieron inconscientemente el toque de los atrayentes aromas que quedaban en el aire y eligieron en consecuencia el mueble adecuado para sentarse.

En el momento de elegir a la pareja, percibimos si el sistema inmunológico del compañero potencial es compatible con el nuestro, lo que sería garante de unos descendientes sanos. Si un grupo de mujeres huele las camisetas que se acaban de quitar varios hombres, sin duda elegirán aquellas —y en consecuencia a sus portadores— con un marcador del sistema inmunitario muy distinto al suyo, el marcador CPH (complejo principal de histocompatibilidad). En el seno de una familia los marcadores se asemejan, de modo que es posible identificar a cada uno de los miembros pertenecientes a la misma. Quizás podría ser un modo de prevenir el incesto. La elección de la pareja por control instintivo protege de los semejantes, así como de los marcadores de un sistema inmune con demasiadas diferencias.

Evidentemente, en la elección de pareja, la apariencia y el modo de ser tienen un papel considerable, pero también la bioquímica entre dos personas es de gran importancia. Asimismo, esto significa que cambiar o encubrir nuestro aroma personal tendrá ciertas consecuencias. Es lo que ocurre por ejemplo al tomar la píldora anticonceptiva. La percepción olfativa normal de la mujer será alterada por las hormonas artificiales, así como su olor natural.

Si una pareja se conoce cuando ella está tomando la píldora es posible que cuando la deje de tomar ambos no puedan olerse más. A menudo los seres humanos tienden a elegir a una pareja que intensifica sus propios mensajeros odoríferos; sin embargo, debido en parte a todo tipo de agüitas, jabones, champús, espráis, desodorantes, lociones corporales y toda clase de fragancias, corremos el riesgo de encubrir nuestro verdadero olor, con sus importantes informaciones y matices. De modo que la nariz será rápidamente inducida a error, y entonces ya tenemos el lío montado y se acaba en la cama con quien no se debe o, peor aún, a las puertas del matrimonio…

La nariz tiene alrededor de trescientos cincuenta receptores distintos, pero no es la única que puede oler; también el intestino, los riñones, la próstata y la piel poseen receptores odoríferos. Gracias a ellos, el tegumento olisquea los queratinocitos y comprueba el aroma de la madera de sándalo. Recordemos que el sudor del hombre en proceso de descomposición huele precisamente a eso. Puaj. Pues bien, los investigadores han comprobado que, cuando se activan estos receptores, las heridas de la piel se curan más deprisa. Ahora podemos asociar una cosa con otra y plantearnos si el sudor masculino no será curativo… Si acaso ese olor a madera de sándalo no solo podría constituir quizás un afrodisiaco, sino además un principio activo con el que en el futuro elaborar pomadas para curar heridas. Es una pregunta a la que la ciencia no ha respondido todavía.

También los espermatozoides poseen receptores odoríferos que, en condiciones de laboratorio, reaccionan a la fragancia artificial de las campanillas de mayo y adquieren una actividad sorprendente. Promiscuos como son, en las condiciones del laboratorio saltan sobre el aroma del chicle de menta. En el cuerpo de la mujer, un espermatozoide tiene que conformarse con la hormona femenina progesterona del óvulo como reclamo sexual.

Mucosidad, mocos secos y costras

Estamos rodeados de olores por todas partes y en ciertas situaciones casi acaban con nuestra capacidad de acción. Tan pronto los absorbemos con deleite como nos volvemos hacia otro lado con la nariz tapada. Lo mismo hacemos cuando vemos a alguien hurgándose la nariz con absoluta entrega, y después de horadar bien hasta el fondo, extrae sus hallazgos del apéndice nasal. En cambio, en lo que a nuestros propios resultados de perforación se refiere, hacemos gala de una actitud mucho más tolerante. Incluso contemplamos fascinados el color y la consistencia de lo que ha ido a parar al pañuelo o lo que con la ayuda de los dedos hemos sacado a la luz del día. ¿Para qué nos dotaría la naturaleza de un set de ganchos de distinto diámetro sino para realizar una buena limpieza de la nariz?

O, ¿acaso no observan el pañuelo con mirada escrutadora para controlar las lindezas que esta ha producido? Es una sensación liberadora desalojar los mocos y costras de alrededor. Y esto va para los hombres: sin duda es fenomenal poder catapultar hacia el exterior un buen moco viscoso con solo presionar un orificio de la nariz, mientras uno sigue haciendo running o jugando al balón…

El lugar preferido para hurgarse la nariz parece ser el coche, por supuesto. Los conductores sentados al volante no dejan de meterse el dedo en la nariz mientras conducen por la carretera. Es más, para algunos los mocos transparentes no son sino una exquisitez salada y placentera para el dedo meñique.

Sentimos asco de los mocos ajenos porque a lo largo de millones de años nuestro cerebro ha aprendido que antes ciertas cosas hacían enfermar y podrían ser perjudiciales para nuestra existencia. Antes de que se desarrollasen los antibióticos, la flema amarillenta y verdosa era una seria amenaza de infección. El color verdoso es una señal de una alarma por bacterias y el color amarillo, de la presencia de pus.

Los mocos y la flema constan de varios componentes: la secreción acuosa y viscosa de las glándulas nasales y la viscosidad de las llamadas células caliciformes. Se llaman así porque, como su nombre indica, tienen forma de cáliz. Estas células se asientan en el revestimiento de la mucosa y vacían su contenido para humedecer el epitelio de la mucosa nasal. Allí, las sustancias de la mucosa, junto con la mezcla formada por componentes acuosos procedentes de las glándulas, le confieren una consistencia entre gomosa y seca, en función del grado de agregación. Los mocos suelen ser secreciones nasales más o menos secas con aglutinaciones de partículas de polvo, sangre, pus o gérmenes patógenos.

A veces también los senos paranasales aportan suministro. Estas conformaciones nasales son oscuras, están provistas asimismo de cámaras neumáticas revestidas de mucosa y se alojan en el cráneo frontal. Podría pensarse que solo sirve para que tengamos molestas sinusitis. No obstante, se les atribuye un sentido más elevado, a saber, la de aportar aire del cráneo frontal —a modo de una envoltura hueca— para que no sea ni demasiado compacto ni pesado en exceso. Son también una especie de climatizador para el aire que inhalamos, ya que de esta forma accede caldeado y húmedo a la tráquea y los pulmones.

Las cavidades craneales de mayor tamaño son los senos frontales y los maxilares. Estas no están muy bien aireadas y cuando la abertura de la cavidad se obtura, como ocurre cuando estamos resfriados, el medio interior se vuelve sofocante y carente de espacio. En estas circunstancias, las bacterias lo tienen muy fácil, convierten los senos en un lugar espantoso y entonces es cuando duele de verdad.

Los gérmenes, la suciedad y el polvo que respiramos por la nariz se quedan adheridos a esta mucosidad pegajosa. Las partículas de suciedad gruesas y los insectos son retenidos por los pelillos de la nariz, que son como los porteros para las vías respiratorias. Lamentablemente, el sistema de filtros de la nariz no nos protege de forma suficiente de las partículas de polvo muy finas. A diferencia de las motas de polvo visibles como las que pueda desprender una obra en construcción, estas penetran incluso en los alveolos pulmonares más pequeños.

También las vibrisas fijadas en la mucosa de la nariz desempeñan una importante función: estos pelillos diminutos llevan la mucosidad en dirección a la faringe como lo haría una cinta transportadora, y a su vez la campanilla sirve aquí de pista deslizante. Nos la tragamos sin darnos cuenta y en el estómago es cauterizada por completo por los ácidos gástricos y excretada. En invierno, debido al aire excesivamente seco de la calefacción, es más difícil deshacerse de los agentes patógenos porque también el recubrimiento de la mucosa nasal está más seco, así que las infecciones aumentan.

Del mismo modo que nuestra epidermis produce más escamas cuando pretende deshacerse de agentes patógenos y sustancias irritantes que nos causan molestias, nuestra nariz intenta liberarse de las infecciones desarrollando un catarro con un constante goteo de mocos. Hurgarse la nariz cuando estamos resfriados a menudo tiene consecuencias perjudiciales. Generalmente el dedo de los mocos no se lava enseguida, por lo que la próxima vez que le estrechemos la mano a alguien o toquemos el picaporte de una puerta o la barra de sujeción del autobús, será muy fácil pasar el testigo de las bacterias o los virus responsables de nuestra enfermedad. Y si la persona que recibe el testigo tiene el sistema inmunitario débil, será la siguiente en contraer un resfriado o una gripe. Por eso es importante no olvidar lavarse las manos antes de comer.

Quien es amigo de hurgarse la nariz a menudo esparce también las bacterias por su propia piel. Y si tenemos mala suerte, las costras de la nariz amarillas como la miel pueden salir en los labios o en el mentón. Además, de dulces no tienen nada, más bien están repletas de estreptococos o estafilococos, ambos altamente contagiosos. Esta enfermedad cutánea, que a menudo empieza por la nariz y encuentra en los dedos una perfecta vía de transmisión, se llama Impetigo contagiosa (que en latín significa «erupción/ataque») y a veces puede manifestarse también con ampollas que se revientan fácilmente.

Los dermatólogos tienen mucho interés en que la piel de las mucosas esté sana, pues en caso de infecciones la piel (empática como es) a menudo reacciona con ronchas, eczemas, psoriasis o prurito. El sistema inmune, en su afán de combatir a los agentes patógenos en la mucosa, se aplica con tanto ahínco que acaba por agredir al mismo tiempo a la piel. Esto se conoce como una reacción «parainfecciosa».

El cerumen del oído

Todos los orificios corporales poseen sistemas propios y sofisticados para proteger el organismo, impidiendo la entrada de sustancias u otros intrusos amenazadores.

Según la tradición popular, las tijeretas se introducían en los oídos de las personas avanzando hacia atrás con las tenacillas que poseen en la parte posterior de su cuerpo y, una vez allí, cortaban el tímpano y se metían en el cerebro para depositar los huevos. En realidad, estos pequeños animales, igual que otros insectos, encuentran nuestros oídos espantosos. Son amargos como la hiel (esto se debe al cerumen) y en cuanto prueban el sabor que tienen salen corriendo a toda velocidad.

En los oídos hay dos clases de glándulas: una variante de las odoríferas y grandes glándulas sebáceas, que juntas producen el cerumen pegajoso y amargo con más de mil componentes. Los médicos especialistas en los oídos alertan con razón sobre el modo de retirar el cerumen. La persona que introduce un bastoncillo de celulosa demasiado hondo, en lugar de extraer el cerumen corre el peligro de empujarlo más adentro aún. Esta sustancia puede acumularse en el tímpano, endurecerse allí y provocar una sordera repentina. En tal caso, el otorrinolaringólogo tendrá que sacar cuidadosamente el tapón de cera con un aparato. A veces se extraen verdaderas piedras de cerumen en colores ambarinos.

Las sustancias amargas y la grasa del cerumen protegen el oído no solo de los insectos, sino también de las infecciones, el polvo y el agua. Además, son las responsables de practicar una meticulosa autohigiene del oído. Si están sanos, basta de sobra con lavárselos con agua caliente. Lamentablemente, a la mayoría de la gente le resulta difícil renunciar a los bastoncillos de celulosa. Para muchos de ellos, es un gesto casi erótico. Meterse el dedo en el oído es agradable, pero a veces puede provocar un acceso de tos, ya que el nervio reflejo de la tos se estimula a través del oído.

Las glándulas sebáceas y el gusanillo de sebo

El sebo del oído es una variante particular del corporal, y desde luego un remarcable invento de la naturaleza. Al igual que las glándulas sudoríparas y odoríferas, las glándulas sebáceas se asientan en la dermis, en el primer subterráneo. Están unidas al folículo piloso y, según la zona, hay entre cien y mil por centímetro cuadrado.

Cuando las células de las glándulas sebáceas finalizan su producción de sebo, lo vierten en el conducto de la glándula sebácea del cabello y se desintegran con la secreción.

El olor del sebo es individual. Puedes hacerte una idea de sus variaciones aplicando el olfato al cuero cabelludo de otras personas. Las barbas, la ropa sin lavar y los eczemas grasos huelen claramente a sebo, pero no por ello debe ser objeto de repulsa. El sebo —junto a la barrera lipídica, la segunda fuente grasa del tegumento— cuida y posee propiedades protectoras. Para nuestra piel, el sebo es igual que una crema de día casera constituida por diferentes clases de grasas y compuestos de ceras. También nuestro cabello se beneficia claramente de esto, ya que gracias al sebo se mantiene suave y brillante. El cepillado y los masajes en el cuero cabelludo pueden acrecentar su brillo, pues al extenderlo por el pelo se reparte aún mejor. Al sebo siempre le damos una acogida muy satisfactoria en la nariz. Si presionamos con los dedos un poro en esta zona, sale un gusanillo de sebo. Del mismo modo que las heces deben su forma característica a la forma tubular del intestino, análogamente, al presionar, el poro expulsa un producto también cilíndrico. Por lo demás, producimos al año hasta 11 kilómetros de gusanillos de sebo. Si no presionáramos, el suministro de sebo desde el interior en sentido ascendente se encargaría de hacer llegar al exterior constantemente minúsculas gotitas de sebo y de repartirlo sobre la piel para mantener su elasticidad. Al fin y al cabo, nuestro sistema natural de cuidados corporales está precisamente para eso.

Sin embargo, el sebo graso tiene algunas otras capacidades: entre sus atribuciones se cuenta la de actuar contra la proliferación de gérmenes. Por eso, en las zonas grasas residen menos familias de agentes patógenos que en otros lugares de la superficie cutánea, pues a la mayoría de ellos el sebo les resulta un medio inhóspito. Evidentemente, ahí pululan los amigos de la grasa: los ácaros Demodex, un hongo levaduriforme con nombre de dragón, el Malassezzia fufur, y las bacterias Propionibacterium y Corynebacterium, a las que les encantan los granos de acné. Estas últimas actúan favoreciendo un medio sano; fraccionan la grasa cutánea, liberan ácidos grasos y de este modo realizan su propia contribución a que la piel conserve un pH ácido y sea un verdadero manto de protección ácido.

Sobre todo en la cabeza, la cara —en la zona T grasa de la frente, nariz y barbilla—, en la espalda y en el pecho, nuestras glándulas de sebo son numerosas y de tamaño considerable. En brazos y piernas hay menos y también son más pequeñas; por eso en estas zonas la piel tiende a la sequedad con más rapidez, especialmente cuando la actividad de las glándulas se reduce como consecuencia del descenso hormonal que va produciéndose a lo largo de la vida. Por el contrario, con acné o estimuladas por un anticonceptivo hormonal, las glándulas sebáceas se agrandan y activan en exceso, lo que acarrea un flujo de sebo desmesurado.

Muchos cosméticos se anuncian con la promesa de regular o combatir la actividad de las glándulas sebáceas y/o la piel grasa. ¡Patrañas! Las glándulas de sebo se asientan en las capas más profundas de la piel, en el segundo subterráneo. Y ninguna crema llega hasta allí, ni siquiera las antiacné de prescripción médica pueden influir sobre el excesivo flujo de sebo.

Quien trata su piel con productos agresivos, como tinturas y geles que resecan, lo único que hace es eliminar la grasa de la barrera cutánea dañando con ello la capa protectora. Pero esto no afecta en absoluto a las glándulas sebáceas, cuya producción seguirá en aumento. Así, cada vez más a menudo los afectados presentan la piel más seca y más grasa a la vez. Las glándulas sebáceas son hiperactivas y engrasan todo cuanto se les pone a tiro. No obstante, por otro lado, los lípidos de la epidermis han sido barridos por la acción de aguas micelares y peelings «contra la piel seca». La consecuencia es una piel que ha perdido por completo su equilibrio.

Las glándulas sebáceas no son vulnerables a la acción de ningún tratamiento cutáneo, pero en cambio reaccionan favorablemente ante la ausencia de hormonas masculinas; esta es la razón de que los eunucos carezcan de acné. Además, también el eje IGF/GH —«insulin like growth factor», factor de crecimiento insulínico versus hormona del crecimiento— tiene un papel destacado en ello. Y este se encuentra estrechamente vinculado a una alimentación de tipo industrial en absoluto saludable, basada en un exceso de leche, harina blanca, comida basura y azúcar. Volveré sobre ello más adelante.