2 ENTRE PLANTA Y PLANTA

Abandonamos ahora el primer subterráneo, la epidermis, para desplazarnos en dirección al segundo, la dermis. Pero antes nos detendremos un momento a observar el recubrimiento ondulado que separa y une a la vez los dos, puesto que también aquí ocurren cosas.

LOS LUNARES

En la jerga especializada llamamos a esta cubierta intermedia membrana basal. Aquí encontramos, por ejemplo, a los hermanos de los melanocitos, los nevos melanocíticos (lunares) y las células névicas. Un lunar es el resultado de una acumulación de melanocitos o nevocitos que anidan juntos. Estos últimos son esféricos y holgazanean porque son variantes de melanocitos inútiles. Digo holgazanes porque no hacen nada y nadie comprende para qué los creó la naturaleza. En el fondo, nadie los necesita.

Los nidos de nevos melanocíticos se encuentran a menudo justo debajo o también por encima de la membrana basal. Estas jóvenes células más bien superficiales poseen una coloración marrón claro, sus colegas de las profundidades tienen una apariencia gris azulado y los indecisos son de color parduzco. Los dermatólogos llaman «café con leche» y lentigos a las extensas variantes marrón claro. Los lunares se llaman así porque en la antigüedad su origen se atribuía al influjo de la luna.

Muchos de ellos se originan a lo largo de la vida o solo se vuelven visibles con el tiempo. Se pasan años correteando por las profundidades del tejido hasta que un día, de repente, afloran. En general, esto ocurre hasta los treinta años de edad. También durante el embarazo pueden salir a la superficie unos cuantos. Finalmente, en la vejez algunos vuelven a ocultarse en el fondo del tejido. Por lo demás, las marcas de nacimiento son nevos congénitos.

Los lunares son tumores benignos que, no obstante, pueden degenerar en cáncer de piel negro. A veces hay melanocitos dispersos que degeneran en un ojo, en los ganglios linfáticos, en el intestino o en los órganos internos. Por eso, aunque es muy poco frecuente, el cáncer de piel puede haberse gestado fuera de la superficie cutánea.

AMPOLLAS, HERIDAS Y CICATRICES

Con un poco de imaginación, la estructura de la membrana basal, la capa situada entre la primera y la segunda planta subterránea, puede recordarnos a las bandejas de cartón para los huevos. Gracias a su forma ondulada, el ensamblaje entre la epidermis y la dermis situada debajo resulta más estable. De este modo, puede evitarse el menor corrimiento. Advertimos este efecto cuando nos enfundamos unos tejanos de tubo, unos zapatos estrechos o cuando nos dan un masaje en la espalda: sin esta estructura dentada, la epidermis se levantaría enseguida, como ocurre con las ampollas.

Sin embargo, esta membrana constituye un punto débil. Para los facultativos es un Locus minoris resistentiae, un lugar de poca resistencia. Lamentablemente, en un punto débil de estas características a menudo se originan ampollas. Esto es muy común cuando llevamos sin calcetines unos zapatos y nos rozan. La ampolla es un espacio hueco entre las dos capas de piel (la epidermis y la dermis) que se llena de linfa. Y como por allí también pasan numerosos tejidos nerviosos, la ampolla duele, sobre todo cuando se rompe y la herida aparece en carne viva.

La cubierta de la ampolla está constituida por la epidermis, con cada uno de sus estratos, pero es fina y a menudo revienta. Cuando está muy llena o se abre, los sensores de las fibras nerviosas sensitivas y del dolor dan la alarma. El organismo debe ser informado de que algo no va bien, de que hay una fuga por donde pueden penetrar las bacterias o que es posible que la ampolla crezca. Para que esto no suceda, a veces puede ser conveniente liberar la presión. Si pones la mano encima, ya sea porque duele, o bien porque la piel está muy tensa, actúa con precaución: para evitar el riesgo de bacterias, deberías desinfectar bien la piel de la ampolla y a continuación pincharla cuidadosamente con una aguja al rojo vivo o una hipodérmica de la farmacia. Una vez aliviada la presión, lo más conveniente sería dejar que la cubierta de la ampolla actuase de tirita orgánica; o si no, y una vez más con mucho cuidado, puedes aplicar encima un desinfectante o un apósito para ampollas. Este procedimiento es también válido cuando la fina cubierta de la epidermis no ha podido resistir la presión y la ampolla se ha abierto por sí sola.

A propósito de las ampollas abiertas: dice la sabiduría popular que «las heridas se curan al aire». Sin embargo, al igual que con las desolladuras y las quemaduras, en el caso de las ampollas —y sobre todo si han reventado—, es preferible hacer uso de los apósitos modernos que activan la curación mediante la participación de las propias sustancias de la linfa. Adiós a las costras, ¡demos la bienvenida al tratamiento de las heridas en húmedo!

Los apósitos más novedosos para este tipo de tratamientos se conocen como apósitos hidrocoloidales, de hidrogel, o compresas de alginato o espuma de poliuretano. Podríamos decir que son un «sustituto inmediato de la piel». Con estos no se forma costra, cosa que también tiene sus ventajas, pues dado que es dura, angulosa y de materia muerta, la curación tomará más tiempo. Una costra bloquea el avance del crecimiento celular en los bordes de la herida. Los vendajes convencionales tampoco son una buena solución.

Por el contrario, un ambiente húmedo, que permita a la herida respirar, favorece que las células de la epidermis se regeneren de la mejor forma posible. Imagínate la zona de la piel lesionada como si fuera una pequeña planta que necesitara sus cuidados. También crecerá más segura y con más rapidez en un invernadero, un biotopo cálido con suficiente aportación de oxígeno y fertilizante biológico. Los apósitos modernos para las heridas dejan pasar el oxígeno pero evitan en cambio la entrada de bacterias. Al mismo tiempo, el agua acumulada bajo la herida actúa como si fuera un superfertilizante orgánico. Esta formidable combinación a base de sustancias curativas endógenas se compone de células del sistema inmune, mensajeros químicos, proteínas y enzimas que favorece la renovación celular de forma asombrosa.

Costras de crocante

Los dermatólogos somos gente muy sensual. Observamos, olemos y palpamos. Así que las costras nos proporcionan una experiencia óptica y táctil muy particular. En este punto, me gustaría contar con tu participación para realizar una pequeña búsqueda de indicios alrededor de las costras, o postillas como las llaman muchos.

Las costras son secreciones secas que las heridas han exudado por un sitio y por otro. Su color nos revela el problema que puede ocultarse tras ellas: las costras rojizas y negruzcas se componen de sangre coagulada y son producto de heridas que sangran. En cambio, en las costras amarillo claro hay líquido seco de los tejidos (suero, linfa) procedente de vesículas cutáneas o ampollas. Esta costra se forma igualmente en eczemas que supuran, o sea por causa de inflamaciones en la epidermis. Cuando la costra adquiere una coloración anaranjada o «amarillo miel», es indicio de una infección bacteriana. La costra se compone de pus seco originado por bacterias extremadamente contagiosas (estreptococos o estafilococos). Esta infección se conoce con el nombre de «impétigo».

El tejido se vuelve gris azulado en caso de muerte celular. A veces las costras emanan un olor putrefacto y revelan una enfermedad muy grave. Estas necrosis pueden presentarse por causa de la inflamación u obturación de los vasos sanguíneos, o de un herpes zóster muy extendido.

Por el contrario, si la costra es quebradiza y de un color amarillento y blanquecino, sencillamente se debe a que unos cuantos corneocitos se han entremezclado con la secreción clara de la herida, por lo que los dermatólogos la denominan, con acierto, «costra escamosa».

Cicatrices abultadas

Algunas personas se han hecho famosas por, o a pesar de, sus cicatrices. Es el caso del actor Jürgen Prochnow: guapo, exitoso y con marcas de acné. También el «Schmiss», un corte intencionado infligido en la mejilla con la consiguiente aparición de una cicatriz, adorna hasta hoy el semblante de algunos «viejos caballeros» que durante su carrera universitaria pertenecieron a una asociación cuyo vínculo era sellado con un ritual de esgrima. Hasta la Segunda Guerra Mundial en particular, esta marca era el distintivo de académicos varones. Las cicatrices ornamentales adornan también la piel de ciertos pueblos indígenas, y entre algunas tribus urbanas en cierto momento estuvo de moda la «escarificación».

Casi todos tenemos una cicatriz en alguna parte, consecuencia quizás de un grano profundo, la varicela, accidentes, quemaduras o de intervenciones quirúrgicas. La mayor parte de las cicatrices no resultan perturbadoras. Otras, sin embargo, saltan a la vista enseguida o su aparición se debe a acontecimientos traumáticos y constituyen un recuerdo perenne de lo vivido. En estos casos, las cicatrices son una losa para la persona afectada.

Una cicatriz se forma siempre que la membrana basal resulta herida. La pérdida de material epidérmico tiene que ser subsanada entonces con el menospreciado e incorregible tejido de repuesto que es la cicatriz. Al principio una cicatriz siempre es roja. De ello se encargan los vasos sanguíneos vascularizados, a través de los que se suministra el material para la nueva cicatriz, igual que si fuera la vía de acceso a unas obras. En el estadio siguiente se atenúa de rojo a rosa y al final, una vez concluidos los trabajos de construcción, se vuelve blanca, dura y sin elasticidad. Carece de glándulas sebáceas, folículos pilosos y células pigmentarias. Por tanto, no se broncea y está pelada. Pero, después de todo, cierra la herida de forma estable.

Un arañazo resulta tan doloroso porque las sensibles terminaciones nerviosas se encuentran a flor de piel y se toman muy en serio su función como sistema de alarma local, de tal modo que ante cualquier nimiedad ponen la voz en grito para evitar males mayores. No obstante, este tipo de heridas se cura siempre sin cicatrices.

Si la rozadura es más profunda y descubrimos ya pequeños puntos sanguinolentos, tal vez no siempre la herida se curará sin dejar una cicatriz, ya que en este caso la membrana basal se ha perforado. Por consiguiente, tenemos a la vista una planta más profunda: los vasos sanguíneos de la dermis. Cuanto más vulnerable sea la membrana basal, mayor es el riesgo de cicatrices. Y aquí hay un agujero verdaderamente profundo —nos hemos quedado sin epidermis y sin membrana basal—, así que podemos poner la mano en el fuego por que habrá una cicatriz. De una operación te llevará a casa el pertinente recuerdo, ya que el cirujano corta con el bisturí la membrana basal.

La aparición de una cicatriz va acompañada de cierta pesadumbre tan pronto se ve, por razones estéticas o porque limita la movilidad de las articulaciones; o cuando pica, duele, o se encoge, es dura y carece de elasticidad. Algunas cicatrices aumentan de tamaño y se elevan formando una protuberancia sobre la línea de corte. A estas «abultadas» cicatrices en tres dimensiones los dermatólogos las llaman también hipertróficas.

Si continúa proliferando incluso más allá de los límites de la herida original, hablamos entonces de una cicatriz protuberante tumorosa. Un queloide de estas características sin duda no es un tumor maligno, pero se enrojece y se inflama y a veces pica, ya que las fibras nerviosas están implicadas y a veces participan en la inflamación. En el interior de la cicatriz impera una delirante superproducción de cierta clase de fibras en particular sin tener en cuenta su eliminación. Estamos ante una producción masiva sin posibilidad de salida. Todo el proceso está controlado por unas sustancias mensajeras excesivamente comprometidas que abordan la inflamación con tal afán de notoriedad que hacen un trabajo innecesario. Aunque la propensión a los queloides es genética.

La naturaleza actúa de un modo muy extravagante al abultar los orificios perforados en las orejas hasta convertirlos en verdaderos pompones encarnados. Las cicatrices voluminosas suelen formarse también después de una quemadura, en caso de granos de acné profundos y en los senos de las mujeres. La gravedad lastra los senos con una fuerza de tracción específica que a su vez tira de la herida; este fenómeno parece estimular en toda regla su voluminosidad, del mismo modo que las cicatrices en las articulaciones o en las protusiones de los huesos, donde cualquier movimiento produce tirantez. Además, el tejido responsable de que la lesión sane es aquí mil veces más activo que en cualquier otro punto del cuerpo.

Para favorecer el proceso de cicatrización después de una herida —si la cicatriz ya no está húmeda—, aplícate durante varias semanas e incluso meses un gel o un apósito con silicona. La silicona ejerce un efecto calmante sobre la cicatriz, seguramente porque hace creer al sistema que por encima ya hay una capa sana. La cicatriz almacena humedad por debajo de la silicona, lo que favorece la curación.

En zonas articulatorias, en cuanto las cicatrices se han estabilizado, los masajes suaves resultan de ayuda para evitar que se encojan; generalmente, esto se produce al cabo de unas cuatro semanas. Las marcas blancas pueden cubrirse con maquillaje permanente del color de la piel o incluso, dado el caso, con un tatuaje.

Cuando los queloides son aparatosos, los médicos suelen recetar almohadillas para aplicar presión o infiltraciones de corticoides con objeto de conseguir que poco a poco la cicatriz encoja. También se trabaja con otros métodos como el láser, las agujas calientes y curas de frío (hasta menos 196 ºC), pero también hay quien se somete a tratamientos radiológicos o incluso a radioterapia de baja intensidad. En cualquier caso, se recurre a la artillería pesada. Por el contrario, lo que se debería evitar siempre que sea posible es operar los queloides, al menos cuando son secuencias de una operación. Porque entonces vuelven a salir.

LAS ESTRÍAS

A la tierna edad de dieciséis años, un día de playa empecé a observarme con interés. Mi piel había adoptado un tono beis de grado medio. Y, sin embargo, en mis pantorrillas no excesivamente gráciles se veían unas líneas blanquecinas verticales, y en parte fragmentadas, que no habían adquirido nada de color. Me recordaban a unas tomas aéreas sobre el delta del Nilo. Durante unos instantes me quedé fascinada por aquellas extrañas marcas sobre mi piel, pero enseguida otras cosas desviaron mi atención y me olvidé de aquellas líneas tan raras.

Hasta que años más tarde, siendo ya dermatóloga, se cruzaron en mi camino varias jovencitas en la edad de la pubertad que acudieron a mi consulta. Les daba vergüenza. Se sentían desgraciadas, confusas. Nunca más podrían volver a ponerse una minifalda para salir y tampoco se atreverían a ir a la playa. Un defecto «tan mayúsculo» como el de las estrías disuade de esos cometidos a mujeres realmente jóvenes, bellas y sanas.

Y de pronto recordé mi propio delta del Nilo en las pantorrillas, a los que entretanto se habían añadido unas cuantas «cremalleras» blancas en las caderas. Personalmente, nunca se me pasó por la mente dejar de ir a la playa por eso ni tampoco experimenté las estrías como algo perturbador. ¿Será porque eran otros tiempos en que una mujer todavía podía permitirse tener estrías y hoyos; y en los que tampoco existía Photoshop para definir de nuevo la belleza? ¿O acaso tenía una percepción de mi cuerpo diferente en comparación con estas sílfides? ¿De verdad estaban convencidas de que debían ser perfectas y sin mácula porque de lo contrario no serían amadas ni deseadas?

Como mujer adulta —y ahora hablo como una persona común y corriente— sé por experiencia que a los hombres les da exactamente igual si se ven estrías o no. Es más, generalmente, ni siquiera las perciben. Después de todo, la mayor parte de las veces ni siquiera se dan cuenta de cuándo una mujer se ha cambiado el corte de pelo o estrena zapatos. Lo principal es que es una mujer, que es la persona adecuada y que todo su cuerpo lo atrae igual que una obra de arte, independientemente de si en alguna parte tiene defectos. Durante los últimos días del embarazo, a algunas mujeres les salen estrías en la barriga. Hay muchos padres orgullosos que adoran las marcas queratinocíticas que se extienden por el vientre de su esposa tan solo por el hecho de que ha gestado los hijos de ambos.

En efecto, con respecto a las estrías, el entorno casi siempre reacciona de un modo benevolente, cariñoso, honesto y en absoluto discriminatorio. La mayoría de las personas no advierten las estrías en la piel de los demás o consideran que no molestan en absoluto. Aun así, esto no suele ser ningún consuelo para la persona afectada que sufre terriblemente a causa de este supuesto defecto.

Las estrías, al igual que otros extravagantes inventos de la naturaleza, a primera vista son algo inútil y también algo completamente habitual. ¿Has pensado alguna vez por qué tenemos a la derecha y a la izquierda de la cabeza algo tan raro y sorprendente como unas valvas de cartílago blandas con ondulaciones a las que llamamos orejas; por qué tenemos unos pelos hirsutos sobre los ojos que se llaman cejas o unas placas córneas y duras en los dedos de los pies que se llaman uñas? Y no olvidemos el ombligo… Ese curioso orificio en medio del abdomen que a veces es redondo y otras tiene forma de ranura y con pliegues en su interior que en ocasiones se parece a un caracol de viñedo, y que, una vez cortado el cordón umbilical, no sirve para nada excepto para acumular pelusilla. A algunos, el ombligo les sirve además para acoger una especie de masilla mohosa integrada por bacterias, sebo y células muertas. La naturaleza ha ideado unas cuantas creaciones de escaso significado que, desde el punto de vista evolutivo, quizás se hayan quedado obsoletas. Sin embargo, a nadie se le ocurriría considerarlas un defecto. Si hacemos un vaticinio sobre la evolución, probablemente lo próximo que perderemos serán las uñas de los pies, porque ya no necesitamos garras para sujetarnos a ninguna parte.

Por el contrario, las estrías tienen una profunda razón de ser porque nuestro cuerpo crece a lo largo y a lo ancho. Alcanzamos nuestra estatura definitiva entre los dieciséis y los dieciocho años, mientras que para la anchura de nuestros contornos no hay un tope. Cuando las mujeres alcanzan la pubertad, las hormonas femeninas, los estrógenos, favorecen las formas redondeadas y voluminosas en el abdomen, los senos, las piernas y los glúteos. Esto que suena como una breve descripción de gimnasia para las zonas problemáticas, no alude sino al prototipo «femenino». La superficie cutánea es fiel a nuestro crecimiento, hace todo lo necesario para mantenernos en forma. Gracias a las fibras elásticas de la dermis, la segunda planta del garaje subterráneo que constituye nuestra piel es extraordinariamente atlética y flexible, y se estira como si fuera un mono de aeróbic. Pero, al igual que en la industria textil, en la piel también hay distintos fabricantes, léase nuestros padres, que nos han legado una determinada elasticidad cutánea.

En consecuencia, dependerá de nuestra herencia genética si nuestra piel ha mantenido la flexibilidad de un cómodo atuendo casero o la de una elegante pero rígida americana.

No obstante, a veces la piel se da de sí en determinadas zonas, y puede necesitar una especie de costura para volver a adquirir estabilidad. Cuando la pantorrilla ha ganado músculo con excesiva rapidez; durante el embarazo, cuando los senos pasan de una copa B a una D por el aumento de las glándulas mamarias; o el contorno de la barriga es cada vez mayor porque se necesita espacio para albergar al bebé o para una reserva de grasa, las fibras de la dermis se estiran cada vez más hasta que, en un momento dado, se tensan demasiado y se resquebrajan. Para subsanar este desgarro en la malla del tejido conjuntivo, la dermis genera, a toda prisa, un parche de remiendo a base de fibras con el fin de estabilizar de forma permanente la región sometida a prueba. Estas costuras de sostén subterráneas resultan visibles a través de la epidermis, que también se ha dado de sí, y se ha vuelto más fina. Cuando son recientes, las estrías suelen ser rojizas, como ya sabemos por otras heridas que implican la aparición de cicatrices. A menudo, estas marcas encarnadas nos pasan inadvertidas hasta que un día nos asombramos al descubrir sobre nuestra piel un nuevo delta del Nilo que, con el paso de los días, se ha vuelto blanco como una antigua y experimentada cicatriz.

Las líneas que discurren en sentido longitudinal muestran que la piel se ha tensado hacia los lados, mientras que las transversales indican un crecimiento rápido y desmesurado. Algunas personas tienen la mala suerte de tener estrías muy numerosas, muy anchas, muy rojas o moradas; cuando esto ocurre, la piel se vuelve muy flácida y cuelga como un balón viejo sin aire. El límite entre unos comentarios dentro de la normalidad, y por tanto exentos de crítica, y un diagnóstico hiriente es difuso.

Las estrías encarnadas pueden indicar una ingestión prolongada de cortisona o una enfermedad llamada síndrome de Cushing, causada por un exceso de cortisona (cortisol) generado por las glándulas suprarrenales. La gran cantidad de cortisona segregada por el organismo provoca que la piel se vuelva delgada y quebradiza, de modo que las estrías se forman más deprisa. De ahí que, si los resultados de las observaciones arrojan una presencia de estrías muy acusada, será conveniente hacer un análisis del nivel de cortisol en la sangre.

Se pueden prevenir estirando la piel mediante un masaje con los dedos pinzados, como en el embarazo. Para ello necesitaremos una crema grasa o pomada, a la que el farmacéutico puede añadir también un poco de aceite de oliva; pero no aceite puro para masaje, ya que al mezclarse con las sustancias grasas de nuestra barrera cutánea las arrastraría consigo y la piel se secaría. En cambio, con una crema de cuidado corporal grasa esto no sucede. Aplícate la crema y, a continuación, masajea con el pulgar y el dedo índice, pinzando un pliegue del abdomen o de las caderas. Aprieta el rollito, estira un poco hacia arriba y deja que vuelva a su sitio antes de pasar a otra zona. Puedes repetir esta operación en cualquier lugar donde haya riesgo de un exceso de tensión. Para proveer a la piel de suficiente material con el que elaborar las fibras elásticas, es preciso que haya además una cantidad adecuada de micronutrientes en la sangre. Tu médico de cabecera te aconsejará al respecto y, según sea el caso, te dará la información oportuna para realizar un reajuste en la dieta alimenticia o tomar suplementos alimenticios si fuera necesario.

Existen también procedimientos de tecnología médica que mejoran las estrías, aun cuando no se logre que desaparezcan por completo. Aquí entran en juego la mesoterapia, el lipomasaje, así como los tratamientos de calor con agujas de oro y el láser. Las proteínas reaccionan de forma muy sensible al calor. Eso lo sabe cualquiera que alguna vez haya cocido un huevo. Por eso, con altas temperaturas es posible intervenir sobre las capas de proteínas en el interior de las cicatrices.

Por su efecto calor, el láser también resulta idóneo para eliminar los vasos sanguíneos enrojecidos en las estrías. Ahora bien, si la piel está muy flácida y cuelga, el recurso más efectivo será pasar por el quirófano, con el fin de eliminar el exceso de piel y estirarla para devolverle su firmeza. Sin embargo, esto no impedirá que se sigan viendo las estrías, si bien su aspecto mejorará un poco paso a paso, con tratamientos arduos que pueden prolongarse durante meses o incluso años.