Si un autor de comedias domina su tiempo en el siglo XVII francés, éste es Molière. Corneille y Racine escribieron formidables tragedias, pero no eran los únicos en hacerlo, mientras que Molière no tenía parangón. En tan sólo diez años, entre 1660 y 1670, estrenó tal número de obras maestras que se convirtió en el autor que tanto la corte como la capital aplaudían: mucho entusiasmo y no pocos envidiosos. Tuvo rivales, como es natural, pero jamás alcanzaron su éxito ni sus piezas teatrales han pasado a la posteridad. Se puede decir, sin exageración, que la historia de la comedia, en la Francia de Luis XIV, es la historia de las comedias de Molière.
La leyenda ha deformado a placer la vida de Molière. De lo que se sabe a ciencia cierta, se puede retener que Jean-Baptiste Poquelin, el futuro Molière, nació en París en 1622. Era el primogénito de uno de los tapiceros reales.[1] Su madre murió cuando tenía diez años (1632) y su padre se volvió a casar al poco tiempo (1633) con una joven que, a su vez, falleció en 1636. No se sabe nada del impacto que estos dramas pudieron tener sobre el joven. Su padre procuró que pudiese heredar el cargo de tapicero real y, para prepararlo a una vida de burgués acomodado, le procuró una cuidada educación de la mano de los jesuitas del Colegio de Clermont, en París.[2] Luego le consiguió, pagando, una licenciatura en Derecho; pero no se sabe si llegó a ejercer de abogado.
De modo que le esperaba una vida bastante regalada, pero renunció a esta facilidad a los veinte años, cuando el demonio del teatro se apoderó de él. Había conocido a una actriz bastante famosa, Madeleine Béjart, con quien se asoció, y reunieron a unos cuantos actores y aficionados en una compañía que llamó L’Illustre Théâtre. Corría el año 1644 cuando empezaron a representar tragedias y tragicomedias en una sala de juego de pelota transformada en teatro. Usando hábilmente sus contactos, consiguieron que lo apadrinara el tío del rey, Gaston d’Orléans. Pero el éxito de público fue mediocre y durante el año 1645 el que ahora ya se hace llamar Molière da con sus huesos en la cárcel por deudas, por lo que la compañía se dispersó.
Al quedar en libertad se marchó de la capital y tenemos constancia de su paso por muchas ciudades del sur de Francia en las que ofrece representaciones. Son propiamente años de aprendizaje durante los cuales su talento se pule. Ya director de esta compañía de cómicos de la legua, se hace bastante famoso y su empresa prospera, atrayendo excelentes actores que permanecen fieles al grupo, contrariamente a las costumbres de la época: las compañías eran poco estables y los comediantes pasaban de una a otra según las necesidades y sus conveniencias. Esta buena reputación le valió la protección del príncipe de Conti, gran señor recientemente nombrado gobernador de Lenguadoc y Gascuña. Se fijó en la pequeña ciudad de Pézenas,[3] desde donde pudo organizar giras por las comarcas meridionales. Es la época de sus primeras farsas (por ejemplo, El médico volador), y, ya, de las primeras de sus comedias de más alto vuelo como El despistado (L’étourdi), estrenado en Lyon en 1655, o El despecho amoroso (Le dépit amoureux), representado en Béziers en 1656.
El tumulto de las querellas religiosas lo alcanzó cuando el príncipe de Conti, hasta entonces amigo de fiestas y divertimentos, cayó bajo la influencia de los jansenistas, se convirtió a una religión estricta y austera, y le retiró su protección.[4] Buscando otro indispensable protector, Molière lo encontró en el gobernador de Normandía (1658). Gracias al apoyo del hermano menor del rey, la compañía pudo volver a París en 1658, donde el 24 de octubre dio una representación en presencia del monarca. La obra seguramente gustó, ya que Luis XIV los autorizó a instalarse en la sala del Petit-Bourbon, que compartieron con la compañía de los cómicos italianos. Buscando un éxito fácil y rápido, Molière escribe numerosas obras de corto vuelo, dentro del estilo que le inspiraban probablemente los italianos y que debía mucho a la commedia dell’arte: son farsas, no muy refinadas pero muy divertidas, destinadas a un público popular, poco exigente y que sólo quiere entretenerse. La primera comedia más ambiciosa fue Las preciosas ridículas (Les précieuses ridicules, 1659); en esta pieza, Molière se ensayaba en la sátira de las costumbres y ridiculizaba la cultura de los salones literarios tan de moda durante el reinado de Luis XIII. El éxito fue considerable y lo lanzó a la fama: los grandes, como el superintendente Fouquet, se jactan ya de protegerlo[5] hasta que quedan eclipsados cuando el rey le confirma su favor, la protección por excelencia. Así, después de la destrucción de la sala que compartía con los italianos, en 1661, obtiene el derecho de instalarse en la sala del Palais-Royal,[6] donde actuará hasta su muerte.[7]
Para mayor escándalo de propios y sobre todo de ajenos, tras haberse distanciado de Madeleine Béjart, se enamoró y se casó con Armande Béjart, que las malas lenguas hacían pasar por hija de la actriz y que, según parece, sólo era su hermana menor (1662). Aunque no se tienen pruebas que lo confirmen, la crítica quiere que, al menos por la diferencia de edad entre los esposos (Molière tenía cuarenta años y Armande poco más de veinte), ella fuera coqueta, intrigante y quizá infiel, de modo que el personaje de Celimena, veinteañera coqueta y mala lengua, hubiera podido surgir de las preocupaciones y de los celos de un Molière muy cercano a Alceste. Pero lo cierto es que ella nunca lo abandonó, actuó en todas sus obras con notable talento y le dio tres hijos, el primero en 1660, dos años antes de la boda, y el último pocos meses antes de la muerte del cómico en 1673.
Con todo, la conquista del éxito no fue precisamente un camino de rosas para Molière. En su contra tuvo, desde el principio, la compañía rival, que residía en la sala llamada «Hôtel de Bourgogne» y que vio en él una competencia creciente a medida que éste iba cosechando éxitos; la guerra de los cómicos, hecha de panfletos, obras escritas con segundas intenciones, réplicas irónicas y calumnias varias, empezó con La escuela de las mujeres[8] y duró hasta el final. Por otro lado, los problemas religiosos seguían crispando la sociedad y las opiniones de Molière, aunque expuestas en sus piezas con cierta discreción, suscitaron no pocas protestas que la protección del rey frenó, pero que no dejaron de agobiar al comediógrafo.
Luis XIV apreció especialmente los vistosos espectáculos que Molière concibió para las grandes fiestas de Versalles: son esa combinación de comedia ligera y de ballet que se aplaudió, por primera vez, en las fiestas llamadas Los placeres de la isla encantada, con música de J. B. Lulli. El compositor y el cómico colaborarían asiduamente para satisfacer los deseos del Rey Sol, gran amante de la música y aún más del ballet, que él mismo practicaba. Apreciado en la corte, aplaudido en la ciudad, Molière conquistó definitivamente a su público con la primera versión de Tartufo.[9] Pero las implicaciones religiosas de la obra enfurecieron a los devotos, es decir, a todos los que, en nombre de una concepción austera de la religión, se pronunciaban en contra del lujo, de los placeres y divertimentos, de las fiestas, de las amantes del rey, en una palabra, de la vida que se llevaba en la corte, donde las costumbres relajadas o libertinas eran corrientes y aceptadas, por no decir fomentadas. Durante mucho tiempo, se creyó que Molière había escrito esta pieza para denunciar la perniciosa acción de la Compañía del Santo Sacramento, sociedad semisecreta de devoción y propaganda de la fe cristiana que, como en la obra, enviaba a sus miembros como directores espirituales de las personas en cuya casa residían. El modelo del personaje del Tartufo sale seguramente de allí, pero la idea de que Molière pretendía con esta comedia entablar una lucha con esa pía organización se debe sobre todo al anticlericalismo de finales del siglo XIX y principios del XX, el cual pretendió convertirlo en su adalid. Bien es cierto que después de escribir La escuela de las mujeres, sátira de la concepción católica tradicional del matrimonio, Molière pudo pensar en satirizar la falsa devoción. Pero también sabía que al proponer una comedia en la que los amigos de las prácticas religiosas excesivas aparecen como bobos ridículos (Orgón) o como hipócritas cínicos (Tartufo), iba a agradar al monarca y a la mayoría de la corte, así como a la aristocracia mundana, que era la parte más influyente de su público en París. Sin embargo, el rey prohibió las representaciones públicas de la obra, porque así se lo había pedido su antiguo preceptor, el arzobispo de París, Hardouin de Péréfixe. El partido devoto reprochaba al autor su impiedad y la mala imagen que daba de los católicos practicantes. Molière replicó a estas acusaciones en una súplica dirigida al soberano en la que acusaba a sus enemigos de ser falsos devotos e hipócritas interesados que estaban tejiendo una red de influencias que aspiraba a constituir un estado dentro del Estado.
Al mismo tiempo, trató de contemporizar; suavizó su crítica en la pieza revisada con la esperanza de que se la dejarían representar. Es evidente que una obra de este peso, y recién prohibida, podía granjearles cierta fama, pero en realidad dejaba a la compañía sin texto propio que representar. Así se explica la creación de Don Juan o El festín de piedra (Dom Juan ou le festin de pierre), en 1665, comedia escrita con urgencia sobre un tema de moda; debe observarse, sin embargo, que en esta obra, el gran señor libertino es explícitamente un hipócrita, como confiesa al principio del acto quinto. De modo que la cruzada de Molière contra la falsedad seguía siendo la misma. Esta obra triunfó durante seis semanas y luego se olvidó. Fue entonces cuando Molière continuó su personal combate contra la hipocresía y a favor de la honestidad con El misántropo,[10] antes de volver a la carga con la segunda versión de Tartufo, titulada Panulfo o El impostor,[11] que fue igualmente prohibida, por cierto en ausencia del rey, quien en principio había autorizado su estreno, pero que se encontraba guerreando en Flandes. Finalmente, la última y definitiva versión de Tartufo o El impostor se pudo estrenar en el teatro del Palais-Royal el 5 de agosto de 1669. Fue el último acto del combate de Molière contra la falsedad y la hipocresía disfrazada de devoción. El comediógrafo había triunfado pero pagando un alto precio: cada vez más enfermo, cansado, difamado, amargado también, quizá desanimado, le quedaban escasamente cuatro años de vida.[12] Con todo, sus últimas representaciones tuvieron un éxito clamoroso y no plantearon problemas a su autor, quizá porque, en vez de cargar contra los vicios del tiempo, otorgaban mayor importancia a la diversión y al ballet, como es el caso de Las trapacerías de Scapin o de El enfermo imaginario.
Se sabe muy poco de la verdadera personalidad de Molière, ya que no se dispone de documentos auténticos como cartas personales o memorias propias o de algún familiar. Sabemos que vivió muchos años enfermo, probablemente de los pulmones, pues una pequeña tos seca lo atormentaba, aunque él le sacaba partido en sus actuaciones. Fue un gran admirador de la naturaleza y de lo natural, de la filosofía, y un adicto al trabajo.
Fue ante todo un actor de talento muy personal y ciertamente muy adelantado a su tiempo. En particular fue el único en usar una dicción natural, cercana a la manera usual de hablar, reír o enfadarse, contrariamente a la moda imperante de declamar los textos, que eran casi cantados, o pretenciosamente salmodiados. Por ello no tuvo ningún éxito en la tragedia, porque este género se interpretaba con esos canturreos artificiales; en cambio, el tono natural de su dicción sencilla, incluso en las obras escritas en verso, obraba maravillas en las comedias. Sus mímicas eran al parecer muy expresivas y menos estereotipadas que las de sus competidores: lo suyo eran más las caricaturas que las payasadas. No dudó en cantar y bailar en escena, y en echar mano de todo tipo de acrobacias para reforzar la comicidad de las situaciones. Dicen que corría de un lado a otro del escenario, hacía reverencias exageradas, daba empujones o los sufría, resoplaba, arqueaba las gruesas cejas moviendo los ojos exorbitados en todas direcciones. Todo esto era muy nuevo y sorprendió gratamente a los espectadores.
Igualmente, y al mismo tiempo, fue el director de su compañía, llámese L’Illustre Théâtre o el brillante título de Compañía de los Cómicos del Rey, otorgado en 1665. Supo dirigir con flexibilidad y sentido de la política a más de veinticinco actores. Entre ellos, toda la familla Béjart, René Berthelot, apodado Du Parc, famoso en sus papeles de criado, y su esposa, conocida como Marquise, una joven muy atractiva, que rechazó al viejo Corneille perdidamente enamorado de ella y que la cortejaba en vano, como se recuerda en una canción de Brassens:[13] interpretaba especialmente papeles de coqueta. La señorita De Brie representaba los papeles de ingenua y La Grange hacía las veces de joven enamorado o de marquesito; a este último le debemos un valioso registro de contabilidad, pues asumía la función de cajero y archivero de la compañía, gracias al cual sabemos qué obras tuvieron éxito, cuánto dinero se ganó y cómo se distribuyó entre todos. Molière fue un director firme pero amable, que supo sacar de sus comediantes lo mejor que podían dar, como se ve al final del Impromptu de Versailles; también se ganó la confianza de los indispensables protectores hasta que pudo prescindir de ellos por haberse ganado el favor del rey. Forzoso es reconocer, asimismo, que, como director, trató de manera generosa a los autores de su tiempo; incluyó en su repertorio las últimas tragedias de Corneille, se ganó el aprecio de su antiguo enemigo Donneau de Visé[14] y, sobre todo, fue quien lanzó al joven Racine.[15] Con todo, ninguna de estas colaboraciones duró mucho y el principal repertorio de Molière fueron las comedias que él mismo escribió.
Como escritor, tuvo que tener en cuenta los temas de moda (como la historia de don Juan) y aprovecharlos para asegurarse el éxito. Prestó especial atención a la capacidad interpretativa de sus actores y hasta cierto punto puede decirse que tuvo en consideración el talento de cada uno en su distribución de papeles. Pero él siempre se reservaba el rol principal, como es natural, de modo que escribía para sí mismo unos textos de los que sabía que iba a sacar aplausos y risas.
Si una virtud tiene el teatro de Molière, y es lo que explica que no haya envejecido lo más mínimo, es su absoluto realismo. Es un observador tan fino y agudo como lo serían todos los grandes moralistas de su tiempo, de La Rochefoucauld a La Bruyère, pasando por el elegante fabulista que fue La Fontaine. Con la misma sencillez y habilidad, presenta toda clase de personajes de todas las capas de la sociedad: por sus comedias desfila gente sencilla, ladrones, campesinos, criados, pedantes, jóvenes pretenciosos y esnobs, marquesitos lechuguinos, nobles y príncipes, así como cómicos y autores. Para cada uno, Molière tiene un lenguaje preciso, que lo define y resulta inmediatamente identificable para el espectador. «Hay que pintar del natural», proclama en La crítica de la Escuela de las mujeres. Como suele suceder en los mejores escritores, la precisión es tal que, yendo más allá de la descripción peculiar de tal o cual tipo, es capaz de alcanzar verdades universales que explican la actualidad y la trascienden. Es lo que más adelante se verá también en las novelas de Balzac o en la obra de Proust: detrás de cada personaje hay un tipo social y psicológico. Tartufo esconde el director de conciencia equívoco; detrás de Alceste, el misántropo, se halla el intransigente inadaptado a la sociedad de su tiempo. Harpagón, que en El avaro agota definitivamente el personaje homónimo, remite al tipo del gran burgués a la vez tiránico y codicioso. Se ha creído a menudo que Molière se inspiraba directamente en sus propias experiencias para crear a sus personajes. En realidad, si bien nadie escribe ex nihilo y algo propio vierte en el texto, toda su producción queda supeditada a una poderosa voluntad de estilización: tal es el secreto del paso del personaje al tipo. El observador y el psicólogo que Molière alberga, y que alimentan su talento, hacen un trabajo muy sutil de transformación de la realidad en materia teatral. Se creyó que Alceste está celoso por los devaneos de Celimena como Molière supuestamente lo estuvo de su esposa, veinte años más joven que él. Pero en todas las obras en las que el personaje central se consume de celos, en Don García de Navarra, en El misántropo, así como en Anfitrión, los celosos no dan pena, son más bien ridículos y hacen reír porque son excesivos y pesan más sus exageraciones que el drama personal por el que están pasando. Otro tema que ridiculizó sin piedad se encuentra en la sátira de la sociedad preciosista, imitada con poca gracia por las pécoras provincianas a quienes Molière crucificó en Las preciosas ridículas; del mismo modo, la pedantería de hombres y mujeres se vio retratada con ironía mordaz en Las mujeres sabias. Pero Molière no se burla del refinamiento de las costumbres, muy necesario tras más de un siglo de guerras civiles y brutalidades, ni de la cultura, tan privilegiada en el clasicismo, ni de los conocimientos científicos que debe a sus amigos filósofos e intelectuales. Sabe perfectamente que no son ridículos en sí, pero que la falsa cultura, la falsa ciencia y el refinamiento fingido para la galería sí lo son. Sabe que la corte y los grandes burgueses de la capital consideran que la galantería, con su lenguaje y su protocolo, es un progreso de civilización. Esos personajes, cuando aparecen en sus comedias, como es el caso de Clitandro y de Acasto en El misántropo, usan un lenguaje refinado, de un registro lingüístico elevado, y no son ridículos.
Estos personajes aparecen en situaciones que, en la mayoría de las comedias, son inverosímiles. Pero sólo para el personaje, no para el espectador, y de ahí nace y crece la comicidad de este teatro. Nadie puede creer que Orgón esté tan obnubilado por Tartufo, que Alceste sea tan obstinado en su odio al género humano entero, que Harpagón lleve la avaricia hasta tales extremos, que el señor Jourdain, en El burgués gentilhombre, pueda ser a la vez tan vanidoso («Mi hija será duquesa!») y tan estúpido, o que el enfermo imaginario, Argán, lleve una vida limitada al cuidado de su salud. El personaje se extralimita siempre y ello hace que la gran comedia que Molière inaugura sea mucho más que una simple comedia de costumbres, pues ésta sólo puede reflejar una realidad identificable, mientras que las piezas de Molière son fronterizas con la quimera, la sinrazón y la manía.
Las ideas que Molière deja entrever en sus obras se pueden rastrear. Fue amigo de Chapelle[16] y de La Mothe Le Vayer,[17] coincidió a menudo con las propuestas de Gassendi,[18] de Bernier[19] o de Cyrano de Bergerac.[20] Estos contactos influyeron en su manera de pensar y explican que se inclinara hacia lo que se llamó el libre pensamiento, opuesto al dogma de la Iglesia en particular, pues la mayoría de sus amigos eran ateos, y que a la sazón se conocía como pensamiento libertino. La idea que todos compartían y que pudo influir en Molière era la afirmación de la autonomía moral del ser ante las autoridades, fueran religiosas o civiles; permitía pensar y expresarse con libertad y, también, gobernar la vida personal según criterios propios y no en función de la voluntad de padres, tutores o autoridades diversas: convicción que muchas de las comedias de Molière ponen en escena. Finalmente, esta idea autorizaba, e incluso fomentaba, la práctica del espíritu crítico, como se observa en las réplicas que constituyeron La crítica de la Escuela de los maridos y La crítica de la Escuela de las mujeres, así como un punto de vista decididamente fenomenológico que, aceptando las cosas como son, sólo se fía de la experiencia propia para aprender y decidir. Alceste no se enamora ni pretende casarse con quien le convendría, sino que sigue ciegamente su amor, que ni le conviene ni le hace feliz.
Naturalmente, Molière no hubiese podido triunfar si hubiese adoptado el militantismo de los libertinos. Pero su influencia es notable en su manera de pensar; no afirma tajantemente su disconformidad, sino que se limita a un razonable escepticismo. Siempre manifestó el mayor respeto por la vida religiosa, a condición de que fuese sincera, pero no se le vio nunca presa de un gran fervor cristiano, ni en su vida, ni a través de sus personajes. La devoción de éstos es de sentido común, casi una forma de cortesía entre personas educadas. Pero la dimensión sobrenatural o metafísica les es ajena. Se limita a lo natural, a una sociedad donde abundan cínicos y perversos, maniáticos y cretinos, sean campesinos, burgueses grotescos u odiosos, o nobles corrompidos: Don Juan, Sganarelle, el señor Jourdain, Harpagón.
Para equilibrar esta amarga concepción de la realidad, el autor tomó el relevo del hombre, pues para agradar al público y al rey no se podía quedar anclado en una postura tan negativa. Así da paso a una filosofía más moderada que reconoce la presencia del mal, bajo todas sus formas, en la naturaleza humana, pero un mal cuyo peso lleva al hombre de bien a buscar siempre el término medio, con tal de aceptar las cosas sin sufrirlas. Es, exactamente, la postura de Filinto, portavoz privilegiado en El misántropo de la moderación, de la lucidez y de la ecuanimidad. Repite constantemente a Alceste que no se sulfure, que no hay para tanto, que no sirve de nada exaltarse ni adoptar posturas extremistas. Por no seguir estos sabios consejos, el personaje cae fácilmente en el ridículo y el vicio, caso de don Juan, que no hace caso a Sganarelle. De modo que la naturaleza se salva, no por obra de la gracia divina, sino por el sentido común y da paso a una sociedad que puede ser feliz porque los vicios se abandonan o se desdramatizan y los enamorados se casan. Desde luego, en este mundo el amor desempeña un rol de unión y de vía hacia la plenitud. Así se reconcilian naturaleza y estructura social, orillando la denuncia de las desigualdades; y cuando un personaje, como Alceste, opone sistemáticamente la naturaleza a la sociedad, proclamando que no se puede vivir en ésta, queda descalificado por el autor, quien deja que, ya vencido, abandone el mundo de los hombres para vivir en soledad, no sólo lejos del mundanal ruido sino también de la humana compañía.
De modo que las ideas del autor trascienden las del hombre. El actor Molière puede burlarse de la enfermedad, de los médicos y de la muerte, al estar gravemente enfermo, y hacer reír al espectador. Todas las grandes comedias se recomiendan por su densidad significativa, su agudeza y su relieve, porque incorporan una doble filosofía, ambigua como la vida misma, hecha de cruda realidad y de utopía. Estos textos hicieron reír desde el principio y siguen ofreciendo a los directores significados e intenciones nuevos. Molière es mucho más que lo que los románticos nos han legado: un Molière amargo porque ellos proyectaban en él sus angustias personales. Musset, al salir de una representación de El misántropo, apuntó que se debería llorar en cada pasaje que hace reír.[21] Hoy en día, unas puestas en escena cáusticas nos han devuelto un Molière más auténtico, más abierto y más rico de significados potenciales.
La comicidad
La comicidad de estas obras se puede compendiar haciendo la lista de todos los procedimientos que la generan: comicidad de las palabras, con repeticiones obsesivas de fórmulas[22] cuyo absurdo crece al ritmo de su reproducción. Comicidad de gestos en situaciones igualmente repetidas: Alceste pretende salir solo al final de cada acto, y no lo consigue hasta el final, o hablar a solas con Celimena, y siempre se le interrumpe. Además, comicidad de las costumbres (el burgués gentilhombre que necesita endosar una bata para poder escuchar música), o de los caracteres: Harpagón, sospechando que su criado le ha robado, lo conmina a que le enseñe las manos, y dice luego: «Ahora las otras». En todas las obras abundan estos procedimientos. Y esto porque cuando Molière retrata un comportamiento absurdo, éste es, igualmente, siempre inconsciente: despistes, preciosismos formulares, cornudos imaginarios se encuentran desde las primeras farsas. En las de la madurez, los personajes centrales se muestran como lo que son, unos maniáticos que no aprenden nunca de la experiencia, que se empecinan en su peculiar visión del mundo y de las personas (para Harpagón todos son ladrones, para Alceste toda la humanidad es despreciable). El universo del personaje es una quimera que se ha construido y en el que sólo cabe él: pero el cornudo no lo es, y el enfermo es imaginario; la fe del cristiano deja mucho que desear, los nobles son falsos, los médicos son falsos sabios; todos chocan con la realidad que la obra construye y que los envuelve. Con todo son humanos, y sus manías pueden parecer naturales, de modo que estos seres excepcionales y auténticos que Molière mueve como si fuesen títeres o autómatas, producen una comicidad incomparable.
Los procedimientos de aceleración o, al revés, de disminución del ritmo producen en el espectador, por así decir raptado por el texto, sensaciones de aturdimiento, cuando la interpretación, la dicción o la situación se disparan, o por el contrario de relajación cuando la acción se detiene para dar paso a interrupciones, aprovechadas en ocasiones por el ballet o la pantomima, o todas las contrariedades que impiden a un Alceste llevar a cabo lo que proyecta, hablar a solas con una Celimena sólo suya o concluir un proyecto. Por doquier contratiempos, irrupción inoportuna de pesados exasperantes, equivocaciones o quid pro quo que desvían la atención del tema central, todo contribuye a sorprender agradablemente al espectador de unas obras siempre imprevisibles, tanto en su desarrollo como en su desenlace.
Finalmente, hay que admitir que entre Molière y su público, y gracias al desarrollo de la comedia, se establece una comunidad de sentimientos y una complicidad de valores. Los juegos de palabras, los apartes, son guiños hacia la sala o hacia el trono. Como se puede suponer, no la emprende jamás con el rey, que lo protege, ni con la Iglesia, que lo amenaza, ni tampoco con los banqueros, por si los necesitara; en cambio, todas las demás clases sociales desfilan en el escenario llevando el sambenito de la ironía del autor: burgueses y nobles, campesinos y lacayos son motivos de burla y, como en el salón de Celimena, todos reciben su merecido. Casi toda la sociedad se puede reconocer en este desfile; sin embargo, ningún burgués se reconoció en el señor Jourdain, ningún avaro en Harpagón, ningún atrabiliario en Alceste, ningún cristiano devoto en Orgón. La habilidad de Molière consiste en proponer un punto de vista peculiar, que permite encarar toda parodia y toda sátira no como un aspecto de la realidad, ni como una caricatura de la misma, sino como una visión especial de ésta de la que todos se pueden distanciar. Aun con esa distancia, esta comedia nos concierne porque plantea problemas que nos planteamos, y porque describe la división dolorosa del ser humano que presencia, en su fuero interior, el combate entre pulsiones y obligaciones contradictorias: Alceste está enamorado hasta el punto de aceptar la esclavitud, pero al mismo tiempo proclama que la sociedad, la coquetería, la maledicencia, son lacras que conviene combatir o de las que hay que huir. Entre el deseo individual y las obligaciones que se imponen cuando se quiere vivir en sociedad, las contradicciones están servidas. Es la paradoja señalada por Kant de la sociabilidad inadaptada a la vida en sociedad. Presa, a la vez, de las fuerzas antagónicas de atracción y de repulsión, el personaje sufre cuando no puede organizar las cosas a su antojo o cuando la realidad puede con él; y la comedia describe cómo, poco a poco, su universo se desmorona. Así, las piezas de Molière retratan sin compasión, aunque con la sonrisa, las aguas turbulentas del alma atormentada, sus accidentes, caídas, rápidos y remolinos, pero encuentran en los desenlaces el modo de devolver las aguas embravecidas a su cauce y a la paz: el espectador puede estar tranquilo, las cosas siempre se arreglan, y, en definitiva, todo está bien tal y como está.
El misántropo, en opinión de su coetáneo Boileau —parecer que, más adelante, compartirán Goldoni o Goethe—, es sin duda la obra maestra de Molière, la más profunda, humana y desgarradora de todas.
Antecedentes, fuentes y difusión
La primera mención del nombre de Alceste se encuentra en la tragedia de Eurípides (438 a. J.C.), pero se trata de una obra inspirada en el mito antiguo, como se explicará más adelante. Posteriormente suscitó, ya en nuestra era, la composición de una música de escena para amenizar esta tragedia.
La tradición del personaje enemigo de la sociedad se remonta a la comedia de Menandro Díscolos (el arisco, el misántropo), probablemente estrenada en Leneas en 317-316 a. J.C., la cual se considera la fuente directa en la que Molière se inspiró. El protagonista, Cnemón, es un viejo gruñón huraño y desconfiado. Ha huido del mundanal ruido de la ciudad para refugiarse en el campo. Reside en una casa en compañía de su hija y en otra vivienda separada, su mujer, su hijo y un esclavo. Hace gala de su mal carácter hasta que cae en un pozo del que lo salva su hijastro. Este comportamiento caritativo obra en él una radical conversión. Ahora cree en los demás, y la obra concluye, como será final obligado en adelante, con felices matrimonios. En el siglo II de nuestra era, Luciano incluye en sus Historias verdaderas y otras obras, Timón o el misántropo; cuenta la vida de este filósofo ateniense, del siglo V a. J.C., quien, víctima de la ingratitud, se dedicó a detestar a la humanidad entera y acabó su vida en la más absoluta soledad. Shakespeare se acordaría, mucho después, de este personaje de Timón en el drama homónimo que lo consagró.
Con libreto de Quinault, Lulli compuso Alceste, una tragedia en música. Antonio Caldara hizo lo mismo para la ópera, con libreto de Claudio Pasquini: fue I disingannati (1729), que sigue la obra de Molière paso a paso. Una ópera de C. W. Gluck, con título homónimo, se hace eco de la tradición, así como una «mascarada» de Händel. En la segunda mitad del siglo XVIII, José Sedano hizo la primera versión española del texto (1771). El cuadro pintado por Pierre Peyron, La muerte de Alceste, cierra el siglo por lo que al tema se refiere. Posteriormente, las adaptaciones para la ópera, el teatro o, en nuestros días, para la televisión no se cuentan. Baste citar La cour de Celimena, de Ambroise Thomas (1855), o el pastiche de Courteline La conversion d’Alceste, que se presenta como la continuación de nuestra comedia, como lo es también Celimena et le cardinal (1992). Entre las adaptaciones para la televisión y el teatro, destaca la de Éric-Emmanuel Schmitt, Un homme trop facile; la película de Philippe Le Guay Alceste à bicyclette y, fuera de Francia, Misantropen (1988), de Ulf Peter Hallberg, en Suecia, después de versiones, en el mismo país, de Carl. G. Waldström (1816), Gunnar Klintberg (1905) y Allan Bergstrand (1965). En el Reino Unido, traducciones y adaptaciones se pueden encontrar sin interrupción desde el principio y culminan, más cerca de nosotros, con la adaptación de Tony Harrison, The misanthrope (1973), varias veces representada hasta finales del siglo XX, o la versión de Martin Crimp, puesta en escena por Barry Edelstein en 1999. En Alemania, F. Schiller escribió, quizá para encauzar su depresión, Der versöhnte Menschenfeind (El misántropo reconciliado) (1790): se trata de una obra inacabada (ocho escenas) en la que el autor presenta a un hombre que ha experimentado toda la maldad humana y que se ha retirado para vivir en soledad, dividido entre su odio y su amor hacia los hombres. Se ve que Von Hutten, el protagonista, toma el relevo de Alceste; quien hace las veces de una Celimena resignada es su hija, Angélica, quien ha prometido a su padre compartir su soledad y rechazar la civilización permaneciendo a su lado durante toda la vida. Pero llega el caballero Rosenberg y ella se enamora, pese a su promesa y a las amenazas con las que su padre trata de disuadirla. El drama se interrumpe aquí, pero es lícito suponer, por declaraciones de Schiller, que pretendía, como el título indica claramente, reconciliar al misántropo con la sociedad de sus semejantes. Finalmente, el autor de comedias francés E. Labiche ofreció, en 1852, El misántropo y el auvernés (Le misanthrope et l’auvergnat). Esta breve comedia en un acto y coplas enfrenta a Chiffonnet, amargado y crítico con todos, con Machavoine, un auvernés amante de la verdad, dos caracteres que se oponen y se excitan el uno al otro con la ayuda de un matrimonio malavenido y de una criada bastante deshonesta. Al final, se encuentra una cínica solución al descubrir que una hábil mentira es casi siempre preferible a la cruda verdad. El tema desarrollado por Molière es, pues, universal, y su éxito continuado desde que lo subió al escenario. Además de la película griega de T. Licouressis (Alceste, 1986), la obra de teatro moderna de más peso se debe a Marguerite Yourcenar, quien firma Le mystère d’Alceste en 1963, una obra en la que venía trabajando desde 1944. En ella pone en escena las aventuras de Teseo en su lucha contra el monstruo; las catorce víctimas griegas entregadas cada año al Minotauro le sirven para evocar el holocausto. Pero el tema de fondo, que entronca directamente con la obra de Molière en lo que tiene de más profundo, es la historia de un héroe humano enfrentado a su destino, a las imposturas y al error, y finalmente a sí mismo, mientras se asiste a la grotesca ronda de los inoportunos y de los indiferentes. Es, probablemente, junto con la obra de Molière, el texto que aborda estos problemas con más densidad y calado.
En el mito original tal y como ha llegado hasta nosotros en el texto del pseudo-Apolodoro, Alcestis es una mujer; hija de Pelias, rey de Iolcos de Tesalia, y de Anaxibía; además, es la hermana de Acasto. Para merecer casarse con ella, los pretendientes debían enganchar a un carro un león y un jabalí, tarea imposible, que, sin embargo, consiguió el joven Admeto gracias a la ayuda que le brindó la diosa de la caza, Artemisa. A cambio, después de los esponsales, éste le debía ofrecer un sacrificio. Pero descuidó este compromiso y la diosa, furiosa, lo condenó a morir a no ser que encontrase a alguien dispuesto a morir en su lugar; no halló a nadie, ni entre sus amigos ni en su familia. Sólo Alcestis aceptó sustituirlo, generosidad que hizo escribir a Eurípides que representaba el ideal del matrimonio.[23]
Sin embargo, resulta difícil encontrar en el personaje de Molière unos rasgos femeninos, aunque podemos estar seguros de que el autor conocía perfectamente el mito. Pero existe una poderosa razón para evocar esta antigua fuente al estudiar la obra de Molière: un personaje, llamado Acasto, y marqués, cruza la mayor parte de la obra con gran discreción, eclipsado por el brillante Clitandro. Sin embargo, en la última escena del acto V cobra una importancia capital. Él es quien lee para todos el abominable panfleto que Celimena ha difundido, y esta revelación precipitará el desenlace. Como hemos visto, en el mito antiguo Acasto es el hermano de Alcestis, y en la obra de Molière es quien desenmascara la duplicidad de Celimena, cosa que la mirada de Alceste es incapaz de hacer, porque está perdidamente enamorado y por ende ciego.
Donneau de Visé y su carta sobre El misántropo
Jean Donneau de Visé, contemporáneo de Molière, vivió en cierto modo a su costa en la medida en que practicó descaradamente el plagio de sus obras, publicó ediciones piratas, sacó partido de muchas de ellas para lucirse en textos críticos, utilizó los mismos motivos para sus propias obras, y rentabilizó los mismos argumentos en favor de Molière y de otros para tomar partido en las polémicas suscitadas por determinados estrenos.[24] Le debemos una Lettre sur la comédie du Misanthrope (Carta sobre la comedia de El misántropo, 1666) que es muy reveladora de la recepción de la obra de Molière en su tiempo, pero por parte de sus amigos, ya que a la sazón Donneau de Visé y nuestro autor se habían reconciliado. Empieza por constatar que la obra gustó,[25] en particular porque ya no es una comedia edificada sobre incidentes chocantes o inesperados, sino que se centra en las costumbres de la época, tal y como las percibe un enemigo del género humano. Explica que Celimena, una joven viuda, es a la vez coqueta y mala lengua, de modo que la unión de esa lengua viperina con la misantropía de Alceste resulta explosiva. También hay una mujer recatada y beata, Arsinoe, que es el opuesto a Celimena; luego salen unos marqueses que representan a la corte. Pero el protagonista ocupa todo el escenario: odia su tiempo, detesta los versos de Oronte, tiene un pleito por unos rumores que hacen correr sobre él; como enamorado, Alceste, paradójicamente, no cesa de reprochar sus defectos a su amada (de lo cual ella hace broma) ni soporta a los demás pretendientes que la asedian; sus celos montan guardia en permanencia y no soporta la presencia de ningún galán hasta el extremo de olvidarse de su misantropía cuando el amor se apodera de su corazón. Así, en un vaivén de emociones sistemático, Alceste va del furor y de la ceguera a declaraciones amorosas tan extremistas como sus enojos. Con todo, es un hombre de bien, firme en sus convicciones, que parece ridículo y sin embargo, como el Quijote, tiene ideas muy acertadas. No se puede decir que sea muy gruñón, ni exageradamente brusco, ni tan siquiera grotesco, como lo es el señor Jourdain. En cambio, es muy sensible, razón por la cual se ofende con mucha facilidad, probablemente demasiado. Como le espeta Filinto en el acto I, ¡no hay para tanto!
Prosiguiendo su informe sobre la comedia, Donneau de Visé resume el acto III, que enfrenta a Celimena y a Arsinoe, subrayando la habilidad del autor al prestarles exactamente el mismo discurso malévolo que se van arrojando a la cabeza entre protestas de amistad desinteresada y generosidad. Donneau fue especialmente sensible a la sátira de las relaciones sociales que este enfrentamiento ofrece, en las cuales los dimes y diretes constituyen toda la reputación de una persona y confieren una importancia decisiva a la apariencia, tan determinante en la corte y en los salones. Finalmente, reconoce en el acto V un desenlace tan inesperado como de gran efecto cuando se asiste al enfrentamiento entre la frívola y, en definitiva, cruel Celimena, con todas las víctimas de sus chismorreos. Alceste, el atrabiliario (a quien domina la bilis negra), quedará aislado, triste, melancólico, y su final es desesperación, como para el rey Lear, como para el Quijote. Son inadaptados que se equivocan de contexto, espectadores de un mundo que no entienden y sobre el que, sin embargo, no paran de opinar. Constantemente ocupados por sus batallas interiores, son antihéroes que no defienden valores propios, sino que no soportan los de los demás. Si bien hacen reír, esto no quita que sean profundamente conmovedores.
Hay testimonios que nos indican que, cuando interpretaba sus creaciones, Molière era muy divertido, exageraba los gestos, hacía expresivas mímicas, se agitaba constantemente de un lado a otro del escenario. Sin embargo, como hemos visto, la tradición se apoderó de su personaje y de la comedia, y la generación romántica quiso que fuese tétrica y triste.[26]
El nombre de los personajes
La mayor parte del teatro del siglo XVII pone en escena a personajes cuyos nombres pueden parecer, para un lector moderno, misteriosos o incomprensibles. Pero no lo eran para los espectadores de la época de Luis XIV. El teatro atraía a un amplio público, tanto si se trataba de farsas al estilo italiano como de las grandes tragedias herederas de la tradición humanista iniciada en el siglo XVI. Si bien, en el caso de las fuentes italianas, los nombres de los personajes reproducen aproximadamente los tradicionales, en el caso de las tragedias o de las comedias serias, éstos se inspiran en su mayoría en el rico legado grecolatino. Como la educación de las personas cultas consistía casi únicamente en el aprendizaje del latín y del griego,[27] y en la lectura y el comentario de los grandes autores de esta tradición, no sólo conocían las obras sino que las raíces, especialmente griegas, les resultaban familiares. Es evidente que Molière, que había recibido una educación de gran calidad en los jesuitas, tenía muy presente este bagaje cultural; para él los grandes dramaturgos griegos y latinos, Plauto, Terencio, Aristófanes, Eurípides o Sófocles, o los filósofos como Platón, eran recuerdos muy vivos, y esto explica por qué acude casi siempre a nombres de resonancia griega en obras como Las mujeres sabias, La escuela de las mujeres, Tartufo y también El misántropo.
El uso de estos nombres constituía, pues, un guiño que hacía al espectador, tan culto e informado como él mismo, de modo que, un poco como en el caso del teatro antiguo, el nombre hacía en cierto modo las veces de máscara: decía, de entrada, de qué tipo de personaje se trataba.
El nombre de Alceste, calco del Alcestis del mito, puede hacerse remontar también al griego alkaios, que significa «fuerte como los antepasados». Si seguimos esta pista, se entiende que Alceste es partidario del «cualquier tiempo pasado fue mejor» y eso explica su universal enojo hacia la época, los hombres, las mujeres, las instituciones y las costumbres. Su punto de vista anuncia el que cincuenta años más tarde adoptará Saint-Simon en sus memorias: su aguda inteligencia observa en profundidad la corte de Luis XIV, tal y como la recuerda, tras la muerte del Rey Sol, en plena Regencia, pero la juzga con los ojos y criterios de su padre, quien vivió en tiempos de Luis XIII, un siglo antes. En este sentido, se comprende por qué poderosas razones Alceste es un inadaptado, ajeno a su época.
El nombre de Celimena (Célimène) se puede leer como la combinación de khêlê y mênê, es decir, «la princesa de la luna». Esta interpretación sugiere la poderosa feminidad del personaje y, asimismo, su carácter irracional, imprevisible, misterioso, aunque también poderosamente atractivo. Un juego de palabras, que sólo se puede entender en francés, invita a leer también este nombre como «C’est l’hymen» (es el himeneo): la tentación del matrimonio que obsesiona a Alceste y a la que Celimena se resigna, para salvar los muebles, al final de la obra.
El valedor y compañero de Alceste se llama Filinto (Philinte); este apelativo proviene del verbo philein, «querer, estimar». Filinto recibe y acepta cualquier cosa con buen humor. Se puede decir que se acomoda con todo y todos, que su filosofía es la moderación, virtud que intenta inculcar infructuosamente a Alceste a lo largo de toda la obra. Cuanto más razonable es Filinto, más fuera de sí se pone Alceste, como se ve desde la primera escena, y más loco parece.
El otro personaje femenino, que contrasta poderosamente con el de Celimena, lleva el nombre de Arsinoe (Arsinoé, en francés). Es el nombre de varias reinas de Egipto, lo que le confiere un cierto prestigio histórico y cultural. En la mitología, sin embargo, es una de las Híades, las hijas del gigante Atlas, las que se quejan, las plañideras. Y efectivamente el personaje atesora, detrás de su mala lengua, un capital de amargura que le prepara un destino de solterona crispada, de lo cual se duele sin disimular.
La pareja de marqueses, Clitandro y Acasto, lleva también nombres significativos. Clitandro (Clitandre) significa «el hombre famoso, renombrado, ilustre». Es lo que se constata en su discurso del acto III, cuando explica las razones por las cuales no tiene problemas de autoestima. A su lado, Acasto (Acaste), de akazein, «afilar», designa el «cazador hábil en lanzar los dardos»: será quien se encargará de acribillar a Celimena, al final de la obra, dando lectura a las cartas que ella hizo circular.
Quedan Oronte, de orontos, «el que excita y solivianta»; y es lo que hace con la sola lectura de su soneto, en el primer acto, y, posteriormente, en la disputa que ha llevado ante la autoridad por la ofensa que cree haber recibido de Alceste.
Elianta (Éliante), la prima de Celimena, recuerda a êliantès, la «flor del sol», el girasol; es una mujer brillante y equilibrada, en una palabra «solar», y en eso contrasta con Celimena, la princesa de la luna.
La locura de Alceste
Desde la primera escena del acto I, sabemos que Alceste tiene un proyecto que se resume en cuatro puntos: quiere casarse con Celimena, proclama su irrenunciable sinceridad, declara que quiere huir del mundo (de modo que lo que se manifiesta al principio se cumple al final, como si toda la comedia no hubiese podido torcer el curso de las cosas) y, accesoriamente no caer en la fea costumbre de corromper a los jueces de su pleito.
Al cabo de cinco actos, ni se casará con Celimena, la cual, sin embargo, se le ofrece para intentar salvarse del oprobio, ni se premiará su sinceridad; en cambio, al haberse sobreseído su pleito, podrá abandonar la compañía de sus semejantes para general desesperación.
Alceste es una de esas grandes figuras obsesivas de Molière, con el Arnolphe de La escuela de las mujeres, Don Juan, Argán en El enfermo imaginario, Tartufo y Harpagón en El avaro. Todos sueñan, el tiempo que dura la obra, y residen en un lugar ajeno al mundo real, como si fueran semidioses; todos efectúan un viaje iniciático al final de su delirio, todos dan con sus huesos en el suelo, en la realidad, y vencidos se tornan finalmente humanos. Alceste soñó, frente a toda la humanidad, que sería el último hombre de bien. Su vuelta a la realidad es dura y no admite réplica: quería ser distinto a los demás y acaba disuelto en el anonimato.
Su manía de reñir con todos no es un rasgo original. Muchos de los personajes de Molière caen en este mismo defecto, desde El cornudo imaginario y La escuela de los maridos hasta las rabias impotentes del pobre enfermo imaginario. Además, el autor atraviesa un período de disgustos y preocupaciones que ponen su buen humor a prueba. Los cortesanos lo han aplaudido, porque como el rey aplaude, ellos no pueden ser menos. Pero las beatas no le han perdonado La escuela de las mujeres, comedia en la que, como hace Alceste, se llama a las cosas por su nombre. Los enemigos de Molière, que son los de Alceste, son todos los que hacen trampas, los pedantes, los que calificó de «monederos falsos». Y en una sociedad en la que para triunfar hay que ser complaciente, sonreír siempre, disfrazar el pensamiento, halagar por doquier y traficar con influencias, Molière estaba tan incómodo como su personaje. En el fondo, Alceste es racional por cuanto adopta el punto de vista de Descartes y pretende someter la realidad a los dictados de la razón. Tiene, sin embargo, el buen ejemplo que le ofrece Filinto, discípulo de Gassendi y de Montaigne: pero es incapaz de emularlo.
Así pues, no puede decirse que Molière se haya proyectado en Alceste, porque la parte más sabia de él se percibe también en Filinto. En cambio, se entiende que la obra plasma para nosotros la mayor parte de las discusiones y disputas del siglo de Luis XIV, aunque sin acabar de tomar partido, sin proselitismo alguno, por ninguna de ellas. La querella entre voluntaristas racionales y gassendistas es paralela a la que enfrentó a Bossuet con Fénelon. El primero defendía la idea de que el hombre podía ser perfectible a condición de arremangarse y trabajar en ello: la gracia de Dios se ganaba a este precio; el segundo abogaba por una actitud de total pasividad y abandono al puro amor divino, lo que se llamó el quietismo.[28] A su vez, estas dos posturas se pueden descifrar por una parte en el lado apolíneo, solar, dominante, propio del Rey Sol, sus guerras y conquistas, tal y como se constata en la fachada de Versalles y en las ambiciosas perspectivas del parque; y por otra, en el lado nocturno, propio de Psique, femenino, secreto y abandonado a la unión mística, que ilustran los cuadros de los hermanos Le Nain, amigos de las sombras tanto como de las luces, del claroscuro de las almas y de la intimidad. Son las dos caras de la misma moneda, la del clasicismo, del mismo modo que Alceste y Celimena, Celimena y Arsinoe o Filinto y Elianta combinan en la obra sus caracteres opuestos y complementarios.
No se puede negar que Molière hizo una pieza ambiciosa al imaginar un protagonista que es, a la vez, un censor despiadado y un enamorado incondicional. El odio por todos los hombres no es obstáculo para amar a una mujer. Es la principal paradoja del personaje: tiene que conciliar en todo momento su deseo de replegarse sobre sí mismo y su ardiente afán de apertura hacia el otro. Con todas sus reticencias, Alceste no deja de estar enamorado hasta los últimos versos de la comedia, y acaba sucumbiendo a la fatalidad de este amor imposible: sus derrotas son así conmovedoras y trágicas.
Por su lado, Celimena encarna a la mujer que, al ser viuda, es libre de sus movimientos e inclinaciones, y en particular de esta institución, heredada del preciosismo, que es la coquetería.[29] Es lo contrario de la constancia propia de las mujeres virtuosas y el adorno de las elegantes. La palabra se puso de moda, como demuestran publicaciones como El almanaque de las coquetas, retrato de la coqueta, La coqueta vengada o Política de las coquetas (1660). Tiene sus reglas, que Celimena enuncia en repetidas ocasiones: no debe declarar nunca sus sentimientos en términos claros, debe fingir acoger con alegría cualquier prueba de amor o de deseo, ha de dejarse cortejar sin oponer resistencia y debe estar siempre disponible para atender a sus galantes. Alceste, frente a estas prácticas de moda, que son como un juego social ritualizado, es una especie de Pigmalión que sueña con ver a Celimena arruinada, fea y abandonada, para poder salvarla, hacer que ella le deba todo y poseerla en exclusiva. Pero si hasta ahora, los celosos de Molière se las veían con una mujer que estaba a punto de independizarse, el misántropo se enfrenta a una mujer que ya es independiente y que del mismo modo que no concluye jamás con ninguno de sus adoradores, tampoco lo hace con Alceste. Aquí, por primera vez, el personaje que goza de libertad no se enfrenta a personajes alienados; por ello, la comicidad se vuelve entonces mucho más compleja porque todos los protagonistas son absolutamente iguales, libres y responsables de sus movimientos y decisiones.
Pero ese hombre, en una época que pretende refinar las costumbres y los modales, no respeta el código galante como hace el autor del soneto, Oronte. Es brusco y excesivo en sus gestos, en su manera de replicar y en sus juicios. Con todo, cae bien tanto a Filinto como a Elianta, porque en el fondo es un hombre consecuente y honesto. Lo que se ridiculiza, en él, son sus excesos de lenguaje; y no se discute si tiene razón o no, porque la tiene casi siempre. Se puede observar que tiene un elevado concepto de sí mismo, y que, si queda limitado por sus ideas fijas, es porque está convencido de que siempre tiene razón.
Plantea, pues, la mayor parte de los problemas sociales de la época. ¿A qué precio se puede ser un hombre de bien, guiado por la más exigente honestidad, en tiempos de Luis XIV? ¿Qué alto precio debe pagarse para que se considere educado, amable, a un ser que no molesta ni engaña a nadie? ¿Será, como creyeron los de Port-Royal, una solución la soledad voluntaria? ¿Qué peso tiene la amistad de un Filinto o las buenas disposiciones de Elianta, en el equilibrio emocional del ser? ¿La vida que la corte propone y los salones reproducen a escala es realmente apetecible? ¿Es justa la justicia si hay que obsequiar a jueces y abogados para ganar un pleito? ¿Será que la religión que más se extiende y es la políticamente correcta, es la que se fundamenta en la hipocresía del creyente? ¿Cómo se tratan los celos frente a la coquetería femenina? ¿Es de recibo el mal humor del hombre herido en sus sentimientos o sus creencias y que ve sus valores burlados por doquier? Esas cuestiones, parcialmente planteadas en creaciones anteriores de Molière, y que se repetirán, algo diluidas en medio de divertimentos y bromas en las posteriores, están aquí reunidas, concentradas en una sola, dura, despiadada obra que no deja de ser una comedia. Queda por ver, aunque salta a la vista, hasta qué punto estas preguntas siguen vigentes en la actualidad. El éxito del tema, y de la comedia propiamente dicha, parece indicar que una vez más, el arte de Molière alcanza niveles universales, válido en cualquier tiempo y en cualquier país, un viático para los hombres de hoy como lo fue para los del pasado, por lo que nos resulta imprescindible.
DR. ALAIN VERJAT,
catedrático de Filología Francesa
de la Universidad de Barcelona