BIOGRAFÍA
Mi padre, Federico García Rodríguez. Madre, Vicenta Lorca Romero. Nací en Fuente Vaqueros, pueblecito situado en el centro de la Vega de Granada. A los siete años fui a Almería, donde estuve en un colegio de padres escolapios y donde comencé el estudio de la música. Allí hice el ingreso, y allí tuve una enfermedad en la boca y en la garganta que me impedía hablar y me puso en las puertas de la muerte. Sin embargo, pedí un espejo y me vi el rostro hinchado, y como no podía hablar, escribí mi primer poema humorístico, en el cual me comparaba con el gordo sultán de Marruecos Muley Hafid. Después me trasbordé a Granada, donde continué el estudio de la música con un viejo compositor, discípulo de Verdi, don Antonio Segura, a quien dediqué mi primer libro, Impresiones y paisajes. Él fue quien me inició en la ciencia folclórica. La vida del poeta en Granada, hasta el año de 1917, es dedicada exclusivamente a la música. Da varios conciertos y funda la Sociedad de Música de Cámara, en la cual se oyeron los cuartetos de todos los clásicos, en un orden como por circunstancias especiales no se habían oído en España.
Como sus padres no permitieron que se trasladase a París para continuar sus estudios iniciales, y su maestro de música murió, García Lorca dirigió su (dramático) patético afán creativo a la poesía. Entonces publicó Impresiones y paisajes, y después infinidad de poemas, algunos recogidos en su Libro de poemas y otros perdidos. Así continuó su vida de poeta.
El gitanismo es tan sólo un tema de los muchísimos que tiene el poeta; pero no fundamental en su obra, ni mucho menos persistente. El Romancero gitano es un libro en el que el poeta ha acertado por el tono del romance y por tratarse de un tema de su tierra natal: pero no se puede clasificar a este poeta de ambición más amplia como un cantor de esta raza y nada más.
El viaje a Nueva York puede decirse que le enriquece y cambia la obra del poeta, ya que es la primera vez que éste se enfrenta con un mundo nuevo.
Tiene tres hermanos: Francisco, Concepción e Isabel, la última gran amiga del gran poeta Juan Ramón Jiménez, y a quien este poeta ha dedicado uno de sus más hermosos romances.
Gustos: Al poeta le gustan los toros y los deportes y cultiva el tennis, que dice que es delicadísimo y aburridísimo casi como el billar.
[VI, 475-476. Ed. de Obras de F. G. L., por Miguel García Posada. Remitimos a ella por tomo y página].
Federico García Lorca redactó este peculiar curriculum vitae en Nueva York, hacia 1929 o 1930, por solicitud de Francis C. Hayes, compañero del poeta en el John Hay Hall de la Universidad de Columbia. John Crow, otro residente, lo publicó en 1945. Poco más tarde, en Poesía española. Antología 19151931 (Signo, Madrid, 1932), colegida por Gerardo Diego, se imprime sin firma una nota biográfica, de tono más impersonal, que no dudo en atribuir al propia Lorca, y que reza así:
Nació en Fuente Vaqueros (Granada) a fines del siglo XIX. En la Universidad de Granada y en la de Madrid estudió Derecho y Filosofía y Letras. Es licenciado en Derecho (Granada). Entre sus maestros de la Universidad granadina recuerda con especial cariño a D. Martín Domínguez Berrueta y a D. Fernando de los Ríos.
Ha viajado por casi todos los rincones de España. Por Francia, Inglaterra y en 1929-1930 por los Estados Unidos, Canadá y Cuba. En 1933-1934 ha hecho un viaje a Buenos Aires y Montevideo, y ha dirigido representaciones dramáticas de obras suyas y de clásicos españoles. En estas ciudades, así como en Nueva York, Cuba y España, ha explicado conferencias musicales, folclóricas y poéticas. Fundó y ha dirigido la revista «Gallo» (dos números, Granada, [año] 1928).
Como dibujante y pintor se presentó en Barcelona en una exposición de sus obras (1927). Pianista y folclorista, ha transcrito y armonizado romances y canciones populares y ha impresionado discos de sus versiones, en colaboración con la «Argentinita». [Otra de sus actividades es «La Barraca», Teatro Universitario, que dirige en colaboración con Eduardo Ugarte, para representar por estudiantes obras de teatro clásico y moderno]. Estado, célibe.
Las palabras entre corchetes corresponden a añadidos que se hacen en la versión ampliada en 1934 de aquella antología, impresa con el título Poesía española (contemporáneos). En las dos se percibe esa sonrisa medio burlona de Lorca: la imprecisión de la fecha de nacimiento, que sin embargo recalca su intención de no romper con la tradición literaria del siglo XIX; la suave ironía al hablar de sus deseados e inexistentes viajes por Europa; y ese «estado: célibe», lleno de sal, que concluye el texto. No será lícito, pues, rebasar en exceso los límites que el poeta mismo escoge para el relato de su vida.
Porque con Lorca ha sucedido algo no muy habitual. A diferencia de tantos escritores cuya vida ignoramos o conocemos muy someramente, es muy posible que nuestro saber de la biografía de Federico resulte excesivo. Quizá ese conocimiento mediatice la interpretación de sus escritos.
Acaso ha contribuido a ello su propia personalidad, atractiva y absorbente (Buñuel llegó a decir que «la obra maestra era él»). También la popularidad que alcanzó en toda España en su doble vertiente de poeta, autor del Romancero gitano, y de dramaturgo con el estreno emblemático de Yerma; sin olvidar su proyección como director de «La Barraca», que hizo que fuera conocido «en persona» en ambientes cultos y en aldeas casi olvidadas. Catalán honorario de la mano de los Dalí y de la de Margarita Xirgu, entra también en todas las antologías de poesía gallega contemporánea, unido a sus amigos de la generación Nós. Las tristes circunstancias de su asesinato lo convirtieron por muchos años en un símbolo que, políticamente, no podían ni debían olvidar ni el exilio exterior (la España peregrina) ni el interior (la España anacorética).
Cuando en la posguerra se pensó que su literatura estaba sobrepasada, pero todo lo anterior hacía de él un mito insoslayable y útil, la crítica se sustituyó por la biografía. La tendencia, ay, aún perdura.
Por ello, para evitar la abundante bibliografía, no siempre honrada ni necesaria, que se ha ido urdiendo alrededor del Lorca personaje, he preferido dejar la palabra al escritor y limitarme a glosar, mientras sea posible, lo que él quiso decir de sí mismo. Volvamos, por tanto, a su relato.
Comienza con la evocación de sus padres y de su familia, a los que siempre se sentirá muy ligado. Ya en 1928, poco después de la publicación del Romancero gitano, al responder a una encuesta de Giménez Caballero para la Gaceta Literaria, se había definido comenzando por ellos:
Mi padre, agricultor, hombre rico, emprendedor, buen caballista. Mi madre, de fina familia. Mi familia hizo crac en el siglo pasado. Ahora, resurge otra vez [...] Mi padre se casó viudo con mi madre. Mi infancia es la obsesión de unos cubiertos de plata y de unos retratos de aquella otra «que pudo ser mi madre», Matilde de Palacios. Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón [VI, 492-493].
Don Federico García Rodríguez era propietario de tierras en los términos de Fuente Vaqueros, en zona de regadío, y más tarde en Asquerosa, luego rebautizado como Valderrubio —aunque el poeta, por su cuenta, lo había confirmado como Vega de Zujaira—, en el secano, ambos en la Vega de Granada. Doña Vicenta Lorca Romero, cuando se casó en 1897, era maestra del primero de los dos pueblos. El 5 de junio de 1898 nació Federico, el primero de los hijos; a él le siguieron Luis, que murió pronto, Francisco, Concha e Isabel.
Una enfermedad infantil le dejó a Federico como secuela una cierta torpeza para andar; en ocasiones él atribuye a esta falta de agilidad sus principios de narrador y de recitador: al no poder seguir a los demás niños, se los atrae contándoles historias. Un teatrillo de cartón, con figuritas que se mueven sobre tiras de cartulina o de madera, fue su primer juguete.
La infancia en Fuente Vaqueros y las estancias posteriores en Valderrubio, la profesión de su padre, protegerán el fondo campesino de su poesía:
Sin este mi amor a la tierra, no hubiera podido escribir Bodas de sangre. Y no hubiera tampoco empezado mi próxima obra: Yerma. En la tierra encuentro una profunda sugestión de pobreza. Y amo la pobreza por sobre todas las cosas. No la pobreza sórdida y hambrienta, sino la pobreza bienaventurada, simple, humilde, como el pan moreno [VI, 638].
Esta infancia profundamente rural se acaba al comenzar el bachillerato. Lo empezará en Almería al cuidado de su maestro de primeras letras, don Antonio Rodríguez Espinosa, amigo de sus padres y al que siempre ha de recordar con cariño, que se había trasladado a aquella ciudad para dirigir la escuela del Hospicio.
Sin embargo, poco va a estar cerca de don Antonio. Una enfermedad, posiblemente la que en la época se llamaba garrotillo, hace que vuelva con su familia. Su padre abre casa en Granada (1909) para que los hijos puedan seguir sus estudios. La casa de Valderrubio será entonces el sitio de las vacaciones y los descansos.
De la Vega viene Dolores, la Colorina, que entró como nodriza de Francisco y seguirá siempre unida a la familia Lorca. Francisco escuchará «un vago eco de este personaje real» en todas las criadas del teatro de su hermano. Y de ella aprende Federico muchas de sus palabras más vivaces.
Hacia los catorce años empezó a interesarse con seriedad por la música, su primera vocación artística, a la que pensó en dedicarse formalmente. Llegó a ser un excelente pianista (podemos oírlo acompañando a la Argentinita), a tocar la guitarra con soltura e incluso a intentar componer. La muerte de su profesor, don Antonio Segura, en 1916, y la oposición de sus padres a que continúe sus estudios en París, harán que cambie este arte por el de la literatura. Si hacemos caso a las palabras del poeta, «salió hacia el bien de la literatura» el 15 de octubre de 1916.
En este curso, ya en la Universidad, viaja por Castilla y Galicia con otros alumnos y con su profesor de Arte, don Martín Domínguez Berrueta. Algunas notas tomadas en este periplo se publican como artículos periodísticos: luego, corregidos y con otros capítulos añadidos, formarán parte de Impresiones y paisajes (1918), su primer libro editado. En una excursión anterior a Úbeda y Baeza había conocido a Antonio Machado. El poeta mayor leyó a los estudiantes su poema La tierra de Alvargonzález, que Lorca, años después, escenificará.
Entre 1917 y 1920 Lorca escribe febrilmente prosa, teatro y poesía. Todo, salvo los poemas escogidos en 1921 en su Libro de poemas, quedará inédito hasta ahora mismo. Es una obra primeriza; su interés reside en que algunos de sus temas, alguna de las preocupaciones, esencialmente éticas, e incluso algunos procedimientos estilísticos saltarán de la adolescencia para convertirse en permanentes y alcanzar a sus obras mayores.
El poeta no es un buen estudiante. Más bien es, como dice su hermano, un «estudiante nominal», que prefiere la biblioteca o la tertulia con sus amigos —el grupo de «El Rinconcillo»— a las aulas. Cuando acaba el curso común y tiene que decidir entre las carreras de Derecho o Filosofía y Letras se inclina por esta última. Pronto tropezará con dificultades en algunas asignaturas, y entonces intentará probar fortuna con Derecho, aparentemente más sencillo; acabará la carrera, a trancas y barrancas, en 1923. Más que el título y más que el ejercicio de la profesión, que nunca intentó, a Lorca le interesaba la literatura, llegar a ser escritor. Como las clases no le ayudan, prefiere la conversación con sus contemporáneos, el grupo granadino de «El Rinconcillo» del café Alameda, en el que acompañan a nuestro poeta los que van a ser sus amigos para siempre, y con los que a veces se reúnen visitantes de interés; José Mora [1958] da cumplida cuenta de la tertulia y sus componentes duraderos o esporádicos. En ella se hablaba de literatura, de música, de arte; pero también de sentimientos, de filosofía, de religión y de política: eran los años de la guerra europea. Todas estas preocupaciones dejan su huella en las obras juveniles de Lorca, recientemente editadas.
Pero la vida en Granada sólo proporciona fama local, y Federico está decidido a ser escritor y a ser reconocido como tal por todos. Para ello cree que tiene que ir a Madrid. Su padre, que piensa que su hijo mayor no acabará nunca la carrera [«Mira, Paco, tu hermano se empeña en ir a Madrid, sin otro propósito que el de estar allí. Lo dejo porque estoy convencido de que él no va a hacer lo que yo quiera. Él hará lo que le dé la gana —mi padre empleó una frase mucho más enérgica—, que es lo que ha hecho desde que nació. Yo no sé si sirve o no sirve para escribir, pero como es lo único que va a hacer, yo no tengo más remedio que ayudarlo. Con que ya lo sabes». Francisco García Lorca, 1980: 95] se aconseja de don Fernando de los Ríos y, con la recomendación de éste, el poeta entrará en la Residencia de Estudiantes. Allí amistará con José Bello, Juan Vicens, Luis Buñuel, Salvador Dalí y con algunos poetas mayores en edad, como José Moreno Villa, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Emilio Prados o Pedro Salinas. Allí, con amigos y amigos de amigos, se forjará lo que se conoce como Generación del 27.
En 1920 Gregorio Martínez Sierra, director artístico de la compañía de Catalina Bárcena, le estrena El maleficio de la mariposa, su primera obra teatral. El título, que se debe al director de escena, horroriza al poeta, que tiene por gafe la palabra «maleficio». Martínez Sierra, con su montaje, hizo que pareciera cursi hasta el baile en el papel de la Mariposa de Encarnación López la Argentinita, muy amiga de García Lorca. El fracaso fue total, el pateo monstruoso. La obra, de aire maeterlinkiano, no se salvó. Martínez Sierra, escarmentado, detuvo por años el estreno de Mariana Pineda.
Entre 1921 y 1925, la actividad de García Lorca se multiplica. Comienza sucesivamente tres libros de poemas, en que trabaja simultáneamente: Suites, que quedará inédito y desconocido en su diseño original; Canciones, que se publicará en 1925, y el Poema del cante jondo, acabado en primera versión a principios de 1922, pero que no tomará su forma definitiva para ser editado hasta 1931. En 1922, con apoyo y ayuda de Falla, organiza en Granada la «Fiesta del cante jondo». Para preparar al público y convencer a las remisas autoridades locales, leerá la conferencia Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado «cante jondo», que, años después, se transformará en Arquitectura del cante jondo. Por estas mismas fechas comienza la ópera cómica en un acto Lola la comedianta, a la que tenía que poner música Falla: el proyecto no cuaja, parece ser que por falta de coincidencia de tiempos entre poeta y músico; pero sí termina una primera versión de la Tragicomedia de Don Cristóbal y la señá Rosita, con la que inicia sus experimentos con el teatro de títeres, tan importante para la concepción de varias de sus obras mayores. También con marionetas, y con la colaboración de Falla, organiza en Granada una fiesta en Reyes de 1923 para los niños: para ella escribe La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón.
En el mismo año escribe Mariana Pineda, con motivos y procedimientos distintos a los de su primera obra. Se la entrega de nuevo a Martínez Sierra para el Teatro Eslava de Madrid. La obra, que recrea la historia y leyenda de la granadina agarrotada por el amor y la libertad, asusta al pusilánime director, que teme que pueda ser entendida como un panfleto contra la dictadura de Primo de Rivera, proclamada el 13 de setiembre de 1923, y que en esos pocos meses ya había desterrado a Unamuno, tan admirado por Lorca, y destituido a Fernando de los Ríos. Federico rehará la obra, pero sólo la podrá estrenar en junio de 1927, ya con Margarita Xirgu, cuando el poeta es conocido por los romances gitanos, en los que comienza a pensar como libro en 1924, y antes publicados en revistas y recitados personalmente.
Tras una estancia en Cadaqués invitado por la familia Dalí, en 1925 empieza a escribir los Diálogos, alguno de los cuales —como «El paseo de Buster Keaton»— integra elementos formales surrealistas y anuncia lo que va a ser el llamado «teatro imposible». Lorca mantendrá siempre sus distancias con la ortodoxia del movimiento surrealista, al menos tal como se expresa en el Primer Manifiesto (1924) de André Breton, pero siempre tendrá en cuenta en su obra este referente estético y, sobre todo, ético, del que participan sus amigos Buñuel y Dalí. Otros diálogos contemporáneos —el «Diálogo del Amargo», que se imprime con el Poema del cante jondo— señalan otros caminos de su búsqueda estética.
Mientras continúa la redacción del Romancero gitano y reestructura Canciones, que publicará en 1927 Emilio Prados en la colección de la revista Litoral de Málaga, Lorca empieza a preocuparse por la poesía del barroco, otro de los vectores que cimentan su obra. En 1926 dicta las importantes conferencias La imagen poética de don Luis de Góngora y Homenaje a Soto de Rojas. La lectura meditada del poeta cordobés se deja ver en algunos de los poemas que escribe en este momento: «Oda a Salvador Dalí» —acaso el germen de su nonato Libro de las Odas—, «Soledad insegura», «La sirena y el carabinero», «Soledad». El mismo año termina la primera versión de La zapatera prodigiosa y redacta lo fundamental de Amores de Don Perlimplín con Belisa en su jardín.
El año 1927 es crucial para la Generación y para Lorca. Se imprime Canciones, donde la voz del poeta suena ya totalmente en sazón. Su propósito —y se deben leer juntos los tres libros, como él quería— era darlo a la luz junto al Poema del cante jondo y Suites: los tres responden a un esquema muy semejante, con muy matizadas diferencias; pero sólo el primero se editó entonces.
En febrero tiene noticias de que Margarita Xirgu empieza a trabajar en su Mariana Pineda. Lorca y Dalí se ponen a diseñar febrilmente los decorados y los trajes. La obra se estrena en Barcelona el 24 de junio, coincidiendo con la exposición de dibujos del poeta en la Galería Dalmau, organizada por sus amigos catalanes: Lorca, poeta, dramaturgo y músico, se revela también para el público como artista plástico de interés (antes, en 1922 o 1923, había montado un par de exposiciones en Granada, sólo para amigos). Mientras tanto se ocupa en su tragedia El sacrificio de Ifigenia, hoy perdida. En diciembre, Ignacio Sánchez Mejías, torero y escritor, amigo de Lorca y de los poetas, organiza la famosa «salida de la generación» —así la llama Jorge Guillén— por invitación del Ateneo de Sevilla; allí conoce a Fernando Villalón, Joaquín Romero Murube y Luis Cernuda.
Al año siguiente, 1928, aparece su revista Gallo como expresión del arte joven de Granada. Piensa en la publicación de un libro de dibujos y poemas al alimón con Salvador Dalí; se llamará Los putrefactos, nombre-denuesto inventado posiblemente por José Bello y pronto difundido entre los intelectuales, incluso entre los que no tenían relación con el grupo de la Residencia [Santos Torroella, 1995]; el pintor preparó los dibujos, pero el poeta no escribió el texto esperado. En julio sale el Primer romancero gitano; el éxito popular es instantáneo, pero encuentra detractores precisamente entre sus mejores amigos —Dalí, Buñuel—, que le reprochan el no seguir las corrientes de moda en la literatura y en el arte. Es posible que estos reparos le lleven a interesarse más profundamente por la estética y la ética —el poeta no estaba muy lejos de ésta— surrealistas. El resultado son las tres conferencias que lee este año, contrapunto de la dicha en 1926 sobre la imagen gongorina: por una parte Sketch de la nueva pintura e Imaginación, inspiración, evasión; por otra, Canciones de cuna españolas, que le interesan por su frescura, su irracionalidad y su fondo de crueldad, a la vez que se puede hallar en ellas la subconsciencia colectiva y el origen de la cultura del hombre y del pueblo en la niñez de ambos. Colabora a esta búsqueda de nueva expresión, junto a la crisis estética, una posible crisis sentimental: para las dos tiene que buscar salida. A la luz de esta doble idea, a la que se ha de unir la de un irrenunciable rigor formal, debe leerse la magnífica «Oda al Santísimo Sacramento», dedicada a Manuel de Falla.
En 1929, el grupo de teatro experimental El caracol, que dirigía Cipriano Rivas Cherif, intentó estrenar Don Perlimplín. La función se vio impedida por la absurda censura de la dictadura, más atrabiliaria todavía en sus últimos tiempos. Margarita Xirgu prepara el estreno de La zapatera prodigiosa, que no podrá representarse en este momento por una enfermedad grave y una lenta convalecencia de la actriz.
El 11 de junio sale, vía París y Londres, para Nueva York, adonde llega el 25. Le acompaña en el viaje Fernando de los Ríos. Allí lo esperan Federico de Onís y Ángel del Río, profesores en la Universidad de Columbia, en la que Federico va a residir durante toda su estancia, con el paréntesis de las vacaciones de agosto, que pasa en las orillas del lago Eden, en Vermont. En Nueva York presencia los momentos más feroces del desplome de Wall Street, y empieza a tener conciencia de sus consecuencias [VI, 1094]. Desde ellas comienza a comprender y rechazar la ascensión de los fascismos en Europa. La respuesta del poeta es un acendramiento que se materializa en Poeta en Nueva York, El público y en el germen de Así que pasen cinco años. Redacta también el guión cinematográfico Viaje a la luna.
Pero no todo es negativo en Nueva York. En esa ciudad Lorca contempló muchos aspectos positivos entre tantos que producían la deshumanización de la civilización nueva. Lo más patente es el descubrimiento de Harlem y sus formas culturales negras: el jazz y el teatro que se hacía en ese barrio, incluido el de cabaret; pero también la convivencia de hombres de razas y culturas distintas, la libertad personal fuera de viejas convenciones [VI, 1052-1098].
A principios de marzo de 1930 deja la gran ciudad para ir, invitado, a Cuba. Hasta mediados de junio viaja por la isla, escribe el poema «Son de negros en Cuba», que cierra el libro neoyorquino, y pronuncia una veintena de conferencias. Desde allí emprende el regreso a España, cuya situación política («un volcán») ha ido siguiendo con preocupación. En este viaje debió escribir la «Oda a Walt Whitman».
A su llegada se encuentra con el país en plena efervescencia política: ha caído Primo de Rivera, ha vuelto triunfalmente Unamuno, y se respira el próximo advenimiento de la República. En la Nochebuena, Margarita Xirgu estrena en el Teatro Español La zapatera prodigiosa. Al año siguiente se edita el Poema del cante jondo. En verano, García Lorca escribe el Retablillo de Don Cristóbal y el 19 de agosto termina Así que pasen cinco años. En otoño, por encargo del Ministerio de Instrucción Pública, va madurando el proyecto de creación de un teatro universitario y popular, ambulante y gratuito, que dé a conocer las obras del teatro clásico en los pueblos de España. El proyecto cristalizará en La Barraca, que cimenta la fama europea de nuestro poeta como director teatral.
A La Barraca consagra casi todo su tiempo en los tres años que siguen, pero, aunque más lentamente, no por eso deja de escribir. La labor de organización y dirección se comparte con la escritura de Bodas de sangre —que se estrenará en marzo de 1933— y con el comienzo de Yerma, cuyos dos primeros actos lee a Margarita Xirgu en setiembre. En 1932 dará varias veces su conferencia-recital sobre Poeta en Nueva York. En verano comienzan las representaciones de La Barraca.
Invitado por el Comité de Cooperación Intelectual gallego, hizo su segundo viaje por Galicia durante mayo de 1932; el periplo es tan feliz que volverá por su cuenta a finales de año. Allí y entonces concibe el propósito de escribir poemas en la lengua de Rosalía. Tan a pecho se lo toma que en una entrevista posterior dice: «Me siento un poeta gallego». Y aunque el único poema publicado en gallego era el «Madrigal â cibdá de Santiago», ya entonces sus poesías en esta lengua eran conocidas y celebradas. Este mismo año, por encargo de Ignacio Sánchez Mejías, prepara el espectáculo de baile folclórico El café de Chinitas para Encarnación López, la Argentinita, comadre del poeta.
Llamado por Lola Membrives, que ha obtenido un gran éxito en Buenos Aires con Bodas de Sangre, Federico García Lorca viaja a esa ciudad entre octubre de 1933 y abril de 1934 como director de la compañía. Se representan, además de Bodas, Mariana Pineda y una adaptación de La dama boba, de Lope. Es el primer éxito popular y comercial de García Lorca en el teatro. La actriz le fuerza a componer una versión de La zapatera prodigiosa que se adapte a sus características de cantante y bailarina [VI, 1142]; Lorca le complace montando un fin de fiesta con canciones tradicionales y modificando con añadidos el texto que Margarita Xirgu había estrenado en Madrid.
En Buenos Aires coincide con Pablo Neruda, con el que pronunciará el Discurso al alimón sobre Rubén Darío; ilustra con dibujos varios poemas del poeta chileno y entabla con él una amistad que sólo se cerrará con la muerte de Federico. También se reencontrará con el poeta Ricardo Molinari, quien le presenta a Salvador Novo, figura capital del grupo mexicano de «Los Contemporáneos».
De vuelta en España se tropieza con que el triunfo de la coa lición de las derechas ha suprimido la subvención para La Barraca, interrumpiendo su proyecto más querido.
El 13 de agosto de 1934 muere su amigo Ignacio Sánchez Mejías; Lorca escribe su Llanto entre esta fecha y el cuatro de octubre, momento de su primera lectura. En verano prepara el manuscrito de Diván del Tamarit, que iba a ser editado por la Universidad de Granada con un prólogo del amigo y arabista Emilio García Gómez. Sin que sepamos el porqué, el libro quedó en capillas; se publicó póstumo en 1940, en la Revista Hispánica Moderna de Nueva York, al cuidado de Francisco García Lorca y Ángel del Río.
En octubre de 1934 la huelga general que declaran el partido socialista y la UGT se reprime brutalmente en Cataluña y, más aún, en Asturias, con la intervención del ejército mandado por el general Franco. Federico García Lorca, aunque no tenga una particular posición política partidista, se alinea con la izquierda o, acaso mejor, con los que menos tienen; el 15 de diciembre declara: «En este mundo yo siempre soy y seré partidario de los pobres. Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega» [VI, 656].
A fin de año Margarita Xirgu estrena Yerma, con éxito popular, pero que suscita la reacción furiosa, incluso insultante, de la derecha menos civilizada. En la centésima representación Lorca leyó el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, que publicará poco más adelante José Bergamín en la colección El árbol, de Cruz y Raya, con ilustraciones de José Caballero.
Los actores de Madrid, que tienen interés por conocer Yerma y su montaje, le piden a Margarita Xirgu y al poeta una representación para ellos. Actriz y poeta acceden; la función se hace en la madrugada del 1 de febrero, y entre los actos primero y segundo Lorca leerá la importantísima Charla sobre teatro, que tanto ilumina sobre la intención del poeta en sus últimas obras. Basándose en el episodio de la romería de Yerma, escribe en colaboración con Rivas Cherif el argumento y libreto de La romería de los cornudos, ballet para Antonia Mercé, la Argentina, al que pondrá música Gustavo Pittaluga.
Con mucho éxito, Margarita Xirgu estrena en Barcelona Doña Rosita la soltera. Lorca invita a las floristas de la Rambla a una de las primeras representaciones: a ellas dedica el poeta unas palabras [VI, 442-443]. En este mismo 1935 empieza Lorca a preparar la edición de Poeta en Nueva York, comenzado en 1929; lo concibe como un libro en que los poemas se articularán con fotografías, que unas veces son documentales, otras montajes, otras más puros collages; las fotografías han de servir de epígrafes a las partes en que se distribuye la obra. El libro no se editará hasta 1940, en dos ediciones casi simultáneas, pero con importantes variantes, y las dos faltas de la parte gráfica. También trabaja Lorca en otro libro cuyo título podía ser tanto Sonetos, como Jardín de los sonetos o Sonetos del amor oscuro, nombre con el que se ha publicado recientemente la parte conservada. A fin de año sus amigos de Galicia, los reunidos alrededor de la revista Nós, publican los Seis poemas galegos, con prólogo de Eduardo Blanco Amor.
En 1936, Federico García Lorca da un manojo de poemas a su amigo Manuel Altolaguirre como regalo por su boda con Concha Méndez; el novio los imprime con el título de Primeras canciones. Le sigue de cerca la edición de Bodas de sangre.
Con ilusión, Lorca piensa el montaje de la primera de sus obras del «teatro imposible», Así que pasen cinco años, que se iba a estrenar en el Club Anfistora; el estallido de la guerra civil impedirá la representación. Mientras, trabaja en la Comedia sin título, en Los sueños de mi prima Aurelia y en LA CASA DE BERNARDA ALBA. Sólo esta última se concluirá, fechada el viernes 19 de junio de 1936. Margarita Xirgu, que ha emprendido una gira americana de la que ya no va a volver, llama al poeta, pero éste da largas a su viaje porque quiere pasar en Granada el 18 de julio, día de su santo y del de su padre. Antes de salir de Madrid para su ciudad deja en el despacho de Bergamín el manuscrito de Poeta en Nueva York, incompleto y en telar; a Martínez Nadal le da, para que se lo guarde, un borrador de El Público. El 13 de julio, día del asesinato de Calvo Sotelo, sale para Granada. El 18 estalla la guerra, y Granada, a partir del 20, queda en manos de los sublevados. Al amanecer del día 16 de agosto fusilan a Manuel Fernández Montesinos, cuñado de Lorca y alcalde de Granada. El 19, cinco años después de fechar Así que pasen cinco años, matan al poeta en Víznar. La partida de defunción dice que «falleció en el mes de agosto de 1936 a consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra».
Pasan nueve años. El 20 de enero de 1945 Margarita Xirgu le escribe a Isabel Pradas (la Adela del estreno) que don Julio Fuensalida, del que nada se sabe, le ha entregado un apógrafo de LA CASA DE BERNARDA ALBA. Sin pérdida de tiempo escoge las actrices, encarga los decorados a Santiago Ontañón, que ya había trabajado para Lorca, y la estrena el 8 de marzo en el Teatro Avenida de Buenos Aires. El manuscrito servirá para la edición cuidada por Guillermo de Torre, en la colección popular de Losada Argentina.
Hay noticias, no sé si muy dignas de crédito, de una edición anterior en Caracas (El Universal, 1938: alude a ella Torrente Ballester), y, según Carlos Martínez en Crónica de una emigración, de un estreno en el Teatro Bellas Artes de México en la temporada 1940-1941, por la compañía de Pepita Meliá y Benito Cibrián. No puedo comprobar ninguno de estos datos.
LA CASA DE BERNARDA ALBA
Representaciones y recepción
Cuando en marzo de 1945 se estrenó LA CASA DE BERNARDA ALBA en el Teatro Avenida de Buenos Aires, hacía ya nueve años que su autor había muerto. De sus compatriotas, únicamente los exiliados pudieron asistir a aquellas representaciones. En España sólo se pudo leer con muchas dificultades, porque se prohibió la edición argentina. Hubo que esperar a 1954 para que viera la luz aquí, incluida en unas Obras Completas, en una edición de «las de Aguilar», lejos de la economía de los lectores que pudiéramos llamar normales. Sirvió, sin embargo, para que el grupo aficionado «La Carátula» la representase en función única, sin que la prensa lo reseñase. Habían pasado dieciocho años de la muerte del autor.
En el teatro convencional la posibilidad de ver la obra no llega hasta 1964; el entusiasmo de la actriz venezolana Maritza Caballero contagia a Juan Antonio Bardem, que la monta veintiocho años después del asesinato de Lorca.
El estreno en Buenos Aires había sido glorioso: un autor recordado, convertido en símbolo de la represión franquista, representado por Margarita Xirgu, otra figura emblemática. Pero ni las circunstancias, ni el tiempo, ni el público, eran los que Lorca había escogido para que viesen el nacimiento sobre las tablas de la que iba a ser su última obra teatral.
Cuando LA CASA DE BERNARDA ALBA llega a España, la distancia es aún mayor. Desde 1935, fecha del último estreno de Lorca, a 1964 habían cambiado demasiado las circunstancias, y con ellas el público y los críticos. Faltaba el conocimiento de lo que se escribía antes de la guerra civil; la censura había producido una solución de continuidad. También de unión con lo que se hacía en el mundo: el teatro español, escapista casi siempre, no se parecía en nada al que se veía más allá de las fronteras. Algunos, aquí, intentaban, con desigual fortuna, un teatro social y políticamente revolucionario: era el momento del compromiso y de la búsqueda del mensaje.
Como la crítica, al mitificar a Lorca, «poeta del pueblo» [Barea, 1956], había ideologizado LA CASA, definiéndola como espejo de una sociedad semifeudal, que profetizaba la guerra civil y sus consecuencias, se pensó que su representación podía ser un arma para la corriente del «realismo crítico», más o menos estalinista, que se oponía, también más o menos teóricamente, a la dictadura franquista.
Pero Lorca, que escribía en un tiempo en que el pueblo había salido de la dictadura de Primo de Rivera y que había vencido en las urnas a un incipiente fascismo, no participaba de los presupuestos del arte instrumentalizado; mucho antes, al ser preguntado por las relaciones entre arte y política, había contestado: «El artista debe ser única y exclusivamente eso: artista. Con dar todo lo que tenga dentro de sí como poeta, como pintor..., ya hace bastante» [VI, 545]. Más adelante aún reprochará explícitamente el dogmatismo político de Piscator [VI, 711].
Por no hacer caso a estas palabras, por querer dar un viso político y social ajeno a la intención del autor, rechinaba el meritorio montaje de Bardem, que logró un efecto inverso al que buscaba, desilusionando de Lorca a críticos, espectadores y escritores.
A los críticos porque, roto su horizonte de expectativas, se veían forzados a una lectura sesgada, acentuando lo que en Lorca es, si es, mero marco y diluyendo el problema de la condición humana, esencial en el poeta; a veces dejan asomar su desengaño, al ver hecho hombre al mito que habían creado o leído en otros. Lorca deja de ser un autor vivo para hacerse un «clásico» en el mal sentido de la palabra, es decir algo que es irremediable, pero ya periclitado, un momento de la historia, pero no un modelo para un teatro nuevo, acorde con los tiempos; los críticos más radicales hablan del mito muerto. Ejemplos de ello hay en el número 50 de la revista Primer acto (febrero de 1954), concebido para dar cuenta del estreno madrileño.
A los espectadores ingenuos de aquel montaje nos desconcertaba advertir una falta de correspondencia entre lo que se veía y lo que se oía; y ninguna de las dos cosas concordaba con lo que habíamos creído entender con la lectura de la obra. Y, por argumento de autoridad, quizá estábamos equivocados.
Entre las dos corrientes críticas, los escritores y lectores más jóvenes, los aprendices, nos extraviábamos. Según como se leyera, Lorca o no es político o lo es demasiado; o no es «popular» o es populista; o es un revolucionario en estado puro o es el último representante de la España que se quisiera ver borrada, un esteta. Lorca, en la confusión, vuelve a alejarse, ahora literariamente, de nosotros. Lorca, si salvamos a algún escritor clarividente, como Martín Santos, no podía tomarse ni como modelo ni como maestro.
Cercana a esta crítica sedicente revolucionaria, pero con resultados mucho más ricos, se desarrolla en Europa una interpretación directamente marxista, que estudia la obra como reflejo de una sociedad tradicional, con estructuras de poder basadas en factores económicos que necesitan de la represión para sostenerse, que se apoyan en una ética irracional, caracterizada por la actuación de una fuerza —disfraz de una debilidad esencial— que unas apariencias o símbolos obsoletos transforman en autoridad; una autoridad que no puede admitir la existencia de otros valores que los que le sirven de justificación. Cualquier comportamiento diferente ha de ser eliminado del contorno social. En el caso de Bernarda, por ejemplo, Poncia ha de plegarse por la enajenación de su trabajo, la mendiga es arrojada como no productiva, los comportamientos «anormales» son siempre de los forasteros —con un cierto cariz xenófobo—, y han de ser castigados y excluidos. Los disidentes interiores o se hacen marginar por la locura —María Josefa— o son dirigidos hacia un suicidio que, por ser indicio de rebelión, ha de ser ocultado por la censura más allá de la muerte, como sucede con Adela. Pero Adela, María Josefa, los segadores, son el anuncio de una nueva moral, la de los perseguidos, anuncio de una libertad del hombre y la sociedad.
Junto a la marxista, a veces en paralelo a ella, a veces en confluencia, va a crecer una interpretación psicoanalítica, con apoyos en Freud o Jung, en muchas ocasiones pasados por el cedazo de Lacan. Desde este punto de vista, LA CASA es alegoría de la represión sexual. Bernarda simboliza la protección materna en sus puntos álgidos, hasta tornarse enfermiza. Esta égida paternalista, que veda el desarrollo y madurez de las hijas, refluye en emblema de un poder tiránico: la falta de hombre dominante —subrayada por la presencia de la muerte desde las primeras escenas— implica su sustitución por la madre dominadora en un mundo de estructuras represivas. Para patentizarlo, Bernarda se caracteriza con un bastón, indicio de autoridad, pero también símbolo fálico: el momento climático de la rebelión se marca con Adela quebrando la vara. El montaje de Ángel Facio (1976) llevaba al paroxismo esta interpretación, al hacer que el papel de Bernarda fuese asumido por un actor, y al sustituir el decorado descrito por Lorca por un espacio asfixiante, blando y protector como el útero materno.
De aquí se llega fácilmente a una lectura feminista de la obra, y más si se potencia el hecho de que el reparto está formado exclusivamente por mujeres. Esta visión advertirá que la perspectiva de Lorca corresponde a un mundo estructuralmente masculino, a pesar de su simpatía por los personajes femeninos; se estudiará cómo el encierro y castigo de las agonistas se debe a su sexo, pecado original; se subrayará cómo la propia mujer —Bernarda—, alienada, asume como natural esta condena; en definitiva, la obra ejemplifica el sometimiento de la mujer en un mundo en que todas las estructuras han sido elaboradas por el hombre. En LA CASA, como en el resto de las obras de Lorca, no se da ninguna solución: la única posibilidad de redención que señala es la erótica. Pero para alcanzarla, la mujer necesita de la colaboración del hombre, al que ha de supeditarse e incluso acreditar si él no tiene méritos para ello. Gran parte de la crítica hecha por estudiosas norteamericanas en los años ochenta se orienta en este sentido.
Entre tanto, lentamente, se abre paso una corriente crítica, libre de prejuicios, que valora la obra de Lorca, y dentro de ella LA CASA DE BERNARDA ALBA, simplemente como una obra literaria, imaginada y escrita, ineludiblemente, en un momento de las series literaria, cultural e histórica que ha definido Lotman, condicionantes necesarias de autor y obra, dirigida ésta en primera instancia a un público que comparte las mismas coordenadas. Para crear el texto el artista utiliza estos elementos, sin dejarse aherrojar por ellos ni convertirlo en un panfleto, que duraría vivo sólo mientras se mantengan las condiciones «objetivas» que presiden el momento de su escritura.
García Lorca, por el contrario, atraviesa la red que suponen las series lotmanianas y consigue que su obra tenga validez más allá del aquí y ahora en que fue escrita; que interese a quienes viven en circunstancias muy diversas a las que fueron las suyas, para disfrutar de su valor estético, de la expresión bella y precisa de la condición humana y de las relaciones más duraderas entre las personas de cualquier país, idioma o tiempo, fuera de consideraciones políticas o sociológicas. Con voz útil para cualquier buen lector que se reconozca en su poesía, sin limitaciones. Útil fue Lorca, por ejemplo, para el poeta norteamericano Philip Levine (y remitimos a sus palabras en el tomo 10-11 del Boletín de la Fundación Federico García Lorca).
De esta salvación del instante para entregarlo al reino más duradero de los valores poéticos fueron primeros artífices estudiosos como Francisco García Lorca, Marie Laffranque, André Belamich, Berenguer Carisomo; también María Zambrano, Daniel Devoto, Miguel García Posada, Eisenberg, Andrew A. Anderson, Mario Hernández, Miriam Balboa, Fernández Cifuentes, García Montero y, en definitiva, la crítica posterior a la primera mitad de los años setenta.
Los últimos montajes teatrales de LA CASA DE BERNARDA ALBA se van acercando a esta teoría, evitando manipulaciones partidistas. Esta postura es muy clara tanto en el de José Carlos Plaza (1984) como en el de Nuria Espert (1986), tan en la huella de Víctor García. Es significativo que la Espert pidiese a sus actrices —Glenda Jackson, Joan Plowright, Patricia Hayes— que se acercasen al mundo de LA CASA DE BERNARDA ALBA, y en definitiva al de Federico García Lorca, sin prejuicios, que creyesen en él y en sus personajes «como creían en los personajes de Shakespeare, de Ibsen, de Shaw o de Chéjov», es decir, como seres, texto y mundo ajenos a cualquier color local.
Intertexto y género
Si la bibliografía sobre Lorca es un selva, la parcela de ella que implica a LA CASA DE BERNARDA ALBA es una de las más extensas y enmarañadas. Era casi obligado, dada la posición polar de la obra, considerada la más madura del poeta. Los estudiosos la han enfocado con perspectivas muy diversas y, basándose en ellas, la han interpretado de maneras muy distintas (a algunas de ellas hemos aludido arriba). Lo que hizo que se considerase más que los otros escritos de Lorca fue su indudable enraizamiento con las otras obras del poeta, y no sólo las dramáticas; y, a la vez, las sensibles diferencias que presenta con aquéllas. Sucede como si Lorca utilizase como trampolín lo que había escrito con anterioridad y diese un salto para superarlo. El estudio de Lázaro Carreter [1960] es ejemplar para esta consideración.
Así, para unos es la tragedia que culmina la línea iniciada con Bodas de sangre y continuada con Yerma; es la trilogía rural, ejemplo dramático de la frustración femenina, espejo de la España trágica popular, casi tópica. En otros casos se ha preferido destacar lo que LA CASA DE BERNARDA ALBA tiene de punto de inflexión, de ruptura con el resto de su obra dramática. Se subraya su intención documental, realista, su esencia de fiel reflejo de la «España real»; literariamente, la ausencia de lirismo y por ende, una vez más y con un salto ontológico, su toma de posición social y política.
Piensan todos que si la muerte no hubiese cortado la vida y la carrera teatral más prometedora de España (quién sabe si de Europa), aquí, con esta obra, hubiera nacido el nuevo teatro de Lorca, el que se supone que él buscaba. Se enumera entonces, forzando formas y fondos, todo lo que en LA CASA DE BERNARDA ALBA es diverso del resto de sus piezas, desde El maleficio de la mariposa y Mariana Pineda a Doña Rosita la soltera, casi contemporánea de aquélla. Y se prescinde, porque conviene, de las obras inconclusas o de las que el autor había dado como posibles futuras: Mi prima Aurelia, Casa de maternidad, La bola negra, Las hijas de Lot, etc.; y éstas, por lo que el poeta decía y ahora sabemos gracias a Marie Laffranque [1978 y 1987b], enlazan mejor con alguna de las anteriores a LA CASA que con la lectura que hacen de ésta.
Sin embargo, por más que se aseguren en el realismo de LA CASA DE BERNARDA ALBA, en su ausencia de lirismo, nunca son capaces de prescindir de una interpretación simbólica de la expresión, similar a la que acostumbra a acompañar a los estudios que explican la lírica del poeta o sus otras piezas teatrales. Encuentran, porque los hay, los mitologemas peculiares de Lorca, y aun otros nuevos. Argumento, personajes —figuras, e incluso sus nombres—, acontecimientos vistos o narrados, hasta el decorado con sus formas, luces y colores, utillería y vestuario se hacen metáfora o símbolo de algo arcano, esotérico. La obra se confunde con un conjunto de arquetipos, y eso la relaciona con las obras anteriores y, en su razonamiento, la acerca a la tragedia.
Raras veces se ha intentado colocarla en su contexto, entre las obras que Lorca escribe o proyecta al tiempo de su redacción. Porque si LA CASA DE BERNARDA ALBA es la última obra que el autor termina, no es la última en que piensa. Es más, parece como si se hubiese puesto a escribirla por una urgencia personal u obligada; quizá para entregársela a Margarita Xirgu, a quien le había prometido una función con un carácter más fuerte que el de la soltera doña Rosita; y que le hubiese salido de un tirón y en muy poco tiempo, acaso con el único intermedio de un borrador, corregido en la copia manuscrita que ha llegado a nosotros. Para escribirla dejó en telar y a medio hacer dos obras en las que estaba trabajando desde tiempo antes: Los sueños de mi prima Aurelia y la llamada Comedia sin título, posible transformación de la anunciada Casa de maternidad.
Porque Lorca, siempre dispuesto a hablar en cartas y entrevistas de sus proyectos, de las obras que tiene «terminadas» (aunque sólo lo estén en su mente), nunca, nunca, habla de LA CASA DE BERNARDA ALBA. Todas las noticias que tenemos de ella son indirectas. Palabras de sus amigos, de la gente a la que la había leído, promesa a Margarita Xirgu de una comedia en que su papel sea muy distinto a Doña Rosita... No alude a ella en las últimas entrevistas; ni aparece anotada en la Lista de títulos y proyectos que, como dice Mario Hernández, puede corresponder a febrero o marzo de 1935 o incluso, como quiere Marie Laffranque [1987b], a fechas posteriores a febrero de 1936. Puede no apuntarla por tener ya muy avanzada su redacción y haber dejado de ser proyecto, pero no por eso deja de extrañar ese inexplicado silencio.
Sea como fuere, para comprender LA CASA DE BERNARDA ALBA y lo que supuso para su autor, será necesario situarla filológicamente en el punto en que se escribió. Ver cuál fue su entorno literario y cultural; porque, si bien es verdad que en Lorca hay una evolución constante por lo que cada obra supone de búsqueda o experimento, hay también una relación favorable o reacción contraria con respecto a lo que los otros hacen, si no con obras concretas, sí con las formas teatrales que tienen vigencia en la época. Lorca, desde su conocimiento progresivo de la técnica teatral y de los temas que pueden resultar interesantes [VI, 675-676, 720 y 717, entre otros lugares], escribe apoyándose en lo que le atrae y en contra de lo que no le gusta o le parece pernicioso. Cuando escribe La zapatera prodigiosa la escribe para contraponerla a la «hermosa y amarga lucha con un arte abstracto» que sostienen sus «amigos de París» [VI, 481], porque no le interesa el arte abstracto, deshumanizado, pero sí que le importa la hermosa y amarga lucha. Por eso no renuncia a este tipo de dramaturgia experimental, y la culmina en su «teatro imposible», pero la puede completar humanizándola, dándole estructura y forma que no aleje al público de la representación. Como pasaba con sus amigos de París —Buñuel, Dalí y, a través de ellos, el grupo surrealista—, la teoría y práctica dramática lorquiana se opone, de lleno, al teatro burgués que se arrastra desde el Romanticismo, pero se ha de arriesgar buscando un público distinto:
El teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre. Han de ser tan humanos, tan horrorosamente trágicos y ligados a la vida y al día con una fuerza tal que muestren sus traiciones, que se aprecien sus olores y que salga a los labios toda la valentía de sus palabras llenas de amor o de ascos. Lo que no puede continuar es la supervivencia de los personajes dramáticos que hoy suben a los escenarios llevados de la mano de sus autores. Son personajes huecos, vacíos totalmente, a los que sólo es posible ver a través del chaleco un reloj parado, un hueso falso o una caca de gato de esas que hay en los desvanes. Hoy en España, la generalidad de los autores y de los actores ocupan una zona apenas intermedia. Se escribe en el teatro para el piso principal [el de los palcos abonados] y se quedan sin satisfacer la parte de butacas y los pisos del paraíso. Escribir para el piso principal es lo más triste del mundo. El público que va a ver cosas queda defraudado. Y el público virgen, el público ingenuo, que es el pueblo, no comprende cómo se le habla de problemas despreciados por él en los patios de vecindad. En parte tienen la culpa los actores. No es que sean malas personas, pero... «Oiga, Fulanito —aquí un nombre de autor—, quiero que me haga usted una comedia en la que yo... haga de yo. Sí, sí; yo quiero hacer esto y lo otro. Quiero estrenar un traje de primavera. Me gusta tener veintitrés años. No lo olvide. No lo olvide». Y así no se puede hacer teatro. Así lo que se hace es perpetuar una dama joven a través de los tiempos y un galán a despecho de la arterioesclerosis [VI, 730].
Más suavizadas, porque van dirigidas a un público muy caracterizado, las mismas ideas se exponen en la importantísima Charla sobre teatro [VI, 427-430].
García Lorca siente, pues, la necesidad de un teatro nuevo, renovado, que se dirija a ese público-pueblo distinto que busca como autor y como director de escena (del Club Anfistora y de La Barraca), y al que quiere ser útil ética y estéticamente. Para ello no se puede revolucionar totalmente el horizonte de expectativas del espectador; ha de dirigirse a él en un código que, en parte al menos, pueda reconocer, aunque la sustancia de la expresión sea siempre la misma, porque, como dice el poeta, el poeta siempre dice la verdad, aunque sea un fingidor, combinando coincidencias de Gerardo Diego y de Fernando Pessoa.
Las formas nuevas, las que el poeta considera más personales y libres, en las que podría exponer directamente sus preocupaciones, no pueden ser asumidas por un grupo numeroso de espectadores que el teatro más o menos comercial necesita para que se pueda alzar el telón; al menos por el momento, el «teatro bajo la arena» será el «teatro imposible», hasta que el público sea capaz de aceptar formas extrañas y temas directamente expresados que le puedan herir. Ni siquiera sus amigos más cercanos, los que mejor pueden conocer a Lorca, pueden abonar este nuevo teatro: Martínez Nadal, en su edición de El público [1978: 22], cuenta cómo fue la reacción de los asistentes a la lectura de la pieza en casa de los Morla, y antes, en Cuba, cuando la estaba redactando, la de los hermanos Loynaz.
Lorca ha aprendido con sus fracasos comerciales en España y sus éxitos en Buenos Aires lo que el público es capaz de aceptar. Colaboran a este aprendizaje el rechazo del teatro experimental, tanto del que se hace en Francia como del que en España intentan Unamuno, Valle-Inclán o Grau. Ha visto y estudiado en qué consiste el éxito de su Barraca con obras clásicas, que ni son superficiales ni halagadoras. Ahora, en 1936, García Lorca sabe que, si quiere conservar la relación tan difícilmente ganada con el público, se ha de alejar de la posición radical que había expuesto en la carta a su familia el 21 de octubre de 1929 desde Nueva York: «He empezado a escribir una cosa de teatro que puede ser interesante. Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución».
El teatro de García Lorca ha de ser nuevo, del porvenir, no renunciar a sus planteamientos básicos. Pero si rompe con la inanidad del significado, conservará, modificada, la forma del significante, agudizándola y exprimiendo sus posibilidades, tras una seria meditación sobre los géneros dramáticos. Coincide en ese método con Galdós, Valle-Inclán o Arniches.
Conservará, pues, la estructura superficial y el ambiente habituales como accesorios y no esenciales para introducir y real zar lo universal. Sigue así lo que ya había hecho en Don Perlimplín y en La zapatera prodigiosa, farsas que limitan con la tragedia: «El color de la obra es accesorio y no fundamental como en otra clase de teatro. Lo mismo pude poner este mito espiritual entre esquimales. La palabra y el ritmo pueden ser andaluces, pero no la substancia». Las implicaciones de la cita pueden verse, más desarrolladas, en el estudio preliminar a La zapatera prodigiosa [1978].
Muestra de este cambio de perspectiva son sus declaraciones a Nicolás González-Deleito en 1935, fecha más cercana a la redacción de la obra que nos interesa:
El problema de la novedad del teatro está enlazado a la plástica: la mitad del espectáculo depende del ritmo, del color, de la escenografía... Creo que no hay, en realidad, teatro viejo ni teatro nuevo, sino teatro bueno y teatro malo. Es nuevo verdaderamente el teatro de propaganda —nuevo por su contenido—. En lo concerniente a forma, a forma nueva, es el director de escena quien puede conseguir esta novedad, si tiene habilidad interpretativa. Una obra antigua bien interpretada, inmejorablemente decorada, puede ofrecer toda una sensación de nuevo teatro. Don Juan Tenorio es lo más nuevo que a mí se me ocurre, lo que haría si me lo encargaran. El teatro viene del Romanticismo al naturalismo y al modernismo (teatro pequeño de experiencia y arte), para caer siempre en el teatro poético y de gran masa de público, el «teatro-teatro», el teatro vivo... Cada teatro seguirá siendo teatro andando al ritmo de la época, recogiendo las emociones, los dolores, las luchas, los dramas de esa época... El teatro ha de recoger el drama total de la vida actual. Un teatro pasado, nutrido sólo con la fantasía, no es teatro. Es preciso que apasione, como el clásico —receptor del latido de toda una época—. En el teatro español actual no observo ninguna característica. Sólo pueden contarse cuatro o cinco productores. Y avanza un tropel de gente, imitándolos, peor casi siempre, naturalmente. Hay una gran crisis actual de autores, no de público. No llegan a interesar los autores, no... [VI, 675].
El autor se plantea, como se ve, un acabado programa estético, en el que ya no se opone novedad a antigüedad de formas, sino que se apela a un juicio de calidad. Entre las dos, el vivido encuentro con los clásicos en La Barraca y el revivido encuentro con un Shakespeare, actuante (¿o actante?) en El público y en la Comedia sin título. Sin olvidar las referencias directas a que se acude en el prólogo (y no sólo en él) de La zapatera prodigiosa.
ENTRE EL DRAMA RURAL Y LA TRAGEDIA
Para lograr su nuevo propósito, Lorca se vale del drama rural, código teatral de moda, que sirve de eje de referencia. Y niega, desde su rechazo explícito del lirismo, la relación con la corriente del llamado teatro poético. Pero, a pesar de las semejanzas con el drama rural, nada es tan diferente como LA CASA DE BERNARDA ALBA a las obras de ambiente que se hacen para el teatro burgués, con Benavente a la cabeza, acompañado de una amplia pléyade de autores. Miguel García Posada, al hablar de la obra lorquiana, evoca el éxito de la trilogía rural de Eduardo Marquina, debido en gran parte a la faena interpretativa de Margarita Xirgu. Y acaso antes de Benavente y sus epígonos, el drama rural con visos costumbristas se había enseñoreado de la escena «seria» por obra y gracia de aquellas zarzuelas que intentaban prestigiarse alejándose del género chico y del género ínfimo, refugiándose en todas las huertas y en todos los caseríos pensables de España.
No era la primera vez que Lorca recurría al subcódigo del drama rural, incluso jugando, como en la zarzuela, con la inclusión de canciones que evoquen la cultura popular. Bodas de sangre y Yerma se ambientaban en el mundo campesino. El recurso a ese mundo ancestral le permitía al poeta un múltiple efecto. Por una parte, la más importante acaso, no renunciar a la expresión de los problemas vivos que se plantea en la poesía o en el «teatro bajo la arena». Por otra, precisamente por ser representado en un escenario ciudadano y para un público urbano, conseguir un punto muy marcado de distanciamiento con respecto al público que lo presenciaba. Se establece así un lazo elevado de recepción con lo representado, favorecido por el reconocimiento del código, pero a la vez se propicia una distancia del autor con respecto a la materia dramática, coadyuvando a la objetividad del análisis a pesar de tratar de temas acuciantes, evitando la subjetividad. Hablar, como se ha hecho, de neopopularismo, tanto en este caso como en las dos tragedias, es confundir la forma del contenido con su sustancia [véase García Montero, 1986: 359-370], y ya Lorca se defiende de ello cuando se lamenta de la interpretación que se ha hecho de su Primer romancero gitano, cuando confundían el ambiente con los problemas y expresión de un grupo étnicosocial.
La actitud consciente de Lorca en esta renuncia parcial a las formas dramáticas nuevas, acercándose a las que el público está acostumbrado a ver, es muy patente en los textos que ha recogido Francisco Caudet [1986: 768-772]. Allí defiende la necesidad de un teatro «impuro», «normal», no «artístico», porque sólo así el teatro cumplirá su papel y podrá salvarse, tener porvenir:
«Jo soc optimista sempre [con respecto al porvenir del teatro], però ara encara més. El teatre artístic, purament artístic, ha fallat sorollosament. I ho comprendreu tot seguit que mireu la seva desviació del camí que seguirem les masses populars. Va trovar-se que mancava d’ambient, de caliu. Naturalment que això no era pas una circumstància casual. El que passava era que els autors es mantenien distanciats de la vida social, i, clar, les obres que representaven semblaven estrangeres, anacròniques. El gran públic va a veure la seva vida i els seus problemes. Per mitjà del teatre fixeu-vos si es pot orientar a les masses!... Si l’autor s’adapta al tipus de mentalitat mig que predomina i arriba a fer comprendre clarament les seves idees a través de l’obra, a·les·hores a mès de l’èxit que assoleix, que jo crec que és subjectiu, fa la gran tasca de realitzar la veritable missió del teatre, educar les multituds.
Es extraodinària la influència del teatre en aquest aspecte, jo si tinc un xic abandonada la meva producció poètica és perquè ja considero prou profitosa la meva producció dramàtica, la qual poso, modestament, al servei educatiu» [VI, 710].
Volvamos, por un momento, atrás para reanudar nuestro discurso y ahondar en él. El ambiente campesino que Lorca había trazado para Bodas de sangre y Yerma estaba tratado con características de tragedia clásica. Dados los problemas que se le planteaban y lo que quería lograr de los espectadores, la elección de género era casi ineludible. En ambas obras se dibuja el desarrollo de un carácter, marcado por una hybris muy definida, que se subraya por el contrapunto de una actuación coral, de público intermediario, en los momentos en que se puede modificar la peripecia [«¿Qué momento le satisface más en Bodas de sangre, Federico? —Aquel en que intervienen la Luna y la muerte, como elementos y símbolos de la fatalidad. El realismo que preside hasta ese instante la tragedia se quiebra y desaparece para dar paso a la fantasía poética, donde es natural que yo me encuentre como pez en el agua». VI, 535]; también la existencia de un destino trágico asumido al fin por el protagonista, la búsqueda de un pathos, individual y colectivo, que conduzca a un cierre catártico. El poeta, preocupado por el hecho teatral, conoce bien a los clásicos y ha meditado sobre los géneros: en varias entrevistas justifica estos puntos necesarios en el género de la tragedia con el ejemplo personal de Bodas de sangre [VI, 534-535] y Yerma [VI, 646-648]. El carácter trágico de estas obras hace que la distancia con el modelo benaventino de drama rural sea mayor que en LA CASA DE BERNARDA ALBA; sin embargo nuestro autor pudo conocer también los dramas de Ángel Guimerà, menos cargados de valores propiamente considerados como burgueses y más tendentes a la tragedia; en el final de Yerma parecen escucharse ecos de la escena última de María Rosa, cuando la protagonista mata a Marsal; también de la exclamación final de Manelic en Terra baixa.
Ninguno de los caracteres de la tragedia pueden acudir a LA CASA DE BERNARDA ALBA, porque no se dan aquellos presupuestos teóricos básicos; menos aún la esencial catarsis, porque no se trata de purificar al público, sino, como veremos, de inculparlo. Dada la materia tratada y el tipo de recepción buscada, tampoco le conviene a LA CASA la inclusión de momentos líricos ni corales, tan frecuentes en las restantes obras teatrales de nuestro autor —las excepciones, con ésta, son Don Perlimplín (en que se suple con la música) y El público; la presencia del verso lírico podría ser recibida fácilmente entre los espectadores como relajamiento o momentos de reposo de la acción dramática, debilitándola en lugar de potenciarla. Si Lorca, como parece por testimonios fiables, incluyó en algún momento poemas en el cuerpo del texto, se preocupó también de eliminarlos, conservando exclusivamente los muy pocos que a él se le hicieron absolutamente imprescindibles para acrecer la función dramática [Francisco García Lorca, 1993: 213-214], para poner de relieve dialécticamente momentos que conciernen a la diégesis o a subrayar algo vivido por los personajes, nunca a la participación coral asertiva o compasiva (simpatética); la canción de los segadores no cumple una función distinta a la de los golpes del caballo garañón en los muros de la cuadra.
Cercana al drama, lejana de la tragedia, Lorca subtitula a su obra «drama de mujeres en los pueblos de España». Y queremos recordar que Lorca, como Valle-Inclán, trataba de ser muy preciso en los epígrafes que colocaba tras el nombre de su obra. Eran una clave que se compartía entre autor y espectadores para explicitar el tono en que se había ideado el discurso teatral, facilitando la interpretación del público, sin que ésta se desviase demasiado de las intenciones del autor.
«Drama», pues, porque, como hemos visto, no tiene carácter trágico; ni tampoco lírico-dramático (ni «Romance en estampas», como Mariana Pineda; ni «Aleluya», como Don Perlimplín; ni «Poema en jardines», como Doña Rosita); «de mujeres» —no «de las mujeres»— porque una de las convenciones del teatro de la época consiste en el reconocimiento de una identidad insoslayable entre la mujer y la casa [Fernández Cifuentes, 1986: 22-23]. Dentro de la casa la mujer es la dueña de la palabra y del lenguaje; y LA CASA DE BERNARDA ALBA es drama de interiores, obsesivos. También «de mujeres» porque, como justifica Federico García Lorca, a la pregunta de «¿Por qué ha elegido usted [para su teatro] mujeres y no hombres?» responde: «Las mujeres son más pasión, intelectualizan menos, son más humanas, más vegetales; por otra parte, gran dificultad encontraría un autor para dar sus obras si los héroes fueran hombres. Hay una crisis lamentable de actores, buenos actores se entiende...» [VI, 621].
Sin que por eso demos la razón a la crítica de visos feministas o —peor aún— psicoanalíticos que juzguen desde la sexualidad del autor, señalemos que a esas razones se puede agregar el valor tópico añadido y consuetudinariamente asumido de la mujer considerada como portadora instintiva y sustancial de las ideas y creencias tradicionales y conservadora de ellas. El discurso de Bernarda no es solamente propio de su persona, de su papel. Sus frases responden a un código ético, ideológico, social y emocional que la rebasa y que ha asumido porque sí, absoluta e irracionalmente, porque es su obligación ocupar el lugar del varón (es decir, del representante de la auctoritas) cuando éste falta. A causa de esta ausencia suma el valor tradicionalmente creído del padre y de la madre y lleva a los últimos límites el tópico de la madre protectora; ejemplos a contrario, en que el padre tiene que asumir la doble función, son frecuentes en nuestro teatro del Siglo de Oro.
Todas estas razones contribuyen a que pensemos que con la denominación de «drama de mujeres» se quiere conseguir que la estructura descrita ataña a un comportamiento del cuerpo social entero, sin distinción de sexos, sin distinción de condiciones y sin situarlo en un tiempo histórico concreto, generalizándolo desde la particularidad de acciones. Es el mismo intento que expresaba cuando, al hablar de una obra aparentemente con personajes más individualizados, dice: «La zapatera no es una mujer en particular, sino todas las mujeres... Todos los espectadores llevan una zapatera volando en su corazón» [VI, 531. El subrayado es nuestro].
En la segunda parte del epígrafe puede producirse una ambigüedad semántica. De España puede referirse tanto a pueblos como a mujeres. En el primer caso se logra la actualización de un drama general, ubicándolo en un ambiente compartido tanto por el autor como por el público; sin embargo, la localización es suficientemente amplia como para que no se puedan circunscribir los modos de actuación a un sitio y cultura excesivamente marcados, cosa que podría permitir a los espectadores desentenderse de lo que sucede en el escenario y de sus causas, remitiéndolo a un costumbrismo similar al que practicaban autores como los hermanos Quintero o, para que no nos ofusque el posible humor de los autores andaluces, al cuasi trágico de los dramaturgos de la cuerda de Feliú y Codina o Linares Rivas.
Pienso que el temor y la conciencia de esa posibilidad de interpretación localista es lo que hace que García Lorca tache en el manuscrito autógrafo el subtítulo primitivo («en un pueblo andaluz de tierra seca») para sustituirlo por el que ahora lleva. El que pueblos pueda equivaler tanto a «aldeas» como a «conjuntos culturales» —significado que en el contexto histórico de 1936 tenía tanta vigencia como hoy mismo— permite que el drama se mueva entre los límites de «cada lugar» y «todos los lugares de España», considerada ésta como suma cultural común, conjunto de pueblos diferentes e iguales. Y de la localización ambigua se puede pasar a la universalidad, a la condición humana, porque, como Lorca dice repetidas veces, únicamente desde un localismo y desde una individualización de los personajes se puede en literatura aspirar a expresar lo universal; la demostración viva es la novela de su admirado Cervantes. La elección de un pueblo como espacio escénico puede deberse a que en Doña Rosita la soltera había situado unos problemas éticos muy semejantes —aunque el tratamiento teatral y la solución sean diferentes— en una ciudad provinciana, eternizando, como aquí, un tiempo a la vez variable e invariable, como si se rozase la eternidad del instante. Miguel García Posada [IV, 18] ha escrito muy bien de este problema.
En el segundo caso, el poeta apunta hacia una moral represora y fosilizada, ya periclitada para él, pero que se basa en un conjunto de valores que apoya la sociedad porque le sirven de cimiento; valores que, si en algún momento pudieron tener alguna dudosa función, en este momento la han agotado, cuando no la han transformado en algo ruin: el sentido de la honra se ha vuelto temor al qué dirán, pasando por la ya degenerada negra honrilla; la autoridad, tiranía apoyada en el temor; todo en un volverse hacia sí mismos, a encerrarse entre los cuatro muros, blancos como el sepulcro que metaforiza a los fariseos en los Evangelios, y a conseguir que el parecer sustituya al ser. La supervivencia degradada y envilecida de aquellos prejuicios puede impedir, prohibiéndolos, el desarrollo de otros valores que Lorca considera superiores, y que destruirían los vectores sobre los que cómodamente se organiza el mundo viejo. Están ausentes, y aun perseguidas, virtudes como la tolerancia, la alegría, la sinceridad, la libertad individual, el amor, la piedad, la caridad, acaso la que más echamos en falta en el comportamiento de todos los habitantes de LA CASA. Y aunque sitúe la obra entre «mujeres de los pueblos de España», el problema no se circunscribe únicamente a nuestro país: continuando al destructor movimiento dadá, en Francia los surrealistas, entre los que se encuentran los «amigos de París» de Lorca, van haciendo nacer una ética rebelde que comporta unas actitudes escandalizadoras para la sociedad burguesa, encarnizándose con sus tabúes totémicos: autoridad, religión y cultura oficiales, concepto de familia, razón cartesiana.
La posibilidad de una nueva moral más libre, que permite la convivencia de costumbres y religiones, la había comprobado Lorca durante su estancia en Estados Unidos; unas veces con horror, al ver la ascensión de la explotación del hombre y del predominio de la riqueza, otras muchas más con esperanza: los poemas, las cartas a sus amigos y a su familia, el testimonio de los que lo conocieron, es buena prueba de ello.
DOCUMENTAL FOTOGRÁFICO. ELCINE
«El poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico». Tras el reparto, avisa el autor así a los actores y lectores, subrayando lo inane de la contraposición entre poesía y realidad; si acaso, indicará el inicio de una nueva poética, que no prescinda de lo real. Porque el autor comienza autodenominándose poeta, no dramaturgo. Y nunca, absolutamente nunca, renuncia Lorca a separar teatro y poesía, aunque ésta no se exprese en verso ni tenga nada que ver con el lirismo. «El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre», dice en 1936 [VI, 730]. Y en 1935:
El teatro que ha perdurado siempre es el de los poetas. Siempre ha estado el teatro en manos de los poetas. Y ha sido mejor el teatro en tanto era más grande el poeta. La poesía en España es un fenómeno de siempre en este aspecto. La gente está acostumbrada al teatro poético en verso. Si el autor es un versificador, no ya un poeta, el público le guarda cierto respeto. Tiene respeto al verso en el teatro. El verso no quiere decir poesía en el teatro. Don Carlos Arniches es más poeta que casi todos los que escriben teatro en verso actualmente. No puede haber teatro sin ambiente poético, sin invención... Fantasía hay en el sainete más pequeño de don Carlos Arniches... La obra de éxito perdurable ha sido siempre la de un poeta, y hay mil obras escritas en versos muy bien escritos, que están amortajadas en sus fosas [VI, 676].
Aduzco estos testimonios porque se ha discutido, e incluso negado, la poeticidad de LA CASA DE BERNARDA ALBA, aunque nunca se ha negado, sino todo lo contrario, la de su más preciso complemento, Doña Rosita la soltera, ni la de Los sueños de mi prima Aurelia, ambas estrictamente contemporáneas de LA CASA. Y mucho menos el carácter de La zapatera prodigiosa, tan cuidadosamente elaborada durante tantos años, para la que Lorca distingue, con precisión, dos tipos de poesía:
Esta fábula casi vulgar con su realidad directa, donde yo quise que fluyera un invisible hilo de poesía y donde el grito cómico y el humor se levantan, claros y sin trampas, en los primeros términos.
Yo quise expresar en mi Zapatera, dentro de los límites de la farsa común, sin echar mano a elementos poéticos que estaban a mi alcance, la lucha de la realidad con la fantasía (entendiendo por fantasía todo lo que es irrealizable) que existe en el fondo de toda criatura [VI, 481].
La diferencia básica entre La zapatera y LA CASA es que en esta última la fantasía, en lugar de ser imaginaria, es una realidad humana existente —la realización erótica y el ansia de libertad—, que resulta inalcanzable si se aceptan los presupuestos de la falsa y obligada realidad, impuesta y ajena.
La oposición realismo frente a poesía, tan reiterada al estudiar nuestra obra, procede de un obituario del poeta, redactado en 1938 por su amigo Adolfo Salazar: «Cada vez que terminaba una escena venía corriendo inflamado de entusiasmo: “Ni una gota de poesía —exclamaba—. ¡Realidad! ¡Realismo puro!”». Repetida la cita por Ángel del Río [1940], el presunto comentario de Lorca, tan escasamente matizado, hizo fortuna, condicionando la interpretación posterior de la obra.
Más exacto parece el comentario de Manuel Altolaguirre, amigo y editor de Lorca. Sabemos que Lorca, con Neruda, con Alberti, visitaba con frecuencia el taller en que el poeta impresor y Concha Méndez, su mujer, fabricaban hermosos libros. Allí leyó Federico, explicando el proceso que seguía para redactarla, una posible primera versión de la obra teatral, todavía con otro nombre y pensada como tragedia; el título que da podría hacer suponer coincidencias con la nonata y prometida tragedia de las Hijas de Lot:
Después de un lectura íntima de Las hijas de Bernarda Alba, su última tragedia inédita y sin estrenar, en la que sólo intervienen mujeres, Federico comentaba: «He suprimido muchas cosas en esta tragedia, muchas canciones fáciles, muchos romancillos y letrillas. Quiero que mi obra teatral tenga severidad y sencillez». Federico García Lorca alcanzó en grado sumo sencillez y severidad en su última tragedia, que considero una de las obras fundamentales del teatro contemporáneo y consiguió esas cualidades luchando contra su propio temperamento que le ha llevado siempre a lo más barroco y exuberante de nuestra literatura [Altolaguirre, 1937: 36].
Como se ve, el procedimiento de Lorca no era el de evitar el verso desde el primer momento, sino eliminar, en un proceso de depuración, lo que para él suponía una facilidad excesiva, en su búsqueda de una poesía puramente dramática, teatral; el lirismo, descanso y reposo de la tensión dialéctica, queda sólo en los momentos en que resulta imposible prescindir de él: al enfrentar la sujeción antinatural, representada por la casa a la libertad personal, aunque sea conseguida por la locura o por la muerte: léase el responso de Bernarda; o cuando se hace manifiesto vivamente el erotismo, que es también una forma de libertad, y para Lorca acaso una de las fundamentales. En definitiva, cuando suena alguna de «las tres voces [de la muerte, del amor y del arte] que él decía que le fluían y escuchaba dentro de sí» [Higuera, 1980: 181, y cf. VI, 545].
La calificación de «documental fotográfico» ha sido sin duda la que ha inducido a acentuar la indagación del realismo que pueda haber en LA CASA DE BERNARDAALBA, búsqueda que desconcierta y parece quimérica, entre otros estudiosos, a Francis Fergusson [1973: 184] o Rubia Barcia [1973: 301-302 y passim], que terminan abominando del epígrafe. Pero es muy verosímil que esas palabras tuvieran para Lorca un sentido diferente al que nosotros, hoy, les atribuimos.
Como sustantivo, la voz documental acababa de entrar en el léxico cultural de la época, no sólo en el español. Que sepamos, es John Grierson el que la emplea por primera vez en un artículo del New York Sun de febrero de 1926, para calificar y juzgar la película-documental Moana, de Robert J. Flaherty. Lo hace trasladando el sentido primero que tenía en francés, en que la expresión film documentaire, usada sólo en 1924, servía para denominar a las películas exóticas o de viajes. Este significado, presente aún al hablar de Moana, se pierde definitivamente a partir de un artículo de Abel Gance de 1929, cuando el director de Napoleón lo adecua para designar el sesgo cinematográfico que toman la escuela documentalista inglesa y el kino-glaz soviético, aceptando y especializando la intuición de Grierson, que había unido Moana y Nanuk el esquimal en una comunidad genérica. Apoyándose en ella había definido que «el documental es el tratamiento creador de la sociedad», estableciendo su función ética y su esencia en la actuación sobre ella. Flaherty, desde su experiencia como director de películas, recoge la declaración de Grierson y la afina: «El documental es [...] el drama de cada lugar y el drama esencial de ese lugar».
Creo que el conjunto de definiciones de documental —y el ejemplo de aquellas películas, o de Tabú y Hombres de Arán, ¿de La isla de los 24 dólares?— puede aplicarse en todos sus términos al «drama de mujeres en los pueblos de España». Fueron las mismas razones las que hicieron que se aplicase a las distintas corrientes del cine documental soviético, aunque se sepa que hay, por lo menos desde Dziga Vértov («en los [documentales] la cámara ve lo que los hombres no aprecian»), diferencias sustanciales en el tratamiento cinematográfico, al hacer predominar la transformación social sobre la percepción de la realidad.
Lorca podía conocer los documentales cinematográficos del grupo británico y de las escuelas soviéticas. Se habían proyectado en Nueva York durante su estancia, y también en Madrid, en el Cineclub, donde había presentado algún filme. Es muy probable también que conociese, aunque fuera en copión, Tierra sin pan (1932), de Luis Buñuel, y Almadrabas (1935), de Carlos Velo. Las concomitancias del inicio de La aldea maldita, de Florián Rey, con el documental soviético fueron ya señaladas cuando se estrenó. Y cuando Lorca habla de colocar el mito de La zapatera prodigiosa entre los esquimales, ¿acaso no pudo estar pensando en Nanuk? Por lo menos, es imaginable.
La extensión de sentido del término documental está asegurada. Eisenstein, en la conferencia que pronuncia en 1929 en la Universidad de Columbia (¿coincidiría con Lorca?), considera documentales películas como La huelga, El acorazado Potemkin u Octubre, porque en ellas «no figuran estrellas consagradas por el público, ni se basan en la trivial historia de una pareja de enamorados: mis personajes salen del pueblo, porque allí voy a buscarlos»; Bardèche y Brasillach, en su Histoire du cinéma, definen a estos filmes como «una especie de documentales líricos»; Georges Sadoul, «actualité reconstituée». Y el director ruso coincide con Jean Vigo cuando al hablar de sus películas —y no sólo de Niza— dice que «documental es el contar historias de gente que come», frente a los relatos de héroes más o menos novelescos. También los personajes de Lorca, los de LA CASA DE BERNARDA ALBA, son personas corrientes, que salen del pueblo, negando la heroicidad e, incluso, la historia. Documental, pues, por representar, como en las películas de Buñuel, el horror cotidiano, familiar, hasta sus últimas consecuencias. Lorca, más aún que Alberti, nació, y lo respetamos, con el cine.
Fuera del cine, con referencias a él, se encuentran tendencias parecidas en algunas obras teatrales de Elmer Rice como La calle, o en novelas como El paralelo 42, de John Dos Passos. En el propio García Lorca podrían tener un propósito semejante las «ilustraciones fotográficas y cinematográficas» [VI, 741], que se intercalarían en Poeta en Nueva York, complementando a los poemas y que conocemos por la lista de Rolfe Humphries; y ya antes de su viaje a Estados Unidos, en la edición en Revista de Occidente [diciembre de 1928] de los fragmentos de la Oda al Santísimo Sacramento de Altar se lee en nota a pie de página: «De un libro próximo de poemas que se publicará con fotografías».
Documental fotográfico, porque Lorca ha pensado y es consciente de la frontera que separa al teatro del cine, como señala muy claramente en la entrevista Federico García Lorca parla per als obrers catalans [VI, 708-712], y él va a hacer teatro. En el teatro no se pueden utilizar ni las masas actuantes ni el montaje, ni el juego de planos ni la variación de lugares, como sí se hace en El acorazado Potemkin. El espectador, en el teatro, tiene un punto de vista fijo sobre la escena, como si contemplase una fotografía, y sobre las tablas no pueden colocarse muchos personajes. Así, desde la diferencia, «el teatre, però, també té una missió, en aquest sentit. I és la de presentar i resoldre problemes individuals, íntims. Teatre i cinema han de complementar-se, fent la feina adient a cada un d’ells» [VI, 711].
La distinción fundamental entre cine y teatro es la imagen frente a la palabra, que en Lorca intenta ser «terrible», como destaca Fernández Cifuentes [1986: 169], porque la palabra-poesía del teatro, como la imagen del documental, no está hecha para comunicar, sino para perturbar al espectador. La acción punzante sobre el público se había producido ya con Yerma, que logró dividirlo en dos sectores; el del «piso principal», y los cronistas que eran sus voceros, dio una respuesta que a veces resultó personalmente ofensiva e insultante para el autor y para la actriz principal, Margarita Xirgu [Doménech, ed. 1985: 93-121]. El otro sector aplaudió la poesía y —suponemos— la moral que se ponía de manifiesto. Pero incluso los críticos favorables al poeta se preguntan por la necesidad de palabras, no soeces, como decían los otros, pero sí inquietantes. Y si eso ocurría con Yerma, obra trágica en la que actúa sobre los personajes el destino y los sentimientos primarios, ¿qué hubiese podido suceder si LA CASA DE BERNARDA ALBA se hubiese estrenado cuando era su hora?
Nos parece estar viendo en la práctica lo que expone, con deseo, Antonin Artaud, dramaturgo y teórico contemporáneo de Lorca: «Estos símbolos [los realistas: hoy preferiríamos «señales»] que son el signo de fuerzas maduras, pero hasta ahora mantenidas bajo servidumbre, e inutilizables en la realidad, estallan con el aspecto de imágenes increíbles que dan derecho de ciudadanía y de existencia a actos por naturaleza hostiles a la vida de las sociedades. Una verdadera obra de teatro trastorna el reposo de los sentidos, libera el inconsciente oprimido, impulsa a una especie de motín virtual que, además, no puede alcanzar todo su propósito más que si permanece virtual, impone a las colectividades reunidas una actitud heroica y difícil» [Le théâtre et son double, Gallimard, París, 1964: 38-39].
Esta necesidad de «trastornar el reposo», que propugna Artaud como un acto esencial del «teatro de la crueldad», y que creemos realizada en varias de las obras de Lorca, delata la muralla de hábitos y normas teatrales y también morales que le servían al público como coartada para defenderse del nuevo lenguaje literario y dramático, ironizando sobre él y trivializándolo; pronto surgen bromas, mezcladas con irritación, acerca del surrealismo, que pasa a significar en la lengua usual algo parecido a lo absurdo o a lo chocante. Por eso, como Lope de Vega ya había notado, al público había que hablarle «en necio», en su lenguaje habitual, dorarle la píldora literaria para que, sin apercibirse, se encarase con el objetivo que retrataba sus limitaciones.
El retrato que aparece en la placa fotográfica es Bernarda, cuyas palabras emanan, en cada una de sus intervenciones, como máximas de un código inapelable anterior a todas las cosas: frases definitorias e indiscutibles, que representan y defienden a una sociedad petrificada, perfecta, asentada en su propia satisfacción. Son sentencias que el público fosilizado obedece, pero que es imposible escuchar sin avergonzarse o irritarse si se aíslan y objetivan: «Los pobres son como animales», «¿es decente que una mujer de tu clase vaya detrás de un hombre con el anzuelo?», «una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en enemiga», «las cosas son como una se las propone»... Y culminan en la negación de la realidad y de la voz, al negar la posibilidad de rebeldía: «Ella, la hija menor de Bernarda Alba [obsérvese que la designa por su posición en la casa, no por su nombre, Adela] ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho».
Como buscan los mismos fines, el cine ha de ser complemento del teatro, no su opuesto. Evidentemente los medios son distintos, pero sólo los que no puedan ser compartidos. Cada uno de ellos podrá aprovechar lo que el otro descubra y le pueda ser útil.
Así el teatro se acercará a la fotografía, dominio descubierto en su función narrativa por el cine, que se puede y debe compartir. Sobre todo en lo que ésta puede tener de poético y de misterioso, como la que hacen Man Ray y Moholy-Nagy; o en las elegidas para ilustrar Poeta en Nueva York. Incluso en el gusto por las tarjetas postales, que nota Maurer. O como las que aparecen en las inconclusas obras lorquianas Drama fotográfico, en Ampliación fotográfica o en la primera intención de Rosa mudable [Laffranque, 1987 y 1988: 19-20], intentos de utilización dramática explicados a Melchor Fernández Almagro en carta de fecha tan temprana como febrero-marzo de 1926 [VI, 890-891]: «Los personajes [del drama que Federico quiere escribir] son ampliaciones fotográficas y están fijos en un momento del cual no pueden salir [...]. El sentimiento de los personajes es puramente exterior, lo que se ve y nada más. El drama oscuro y sordo corre delante del objetivo de las gentes. La escena ha de estar impregnada de ese silencio terrible de las fotos de muertos y ese gris difuminado de los fondos». ¿Acaso no se pueden aplicar estas frases para aclarar modos de actuación sobre la materia y escritura dramática de LA CASA DE BERNARDA ALBA, ese «documental fotográfico»?
Lorca, por tanto, puede acudir al cine —al objetivo de la cámara— para subrayar la índole del drama. Para adecuarlo a la escena basta reelaborar el concepto de fotogenia, tal como había sido delimitado por Louis Delluc en 1920: «La fotogenia está formada por estos cuatro elementos de un film: el decorado, la luz, la máscara y la cadencia»: compárese con el testimonio de Francisco García Lorca [1980: 375-376]. Delluc amplía: «La máscara es el hombre, el actor, pero no como elemento creador fundamental —esto es el teatro— sino como figura humana en su decorado, y la creación de un rostro como decorado».
Unos años más adelante, Jean Epstein, director de La caída de la casa Usher, en cuyo rodaje intervino Buñuel, en Le cinématographe vu de l’Etna (1926), asume la idea y le añade la especificidad de una función moral, producto de la acción del objetivo, el ojo de la cámara que sustituye a la mirada humana:
El cinematógrafo, mejor aún que un juego de espejos inclinados, logra aquellos encuentros inesperados con uno mismo: la inquietud ante su propia cinematografía es frecuente y general. Es una anécdota ahora común la de esos millonaritos americanos que han llorado al verse por primera vez en la pantalla. Y los que no lloran, se azoran. No hay que ver en eso sólo un efecto de la presunción propia ni de una coquetería exagerada. Porque la misión del cine no parece haber sido comprendida con exactitud. El objetivo del tomavistas es un ojo que Apollinaire hubiese calificado de surreal (sin ninguna relación con el surrealismo de hoy), un ojo dotado de propiedades analíticas inhumanas. Es un ojo sin prejuicios, sin moral, vacío de influencias y ve en la cara y en los movimientos humanos rasgos que nosotros, cargados de simpatías y antipatías, de costumbres y de reflexiones, ya no sabemos ver.
No parece sino que Lorca intentara —y lograra— aplicar al teatro, especialmente en LA CASA DE BERNARDA ALBA, estos efectos del cine, tanto los personales —señalados por Epstein— como los sociales —subrayados por Dziga Vértov—. En la obra lorquiana los personajes se amalgaman con el decorado para construir entre todos ellos la casa, el verdadero protagonista del drama y el que le da título; casa en la doble acepción de «edificio» y «familia», como sucede también en La caída de la casa Usher de Poe. Como los muros, los personajes son ellos muro que priva de libertad, elementos constitutivos del laberinto sin salida, representado por esas habitaciones distintas y siempre iguales a sí mismas y entre ellas, como los personajes, con una luz variable y funcional [véase VI, 659, con referencia a Yerma].
La obra discurre con un ritmo y cadencia, subrayados por los sonidos y silencios, que se corresponden con la intuición musical —tan semejante a la cinematográfica, como habían mostrado los hombres de la Kinok— de Lorca, poeta, músico, dramaturgo y director de escena, que busca siempre el ritmo y la melodía apropiados para cada obra teatral, para cada movimiento de sus piezas y de las ajenas que monta. Y, si nos acercamos más al ojo de la cámara, al retrato, no cabe duda de que en LA CASA DE BERNARDA ALBA el espectador se encuentra, inopinadamente, enfrentado a su propia imagen objetivada tanto como en los espejos curvos del Callejón del Gato, posiblemente por menos deformada, pero distanciada en el sentido brechtiano del término.
Como dice Laffranque [1987: 33-34, véase también 37], en LA CASA DE BERNARDA ALBA se representa, de cuerpo entero, «todo un pueblo de miradas fijas, rasgos retocados y posturas convencionales, como envejecido por su misma inmovilidad en el tiempo y confundido en un momento dado con el aspecto más exterior de su destino: esos retratos de gran tamaño que la gente de principios de siglo solía colocar en sus salas y habitaciones para recordar acontecimientos familiares y personas ausentes o desaparecidas. Figuras paradas que van reflejando el incesante correr de nuestras propias vidas».
Fotografía o peste, porque —y cedo la palabra a Artaud—:
La peste agarra imágenes que duermen en desorden latente y las lanza de golpe hasta los gestos más extremados; el teatro, como ella, toma los gestos y los lleva hasta sus últimas consecuencias: como la peste teje la cadena entre lo que es y lo que no es, entre la virtualidad de lo posible y lo que existe en la naturaleza materializada. [...] Todos los conflictos que duermen en nosotros nos los restituye con todas sus energías, y da a esas fuerzas nombres que saludamos como símbolos: y entonces ocurre ante nosotros una batalla de símbolos, arrojados los unos contra los otros en un imposible atolladero; porque no puede haber teatro más que a partir del momento en el que comienza realmente lo imposible y en el que la poesía que sucede sobre la escena alimenta y pone al rojo vivo símbolos hechos reales. [...] Si el teatro esencial es como la peste, no es porque sea contagioso, sino porque como la peste es la revelación, el surgir hacia el exterior de un fondo de crueldad latente por el que se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu. [Ibíd: 38, 42].
Posiblemente esta coincidencia de Lorca con su estrictamente contemporáneo Artaud hace que sea, como dice Marichal [1989: 13-25], el que mejor refleja el «monte de odio» que rompe la comunidad humana española; lo logrará precisamente por no ser realista, sino documentalista, es decir, capaz de reflejar con el objetivo de sus ojos el cambio moral que estaba en trance de producirse, el odio que la nueva fe en la vida humana alzaba en los que se mantenían anclados en unas creencias periclitadas. La misma dicotomía, más moral que social, se expone aún con más claridad en la inconclusa Comedia sin título.
EL TEXTO, ESPACIO Y TIEMPO ESCÉNICOS
LA CASA DE BERNARDA ALBA ha llegado a nosotros en dos textos que presentan muy pequeñas diferencias. El primero, el canónico hasta hace pocos años, era el que había utilizado Margarita Xirgu para su estreno, y poco después Guillermo de Torre para la edición de Losada (1945). El apógrafo se ha perdido.
Arturo del Hoyo (1954) había notificado la existencia de un manuscrito autógrafo. En 1981 el buen hacer de Mario Hernández nos lo ofreció en una edición cuasi paleográfica, precedida de un imprescindible prólogo que esclarece muchos aspectos oscuros de la obra. Miguel García Posada (1983), buen conocedor de Lorca y fino lector, usó el mismo manuscrito, aceptó alguna de las correcciones del primer editor e invitó a adoptar algunas distintas; un estudio preliminar ilustra de las posibles fuentes de Lorca.
El manuscrito, fidedigno testimonio de la obra del poeta firmado tan sólo dos meses antes de su muerte, hace que éste tenga que ser considerado como el texto definitivo. No es, a pesar de ello, un texto perfecto, acabado; es sólo el último estado de la obra que se conoce y con él nos hemos de conformar. Tenemos el convencimiento, porque se conocen las costumbres del autor, de que si no hubiese sido asesinado Lorca la hubiese modificado, mejorándola, haciéndola más teatral, corrigiéndola en el tiempo que transcurriría entre su data y el instante en que se levantara el telón en el estreno. La intención de Federico García Lorca era dirigirla con su actriz favorita como protagonista. Lorca, por tanto, se hubiese esmerado en la puesta en escena, y era un director de renombre europeo, que se podía poner a la altura de los mejores, de Gordon Craig, de Stanislavski, de Reinhardt, de Copeau o de Piscator [VI, 681]. Con respecto a otras obras, de menor responsabilidad, sabemos que las modificaba en los ensayos en función de su teatralidad y precisión, para ajustar el ritmo y conseguir el exacto, para evitar tiempos muertos y bajadas de tensión dramática, para lograr los efectos que subrayasen la intención. Cierto que a veces las modificaciones se produjeron por necesidad «alimentaria», por tener que plegarse a las «virtudes específicas» de alguna actriz, a la que le gustaba lucir sus calidades personales, o lucirse con el momento más dramático, poner el punto final a la función, con la última palabra; Lola Membrives, obligando a la varia versión de La zapatera prodigiosa o al final modificado de Bodas de sangre, son ejemplo vivo de lo segundo. De lo primero, las notas al Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín, en la ejemplar edición preparada por Margarita Ucelay sobre los papeles de ensayo del Grupo Teatral Anfistora [Cátedra, Madrid, 1990].
Si, como quería, Lorca hubiera dirigido su obra, y lo hubiese hecho con la compañía de la Xirgu, quien sentía tanto cariño y respeto por el autor y por la literatura, el texto de LA CASA DE BERNARDA ALBA se hubiera afinado en los ensayos, y algunas escenas hubieran crecido en tensión; son los problemas con los que topa el saber teatral de Bardem (1964) cuando monta la obra por primera vez.
Para el lector, al darla a la imprenta, se hubieran explicitado más ampliamente algunas didascalias, muy esquemáticas, que parecen quedar aquí al criterio del director y de los actores; por el contrario, si el propio Lorca las tenía que matizar en los ensayos (véase, una vez más, cómo se opera sobre el texto de Don Perlimplín), mayor detalle hubiera sido ocioso y aun pernicioso, al predisponer el comportamiento de los actores. Si las didascalias fuesen la expresión del resultado final de su experiencia se hubiesen eliminado algunas de las ambigüedades de sentido que, a nuestro parecer, existen en la obra. Muy precisas y elaboradas son, por el contrario, las acotaciones que se refieren al espacio escénico o al ambiente general de la escena; son las que han de servir al decorador, al utillero o al técnico en luminotecnia, que preparan su tarea con cierta independencia del director de escena, pero cuyo trabajo es muy importante porque crean el metatexto necesario para que en él se inscriba la recta interpretación (aceptando el doble sentido de la palabra interpretación) del drama.
Porque los lectores olvidamos con frecuencia que una obra teatral no se realiza hasta que no se alzan del papel las personas evocadas por el autor y se encarnan en unos seres vivos, los actores-personajes, que mantienen entre sí una relación espacial, no sólo dialogada. A su vez, estos seres vivificados tendrán que exponerse desde este espacio diferente, cercano y lejano a un tiempo, que se llama escena a otras gentes que contemplan con actitud diversa lo que sucede ante ellos; es el público, ese monstruo que tanto preocupaba a Lorca; con él, desde la escena y a través de ella, el autor entabla el diálogo segundo.
Al devenir de monólogo conversación, al encarnarse, la poesía se hace humana; entonces ocupa un espacio sólo en parte diseñado en las acotaciones, porque el espacio escénico limita con otros que han de ser dejados a la palabra del actor o a la imaginación del espectador. Y el primer límite es el de la relación escena-sala, que el autor puede querer mantener o, antiaristotélicamente, romper, anulando la distancia y construyendo un espacio único. A su vez, la sala no es más que un lugar, artificialmente limitado, que es muestra de un espacio mayor: la calle, la sociedad, que sólo tangencialmente, como en un espejo, como en el ojo de la cámara, se refleja y reconoce en lo que pasa en el escenario, más aún si se crea una distancia literaria por elección de subcódigo, como sucede en LA CASA DE BERNARDA ALBA. Junto a la distancia espacial, será preciso plantear también la temporal, al poderse crear en escena un tiempo teatral diferente al que siente el espectador.
Por estas razones es impreciso hablar únicamente de un dentro —el escenario— y un fuera —la calle, el pueblo— en esta obra, aunque éstos sean los más patentes. Junto al espacio de la representación, Lorca crea y hace intervenir en el texto un espacio dramático, más complejo.
Al alzarse el telón, ante el espectador se muestra una habitación vacía que cierra el espacio y su visión con unos gruesos muros blancos, permanentes, que, acaso con una iluminación expresionista, en el último acto se matizarán de azul nocturno, porque, como dice Nourissier, «todos los momentos dramáticos de su teatro, sin excepción, se sitúan en la noche» [1955: 143]. Este escenario, idéntico y mudable a lo largo de la pieza, es la presentación de la casa, real protagonista del discurso, opresiva y vacía, equivalente objetivo del espíritu de la familia. En ese decorado se incrustan los personajes, formando parte de él, como defiende la teoría de la fotogenia; cada uno de ellos es muro que coarta la libertad, movimientos y actuación, de los demás. Unos arcos, signo de incomunicación [Anderson, 1988: 194], rompen las gruesas paredes. Son casi entradas de calabozo, puertas que nunca conducen a la calle, siempre a otras habitaciones más adentro, donde no hay salida. Y si en el primer acto se fingen escapes a la fantasía en los cuadros colgados de los paredes, después sólo éstas cierran los caminos imposibles.
Porque la casa, prisión y laberinto, regla y norma impuesta, no deja esperanza a ninguno de los que la habitan. Para esas leyes ajenas e impuestas, como las que obrarán en el teatro del absurdo, no hay solución. Si Vladimiro y Estragón están en un camino, por el que se puede andar, y existe un árbol al que acercarse, aquí no hay ningún Godot al que esperar ni nadie que diga «mañana». En LA CASA no hay más allá de las paredes ni más mañana que este día opresor de verano. Más aún, en el camino de Godot, o en el teatro de Ionesco, las reglas existen sin que las sostenga el hombre, pero aquí dependen de los demás, que no son un infierno al que se llega o en el que se está, como en Huis clos de Sartre, sino la única morada posible.
Cuando se intenta la libertad, moviéndose por el laberinto, sólo se consigue llegar a habitaciones más cerradas, donde se halla la locura —María Josefa— o la muerte —Adela—. Pero ni siquiera éstas son válidas. La locura se ha de ocultar, y más si busca como salida la muerte en lo profundo, oscuro y cerrado de un pozo. La muerte elegida no es válida ni como ejemplo, porque la norma exige que se recubra de mentira, se niegue lo sucedido contra ella, y la vuelve inútil. Se acentúa el absurdo de los actos en búsqueda de la libertad cuando se anuncia que es falso el posible camino alternativo que intenta Adela. Acaso lo más desgarrador del final de la obra sea la huida cobarde de Pepe el Romano, viva e invisible falsificación del amor.
También el tiempo es cerrado. La obra sucede en un verano caluroso que va a cercar, atosigándolos, a los personajes que explicitan el carácter de la casa. La historia comienza al fin de una mañana, presidida por la muerte y el clamor de las campanas, que sonarán a lo largo de la pieza como eco o contrapunto de aquellas primeras, rememorando a la vez el paso del tiempo y su permanencia, como sucede con las leves mutaciones del espacio escénico; son la presencia simbólica de esos ocho larguísimos años inmutables (ocho, para Lorca, quiere decir muchísimos, y aun todos) en que las puertas no van a servir para escapar, ni siquiera para salir al primero de los afueras escénicos —la calle— aparentemente más libre, con que nos encontramos en la obra.
El segundo acto sucede en la siesta, al sonar las tres; el tercero, al anochecer. El tiempo se contrae artificiosamente, para destacar el carácter antiaristotélico de la obra, subrayando la apariencia de la unidad de tiempo y su inanidad, porque esa tarde simbólica, que va de una a otra muerte, no puede estar contenida, sí apresada, en el transcurso real de los hechos. Como en Así que pasen cinco años, se niega el discurrir temporal, como se niega el cambio de lugar aunque se cambie de espacio escénico. Todo es la misma casa y todo es el mismo día e idéntico verano mítico. El tiempo, como la casa, se desrealiza; sólo es marco e indicio. Sobre él también domina Bernarda.
Más allá de la casa, espacio escénico visible, se encuentra el otro espacio teatral, la calle, presente en el discurso. De ella llegan ruidos —recordemos: en todos los actos, un sonido de campanas—. Para los moradores, para Bernarda y las demás mujeres, la calle finge la libertad, figurada en el amor, encarnado en Pepe el Romano, o en su fotografía; también en los irregulares de la mujer adornada de lentejuelas, en la hija de la Librada; y en Evaristo, novio de Poncia, que quiere atravesar las rejas para tentarla, o en el caballo garañón, que cocea las paredes. Pero la calle es causa confesada de la prisión de los personajes, hasta de la propia Bernarda, carcelera y presa. Allí nace el qué dirán, el sistema de reglas de represión que es preciso acatar sin discutirlo, allí reina la falsedad —otra vez Pepe el Romano, simulación del amor—, la crueldad, la miseria y la falta de caridad. Es el territorio de las apariencias. Nadie se escapa de ese comportamiento antinatural dictado por no se sabe quién, acaso por la propia condición estructural de la sociedad: ni Poncia, ni la mendiga, ni mucho menos la que falta a sus leyes, que será lapidada y se pedirá —no sabemos si se acepta la idea— que le creen un infierno físico interior, que su goce se convierta en sufrimiento, porque lo que se prohíbe, esencialmente, es el placer, que equivale al pecado. «Carbón ardiendo en el sitio de su pecado», dirá Bernarda.
Para vivir en esa casa más extensa que es el pueblo, para ser aceptado por las gentes hipócritas, si es necesario se puede llegar hasta al crimen, con tal que quede fuera del qué dirán. «La hija de la Librada, la soltera» tuvo un hijo solo suyo y del amor, sin que importe el hombre («no se sabe con quién»). Es el hecho, su falta, lo que importa a los demás, a esa masa que Lorca llamará «cinturón de espinas» [VI, 481], refiriéndola al pueblo de La zapatera. Cinturón de espinas que en aquella obra, cuando se dice el romance de la talabartera, sirve de intermediario entre el pueblo presente en la escena —el coro del teatro griego o los espectadores de El retablo de las maravillas— y el público de la sala, al que se le ha suprimido explícitamente el tradicional «respetable».
En LA CASA DE BERNARDA ALBA, en que el aislamiento de los actores está moral y estéticamente obligado, no es posible crear intermediarios. El público burgués de la sala se corresponde perfectamente con el portador del qué dirán que obliga a falsos comportamientos. Es la cuarta pared, la que falta en la casa cuando se alza el telón. El público del teatro es partícipe y mantenedor de los mismos valores que encarna Bernarda. No es distinto del público (no pueblo) al que se dirige el autor en los Cristobitas, en la Zapatera; es el mismo que preocupaba y asustaba tanto al poeta en Dragón o el que irrumpe y protagoniza El público, que no puede aceptar el amor como fuerza primordial —el «amor loco»— y termina destrozando con sus propias manos al Romeo y la Julieta de la obra. O el aún más cruel de la Comedia sin título, que, enfrentado con la inanidad de sus valores (como en LA CASA), termina encerrado entre la realidad poética de la calle y la de la escena, tan distintas a su realidad fingida, y se destruye a sí mismo por no aceptar la libertad del hombre y de la conciencia.
Dos «afuera», pues, distintos y coincidentes, simétricos. Uno, el patio de butacas, que representa a la parte de la sociedad que falsea, encadena y oprime; Lorca lo rechaza en su teatro y en su poesía. Se corresponde con el espacio invisible, personificado en el fingido amor del Romano, que huye sin enfrentarse a una muerte teatral, renunciando al amor y a la muerte vitales. A ese mismo afuera quiere negarse el joven de Así que pasen cinco años:
VIEJO.— ¿Qué pasa en la calle?
JOVEN.— Ruido, ruido siempre, polvo, calor, malos olores. Me molesta que las cosas [tachado: «aires»] de la calle entren en mi casa. (Un gemido largo se oye. Pausa) Juan, cierra la ventana. (Un criado sutil que anda sobre las puntas de los pies cierra el ventanal) [ed. Margarita Ucelay, 1995: 198-199].
El otro «afuera», muy distinto, es la calle de la que viene la Zapatera, la que suena en la copla de los segadores o la que busca el marido de Prudencia cuando sale saltando por las tapias del corral, no por la puerta de su casa, que da a la otra calle, la que entra en el teatro en La comedia sin título. Quizá también la que está representada en los cuadros que adornan los muros en el primer decorado, no sé si evocación de lo posible o falsía incrustada en lo falso. Con mayor claridad, es el afuera que estalla en la locura de María Josefa, buscando amor y libertad «en las orillas del mar» (estamos en un pueblo de pozos, ni siquiera de ríos); y acaso también la libertad que Adela encuentra en la muerte, al cerrársele en desesperación las puertas del amor o del sexo.
Así, pues, LA CASA DE BERNARDA ALBA se apoya éticamente en la conversión en drama, con personajes concretos, de la erosión de unos valores fosilizados que no se dejan sustituir por otros, válidos para el hombre nuevo que lentamente va cuajando. El hecho recuerda las románticas palabras del relator del avatar de otra casa —edificio, familia y estructura moral— que se va desgastando lentamente hasta que, de pronto, se deshace; el personaje-narrador que cuenta La caída de la casa Usher dice: «No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra».
Valores, erosión y mantenimiento que no son privativos de los personajes que salen a escena, sino del público burgués que presencia la obra, y que —como en el llamado teatro del absurdo— conforma y justifica los comportamientos de los actores. Unas relaciones entre los personajes —actores y miembros de la sociedad— cimentadas en la apariencia, la voluntad de dominio y la crueldad.
Lorca coloca en la vitrina del escenario a la riqueza relativa o su apariencia como fuente de poder, a la tiranía y el odio como sustitutos de los lazos familiares, a la conveniencia social y el terror como sucedáneos del amor y del erotismo, al pertenecer a un grupo que se reconoce frente a los demás —los de afuera— y se acota desde la impiedad, por la falta de caridad, como superior a cualquier otro; en definitiva, al poder tiránico como sustituto válido del principio de autoridad merecido, a la absurda razón del mantenimiento a ultranza de unas normas inhumanas e incomprensibles. Personas o personajes que sustituyen el pensar y el sentir por prejuicios, o, mejor, por pasiones y, de aquí, teatro antipsicológico, como el que quería Valle-Inclán. Temas que se entrecruzan y que son atacados por el poeta con dureza, con tanta severidad como podría hacerlo el grupo surrealista, aunque más disimuladamente, acaso por la necesidad moral —también comercial— de hacer un teatro representable, que no rechace el público: un teatro con argumento, como el que —lo hemos dicho más arriba— preconizaba Antonin Artaud.
Pero muy cercano, salvo en el lenguaje, del «teatro bajo la arena». Surrealista, pues, aunque, salvo en algunos leves momentos, se aleje del sistema expresivo con el que frecuentemente se ha confundido el movimiento. Lorca ve, coincidiendo otra vez con el hereje Artaud, su carácter ético frente a la accidentalidad del onirismo, de la palabra en libertad y de la expresión del inconsciente.
La moral viva, antiburguesa y antitradicional, el ataque a la estructura en que se apoya el grupo social dominante, se puede construir sobre un argumento consistente. Buñuel —vuelvo al amigo que intentó por dos veces llevar BERNARDA al cine— molestará a las clases dominantes con La edad de oro (cargada, como El perro andaluz y LA CASA DE BERNARDA ALBA, de erotismo malogrado y crueldad) o con Tierra sin pan, improyectable durante años. Pero resultará aún más revolucionariamente activo, y más corrosivo, con Los olvidados, con Nazarín, con Viridiana o con El ángel exterminador, otra obra de encerrados que ven desmoronarse su sistema de existencia. En todas estas películas las tramas son perfectamente fabulables, al menos en apariencia, y por ello pueden ser aceptadas, aunque sea a regañadientes, por el público al que se implica. A este mismo sentir y a este mismo realizar se adelanta Federico García Lorca con su teatro.
JOAQUÍN FORRADELLAS