Los etruscos aparecieron en la península Itálica alrededor del año 900 a. C. No formaban parte de ninguno de los pueblos indoeuropeos que habían llegado con las grandes migraciones que tuvieron lugar hacia el año 1000; no eran latinos, ni oscos, ni formaban parte de las tribus ilirias que habían viajado desde el Danubio, de los territorios colindantes con Tracia. De hecho, no hablaban una lengua indoeuropea. Tradicionalmente se ha creído que, en consonancia con el relato de Virgilio, y siguiendo las consideraciones de Heródoto, provenían del Asia Menor. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, los arqueólogos estudian la posibilidad de que los etruscos fueran un pueblo autóctono de la región, que, al entrar en contacto con los llegados, los cuales habían llevado hasta Italia el hierro y el dominio del caballo, experimentaron un claro avance cultural y tecnológico; esta tesis ya fue expuesta por Dionisio de Halicarnaso. Dominaron la zona entre los ríos Tíber y Aaron, por el sur llegaron a la Campania, donde entraron en contacto con las colonias griegas, y alcanzaron las costas de Córcega y Cerdeña. Establecieron diversas confederaciones urbanas en las que, si bien eran gobernadas por reyes, tenían gran poder la nobleza oligárquica y los sacerdotes, intérpretes de la voluntad de los dioses mediante el análisis de las vísceras de los animales.
Bebían vino, de eso no hay duda, y cultivaban la vid, aunque pensamos que adquirieron tal costumbre por contacto con las colonias griegas del sur. Se han encontrado ánforas etruscas datadas en el año 600 a. C. cerradas con tapón de corcho, siendo las más antiguas encontradas con dicho material hasta la fecha. Es nuestra opinión utilizaban vides autóctonas. Fue el contacto con las colonias griegas del sur el que les dio una nueva visión de las posibilidades comerciales del vino. Su comercio se extendió por todo el norte de la península y más allá de los Alpes, llegando el caldo etrusco hasta la Galia.
Como ya hemos reseñado, a partir el año 753 a. C., año de la fundación de Roma, es decir, de la unión de sabinos y latinos en una liga que abarcaba los siete montes, liga de clara influencia etrusca —incluso Ruma es el nombre de un linaje etrusco—, la competencia por el dominio de Italia y, sobre todo, por las rutas comerciales, llevó a ambos pueblos a una serie de guerras en las que cualquier alianza era posible. Tales alianzas e influjos tuvieron su correlato en el vino que los romanos comenzaron a fabricar y a beber. Griego era el vino que bebían, pues de los griegos tomaron los usos en cuanto a su fabricación y mezcla, como griega fue en un primer momento la manera de beberlo.
De sus otros competidores en el Mediterráneo, los cartagineses, tomaron el tratado de agricultura más antiguo del que tenemos noticia, el de Magón, o Mago, escrito alrededor del año 500 a. C. Constaba de veintiocho libros, aunque ninguno de sus textos ha llegado hasta nosotros. Sabemos que fue traducido al latín y al griego tras la destrucción de Cartago, en el 146 a. C., y fue de las pocas muestras de la cultura cartaginesa que los romanos tuvieron a bien conservar. Los grandes tratadistas latinos, Plinio, Varrón, Columela, de los que hablaremos más adelante, se apoyaron en los conocimientos del cartaginés. De las pocas afirmaciones que sabemos suyas, quizá la más peculiar sea aquella en que recomienda acabar con las pequeñas explotaciones, apostando por los latifundios como medio óptimo para rentabilizar los cultivos. Si fue por seguir los consejos del sabio, o por otras razones no tan nobles, el caso es que, según Plinio, en tiempo de Nerón tan sólo seis propietarios se repartían el terreno del norte de África dedicado a la viticultura.
Más de trescientas cosechas hubieron de recogerse hasta que fue escrito el primer tratado sobre agricultura que ha llegado hasta nosotros. Lo escribió Catón el Censor, también llamado el Viejo, que vivió entre los años 234 y 149 a. C. Su lectura no sólo da cuenta del tiempo transcurrido y de lo mucho aprendido desde los consejos del cartaginés, o desde los versos didácticos de Hesíodo, sino del cambio de actitud del viticultor. Ya no se dirige al campesino que negocia con los pocos excedentes de su huerto, sino al negociante, al productor de vino al por mayor. No es un simple tratado de botánica o de técnica artesana, es un completísimo estudio de economía agraria. En él, por ejemplo, se aconseja, a la hora de iniciarse en la agricultura, preferir el viñedo o el olivo, por ser los cultivos más rentables, siempre y cuando sean los terrenos bien explotados. La extensión de ese viñedo ideal sería de cien yugadas —una yugada es una medida agrícola romana definida como la tierra que puede arar un hombre con un yugo de bueyes en una jornada; según las fuentes, se correspondería a unos 2.700 metros cuadrados o a media hectárea—. En ellos han de plantarse las diversas variedades de vid según la disposición del terreno. Detalla el material y el personal que tal viñedo precisaría, los instrumentos de trabajo y cómo han de ser las instalaciones para la obtención del vino, bastante similares, por cierto, a las de cualquier bodega de las que hoy denominamos «artesanas»: lagares poco profundos, prensas en las que se obtiene la presión mediante juegos de vigas y cabestrantes, y esteros de cuerda enrollada para sujetar los racimos en la prensa. El mosto ya no se deja fermentar en ánforas, sino que se guarda en los dolia. El dolium es una gran tinaja enterada hasta el cuello en el suelo, con lo que se facilita el control de la temperatura y, por tanto, la fermentación. Recomendaba Catón obtener el vino para los esclavos mezclando agua con los restos del prensado, y afirmaba que lo conveniente era disponer de siete ánforas por año para cada esclavo, más, hasta diez, para los que trabajasen encadenados.
Varrón (113-27 a. C.) escribió Res Rusticae, libro deudor, sin duda, del de Catón, más somero en el recuento de lo relacionado con la viticultura, pero del que podemos extraer algunos datos relevantes acerca de la economía del vino en Roma. Varrón llama la atención sobre el hecho, evidente en muchos casos, como veremos a continuación, de que la vid podía llegar a ser un negocio ruinoso para el empresario que a ella se atreviera, y dedica sus páginas a buscar el modo de aumentar la rentabilidad de los viñedos. Obviamente, señala Varrón, el método más barato para plantar cepas es hacerlo en vid libre, pero señala maneras de dirigir el crecimiento que considera óptimos: las estacas, las cuerdas, los mimbres y las cañas, estructuras portantes que adecuan su coste a un mayor rendimiento. Aconseja que los portantes protejan los racimos por el norte, lo que daría lugar a uvas más maduras, al estar orientadas hacia el sur y, por tanto, hacia el sol. Distingue los diversos tipos de uva y los vinos que de éstas se obtienen, destacando aquellos vinos que mejoran al envejecer de aquellos que han de beberse en el mismo año.
Unos años antes que Varrón, el gaditano Lucio Columela había escrito De re rustica (c. 65 a. C.), tratado más prolífico que el de Varrón, pero, a decir de los expertos, excesivamente optimista en cuanto a los resultados económicos de los viñedos. Columela era bastante explícito en cuanto a la adecuación entre el terreno y la variedad de vid que en él se vaya a plantar: mejor la cepa que soporte bien las nieblas para los llanos; para las laderas, las que resistan el viento; las más frágiles, en los terrenos fértiles; las de hollejo grueso y muchas pepitas en los suelos húmedos. Mejor orientar los viñedos al este en las regiones cálidas, plantar los esquejes en zanjas y permitir que a las cepas de más de tres años les crezcan dos brazos, que han de ser podados con regularidad.
Quizá las aportaciones más significativas y peculiares del libro de Columela sean las referidas a la determinación del grado de madurez de las uvas, no probándolas, sino contrastando el color de sus pepitas, así como las exhaustivas indicaciones acerca de la limpieza a lo largo de todo el proceso de fabricación del vino, recomendando fumigar las bodegas antes de la recolección. Pero lo que más nos agrada de la lectura de este viejo tratado es su parecer contrario a la cocción del vino o la adición de cualquier tipo de conservante pues es el mejor vino «aquel que nos deleita con su calidad natural».
Roma era ya la potencia hegemónica en el Mediterráneo en el siglo II a. C., y continuaría su expansión por Oriente y por Europa. El gusto de los romanos se ampliaba a media que lo hacían los territorios conquistados, y la ciudad recibía mercancías de todos los rincones del mundo conocido. En el año 171 a. C. se abrió la primera panadería comercial en Roma, dato significativo, si se quiere, que indica la transición de la vida virtuosa del ciudadano romano a un estilo lujoso más acorde con la riqueza que destilaban las siete colinas. Gustaba el vino al estilo griego, rebajado con agua y aromatizado de todas las maneras imaginables, y algunas inimaginables, desde el secado de la uva al sol, o la técnica cretense de retorcer los pedúnculos de los racimos para que no llegase la savia a la uva, acciones que pretendían «tan sólo» aumentar el dulzor del mosto, a diversos procesos y aditamentos con los que se lograban sabores que hoy día apenas podemos aceptar
Era normal cocer el vino para reducirlo, obteniendo tres variedades distintas: sapa, reducido a dos tercios de su volumen original; defrutum, cocido hasta quedar reducido a la mitad, y carenum, vino reducido a un tercio. Otra opción, quizá la más aceptada por los bebedores romanos, era la adición de sustancias, desde la miel, de cuya mezcla con el vino, en una proporción de un kilo de miel por cada cuatro litros, se obtenía el mulsum, bebida que podrá imaginar cualquiera que se haya curado un catarro con remedios caseros, y que los romanos gustaban de tomar en la gustatio, lo que hoy llamamos aperitivo. Para enmendar el sabor de los vinos de baja calidad acudían al semper mustum, mosto cuya fermentación se evitaba sumergiendo en agua fría las ánforas en que se guardaba. Otras opciones eran el añadido de infusiones al cocerlo, la maceración con hierbas, especias o resina, el añadido de pimienta o menta, o el de pétalos de flores, especialmente rosas y violetas. Los vinos de baja calidad, aquellos que debían consumirse inmediatamente, eran sometidos a oxidación mediante cambios bruscos de temperatura. También se podían someter al fumarium, estancia en la que eran ahumados para, además de obtener tal sabor, aclarar su color y aumentar su acidez. Plinio hizo notar que el movimiento de los barcos durante el transporte mejoraba ciertos vinos. En el siglo I de nuestra era, Apicio, hombre rico, amante de las fiestas y, a todas luces, extravagante, publicó su recetario De re Coquinaria, en el que proponía el siguiente aderezo: resina, pimienta molida, azafrán, malobrate y dátiles asados en una reducción de vino con miel. No en vano se argumenta que Apicio pudo servir a Petronio para el excesivo personaje de Trimalción en el Satiricón. A pesar de que hasta al más empalagoso de los paladares le pueda resultar chocante, bebedizos como éste tuvieron gran éxito entre los romanos, que gustaban de viajar con frascos de estos conditi para mejorar el sabor de los extraños vinos que se les pudiera servir.
Al mismo tiempo que estas mezclas que consideramos hoy, en general, alocadas, alcanzaban su paroxismo, los romanos se preocupaban por las variedades de uva, las clasificaban, recomendaban unas u otras, según hemos apuntado, por su idoneidad para los distintos suelos. Entre las variedades más apreciadas por los romanos estaban la uva de cepa nomenciana, de madera roja, y la apiana, variedades autóctonas de Italia cuya principal característica, si atendemos a Plinio, era su resistencia al clima adverso, lo que habla de la adaptación de las cepas a los rigores del tiempo del norte, donde la expansión de roma había llevado sus viñas. El mismo sabio menciona una cepa a la que denomina «carbónica», que había visto en el sur de la Galia, que se caracterizaba por florecer en un día, lo que hacía su cultivo mucho más seguro; el nombre indicaría la composición del suelo más idónea para su crecimiento. Plinio describe dos clases de vino de Alba; el uno suave y el otro acerbo del mismo modo que el famoso falerno, según Ateneo. Incluso los vinos espumosos eran muy conocidos de los antiguos: para convencerse de ello basta recordar el siguiente pasaje de Virgilio:
tile impinger hausit.
Spumantem paleram.
Si hay que destacar una uva de entre todas las que surtieron las bodegas romanas, sería la uva amínea, cualquiera de sus cinco variedades. Se cree que era originaria de las islas griegas de Chios o Tasos, aunque habría sido tan temprano su arraigo que los romanos las tenían por propias; somos conscientes de que estos datos apoyan cualquiera de las tesis que sobre el origen del vino en Italia se han desarrollado. De entre las amíneas, la favorita de los viticultores era la llamada gemina, por crecer sus racimos de forma geminada. Los expertos romanos introdujeron el concepto de «primer cultivo», lo que hoy llamamos grand crû, esos vinos excepcionales que sirven como paradigma y medida de comparación. Los vinos de uva amínea eran considerados los de «primer cultivo» por excelencia. De entre todos, el falerno —llamado así porque era de la región de Falerna— era la joya de los vinos romanos. Provenía de la Campania, al sur de Roma, y era vino blanco, dulce, en cuya fermentación sería, seguramente, sometido a calor, como se hace hoy, por ejemplo, con los vinos de Madeira. Era el modelo máximo de los vinos de crianza, a los que el envejecimiento no hace si no mejorar. Entre todos los falernos que vieron el sol, ninguno tan especial como el del año 121 a. C., en el que ejercía el poder el cónsul Opimio, por lo que fue llamado «opimiano». Fue tal su fama que aún en el siglo I d. C. Petronio lo recordaba en su Satiricón, siendo el vino que el nuevo rico Trimalción sirve a los invitados a su extravagante cena. Hemos de comentar que, al decir de los expertos, Petronio dio pistas suficientes para que averigüemos que aquel vino era una mera falsificación, error que encajaba perfectamente en tan ridículo personaje. En tiempos de augusto, el falerno se bebía disuelto en agua caliente.
Otros vinos apreciados en Roma eran los de la costa adriática, Aquilea, en el Véneto, Liguria, vino que se mezclaba con brea, Umbría, Emilia o Retia; no hay referencias especiales a la Toscana, zona muy boscosa en la época, en la que el cultivo del viñedo no pasó de un papel secundario. Estrabón, en su Geografía, hace referencia a algunos vinos destacados en la época: los de Asia Menor y las islas del Egeo eran de los mejor considerados de la época; por él sabemos que el vino de Mareotis, en el delta del Nilo, del que ya hemos hablado, era aún de calidad excelente; Hispania exportaba gran cantidad de vino, especialmente de la Turdetania (Cádiz), pero también en razón del vigor alcohólico y también por la comodidad del puerto de Tarragona, de las zonas del entorno. Libia también era una gran productora de vino, aunque de baja calidad; entre los vinos italianos, junto al falerno, Estrabón destaca el estatoniense y el caleno.
Roma conquistaba el mundo y el vino conquistaba Roma. Su consumo se generalizó y se extendió a todas las capas sociales. Se tomaba en las tres comidas del día, en el convivium, continuación de la costumbre griega del simposio, y en las tabernas, negocio en permanente auge. En el siglo I a. C., el centro de distribución de vino era Pompeya, en cuyo puerto se habían establecido los principales comerciantes, llegando a él todas las cosechas del Mediterráneo; en las ruinas de la ciudad se han identificado más de doscientas tabernas, y el movimiento económico que el vino generaba ha hecho que Pompeya sea comparada con la actual Burdeos. Cuando la ciudad fue destruida por la erupción del Vesubio, en el año 79 a. C., se produjo un encarecimiento del precio del vino, lo que dio lugar a su vez a la replantación de viñedos y en consecuencia exceso de producción, especialmente en los alrededores de Roma. Sin embargo, no tenemos noticias de problemas con excedentes en ningún momento de la historia romana. Por el contrario, la primacía del viñedo sobre cualquier otro cultivo se mantuvo durante casi un siglo, hasta que en el año 92 de nuestra era el emperador Domiciano promulgó un edicto prohibiendo plantar vides en Italia y también el cultivo de la uva en las ciudades, medida que afectaba a los pequeños viñedos con que se surtían las tabernas, y ordenando arrancar la mitad de las cepas existentes en las provincias del Imperio. Esta medida buscaba remediar dos situaciones que comprometían la prosperidad de la urbe; por un lado, pretendían recortar la competencia que las provincias suponían, competencia en la que llevaban clara ventaja; por otro, trataban de forzar el cultivo de maíz y cereales, pues la escasez de grano hacía peligrar el abastecimiento de los ejércitos. Antes, la importación de vino desde las provincias se había reorganizado, y ya en el año 68 d. C. tenemos noticias de un Portus vinarius en Roma, así como de la construcción de numerosas bodegas (cellae vinariae) a lo largo del Tíber. En el siglo II existían dos gremios de comerciantes de vino debidamente organizados cuyo origen está en el puerto de Ostia: los negotiatores fori vinarii y los corpus splendidissimum importantium et negotiatium vinariorum. Otros gremios de vinateros se habían formado en las principales ciudades del Imperio; de ellos, el más importante era el de Lyon. La Galia se había convertido en uno de los principales mercados de vino de Roma. Sabemos que la vid se plantaba en el sur, en la zona de Massilia desde el siglo VI a. C., en los establecimientos comerciales griegos de la zona, aunque parece claro que casi todo el vino que se bebía provenía de la Magna Grecia, el sur heleno de Italia. Dos sucesos, muy separados en el tiempo, resultan claves para el desarrollo de la viticultura en la Galia: la conquista de Hispania, culminada en el 133 a. C., lo que significó un considerable aumento del volumen de vino que llegaba a Italia, y la conquista de la Galia por Julio César, entre los años 58 y 22 a. C., lo que permitió abrir nuevos terrenos para el cultivo, empezando por la provincia Narbonense. El cultivo se volvía imprescindible por los desaforados gastos que suponía el transporte por tierra de las vasijas; sin embargo, las cepas italianas no eran idóneas para el clima más frío del interior del continente, por lo que se adaptaron variedades nuevas, la bitúrica, antecedente de la uva cabernet, quizá originaria de Hispania, concretamente de la cuenca del Ebro y que arraigó en tierras bordelesas, y la allobrogica, uva autóctona de la zona de Lyon. Antes, el comercio de vino italiano en la Galia había sido un negocio floreciente, sobre todo para los romanos, que canjeaban un ánfora de vino por un esclavo. Diversos cambios sociales en Italia, desde una nueva jerarquización social, incluso la saturación de mano de obra esclava para las necesidades de la ciudad, y otros económicos, que ya hemos bosquejado, principalmente la absorción por el mercado interior del vino italiano o la competencia del vino de Hispania, aunaron aún más el desarrollo de una viticultura autóctona. En los tres primeros siglos de nuestro calendario, la producción de vino se generalizó por toda la Galia; hay pruebas documentales de una industria vitícola arraigada en la Borgoña desde el año 312 d. C., en el 370, el vino romano había llegado a la región de Mosela, y en el siglo V, a la desembocadura del Loira. Cuatro siglos antes el vino había cruzado el Canal de la Mancha con las legiones romanas, extendiéndose su consumo, aunque no su cultivo.
El vino galo trajo consigo un cambio en los gustos; a medida que llegaban a Roma vinos del norte, comenzaron a preferirse vinos más diluidos, con más aroma. En el siglo II, Galeno recomendaba los vinos secos y ligeros, más apropiados para la salud. Los grandes vinos habían perdido su calidad en aras de una producción masificada; el falerno fue sustituido por los vinos sabinos y tibertinos como primeros cultivos, también por el vino setinum, todos ellos vinos blancos. Tras su esplendor, el vino de Roma corrió una suerte pareja a la del Imperio que lo había bebido. Empezaba para él un tiempo oscuro y, a la vez, fascinante.