Grecia: nace la cultura vinícola

Para cualquier lector de nuestro tiempo, el vino antiguo puede aparecer a los ojos actuales como una bebida con muchas carencias, encerrado en la oscuridad de la mitología, de vinos pobres y mediocres y que en nada tiene que ver con el vino actual. Si la condición humana no ha cambiado, tampoco nuestros antepasados eran muy diferentes a la hora de valorar la calidad de los vinos. Todos los tratados de enología desde Grecia hasta nuestros días contienen las mismas pautas. Los importantes cambios técnicos en el cultivo y en la elaboración de los vinos que se han producido en los últimos cien años, nos hacen pensar que en la antigüedad eran, enológicamente, analfabetos. Sin embargo, analizando los progresos actuales sólo han podido superar a los del pasado en mejorar el trabajo del hombre. Los avances producidos en esta materia desde sus orígenes se han debido a una tecnología más depurada que permiten menores riesgos y más comodidad en la producción vitivinícola y estar menos a merced de los vaivenes del clima. En cambio en la concepción de la calidad la civilización grecorromana lo tenía tan claro como hoy.

Los griegos pusieron mucho empeño en las artes de mejorar y conservar los vinos. Ya entonces sabían separar el mosto de yema que se extrae de la uva sin pisar y pisándola que, según cita el abate Rozier en el siglo XVIII, aparece en el tratado Protopony duterinn. Lo que en tiempos de los romanos se llamaría vinum primarium, lo que hoy es el vino de yema o sangrado y vinum secundarium, el vino de prensa. Además, desde el punto de vista médico, tanto Aristóteles como Galeno, pusieron mucho énfasis en la preparación y en las virtudes saludables del vino.

Hacia el año 1200 a. C., un brusco cambio de clima que afectó a Europa obligó a los pueblos del norte de la Hélade a emprender una gran migración hacia el sur, hasta las islas del Egeo, la península del Peloponeso y las costas de Frigia y Lidia en el Asia Menor. El desplazamiento masivo de dorios, beocios, tesalios y tracios desembocó en invasión cuya víctima fue la sociedad micénica que durante cinco siglos se había desarrollado en el territorio helénico. Al fin y al cabo, los invasores emplearon sus armas de hierro contra los resistentes, que sólo podían oponer el bronce, mucho más débil, y los caballos que habían aprendido a montar, siendo capaces de movimientos más veloces y destructores que los de los carros de combate micenios. En torno al año 1150 a. C., las grandes fortalezas micénicas (Micenas, Tirinto, Pilos, Atenas) habían sido destruidas, así como su orden social, de carácter feudal, en la que los agricultores y ganaderos mantienen una relación servil con las clases dominantes que forman los guerreros; un orden en el que los artesanos ejercen su trabajo de modo exclusivo y especializado: forjadores de bronce, carpinteros, constructores de naves, alfareros..., la vida económica, que tanto se había desarrollado y que había sido capaz de establecer comercio con todo el Egeo hasta Creta, con Sicilia, con la península Itálica, y de crear colonias en Asia Menor, quedó reducida a una agricultura que iba poco más allá de la mera subsistencia, con cabañas ganaderas drásticamente reducidas, a excepción de los rebaños propiedad de los conquistadores, los señores guerreros que se habían convertido en los grandes terratenientes. Fue un tiempo de penuria y desorden, de alta mortalidad y bruscos descensos de la natalidad, de ruina. Al rededor de las antiguas fortalezas micénicas surgieron núcleos de población formados por los campesinos que huían del desamparo y la pobreza. Sus nuevos señores, los nobles guerreros que habían dejado el ejercicio de la milicia y detentaban su poder amparados en la extensión y riqueza de sus propiedades ejercían su autoridad lejos de los usos monárquicos micénicos. Durante dos siglos, la pugna por el poder entre los latifundistas y un nuevo estamento de nobles que se apoyaba en comerciantes y artesanos, propició la aparición de los tiranos, llamados a gobernar en nombre de las cada vez más complejas relaciones económicas y sociales para las que los señores de la tierra no tenían respuestas. Los tiranos no podían dar la espalda a su base social, de cuya prosperidad y desarrollo de pendía el de toda la población. La institucionalización de la esclavitud propició que los ciudadanos pudieran dedicar su principal esfuerzo a la política. Los núcleos de población surgidos como refugios se habían transformado en polis, ciudades-estado independientes, libres y autárquicas; sus habitantes se llamaban a sí mismos polités, ciudadanos, y a su forma de gobierno, democracia.

De aquel tiempo oscuro surgió el mundo tal y como lo conocemos, dando lugar a un período de esplendor cultural, científico e intelectual del que somos hoy, hijos directos. Apareció también un nuevo vino, y una ritual para beberlo que sigue siendo, en lo principal, el nuestro.

LITERATURA MITOLÓGICA

Tenemos constancia escrita de la familiaridad de los griegos con el vino desde el siglo VIII a. C. Homero, el padre de todos los escritores hasta el presente, lo cita muy a menudo en sus dos grandes composiciones y, del mismo modo que los críticos distinguen la Ilíada como el gran poema épico, cumbre de una tradición literaria, mientras que la Odisea rebasa los límites de su género y se adentra en terrenos no explorados por la poesía hasta aquel momento, nosotros, modestamente, podemos afirmar que en el poema que canta la cólera de Aquiles está el vino antiguo, mientras que en el que narra el regreso a su casa de Odiseo, está el vino nuevo. En efecto, en la Ilíada la presencia del vino está prácticamente restringida a su uso ritual en libaciones, como parte de las ofrendas a los dioses; así, en el sacrificio que Odiseo y Crises realizan para agradar a Apolo, disponen la carne de las reses degolladas para asarlas «sobre unos leños, mientras vertía el rutilante vino». También en el lado troyano se agradaba a los dioses; Hécuba ofrece a su hijo Héctor vino «dulce como la miel», para ofrecer una libación a Zeus, y para beber él mismo, ya que el vino «aumenta el vigor al hombre que está exhausto por la fatiga», aunque Héctor lo rechaza puesto que el vino «dulce para las mentes», pues beberlo puede relajar su furia, y, por otro lado, no está limpio, y los sacrificios hechos sin la debida limpieza desagradan a los dioses. Aquiles tiene el mismo cuidado; purifica con azufre la copa que guarda para hacer libaciones tan sólo a Zeus y de la que tan sólo bebe él.

Aunque quizá el fragmento más curioso que encontramos en el poema homérico es la descripción de la bebida que Néstor recibe a su regreso del combate, preparada para que reponga sus fuerzas «a base de vino pramnio. Encima ralló queso de cabra con un broncíneo rallador, luego roció blanca harina y cuando terminó de preparar la mezcla, los animó a beber».

No pasaremos por alto el fragmento que prácticamente todos los estudiosos destacan al tratar el asunto: la descripción del escudo de Aquiles, en el que está grabado una escena de vendimia:

Representó también una viña muy cargada de uvas,

bella, Áurea de la que pendían bellos racimos

y que de un extremo a otro sostenían argénteas horquillas

[...]

Doncellas y mozos, llenos de joviales sentimientos

transportaban el fruto, dulce como miel, en trenzadas cestas.

Aunque consideramos que su importancia como testimonio es escasa si lo comparamos con los reseñados y con otros que elucidaremos a continuación.

En la Odisea aparece escrita la modernidad del vino. Ya es bebida en los banquetes, como el inacabable de los pretendientes, o aquel en que Odiseo cuenta a Alcínoo sus aventuras con los cícones, los lotófagos y los cíclopes mientras «un escanciador trae y lleva vino que ha sacado de las cráteras y lo escancia en copas». Parte principal de estas aventuras es el ardid con el que engaña al cíclope Polifemo, que no es otro que emborracharlo invitándole a beber «un negro, agradable vino que me había dado Marón, hijo de Evanto, sacerdote de Apolo protector de Ismaro [...] no mezclado (Marón) [...] llenaba una copa y vertía veinte bebidas de agua». Ismaro estaba en Tracia, al norte de la península Helena, y sabemos de la fama de su vino. Por supuesto, Odiseo hizo beber al cíclope el vino sin rebajar, por lo que a la tercera copa, cayó dormido y pudo Odiseo escapar tras cegar al monstruo. Entre otras muchas alusiones, rescatamos la de la viña de Laertes, padre de Ulises, de la que nos dice Homero que tenía cincuenta surcos, cada uno con una variedad de vid plantada. Vemos, pues, que ya se distinguía el vino por su origen y que se tenía en cuenta la uva de la que se extraía el mosto; que se rebajaba con agua, o se aderezaba con otras sustancias, y que, si bien se mantenían los rituales de ofrenda a los dioses, el vino había pasado a ser ya parte de la dieta habitual, aunque más adelante veremos en qué condiciones.

El segundo testimonio que podemos destacar como «canónico» respecto al vino griego, está en el poema de Hesíodo Trabajos y días, también del siglo VIII a. C.; Hesíodo fue hijo de un agricultor de la mísera aldea de Ascra, en Beocia, en la que se había instalado tras probar fortuna como comerciante en Asia Menor. Él mismo fue agricultor y ganadero aparte de aedo, y dice la leyenda que derrotó al mismo Homero en unos juegos funerarios celebrados en Calcis. Escribió este poema, a medio camino entre lo didáctico y lo moral, como una reivindicación del trabajo y del derecho frente al dominio de la fuerza y el abuso, tras pleitear con su hermano Perses por la poca herencia paterna. Los versos en que da sus consejos para la vendimia resultan esclarecedores:

Cuando Orión y Sirio lleguen al centro del cielo (final del verano) y Aurora de rosáceos dedos vea a Arturo, entonces, Perses, corta y lleva a casa todos los racimos, exponlos al sol durante diez días y diez noches, durante cinco cúbrelos de sombra y al sexto vierte en recipientes los dones de Dioniso, dador de alegría.

Como en el caso de Hesíodo, los agricultores griegos explotarían pequeñas propiedades de las que buscarían extraer su sustento; tan sólo la paulatina conformación de la sociedad en torno a las polis, y, como ya hemos dicho, la institucionalización de la esclavitud, llevaron a practicar una agricultura para el comercio. Lo que queremos decir es que la vid estaba presente en todos los estratos sociales, incluso en los más bajos. Junto con el olivo, en palabras de Tucídides, fue la base de la cultura griega. Ambas plantas eran las más habituales en terrenos como Ática o las islas del Egeo, de poca vegetación y batidos por el viento. La uva no es propiedad de los sacerdotes o de los señores, sino de los campesinos. Pensemos que el antes mencionado Laertes, padre de Odiseo, rey de Ítaca, no sólo posee un viñedo, sino que él mismo lo trabaja y repara sus muros, que es la labor que realiza cuando aparece ante él su hijo, tras veinte años de ausencia. Es seguro que la costumbre de rebajar el vino con agua, preferentemente agua de mar, en una proporción de uno a veinte, tuviera como razón el aumentar el volumen de una bebida cara de obtener. Otro motivo era el de poder alargar la velada sin caer en excesos. Beber el vino puro se consideraba costumbre salvaje, «beber a la escita», se decía, pues era fama que dicho pueblo, no muy refinado, bebía el vino de semejante forma.

LOS DIOSES DEL VINO

Tardíamente, los griegos incorporaron a su panteón a un dios venido del este, de Tracia o de Frigia; sus símbolos eran la vid, la hiedra, la higuera, la piel de zorro, la piña, la granada...; su Corte la formaban sátiros y silenos. Era el dios de lo salvaje y, al mismo tiempo legislador y promotor de la civilización; dios del vino, protector de la agricultura y del teatro: Dioniso. También conocido como Baco nombre con el que fue asimilado en la mitología romana —una de las razones que apoyan el origen tracio de los etruscos—, anulando y confundiéndose con el antiguo dios itálico Liber Pater. Muchos investigadores creen que Dioniso es un sincretismo de una deidad griega local de la naturaleza y un dios más poderoso de Tracia o Frigia como Sabacio.

Los griegos tomaron prestada la figura de Dioniso y la incorporaron al Olimpo como hijo de Zeus y Sémele, hija de Cadmo, rey de Tebas, aunque otras versiones afirman que era hijo de Zeus y Perséfone, diosa de la muerte. Según la leyenda griega, Dioniso fue devorado por los titanes, que aspiraban a conseguir así una parte de su divinidad, pero su madre consiguió rescatar su corazón y hacerlo renacer, con lo que la imagen del dios queda emparentada con la de Osiris, también muerto y renacido, y, evidentemente, con la posterior religión cristiana, también en la correspondencia simbólica entre el vino y la sangre. En Delfos, el templo consagrado a Apolo acogía a Dioniso entre los meses de diciembre y febrero. El culto al nuevo dios era mistérico, al modo de los ritos órficos practicados en Eleusis. Uno de tales ritos era la procesión que al monte Parnaso, cercano a Delfos, y, posteriormente, cuando el culto al nuevo dios se extendió por toda Grecia, a cualquier monte cercano a la polis, de las mujeres, sin distinción de edad o condición (tan sólo las madres de niños pequeños quedaban al margen), despreciando las inclemencias del tiempo (hay bastantes testimonios de mujeres congeladas). Durante dos días, guiadas las más jóvenes por las mayores, bebían vino sin ningún control, seguramente acompañado por otras sustancias alucinógenas. Pretendían conseguir el entusiasmo, palabra cuyo significado etimológico es «ser llevado por el dios». No faltaban las relaciones lésbicas, y algunos rituales salvajes como el despedazamiento de animales salvajes cuya carne cruda devoraban a continuación, en conmemoración de la muerte del dios a manos de los titanes. Eran las ménades, también llamadas bacantes. Se supone que Orfeo, el músico y aedo, fue descuartizado por un grupo de estas mujeres, que, en su arrebato, lo confundieron con una fiera. Idéntica suerte corre Penteo, rey de Tebas, en Bacantes, la obra de Eurípides en la que se representa la llegada del nuevo dios a tierras griegas.

A Dioniso se consagraba otra fiesta, ésta pública y desposeída de misterio, la Anthesteria, el Festival de las Flores. Tenía lugar a finales de febrero y celebraba la apertura de las vasijas fermentadas. Era ocasión para la borrachera pública y tenía más de feria que de acto religioso. En Atenas se celebraban las Grandes Dionisíacas en marzo, asimilando ritos asirios asociados al equinoccio. Tales fiestas fueron declaradas oficiales por el tirano ateniense Pisístatro, que supo ver que la mejor manera de encauzar las ansias de los marginados, esclavos y mujeres, era acogerlas y atemperarlas. Con ellas acabó Alejandro Magno, al que, por cierto, hemos hallado en una relación de célebres borrachos de la antigüedad, si bien se mantuvieron en Roma y, de modo clandestino, hasta bien entrado el Medioevo.

En palabras de Sócrates:

El vino hidrata y suaviza el alma, adormece las preocupaciones [...] revive nuestras alegrías [...] se destila en nuestros pulmones como el más dulce rocío de la mañana.

Pero si de alguna manera queremos rescatar lo que el vino supuso para los griegos, nos basta con repetir el epíteto que Homero dedicó al mar en el que crecieron y vivieron: el «vinoso Ponto», o, como tradujera tan bellamente Leonardo Sciascia, «el mar del color del vino».

El toro, la serpiente, la hiedra y el vino son los signos de la característica atmósfera dionisíaca, infundida por la insaciable vida del dios. Su numinosa presencia significa que el dios está cerca Dioniso está estrechamente asociado con los sátiros, los centauros y los silenos. Siempre porta un tirso. Además de la parra y su álter ego salvaje estéril, la hiedra venenosa, estaba también a él consagrada la higuera. La piña que coronaba su tirso le relacionaba con Cibeles, y la granada con Deméter.

En Atenas también se celebraban en su honor las Dionisias y las Leneas. Mujeres griegas adoradoras del dios Baco, también conocido como Dioniso o Bromio.

Aunque en nuestros días, la imagen de Baco está asociada sólo a la embriaguez, su culto en Grecia fue muy importante e influyó muchísimo en el pensamiento filosófico. Originalmente Baco fue un dios tracio y aglutinó ritos paganos. Para los agricultores, el descubrimiento de la cerveza y luego del vino les pareció tan divino que lo asociaron a un dios de la «locura divina». Después, la unión de Baco con los ritos de fertilidad del dios Pan le dio un giro feminista. Las bacantes, o adoradoras del dios Baco, surgieron de los ritos del dios Pan. La belleza y el salvajismo del culto han llegado hasta nuestros días de la mano de Eurípides y su obra Bacantes.

LA IMPORTANCIA SOCIAL DEL VINO

En la actualidad han cambiado los factores sociales del vino ligados, principalmente, a los efectos del alcohol. La borrachera no estaba mal vista siempre que fuera esporádica. A fin de cuentas era el resultado de un estado de felicidad e inhibición en las relaciones humanas en el que el vino se bebía en compañía. Otro de los aspectos que han variado desde la antigua Grecia eran las prioridades del sabor. En ocasiones el vino gracias al alcohol, se convertía en un vehículo de sabores añadidos casi siempre en el contexto del dulce, como frutas, hierbas, especias o maderas de distintos tipos. No existía la ortodoxia de hoy cuando los valores principales son más concisos como son la identificación de la cepa y el carácter que puedan transmitir el suelo y la crianza.

Al priorizar el alcohol, los griegos eran, ante todo, bebedores sociales, si se nos permite usar un término actual. Su ocasión preferida para disfrutar del vino era el simposio, palabra que, literalmente, significa ‘beber en compañía’. Reunidos los hombres tras la comida —la presencia de mujeres era extraña, salvo como sirvientas o bailarinas— tumbados en literas y apoyados sobre los codos, el anfitrión, o quien fuera que ejerciera como presidente, decidía en qué proporción debía rebajarse el vino. Éste se mezclaba en la crátera, una gran vasija ricamente pintada, dispuesta en el centro de la sala. Lo más usual era mezclarlo con agua de mar, quizá para contrarrestar el excesivo dulzor de los vinos más usuales, si bien, como ya hemos visto, otros aditivos, hierbas o frutos, principalmente, eran habituales, según el fin al que se destinara la bebida. Aquí debemos hacer mención a un elemento que ha logrado fama cuando hablamos del vino griego: la resina. Hemos de anotar que ni siquiera los principales estudiosos están de acuerdo acerca de su existencia en las mezclas; mientras que algunos consideran que su presencia era escasa, restringida a vinos que, por su nula calidad o, como en el caso de los vinos de la Galacia, por el escaso tratamiento del mosto, precisaban un apoyo de sabor y de textura, otros la consideran un aditamento habitual, y encuentran gusto resinoso en el vino de Chios, uno de los más afamados y consumidos en la época. Nosotros nos inclinamos a pensar que la aparición de la resina era normal en los vinos de la Hélade. Se decía que la resina era un buen conservante y preservador de las cualidades del vino. Sin embargo, creemos que la resina era un gusto que transmitía y transmite la madera de pino, material que lógicamente sería de uso generalizado por la abundancia del pino mediterráneo frente al roble de origen más septentrional. Ya hemos visto, además, que de la resina, en fechas muy anteriores, se obtenían bebidas por fermentación en Egipto y en Mesopotamia.

Una vez hecha la mezcla, se extraía el vino de la crátera con el khytos y se servía a los invitados en el kylix, una copa redonda, ancha y plana, con dos pequeñas asas; solía ser de cerámica, aunque no faltaban las de alabastro o piedra tallada. A partir de ese momento, la reunión podía animarse con el concurso de músicos y bailarinas, o con diversas discusiones; suele sacarse a colación el fragmento del Simposio, más conocido por los estudiantes como Banquete, en que Erixímaco propone sustituir las danzas por discursos en alabanza del amor que los invitados han de pronunciar por riguroso turno. No es bueno generalizar; no todos los griegos tenían miras tan altas en la sobremesa; Platón, no cabe duda, era un moralista; basten como prueba las normas que dicta para el consumo de vino:

Empezaremos haciendo una Ley que prohíba a los jóvenes probar el vino hasta la edad de dieciocho años y hasta los treinta años nuestra Ley prescribirá que el hombre pruebe el vino con mesura aunque absteniéndose radicalmente de beber en exceso. Luego, una vez alcanzada la cuarentena, nuestra Ley permitirá en los banquetes exhortar a los dioses y una especial invocación irá dirigida a Dioniso, por ese vino, a la vez sacramento y diversión para los hombres de edad, que les ha sido otorgado por el dios como remedio para el rigor de la vejez, para rejuvenecerlos haciendo que el olvido de lo que aflige al anciano descargue su alma de la rudeza que la caracteriza y le pueda así prestar más jovialidad.

No está de más señalar que los asistentes al simposio platónico padecen una terrible resaca, razón más que suficiente para mostrarse tan temperados, hasta el punto de rebajar el vino extraordinariamente.

Kylix griego con la representación de Dioniso navegando, procedente de Vulci

Junta a la discusión, sin duda más política que filosófica, cabía la posibilidad del juego, y de entre todos los juegos, el preferido durante tres siglos fue el kottabos. Se dice que lo inventó un comerciante griego en Sicilia, hacia el año 600 a. C., que apostó con sus compañeros de simposio sobre la posibilidad de dar a una lámpara que colgaba del techo con las heces de vino que quedaba en su kylix. Ignoramos si acertó o no, pero la idea tuvo éxito, sustituyéndose la lámpara por un pequeño disco de bronce llamado plaxtinex, colocado en equilibrio sobre la mano alzada de una escultura que coronaba un artilugio de unos dos metros de altura puesto en el centro de la sala. El juego consistía ahora en acertar en el plaxtinex y hacerlo caer en la bandeja dispuesta a media altura del aparato. Restos de kottabos se han encontrado por toda Grecia, de Esparta a las islas del Egeo, en estratos que llegan al año 300 a. C.

¿QUÉ BEBÍAN LOS GRIEGOS?

Si nos acercamos a los vinos preferidos por los griegos, nos encontraremos en primer lugar con el vino de Chios, una isla del Egeo oriental, quizá la principal exportadora de vino de la época. Las ánforas fácilmente reconocibles por llevar dibujado el emblema de la isla —una esfinge, un ánfora y un racimo— aparecen por toda Grecia, también por sus establecimientos en el Mediterráneo occidental, desde el siglo VII a. C. Como ya hemos indicado, se trataba, con toda seguridad, de un vino resinoso. También tenía fama el vino de Lesbos. Como curiosidad, podemos anotar que el hermano de Safo, la poetisa cuyo nombre está unido para siempre al de su isla, tenía renombre como gran vinatero, que se añadía al que ya tenían los burdeles que regentaba. Otros vinos famosos eran los de Tassos, al norte del Egeo, Mende, en la península de la Cálcide, y el vino de Cos, un vino ácido en el reino de los vinos dulces.

Hay que mencionar el vino de Pramnio, citado en la Ilíada, vino extraordinariamente dulce, del que se cree que se elaboraba con el mosto de las uvas que reventaban aplastadas por su propio peso.

También debemos tener en cuenta los vinos que llegaron desde la magna Grecia, esto es, de la isla de Sicilia y del sur de la península Itálica, zona en que se establecieron los griegos desde mediados del siglo VIII a. C., fundando colonias como Cumas, en Nápoles, y Siracusa, en Sicilia. En estas regiones se generalizó el cultivo de las vides entre estacas, formando emparrados en una clara explotación intensiva del terreno. Estos vinos eran decididamente más suaves, con menor graduación alcohólica, que los que el Egeo procuraba. La industria del vino en la Italia griega alcanzó tal dimensión, que en el siglo V a. C., esta tierra era conocida como Enotria, Tierra de Vino. Casi todos los historiadores consideran que fueron los colonos griegos los que llevaron el vino a Italia, aunque siempre cabe la duda si tenemos en cuenta el posible origen tracio de los etruscos, el pueblo que ocupaba la península a la llegada de los helenos. Mayor aún es la certidumbre de que en la Galia, la adorada Francia de cualquier amante del vino, el vino llegó por el sur, expandiéndose desde la colonia griega de Masilia (Marsella), fundada hacia el 600 a. C. Parece seguro que los primeros vinos que se bebieron en Borgoña fueron griegos, como parece atestiguar la crátera de Vix, hallada en un yacimiento a medio camino entre París y Borgoña, en la tumba de una princesa borgoñona; mide 2,1 metros de altura, está realizada en bronce, y tiene una capacidad cercana a los 1.200 litros. Es la crátera más espectacular hallada hasta el momento. Se cree que fue fabricada en Sicilia, e incluso hay quien sospecha que su origen está en Esparta.

De todos estos vinos dio cuenta Hipócrates, el padre de nuestra medicina, que recomendaba un tipo de vino para cada tratamiento, pues es, según su muy sabio parecer, antipirético, diurético y antiséptico, cualidades que cualquier bebedor sensato puede certificar. Eso sí, no debe tomarse demasiado caliente, «lo que provoca imbecilidad», dicho así por el maestro, ni demasiado frío, pues podríamos encontrarnos atacados por la fiebre y las convulsiones.

Medicina, excusa para el juego y la celebración, alimento, industria..., los griegos transformaron el vino en un elemento definitivamente humano, contable y cotidiano. Con esa sensata distancia que supieron guardar entre ellos y sus dioses, llevaron el vino del templo a la mesa. Y, sin embargo, no olvidaron los miles de años en los que la muerte de la vid y su retorno, ni las extrañas sensaciones que el consumo provocaba, simbolizaban la presencia de los dioses en el mundo, la posibilidad de una realidad trascendente.

Extensión del viñedo en el mundo grecorromano