El vino en el mundo egipcio

La civilización egipcia se desarrolló en un valle, el del Nilo, de unos 1.000 kilómetros de longitud y entre 10 y 20 kilómetros de anchura, encerrado entre dos desiertos. La crecida de las aguas entre los meses de julio y octubre dejaba, antes de que las grandes presas regularan el caudal del río, el valle cubierto por el limo, lo que hacía de él un lugar de una fertilidad extraordinaria. La investigación de los estratos ha determinado que en el año 3000 a. C. el clima de la región era bastante más lluvioso que en la actualidad, aunque no dispongamos de datos ciertos sobre las temperaturas. En cualquier caso, todo parece indicar que el terreno era indicado para el cultivo de la vid en aquella época. Los mejores terrenos eran los de grava, en áreas que no quedaban inundadas en las crecidas, cerca de los depósitos de aluvión pero a salvo del barro que pudiera pudrir las plantas. Sin embargo, puede que los egipcios del Imperio antiguo, en el tercer milenio a. C., no tuvieran cuidado a la hora de elegir los suelos, plantando las viñas donde les parecía, descuido que pagaba la calidad del mosto.

La idiosincrasia de la cultura egipcia, su afán por rodear a los muertos de toda su vida mediante los frescos en que se detallaba cuanto fueron e hicieron, por hacer de su tumba su casa, dejando junto al cadáver los enseres y las provisiones que pudiera precisar, nos ha legado una documentación preciosa, dejando aparte su impresionante valor artístico, por su cantidad y minuciosidad. Nuestra pequeña historia no ha quedado, desde luego, al margen. Podemos decir que en Egipto, hace casi cinco mil años, el vino dejó de ser mitología para hacerse realidad.

LA VITICULTURA EN EGIPTO

Sabemos que la vid era el segundo cultivo en importancia tras los cereales, y que está debidamente documentado desde las primeras dinastías. De hecho, el signo jeroglífico que corresponde a la vid, también a la uva —una planta que crece desde el suelo, sujeta por dos palos ahorquillados y con tres uvas colgando de su tallo—, llegó a significar, por extensión y con el añadido de los pertinentes genitivos para indicar su origen, ‘fruta’. Se plantaban diversas especies de vid, aunque todas las representaciones que encontramos hasta llegar al Imperio medio, desde 2050 hasta 1570 a. C., son de uva tinta; a partir de ese momento, conviven las representaciones de dicha uva con la blanca, aunque no podemos estar seguros de una presencia de ésta con anterioridad, debido a la pérdida y al deterioro de muchos testimonios.

No sólo era apreciada la vid por su fruto y por su zumo; también como planta decorativa tenía un alto valor, y era propio de las clases más adineradas cubrir sus patios y jardines con frondosos emparrados y plantar cepas entre los frutales, alrededor pequeños estanques; los más notables ejemplos de tales diseños están en la necrópolis de Tebas, en las tumbas de Kenamón y Sennefer, dos nobles de la XVIII dinastía (siglo XVI a. C.), en cuyas paredes se dibujaron los extraordinarios jardines de sus casas, ambos presididos por la vid.

Los viñedos estaban en poder del faraón, de los sacerdotes y de altos funcionarios del Imperio. Como curiosidad, podemos indicar que la ley marcaba que debía quedar en la cepa la parte de la cosecha que correspondía a los dioses. También cabe destacar la existencia de los llamados «dominios funerarios», extensiones de terreno dedicadas al cultivo de los frutos, casi exclusivamente uvas, que llevarían los sirvientes a la tumba el señor cuando éste muriera. Nos han llegado muchas imágenes de la vendimia, y muy pocas de las labores de cuidado de los viñedos, tan sólo hombres regando pequeños hoyos en la base de la cepa, aunque el suelo precisaba grandes cuidados, e incluso se preparaban terrazas artificiales, elevadas sobre la tierra fangosa. También recortaban las hojas que estorbaban el crecimiento de los racimos, con lo que la planta podía dar frutos prematuramente. En las vides podían darse a un mismo tiempo frutos maduros y frutos en flor, por lo que la recogida podía anticiparse a la época de la vendimia, justo antes de las crecidas anuales. Esas operaciones se llevaban a cabo al atardecer, cuando la temperatura era soportable. Tras vendimiar, la uva destinada a la mesa se almacenaba en silos, y la reservada al vino, se llevaba a la cuba. Una última operación era hacer que las cabras se comieran los sarmientos, proceso más sencillo que la poda manual, y tan eficaz como ésta.

Johnson, en su Historia del vino, afirma que sobre el vino egipcio lo sabemos todo y no sabemos nada. En efecto, la información que hallamos en los frescos e inscripciones de las tumbas egipcias, así como la que se encuentra en documentos administrativos conservados hasta nuestros días, es abrumadora. María Luz Mangado Alonso, en su libro El vino de los faraones, cuenta hasta ochenta y dos tumbas, desde el Imperio antiguo hasta el período grecorromano, en las que se pueden observar escenas acerca de la producción de vino. Otra fuente importantísima de información son las etiquetas de las vasijas y ánforas, que dan un testimonio muy exacto sobre el líquido que contienen.

ELABORACIÓN DE SU VINO

El pisado de la uva se llevaba a cabo inmediatamente después de su recogida, sin esperar a que se iniciara la fermentación en el fruto, procedimiento de gran eficacia, pues las levaduras actúan con más rapidez sobre el líquido. El pisado debía efectuarse en presencia de un funcionario oficial que obraba como supervisor. No se han encontrado restos de cubas de madera, si bien se cree que fue con este material con el que se fabricaron, y que las instalaciones para el pisado eran provisionales. Las grandes cubas de ladrillo o piedra, recubiertas de argamasa, fijas en estancias destinadas a este trabajo son del tardío período ptolemaico. Estas cubas eran, por lo general, de base cuadrada, anchas y de paredes bajas; sobre ellas se disponían horizontalmente una serie de listones a los que se agarraban los pisadores, aunque en algunas imágenes se les vea cogidos entre sí por la cintura, a fin de mantener el equilibrio durante la pisa, un retrato todavía visible en el Duero portugués. En la cuba solían entrar grupos de cinco o siete hombres, mientras, en el exterior del lagar, dos trabajadores marcaban el ritmo de los pasos golpeando con varas en el suelo. Una vez pisada la uva, las pieles, los granos y los restos de pulpa se encerraban en grandes sacos cuyos extremos se fijaban a bastones. Se abrían en la tela una serie de orificios, y se procedía a prensar la pasta haciendo girar los bastones en sentido contrario uno al otro a fin de enrollar y que ésta exprimiera el orujo de un modo suave tal era el interés por preservar la calidad del mosto al evitar presiones más intensas.

Para este trabajo se necesitaban cinco hombres: dos en cada uno de los bastones y uno más que se encargaba de impedir que éstos se cruzaran cuando la tensión del saco aumentara; en muchas imágenes se ve a este quinto prensador adoptando posturas acrobáticas, manteniendo, por ejemplo, las manos en uno de los palos y los pies en el otro sobre las cabezas de sus compañeros. En algunas representaciones se ve como el saco con el hollejo está atado a un poste fijo por uno de los extremos y los cuatro hombres se afanan en retorcer el otro.

Prensadores del antiguo Egipto. Reconstrucción de una imagen procedente de la necrópolis de Saqqara

Una vez obtenido el mosto, las jarras que lo contenían se dejaban abiertas de tres a seis días, para que tuviera lugar la primera fermentación. No parece que los egipcios se preocuparan por enfriar los mostos, enterrándolos o buscando espacios adecuados, aunque en alguna ocasión se puede observar cómo las jarras son refrescadas mediante grandes abanicos, si bien dicha operación podía también llevarse a cabo para disipar los tufos de la fermentación, como puede ver se en una representación en la tumba de Antef, en Tebas (c. 1450 a. C.), en la que se observa a un operario sentado en el suelo, evidentemente mareado por la inhalación de dichos vapores. Cumplida la primera fermentación, el vino era trasvasado a tinajas previamente untadas con pez, betún o resina, si bien esta última sólo se utilizó en períodos tardíos, por influencia griega. Justo es advertir que algunos investigadores rechazan que los egipcios utilizaran estos materiales para untar el interior de las jarras, aunque está demostrado que dicha operación se llevaba a cabo en las tinajas destinadas a contener cerveza, cuyas paredes se pintaban con una sustancia llamada sin, que no se ha podido identificar hasta el momento, y que ciertos testimonios indican que lo mismo se hacía con las jarras de vino, lo que, además de preservar el líquido e impedir escapes por los poros de la arcilla, añadiría un sabor especial muy cercano al gusto de los vinos de Valdepeñas almacenados en tinajas de barro que aún se podían beber a finales de los años setenta del siglo XX. Las tinajas se cerraban cubriéndolas bien con pieles, corcho o arcilla, para dar paso a la segunda fermentación, para la que era preciso que el vino descansara durante seis días más. Cumplida ésta, se sellaban las tinajas herméticamente con conos de tierra cocida, tras lo cual se etiquetaban. En ellas se hacía constar el año, el viñedo de procedencia —aunque no el tipo de uva—, el nombre el dueño, el del vinatero jefe y la calidad del vino, con indicaciones como «vino sin cualidad» u «ocho veces bueno».

¿QUÉ BEBÍAN LOS EGIPCIOS?

Llegamos así a la segunda parte de la paradoja planteada por Johnson: lo que no sabemos qué tipo de vino bebían los egipcios. Sin embargo, existen datos de la tipología del vino egipcio cuya precisión permite hacerse una idea sobre como eran aquéllos. Los faraones de la I y la II dinastía contaban con verdaderos expertos en clasificar las viñas. El vino mareótico, que se producía en la zona que más tarde se fundaría Alejandría, y según Heródoto era el que tenía prendado el corazón de Cleopatra; era un vino blanco dulce, ligero y de elegante aroma. ¿Sería el célebre moscatel de Alejandría de grano gordo que todos conocemos? El taneótico, un blanco también dulce y untuoso, considerado mejor que el anterior, pero con un toque ligeramente astringente lo que nos lleva a pensar que sería una malvasía. El sebennyticum elaborado con uva de la isla griega de Thasos y resina de pino, un tipo de vino cercano al retsina que hoy conocemos. Por las características reflejadas en los escritos, no sería extraño que fueran los primeros bosquejos de lo que más tarde se llamarían «vinos griegos», que comerciaban primero los cretenses y más tarde los venecianos en el siglo XV paralelo a la expansión del cultivo de estas dos variedades por el litoral mediterráneo.

Los habitantes del Nilo, además, bebían cerveza, aunque era poco apreciada, y vino de dátiles, de palmera —fermentando su savia—, de granada, y de mixa, una especie de ciruela egipcia, así como una bebida llamada shedeh, recientemente identificada como una variedad de vino dulce que proviene de la uva tinta. Una prueba de su afición a esta bebida era que también importaban vino de Fenicia.

Heródoto llegó a escribir que los egipcios no tenían vino propio, afirmación evidentemente errónea, motivada quizá por lo exclusivo de su consumo, que quedaba restringido a las capas más altas de la sociedad, además del faraón, nobles, altos funcionarios y sacerdotes. Es curio so señalar que uno de los estamentos beneficiados con la entrega de vino era el militar; cada miembro de la guardia real recibía, por ejemplo, cuatro copas diarias de vino, y encontramos en los estadillos de provisiones de los ejércitos detalladas cantidades de vino y cerveza, aunque se puede asegurar que el vino no aparece como pago o sustento para ninguna otra actividad.

En la religión egipcia el vino estaba presente en las grandes fiestas en las que se consumía sin tasa y, excepcionalmente, por todos los estamentos sociales. Las dos grandes fiestas eran las llamadas Ella ha vuelto y la de la Luna llena sobre el Nilo, y se celebraban con multitud de peregrinaciones a santuarios esparcidos por todo el Imperio. En Dendera tenía lugar la fiesta en honor de la diosa Hathor, diosa, entre otras atribuciones, del vino y de la embriaguez, algo que, por lo que se ve, no estaba tan mal visto. Suyo era el vino que da la calma. Aunque quizá, la más alta consideración de la vid sea su identificación con el dios Osiris, el cual, como las cepas, renace después de su propia muerte. Al final del Imperio egipcio, Osiris fue identificado con el dios griego Dioniso, de cuyo vino y culto hablaremos en más tarde.

El momento del vino en todo su esplendor era el del banquete, del que tenemos abundante información por los preparativos para la eterna fiesta que los difuntos disfrutarían una vez enterrados. Los banquetes egipcios eran ocasiones para la borrachera sin paliativos; aunque citas como la del escritor griego Ateneo pueden hacer pensar que los egipcios eran moderados en sus costumbres, la realidad de sus propias anotaciones se muestra terca para presentarlos como dados al exceso llegada la ocasión. En sus ágapes, hombres y mujeres solían comer juntos, alejados tan sólo por los lados opuestos de las salas, pero era más habitual que las parejas no se separasen. Los anfitriones ofrecían a sus invitados pequeños conos impregnados en perfume que éstos se colocaban sobre la cabeza para que el sudor hiciera surgir los aromas; era usual, además, perfumar la sala con incensarios, lo que nos permite imaginar un ambiente bastante cargado, no, desde luego, el que hoy día consideramos idóneo para una cata o degustación pausada. Los alimentos y las bebidas aparecen en las representaciones cubiertos con lienzos para evitar las moscas y el polvo, lo que nos da una pista acerca de la razón de tan intensos perfumes: es bastante probable, que, a pesar de la suntuosidad de los grandes simposios, el calor y ciertas carencias higiénicas hicieran necesario disimular el olor de la descomposición; téngase en cuenta, por ejemplo, que los animales no se mataban en las cocinas, sino en establecimientos especiales, donde se desollaban y descuartizaban antes de ser transportados a las casas. Hemos dicho que las mujeres compartían mesa con los hombres, y bebida; no se les ponía ninguna traba para beber; una de las más famosas inscripciones al respecto es la conminación que una mujer, Nubmehy, dirige a los sirvientes:

Dadme dieciocho copas de vino [...] ¿no veis que quiero emborracharme? [...] mis entrañas están tan secas como la paja.

Dicha inscripción se halla en la tumba del noble Pahari. En otras sepulturas encontramos representaciones de mujeres vomitando o de sirvientes que transportan a los comensales que ya se han desmayado. La egiptóloga María Luz Mangado considera que los banquetes estaban cargados de gran tensión erótica; las sirvientas eran elegidas por su belleza, y cumplían su trabajo vestidas con túnicas transparentes; música y danza acompañaban a los invitados, y algunos moralistas recomendaban no mirar excesivamente a las mujeres ajenas. La razón de tal entrega a la gula y a la lujuria puede estar en un ritual que tenía lugar durante la celebración: la exhibición de una estatuilla que reproducía a una momia, acompañada por la invitación a disfrutar de los placeres de la vida, dado que el destino de los presentes era, inexorablemente terminar como aquélla.

Podemos considerar ahora lo que hemos declarado ignorar: la calidad del vino que bebían los egipcios. Más allá de los usos rituales, está claro que los egipcios incluían el criterio de calidad a la hora de escoger el vino, y que éste estaba en relación directa con el prestigio social. Había zonas vitivinícolas de fama, siendo la parte occidental del delta del Nilo la de mayor renombre. Hemos visto que el etiquetado incluía una valoración de la calidad decidida por los funcionarios que supervisaban el proceso de producción, lo que no podemos conocer es su criterio, aunque ciertos factores que ya hemos mencionado nos hacen sospechar que no eran los mismos que tenemos en la actualidad. No parece que se cuidaran de las variedades de uva utilizadas en la composición, ni siempre elegían el terreno más idóneo para el cultivo; ya hemos visto que las condiciones en que se producía la fermentación posibilitaban que el vino se picara; además, parece claro que los egipcios apreciaban los sabores añadidos, como el ya comentado de la pez, o resinas el de algunas sustancias añadidas durante la primera fermentación; sospechamos que apreciaban los vinos dulces, pues no faltan testimonios de vinos hechos con uvas secadas al sol o de bebidas elaboradas cociendo el vino, en un proceso semejante, en cierto modo, a la destilación. El alto grado alcohólico de los mostos facilitaría estas metamorfosis. Pero son tan sólo sospechas. Quienes podrían decírnoslo descansan silenciosos para siempre.