La cultura del vino debió de iniciarse cuando el hombre buscara otra bebida más placentera que el de beber el agua para calmar la sed, del mismo modo que dejó de comer carne cruda cuando empezó a utilizar el fuego para cocinarla. ¿Qué razones hubo para que este jugo tuviera un interés tan relevante para el ser humano?
Es posible que el atractivo y penetrante dulzor de la uva fuera el desencadenante de una serie de hechos que acabarían aproximándose al descubrimiento del vino.
El sabor dulce es el primero que las personas aceptan después de nacer. Fruto o no de la casualidad, parece lógico pensar que en principio las uvas se prensaran para extraerle el jugo y beberlo. Es plausible que del racimo sólo se tomara su zumo y no el conjunto del fruto. Es posible también, que aquellos primeros racimos silvestres estuvieran formados por unos granos muy pequeños y, en consecuencia, con una mayor proporción de parte vegetal y pepitas. No creemos, por tanto, que como fruto agreste su ingestión fuera atractiva. Hay que sospechar que por el porte rastrero y salvaje de la cepa tuviera la misma categoría que otras plantas como la zarzamora, el arándano o la frambuesa. De ahí los escasos tipos de viníferas con granos más grandes, como la moscatel, que por su tamaño, aroma y gusto fueron utilizadas como alimento cuando el hombre se decidió a cultivar la vid. Todo ello antes de contemplar asombrado como ese zumo dulce comenzaba a hervir espontáneamente para continuar con todo un proceso de transformaciones que al final, y de un modo natural, acabaría en vinagre. Incluso en el supuesto de que bebieran el mosto ya fermentado, es posible que no sintieran la menor atracción por él al perder la dulzura del fruto convertido en una bebida seca y ligeramente ácida. Desde el momento que tras ese sabor aparecen las consecuencias físicas y anímicas de ingerir el alcohol, quizá el hombre cambiara de opinión percatándose de que entre ambos extremos —la dulzura del zumo y la morbidez del vinagre— se percibían agradables sabores y sensaciones aún desconocidas. Placeres que ya experimentaba en los primeros procesos fermentativos cuando el sabor azucarado se acompaña del misterioso cosquilleo del carbónico disuelto en el mosto-vino con el azúcar aún sin fermentar en su totalidad. Sin embargo, el hombre no se entregó a los nuevos gustos secos y ácidos, sino que insistió en el sabor dulce sobre el seco, bien fuera con la adición de frutas o, por el contrario, manteniendo el estado permanente de mosto sin esperar al inicio de la fermentación adicionando el alcohol, lo que hoy llamamos mistela.
¿Se añadió alcohol al vino o al mosto para facilitar la conservación y el transporte, o simplemente para impedir que fermentara el azúcar del mosto? ¿Era una cuestión de logística o una cuestión lúdica? Es posible que las dos cosas al mismo tiempo. Sin duda, la fermentación nació antes que la destilación ya que esta última práctica sólo se puede realizar con el azúcar fermentado, como en el vino. El alcohol fue el primer antiséptico de la historia como cicatrizante y como conservante de los vinos. Por otro lado, los vinos con menor grado de dulzor se potenciaban mediante el método de pasificar las uvas con un asoleo después de cortadas o sin cortar retardando la vendimia o almacenando los racimos en cobertizos para deshidratarlos, sobre todo en los países más fríos. Lo más fácil y económico era cocer el mosto para deshidratarlo concentrando el azúcar.
Tal vez cuando el aguardiente hizo acto de presencia se utilizara para apagar la fermentación quedando sin transformar gran cantidad de azúcar, lo que suponía una fórmula eficaz para elaborar vinos dulces de un modo seguro.
De cualquier modo, estas prácticas eran las únicas que garantizaban la conservación y transporte del vino. Aquellas levaduras, más abundantes y resistentes que en la actualidad, eran capaces de fermentar grandes cantidades de azúcar. Microorganismos que vivían en suelos más vírgenes que los actuales y con mayor diversidad de tipos y con bajos rendimientos de cultivo. Por ello hay que pensar que el dulzor no era un simple accidente, sino un resultado premeditado.
Puede que al ser la planta más extendida de la naturaleza, los granos, más pequeños que hoy día, alcanzaran el tamaño perfecto para ser ingeridos por la mayor parte de las aves. En su defecación dispersaban las pepitas por todas las tierras. Estas semillas, con su enorme capacidad de adaptación a todos los terrenos y a todos los climas, acabarían por convertirse en auténticos matorrales de vid. Esta dispersión permitió la generalización de su cultivo y, por tanto, un conocimiento general de esta planta en todo el confín de la civilización humana.
No es disparatado afirmar que su trascendencia histórica se debiera a su componente alcohólico y no a su factor alimentario. Pero, además, desde el momento del descubrimiento de la fermentación, a partir de un proceso misterioso y espontáneo del que nadie supo la causa, el hombre se acercaba al firmamento de la alquimia y al esoterismo añadiéndose también las consecuencias psíquicas y físicas al beberlo. A medida que bebía, iba sintiendo euforia y relajación, somnolencia y ensoñaciones que le venían a la mente sin que las pretendiese. Es fácil suponer que estas extrañas reacciones en la conciencia y en el cuerpo se vincularían con todo lo relacionado con aspectos religiosos como veremos más adelante. No podemos olvidar que el vino, cargado de simbolismos, alcanzaba la trascendencia de poseer dioses en los distintos pueblos del arco oriental del Mediterráneo que le representara como Danel en Fenicia, Osiris en Egipto, Dioniso en Grecia y Baco en Roma.
Si entramos en la etimología de la palabra vino, no está del todo claro cuál puede ser su origen. Proviene del latín vinum y a su vez deriva del griego oinos. Ciertos estudios consideran que el origen último sería el término vana, proveniente del sánscrito, que aludía al amor y que haría que el vino tuviera un tronco lingüístico común con Venere, la diosa Venus. Del mismo modo, vid, que viene del latín vitis, pudiera tener su origen en la palabra griega bios, ‘vida’, aludiendo a la capacidad de regeneración de la planta tras su muerte invernal o por su gran capacidad para vivir en cualquier circunstancia ya sea en terrenos pobres y escasos de agua como en valles fértiles y en todas las temperaturas posibles. El vocablo vitae que concreta el nombre de la destilación del vino ¿no podría demostrar, por el contrario, que fue antes la destilación que la fermentación cuando el término acqua vitae o agua de vida, se aplica al alcohol y, por tanto, el fin primordial de la uva sería para tareas fermentativas a la búsqueda del alcohol como brebaje medicinal y antiséptico? Nos quedamos con la pregunta.
En el período terciario las plantas del género vitis se extendían por toda la superficie de la tierra. Durante el Mioceno, la moderación del clima originó una esplendorosa vegetación muy semejante a la atlántica de la isla de Madeira. Esto permitió que los cultivos de la vid se extendieran por zonas hoy inhóspitas como Islandia, Alaska y Groenlandia según se pudo comprobar con vestigios de pepitas del género parecidas a la vitis americana. Debido a los cambios de clima que tuvieron lugar durante el período cuaternario, su ámbito de crecimiento se restringió a una zona de veranos largos y cálidos e inviernos frescos, es decir, no muy rigurosos. El abate Rozier, célebre agrónomo francés que escribió un riguroso diccionario de agricultura en 1797, cita como límite más septentrional del cultivo de la vid la zona de Bretaña cuya línea pasaba a «cinco o seis lenguas del norte de París» y continuaba hacia el este descendiendo hasta tocar el litoral norte del mar Negro. Este género de plantas se divide en dos subgéneros: euvitis, que en griego significa ‘buena uva’, en el que se incluyen las plantas cuyo fruto es la uva, y el género muscadinia, por las que, por motivos obvios, no debemos preocuparnos más. Las euvitis son plantas leñosas, trepadoras y vigorosas, capaces de resistir en invierno, cuando la planta está en período de reposo y parece a quien la contempla un muñón definitivamente muerto, temperaturas de hasta 20 ºC bajo cero, gracias al azúcar que fabrica y que le permite mantener un hálito de vida en estado latente en las raíces al abrigo de las bajas temperaturas de la superficie. Una especie de euvitis no sólo puede transformar en azúcar hasta un tercio del volumen de su fruto, lo que convierte al mismo en el más dulce que la naturaleza ofrece, sino que al tiempo desarrolla en él una serie de elementos ácidos y frescos que dan un zumo limpio; a esa especie se le da el nombre de vitis vinifera (la que lleva vino). Es la planta a la que llamamos vid.
Si nos adentramos en el campo de la mitología todas las suposiciones sobre el origen del vino son válidas en el ámbito de la ensoñación, la poesía y la fantasía como la cita de una leyenda persa que narra Hugh Johnson en su libro Historia del vino:
Una doncella del harén del rey Jamshid, personaje legendario relacionado con Noé, pues se dice que salvó a los animales encerrándolos en un gran cercado, queriendo suicidarse, bebió el bruto líquido de una de las jarras en que las uvas guardadas para su consumo se habían estropeado, pues se creía que dicho líquido era venenoso. En lugar de morir, cayó en un sueño relajante y placentero. Al despertar, refirió al rey lo que había experimentado al beber el vino. Jamshid probó a su vez la bebida y ordenó que se iniciara su fabricación.
Los indicios del consumo de vino más antiguos hallados hasta el momento han sido datados alrededor del año 8000 a. C., y no son sino acumulaciones de pepitas de uva de vitis vinifera encontrados en Çatal Höyük (Turquía), en Damasco y en Biblos (Líbano). Otras acumulaciones, fechadas en torno al 7500 a. C., se han descubierto en Georgia. Para comprender la importancia de dichos hallazgos debemos considerar una característica morfológica de la vid: la vid silvestre, como otras muchas plantas, da flores masculinas o femeninas, pero, en ocasiones, puede una misma planta dar flores de ambos géneros al mismo tiempo. Como es lógico, estas plantas hermafroditas tienen mucho más fácil su polinización y la consecución de los frutos. Los agricultores primitivos seleccionaron estas plantas más fértiles, hasta el punto de que los botánicos han dividido la vid en dos especies: vitis vinifera sylvestris (de los bosques) y vitis vinifera sativa (cultivada). Las acumulaciones de pepitas halladas en los yacimientos arqueológicos antes mencionados corresponden a esta última. Para algunos historiadores estos restos demuestran la fabricación de vino en fechas tan tempranas. Otros, en cambio, exponen la dificultad de determinar con claridad la especie de la uva por las pepitas, y, en cualquier caso, consideran que dichos restos no suponen la existencia de una industria, sino del trasiego de uvas, o de su simple consumo. Prefieren esperar a la aparición de objetos inequívocamente relacionados con la fabricación y bebida del vino. Uno de dichos objetos es el kweri, una especie de ánfora adornado con racimos que se conserva en el museo de Tbilisi, capital de Georgia, datado entre los años 6000 y 5000 a. C. En el mismo museo están expuestos unos curiosos objetos que dan idea de la importancia ritual de la uva para los sumerios: son esquejes de vid, perfectamente conservados, cubiertos por fundas de plata, datados en torno al año 3000 a. C. En Irán, en el yacimiento neolítico de Hajji Firuz Tepe en las montañas Zagros de Irán se descubrió en 1968 una vasija fabricada entre los años 5000 y 4500 a. C. en la que se ha hallado mediante cromatografía de gases restos de ácido tartárico cuya antigüedad se calcula hoy con el método del carbono 14, además de resina de terebinto como conservante que neutralizaba la acción de las bacterias acéticas causante del vinagre.
Tras la leyenda, llegará la historia. A las llamadas dinastías primitivas del Imperio sumerio, que reinaron entre los años 2800 y 2350 a. C., sucedieron los gobernantes acadios, tras derrotar Sargón I al último rey de Súmer, Lugalzaggesi. El Imperio acadio, cuya extensión en el tiempo podemos fijar entre los siglos XXIV y XIX a. C., fue una época de guerras intestinas y contra los pueblos vecinos, produciéndose a lo largo de este período una constante semitización del territorio, por la entrada constante de tribus de ese origen. Durante el período que conocemos como III dinastía de Ur, entre 2050 y 1950 a. C., se fijaron los principios de un sistema económico teocrático, en el que el templo fue el centro de la vida financiera, tanto como depósito de bienes y materias primas, como prestamista de dinero contra la garantía de los bienes depositados, ya fueran grano o metal. Fue un período de gran apertura comercial, sobre todo con Oriente, llegando a mantener constantes relaciones con la India.
Tras los acadios llegarán los asirios; pueblo belicoso, sin origen sumerio, cuyo tiempo abarcará cinco siglos, el llamado Imperio asirio antiguo, y que terminará cuando el rey babilónico Hammurabi (1728-1686 a. C.) se convierta en el monarca hegemónico de Mesopotamia. Hammurabi sería uno de tantos reyes en una lista antigua y farragosa, si no fuera por una estela de basalto de 2,25 metros de altura recorrida por signos cuneiformes, escrita hacia el año 1700, y cuya ubicación estuvo en el templo, a la vista de todos, para que fuere patente la preeminencia de las leyes allí escritas sobre la voluntad de cualquiera. Es el Código de Hammurabi, recopilación de sentencias del rey en más de trescientos casos que formaron la nueva jurisprudencia de Babilonia. En él está la división de la sociedad en tres clases: hombres libres, muskenu (siervos) y esclavos; los precios, la responsabilidad de los arquitectos, las penas por delitos, aplicación pura y dura de la ley del talión... también el vino está en el Código; por él sabemos que, como antes intuimos en el Gilgamesh, la cerveza era la bebida principal entre los babilonios, y el vino quedaba reservado para usos litúrgicos y como bebida de las clases nobles. La cerveza se vendía en las vinaterías, a pesar de su nombre, que solían estar regidas por mujeres. Una de las sentencias condena a morir quemadas a las sacerdotisas que abran uno de dichos locales. Lo más probable es que la ley persiguiera proteger tanto el prestigio del vino, al evitar que se vendiera en los mismos lugares que la grosera cerveza, como la economía de los viñedos, casi todos en manos de sacerdotes.
En el primer milenio a. C. el nuevo Imperio asirio desplazó las ciudades hacia el norte, Nínive, por ejemplo, en zonas cercanas a las grandes cordilleras, y allí se generalizó el cultivo de la vid, adquiriendo los vinos asirios cierta fama por su calidad. En un relieve se ve a Asurbanipal bajo un emparrado bebiendo lo que bien pudiera ser una copa de vino. Sin embargo, cuando en el siglo VII a. C. se cree un nuevo Imperio babilónico, y se desplace de nuevo la vida económica hacia el sur, a las riberas de los ríos Tigris y Éufrates, la vid perderá su preponderancia. Es Heródoto en su Historia, en el siglo V a. C., quien habla de Babilonia como productora de grano, sin que vea, viajero y, por tanto, testigo presencial, cultivos de viñas u otros árboles frutales. También se refiere a las palmeras datileras que crecen por doquier, y del vino que de ellas extraen los babilonios. También por Heródoto sabemos que Babilonia importaba vino del norte, de Siria, Armenia e Irán, en toneles de madera de palma transportados río abajo en barcazas que se desguazaban al llegar a su destino debido a la imposibilidad de dirigirlas río arriba. Indudablemente, el vino importado era de uva, y puede que el testimonio de Heródoto sea la primera ocasión en que tenemos constancia de la preferencia de un vino sobre otro, es decir, del gusto como criterio más allá de los efectos embriagadores.
Este epígrafe viene a consagrar —nunca mejor dicho— al vino como un elemento no sólo social, sino también místico por su elevado impacto en las culturas del Mediterráneo oriental. No se sabe si por su condición sensorial como bebida ilustre o por su valor alcohólico, el vino es tema de inspiración poética o religiosa.
Creemos que la importancia del vino en el antiguo Súmer está relacionada con el simbolismo religioso con que a la vid y al zumo de su fruto se les otorgaron desde un primer momento, simbolismo que, como veremos, ha estado presente en todas las religiones y culturas hasta nuestros días. La planta capaz de brotar de nuevo tras haber permanecido durante el invierno seca e inerte, fue percibida como imagen de inmortalidad, también de renacimiento tras la muerte, imagen que alcanzará su plenitud en la mitología egipcia con la figura del dios Osiris. Podemos afirmar que la más antigua divinidad de la que tenemos noticia, la Diosa Madre, la Tierra, Ga-tum-Dug, Bau o Innana en diversos territorios mesopotámicos, se transformó, con el paso del tiempo en la diosa Geshtin, diosa de la vid de los babilonios, aunque dejó su lugar a Nina, diosa de las aguas.
El historiador Goodenough piensa que este movimiento de las advocaciones de la diosa tendría que ver con las diversas sustancias que pueden encarnar el elixir vital, agua en lugar de vino a medida que se desarrollaron civilizaciones como la babilonia o la egipcia donde las lluvias o la crecida estacional de los ríos significaban plenamente el ciclo vida, muerte, renacimiento. Pero no sólo la vid trascendió su sentido. Fue sobre todo el vino el que adquirió carácter mágico, no por lo que podía representar, la sangre, analogía evidente en nuestro contexto, o el elixir mágico antes mencionado, sino también por sus efectos embriagadores e hipnóticos, siendo una constante en todas las civilizaciones el consumo de sustancias con efectos semejantes asociado a ritos religiosos.
Una de las más antiguas e interesantes referencias al vino que encontraremos proviene de la mitología india: Soma, diosa multiforme que puede ser tanto una planta como el zumo que se extrae de la operación de prensar su fruto entre dos piedras de molino, un néctar dorado que confiere la inmortalidad a quien lo bebe.
Sin embargo, el vino toma carta de naturaleza como bebida sagrada en el Poema de Gilgamesh, el texto literario más antiguo que ha llegado hasta nosotros. Si bien se escribió hacia el año 1800 a. C., se cree que fue creado recogiendo tradiciones orales muy anteriores en el tiempo; ha llegado hasta nosotros en doce tablillas, once corresponden al poema y una más, a una narración en prosa, transcritas por orden del rey Asurbanipal de Nínive en el siglo VII a. C.
El poema narra la historia de Gilgamesh, rey sumerio (cuya existencia histórica confirman algunos historiadores) fundador de la ciudad de Ur, que vivió alrededor del año 2750 a. C. El poema lo presenta como un tirano cruel y codicioso, al que los dioses, tras escuchar los ruegos de sus súbditos, deciden matar, misión que encomiendan a Enkidu, hombre salvaje, el cual alcanzará su plena humanidad tras comer pan y beber «siete copas de vino fuerte» que le ofrece una ramera y sacerdotisa del templo, conjunción de oficios nada extraño por aquel entonces, cuando la prostitución estaba emparentada con las prácticas religiosas. La alegoría que encierran ambos actos como provocadores de la humanización del salvaje parece clara, no sólo porque pan y vino sean alimentos elaborados y supongan el paso crucial de la recolección a la agricultura y a la industria, sino porque la ingesta de semejante cantidad de vino ha de propiciar en Enkidu el estado de arrebato en el que alcance conciencia de una realidad distinta, trascendente a la meramente aparencial.
La pelea entre ambos no finalizará con la muerte de ninguno de los contendientes, sino con su amistad. Furiosos, los dioses, pues Gilgamesh y Enkidu derrotan al toro que aquéllos enviaron para destruir la ciudad, deciden vengarse de ellos matando a Enkidu. Aterrado por la visión de la muerte, tras velar a su amigo «hasta que los gusanos salieron por su nariz», Gilgamesh emprende el camino en busca de la inmortalidad, en busca de Utnapishtim, el hombre a quien los dioses concedieron la vida eterna, el hombre que ha de decirle a Gilgamesh que dicho don no es transferible, al tiempo que le da noticias del diluvio con que los dioses castigaron al mundo, y al que él sobrevivió. En su peregrinación, Gilgamesh llega al jardín de los dioses, donde está Siduri, la mujer de la viña, la mujer que hace vino, custodia de la planta cuyo fruto se le prohíbe beber al viajero, pues «el hombre ha sido destinado a morir, y, a pesar de ello, se aferra desesperado a la vida», aunque también ha sido destinado, dice Siduri, al banquete, al regocijo, al abrazo de la mujer a la que ama. Las referencias al vino en la leyenda sumeria se completan con el detalle de las libaciones rituales que se practicaban en las exequias fúnebres. Podemos deducir de la lectura de Gilgamesh que al vino se le atribuía un carácter sagrado, opinión que se refuerza si tenemos en cuenta que no faltan en el poema las referencias al consumo de cerveza, aunque, desde luego, tenida en sus usos y consideración como una bebida vulgar.
Los libros que recogen la tradición religiosa judía, el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana, son de redacción relativamente reciente; los escritos más antiguos, el «Canto de Deborah» en el Libro de los Jueces y el Libro de Oseas, han sido fechados en el siglo X a. C. Por supuesto los textos escritos recogen tradiciones antiguas. Si comparamos mitologías encontraremos elementos comunes en todas ellas: el jardín de los dioses en que crece una planta cuyo fruto diviniza a quien lo bebe, y que en la tradición hindú (la diosa Soma) y en el Gilgamesh sumerio (Siduri), se puede identificar con la uva. No así en la judía: la fruta del árbol que comen Adán y Eva no es descrita en el Génesis, y sólo una tradición pictórica muy posterior la convierte, hasta hoy, en una manzana.
La primera referencia al vino y a la viticultura que aparece en la Biblia es la historia de Noé, el cual, tras salir del arca «plantó una viña. Bebió de su vino, y se embriagó, y quedó desnudo en medio de su tienda» (Génesis 9, 20-21). La localización del monte Ararat, en el que se posó el arca al retirarse las aguas del Diluvio, en Turquía oriental, haría coincidir la leyenda con la localización de los más antiguos rastros de viticultura encontrados hasta la fecha. Conocida es la historia de Cam, hijo de Noé, que al ver a su padre desnudo y dormido corrió a decírselo a sus hermanos, los cuales, misericordiosamente, cubrieron a su padre. La desnudez de la que se avergüenza Noé es la misma causa por la que se avergonzaron Adán y Eva tras comer la fruta prohibida; parece claro que los efectos del vino, desinhibición y arrebato, no eran gratos a los estamentos religiosos judíos. En efecto, la mayor parte de las alusiones que se hacen al vino en el Antiguo Testamento son claramente negativas. Desde la maldición de Noé a Canaán, hijo de Cam y patriarca del pueblo cananeo, dedicado siglos más tarde al cultivo de la vid, pues racimos de uva fue lo que tomaron los hombres enviados por Moisés a la tierra de Canaán, en coincidencia con las afirmaciones de una fuerte actividad de producción de vino en el Mediterráneo oriental en el segundo y primer milenio a. C. En bastantes pasajes se prohíbe el consumo de vino. Así, Aarón y sus hijos deben abstenerse de beberlo cuando se dispongan a entrar al tabernáculo (Levítico 10, 9). También el Libro de los Números se prohíbe el consumo de vino aquellos que quieran consagrarse a la vida religiosa. Según algunos exégetas, el rechazo al vino se justificaría al considerar la fermentación como impureza, por lo que tiene de descomposición de la materia. También hay condenas explícitas, sobre todo en el Libro de los Proverbios, al exceso y a la degradación de la ebriedad, degradación de la que es ejemplo más claro la historia de las hijas de Lot, que emborrachan a su padre para acostarse con él y poder así continuar su raza. Apenas alguna referencia en el Cantar de los Cantares es bondadosa con la uva, con cuyos racimos se comparan los senos de la amada. Podemos considerar la identificación entre la vid y el pueblo de Israel (salmo LXXIX; Isaías 5, 7) motivada por la característica de la vid, planta que puede ser transportada y que crece, renace, como ya hemos visto, dando fruto numeroso y arracimado. Es posible también que dicha comparación se relacione con el prestigio social y religioso que los viñedos tenían en otras culturas del mismo entorno.

Primeros territorios del viñedo: Egipto, Fenicia, Mesopotamia y Shiraz
La consideración hacia el vino por parte de los judíos cambió en el primer milenio a. C., cambio motivado por su relación con culturas como la babilónica, suplantando el vino a la sangre de los animales en las ofrendas, y, especialmente, por el contacto con la cultura griega y el culto a Dioniso, hasta llegar al cristianismo, aunque la importancia que la religión cristiana tiene en la historia del vino recomienda que tratemos este asunto más adelante.