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Tras perder la vista, pasé muchísimo tiempo encerrada en mi cuarto, durmiendo y escuchando música. A mis padres no les gustó. Después de una semana larga en la que me negué a salir de la habitación, a ir al colegio y, en la práctica, a hacer cosa alguna, me obligaron a salir agenciándose los servicios de Hilda, una especialista en orientación y movilidad, cuya principal función iba a ser la de enseñarme a navegar por el mundo, me gustara o no.

Hilda era tan vehemente que resultaba ridícula, y tenía un mal aliento igualmente ridículo; también tenía un aterrador acento rumano y pronunciaba las uves dobles como si fueran uves, lo que era divertido de forma un poco infantiloide. Hilda y yo discrepábamos en bastantes aspectos fundamentales de mi adiestramiento, sobre todo en lo tocante al largo bastón blanco. Artilugio que yo destestaba, pero que ella reverenciaba. Lo describía como la «teórica extensión de mis dedos», cosa que tenía cierto sentido, pues cada vez que usaba el bastón me entraban ganas de extender el dedo medio.

Yo consideraba que los bastones eran para los viejos. Para las personas débiles y frágiles. Personas que no tenían reparo en anunciar su ceguera mientras andaban por la acera. Yo no tenía ganas de anunciar nada de nada. Tan solo quería andar. De modo que acepté el bastón de muy mala gana. Incluso en ese momento, mientras salía de la oficina del señor Sturgis, notaba que pesaba lo suyo en mi mano, que era un trasto engorroso, y tuve que reprimir el deseo de plegarlo y volver a meterlo en el bolso.

No vi a la madre de Ben —rubia, mirada vivaz, rellenita, con unos pendientes con plumas, vestida con una bata que parecía salida de un hospital— hasta que estuve prácticamente encima de ella. Resultó desconcertante ir andando tras la pequeña burbuja de apagada luz grisácea de Ben, sin ver más que el asfalto y las portezuelas de los coches y la basura, hasta que de pronto —¡bum!— una mujer se materializó ante mis narices, apoyada en un abollado monovolumen color bermellón y charlando por el teléfono móvil. Y, sin embargo, ahí estaba. Al igual que en el caso de Ben, su presencia era maravillosa, desesperadamente real. Todo en ella, desde los cálidos tonos de su voz hasta su sonrisa de bienvenida, proclamaba un mismo mensaje: ¡Me encanta hornear galletas y asistir a las reuniones escolares! ¿O quizá se trataba de una invención de mi mente?

Sí. No.

Quizá.

Ben hizo las presentaciones.

—Mamá, te presento a Thera. Thera, mi madre. —De forma no muy delicada, agregó—: Thera es ciega.

Resuelta a salvar la situación, hice lo posible por concentrar la mirada en su oreja izquierda, y no en los ojos, mientras dejaba caer el teléfono móvil en el bolsillo delantero de la bata. Su rostro estalló en una sonrisa, como si mi simple acción de existir fuera algo excepcional.

—¡Ah! ¡Encantada de conocerte, Thera! —exclamó.

Se abalanzó sobre mí y, pillándome por completo desprevenida, me pegó un abrazo tremebundo. Su cuerpo era blando y suave, y me hundí en ella, como si su función en la vida fuera la de pegar abrazos y la mía, la de recibirlos, como si todo eso estuviera pasando de verdad.

No sabía qué hacer con las manos; finalmente me decanté por darle una torpe palmadita en la espalda.

—Maggie… En realidad me llamo Maggie —le aclaré.

Dio un paso atrás y se quedó pensando, frunciendo el rostro mientras las plumas de sus pendientes se mecían al viento.

—La verdad, tienes más pinta de llamarte Thera.

Tuve la impresión de que Ben estaba contentísimo de sí mismo. Se dirigió a su madre:

—Y bien. El tío Kevin esta noche tiene trabajo, pero Thera puede ocupar su lugar a la mesa, ¿verdad?

Su madre dio una palmada, como si acabaran de informarle de que acababa de ganar un monovolumen nuevo de fábrica y sin abolladuras en la carrocería. Un vehículo que no parecía correr peligro de volcar si un pájaro se posaba en su antena.

—¡Sí! ¡Pues claro que sí! —respondió.

Ben fue a la portezuela corredera del asiento trasero y esperó a que ella liberase la cerradura. Por mi parte, me quedé donde estaba, repentinamente aterrorizada mientras contemplaba la mitad inferior de mi cuerpo, allí donde la débil luz grisácea lo disolvía en dos, de forma bastante literal. Si bien desvaído y borroso, el costado izquierdo de mi cuerpo seguía siendo visible, pero el derecho… pues bueno, se esfumaba en el aire.

Nada de todo eso tenía sentido.

Me sequé las palmas de las manos en los pantalones cortos. Era posible que en ese momento no me conviniera comprenderlo. Quizá fuera mejor dejarme llevar por el asunto y ver adónde me conducía. Unos minutos antes, mientras estaba sentada en la oficina de Sturgis hablando con Ben, me había olvidado por completo de la ceguera. Se diría que me habían carbonatado la sangre, que de pronto era ligera y burbujeante; me había sentido yo misma, por primera vez en un montón de tiempo.

Quizás, aunque fuera durante un ratito, de nuevo quería ser Maggie.

Podía conseguirlo. La circunstancia de ver algo otra vez, se tratara o no de una alucinación, era tan estimulante, tan vivificante, que seguramente podría dejar de pensar en todos aquellos porqués y cómos durante un tiempo y, sencillamente, ser yo misma. Después de seis meses de la nada más absoluta, me lo tenía merecido.

Di un paso hacia Ben con firmeza. Acerqué el rostro y le susurré al oído:

—Acuérdate de no irte de la lengua con los problemas que tengo para ver.

Me saludó militarmente y, con toda seriedad, respondió:

—Por descontado que no voy a revelar tu secreto a nadie.

Puse los ojos en blanco.

El monovolumen soltó un fuerte resoplido cuando el motor se puso en marcha. Una vez en camino, el vehículo no cesaba de trepidar, como si por el motor estuviera circulando una canica suelta. La tapicería estaba cubierta por una gruesa capa de pelaje animal. De hecho, el interior entero estaba atestado de jaulas y transportines para animales. La madre de Ben explicó que trabajaba en un hospital veterinario de la ciudad y que de vez en cuando tenía que recoger animales heridos por las calles.

Los Milton vivían en Chester Beach, a unas quince cuadras por una larga autovía elevada y a un millón y medio de kilómetros de distancia de mi propia casa. En Chester Beach vivían dos tipos de personas: hippies y otros hippies. Mi abuela Karen era de las que pertenecían al grupo de los hippies. Cuando vivía, la abuela solía levantarme de la cama a una hora infernal para saludar al sol que se alzaba sobre las aguas. No soy precisamente de las que les gusta madrugar, por lo que no cesaba de refunfuñar durante el trayecto de quince minutos en coche, hasta que de pronto me callaba al ver el sol que estallaba sobre el océano, enviando destellos amarillos, rojos y anaranjados al cielo. Razón por la que Chester Beach siempre me había gustado. El lugar me recordaba a la abuela. Incluso en ese momento, sentada como estaba en un monovolumen desvencijado y hecho polvo, junto a un chaval flacucho y dentón que daba la impresión de iluminarlo todo un metro en derredor y junto a su madre extrañamente afectuosa, me puse a pensar en la abuela. No durante mucho tiempo, pero sí que estuve pensando en ella.

La parte del jardín de los Milton que resultaba visible estaba descuidada y llena de malas hierbas, hasta ser casi selvática. Se diría que la casa estaba a punto de venirse abajo sobre los cimientos. Era de madera y la capa de pintura blanca estaba desgastada por los elementos naturales. En la puerta principal, la aldaba de latón estaba unida con cinta americana. A pesar de todos estos detalles, la casa era del tipo acogedor, pues no oí el eco de mis pasos al dejar la puerta atrás, a diferencia de mi propio hogar, donde, como me había fijado después de quedarme ciega, todo parecía bostezar tan pronto como entraba en el interior.

Había un ligero olor a incienso. El recibidor lo presidía un gigantesco collage hecho con fotografías. En casi todas las fotos aparecía Ben, junto con otro niño mayor que él, guapo y con el pelo oscuro.

—¿Es tu hermano? —musité, señalando con el dedo.

—El mismo —respondió Ben, con una sonrisa radiante—. Pero yo soy mejor y mucho más listo. —Abrió las manos en el aire, como si quisiera abarcar el collage entero, y bajó la voz—. A mi madre le chifla la fotografía. Hay fotos por todas partes.

No exageraba. La casa entera estaba festoneada de fotos, muchas de ellas un poco desenfocadas, no centradas del todo. Y eso que, con tanta práctica, lo lógico era suponer que la madre de Ben tenía que ser una fotógrafa medio apañada.

Ben me llevó por el vestíbulo, donde dejamos atrás un piano de cola al viejo estilo, y enfilamos el pasillo hasta su cuarto. Una vez en el umbral, soltó un brazo de la muleta y se balanceó sobre uno de los lados de su cuerpo. Hizo un amplio gesto con la mano y dijo:

—Bienvenida a mi leonera.

Por lo que veía, el cuarto parecía ser el de un chaval que dedicaba demasiado tiempo al estudio. El minúsculo espacio estaba atestado de modelos del sistema solar, pósteres con la efigie de Einstein, objetos relacionados con la NASA y libros por todas partes.

—¿Ben? ¡A ver! No me digas que todas estas enciclopedias son tuyas… —comenté, mientras me acuclillaba y contemplaba los lomos de los volúmenes alineados en los estantes—. Supongo que sencillamente están aquí almacenadas, hasta que tu madre consiga vendérselas a alguna ancianita de ochenta años en una venta de objetos usados.

Ben hizo un gesto desdeñoso con la mano libre.

—De eso nada. No sé si te has fijado, pero están en mi habitación. Y por supuesto que son mías.

Se me escapó la risa.

—No sé si te has enterado, pero ahora hay una nueva enciclopedia. Ocupa poco espacio y es fácil de consultar. Se llama Internet.

Me levanté y dirigí la vista hacia el armario. El armario siempre te dice muchas cosas sobre la persona. Dado lo limitado de mi campo visual, tan solo atisbé el rincón derecho del interior, que estaba completamente ocupado por una colosal montaña de gorras de béisbol, cada una con su leyenda supuestamente divertida. En la base de ese Everest de las Gorras había un balón de fútbol. Del tipo empleado por los niños —de dimensiones algo más pequeñas que las reglamentarias—, pero sin dejar de ser un balón de fútbol. Tragué saliva y le di la espalda.

—Internet es para los blandos —afirmó Ben—. Yo empecé a leer enciclopedias cuando tenía ocho años.

Solté un sonoro bufido.

—¿Hablas en serio? ¿Las lees por diversión? Pues vaya. Lo encuentro un punto… un poco patético.

Hizo caso omiso de mi comentario con un gruñido.

—¿Y tú qué lees, Thera?

No me esperaba la pregunta. Había renunciado a los libros. El braille era demasiado complicado, y no se me daba muy bien, por lo que tan solo leía con los dedos cuando era estrictamente necesario. En el colegio, sobre todo. De modo que las únicas palabras a las que últimamente había hecho frente habían sido las del ordenador, ante el que me había pasado horas tratando de encontrar dónde iba a tener lugar el próximo concierto de los Loose Cannons. Lo que equivalía a hacer trampa, un poco, ya que el ordenador era el que se encargaba de leer en mi lugar. Finalmente respondí a su pregunta como lo hubiera hecho seis meses antes.

—Cualquier cosa que sea divertida y con un final feliz —contesté—. No me gustan nada los libros que te deprimen o con historias pesimistas o cutres. La vida es demasiado corta.

Levantó las cejas, como diciendo: ¡Huy, qué señoritinga más cursi!

—Entonces, ¿no lees libros sobre dragones?

Negué con la cabeza.

—¿O sobre brujos?

Puse los ojos en blanco.

—¿Sobre místicos? ¿Sobre astronautas?

Solté un suspiro de exasperación.

—Voy a decirte una cosa, Thera. Vas a tener que ponerte al día —comentó. Sin dejar de sonreír.

—Y esto me lo dice un chaval que se divierte leyendo enciclopedias —observé.

—Porque es entretenido —adujo con indignación—. Cuando me operaron de la espalda, pasé un montón de tiempo hospitalizado. Muerto de aburrimiento. Lo único medio potable que había en la biblioteca del hospital era una enciclopedia. Y me pasé dos semanas enteras leyendo las entradas que empezaban por la A. —Volvió a sonreír y señaló el primero de los tomos en la estantería. Era bastante grueso—. Hay cantidad de palabras que empiezan por la A. Pero ahora tengo mi propia enciclopedia. Eso sí, no he podido leer las entradas de la Q —se detuvo y la sonrisa se tornó insegura durante medio segundo, hasta que volvió a ocupar su rostro entero—, y es que ese volumen no lo tengo. Pero el hecho es que ya he llegado al tomo con las entradas que comienzan por R. Y la cosa está cada vez más interesante; ayer estuve leyendo sobre Arkady Raikin y sobre Rainiero de Mónaco.

—¿Y esos dos quiénes son? —pregunté, sin molestarme en disimular mi diversión.

—Rainiero de Mónaco fue el monarca de un pequeño país europeo y…

—O sea, como lo que es Ben en el cuarto de su casa, ¿no?

Hizo como si no me hubiera oído.

—Y bueno, no me digas que no conoces a Arkady Raikin. ¡El famoso humorista soviético!

—Pues no, no tengo el gusto —zanjé.

Era lo último que necesitaba: un amiguito de diez años con una cultura general que le daba diez mil vueltas a la mía.

Meneó la cabeza y chasqueó la lengua.

—Thera, Thera, Thera… No sabes lo que te has estado perdiendo.

Asentí. En eso tenía toda la razón del mundo.