Continué allí sentada unos segundos, mirando boquiabierta al chaval. Se acercó con ayuda de las muletas y esbozó una amplia sonrisa, mostrándome sus prominentes incisivos.
—¿Por qué puedo verte? —pregunté.
No respondió a la pregunta, porque en realidad no la había pronunciado. Había probado a formular las palabras en mi mente, pero parecían ser demasiado ridículas como para decirlas en voz alta. Me pasé la mano por el nuevo chichón de mi cabeza, preguntándome si el topetazo habría hecho que algo volviera a su lugar de origen, si algún tornillo de mi cerebro de pronto había vuelto a encajar en la abertura etiquetada sentido de la vista.
¿Sería eso posible?
Tragué saliva y dirigí la mirada hacia abajo. No estaba segura de qué era lo que esperaba ver, pero desde luego… no a mí misma. La ceguera me había llevado a dudar de mi propia existencia, a hacerme creer que me había evaporado en la nada, hasta convertirme en el fantasma de una persona. Tenía las manos blancas como el papel, flacas, de aspecto frágil, con un callo solitario en el índice derecho de resultas de haber estado aprendiendo braille. Iba vestida con una camiseta que reflejaba mi actual obsesión por la mejor nueva banda de todos los tiempos, los Loose Cannons, y con los pantalones cortos que mis padres me habían comprado un par de meses antes. Hasta el momento me había estado diciendo que eran unos pantalones cortos muy cómodos y únicos, pero al verlos en este momento comprendí por qué. Eran demasiado grandes, demasiado protuberantes en lugares extraños, demasiado parecidos a algo que mi madre podría vestir. En las uñas de los pies aún eran visibles un par de motas de pintura Blue Bayou. Mi marca preferida cuando todavía veía. En un lado del tobillo derecho, justo por encima de la sandalia de goma, se encontraba la cicatriz producida tras haberme caído de un árbol en el último curso de primaria. Me la quedé mirando al compás de los latidos de mi corazón, larga y fijamente, con la extraña sensación de encontrarme a tres centímetros de una gran pantalla, maravillada ante cada pequeño píxel.
Pues sí. ¡Sí! Era evidente que ahora podía ver.
Por el momento.
¿Por qué?
Me di media vuelta y miré hacia atrás. Tenía un borroso campo visual de apenas un par de palmos, pero más allá, todo se perdía en la negrura. No veía la sala de espera, ni las sillas ni nada de nada. Volví el rostro otra vez y me fijé en un delgado hilo de sustancia color verde claro que serpenteaba por el suelo de baldosas más o menos blancas. Helado de pistacho, adiviné. Estaba claro que eso era lo que me había hecho resbalar. El helado de pistacho nunca me había gustado demasiado —no le veo sentido a la combinación de fruto seco con algo suave y cremoso—, pero en vista de lo sucedido, era posible que esa noche me comiera una tarrina entera.
Porque eso era lo nunca visto.
El chaval, Ben, se aclaró la garganta, dirigió la vista hacia el despacho del señor Sturgis y aulló:
—¡TÍO KELVIN! Mi madre me ha pedido que te preguntara si querías venir a cenar esta noche, pero veo que estás la mar de ocupado, así que lo que haré será presentarme en casa con mi nueva novia. —El señor Sturgis apenas tuvo tiempo de decir «Eh…» antes de que Ben le interrumpiera—: No, no, no hay problema. Tengo muchas ganas de que conozca a mi familia.
—Ah… ¡Bien! —exclamó a su vez Sturgis, claramente confuso.
—No soy tu novia —le informé en voz baja, pero el chaval se limitó a sonreírme como si estuviera loco de atar. Y a continuación, con la barbilla erguida y la espalda muy tiesa y orgullosa, se arrodilló en el suelo con un brazo, apoyándose en la silla donde ponía MUÉRDEME. Sus piernas flacuchas se doblaron sin fuerza bajo el peso de su cuerpo.
—Y bien —cambió de tema, con un ojo puesto en mí y el otro puesto en el helado de pistacho que estaba limpiando del suelo—. Te pillaron robando en una tienda, ¿verdad?
No le respondí, porque su pregunta no tenía el menor sentido. Tenía la cabeza un poco girada, lo que me permitía ver bien la leyenda inscrita en su gorra ladeada: no solo soy guapo, sino que además soy listísimo. Me sentí tan estúpidamente fascinada por la contemplación de la leyenda que volví a leerla una y otra vez. Hasta que me di cuenta de que estaba a la espera de que le respondiera o hiciera algún comentario —aunque ya no me acordaba sobre qué—, de manera que dije:
—Eh… ¿perdón?
—¿Cómo es que estabas en el despacho de mi tío? —preguntó, volviéndose hacia mí y dejándome sin la efímera imagen de la leyenda de su gorra—. No tienes pinta de ser una asesina en serie ni una narcotraficante, por lo que supongo que hurtaste alguna cosa en una tienda. —Acercó su cara a la mía y murmuró de forma teatral—: ¿Qué fue lo que robaste?
—Nada —contesté al punto. En una situación normal le hubiera respondido con un sarcasmo de campeonato, pero las palpitaciones en mi cabeza y el repentino giro de ciento ochenta grados en lo referente a mi vista estaban dificultando mis procesos mentales.
—Guapa, creo que tú me escondes algo —afirmó.
Y bien. No supe qué contestar. En parte porque me resultaba imposible discutir de modo efectivo con alguien que acababa de llamarme guapa. Por mucho que el cumplido me lo hubiera hecho un niño.
Dejó de limpiar el suelo y se quedó a la espera de que respondiese a su pregunta sobre el hurto en una tienda. Erguí la espalda y dije:
—Yo no soy de las que roban en las tiendas. Ni siquiera me gusta ir de compras. Lo que pasó fue que… me vi metida en cierta broma pesada que tuvo lugar en el colegio.
Su sonrisa se ensanchó, y soltó una risa rápida y repentina que resonó como una especie de signo de exclamación al final de una frase.
—Me encanta tener una novia con facetas más profundas de lo esperado. Por favor… sigue —agregó.
—De novia tuya, nada. Te saco un montón de años para ser tu novia.
—Sí, pero vas a ser mi novia, por lo que técnicamente estamos hablando de la misma cosa —repuso, mirándome fijamente y enarcando las cejas.
—De técnicamente, nada. ¿Cuántos años tienes, técnicamente? ¿Nueve?
—Diez —contestó con altivez, como si un año supusiera una diferencia enorme.
—Técnicamente tienes diez años, y yo diecisiete, y lo más seguro es que la ley prohíba que un chaval de diez años y una chica de diecisiete sean novios.
Con un gesto de la mano le restó importancia a mi comentario.
—Y bien, cuéntame lo de la broma pesada en el colegio.
En sus ojos había algo —cierta autenticidad o sinceridad, quizás— en lo que estaba empezando a fijarme, aunque solo fuera porque yo no tenía ese algo. Fue esa cualidad, y ninguna otra cosa, lo que me empujó a contárselo.
Lo que sucedió fue más o menos lo siguiente: hace varios meses, mientras los profesores y los alumnos estaban reunidos en una asamblea, aproveché para mover de lugar la enojosamente colosal estatua del enojosamente cabezón fundador de nuestro colegio, Elias Merchant. La trasladé un par de metros por el pasillo, hasta situarla frente a los servicios masculinos. Esto es, en la puerta de los urinarios. A continuación me embadurné las plantas de los pies con pintura blanca luminosa y dejé un corto rastro de pisadas pintadas en el suelo, desde el antiguo emplazamiento de la estatua hasta el lugar en que ahora estaba. De forma que parecía como si la estatua se hubiera ido andando a los servicios y se hubiera quedado plantada en la puerta. Sí, claro, sabía bien que ninguno de los alumnos apreciaría mi tan artística obra, pero estaba segura de que todos oirían hablar de ella. Lo que resultaba mejor todavía. Las exageraciones que acontecen en la mente siempre son mejores que la realidad. En todo caso, la cosa resultó divertida. Hasta que me pillaron, claro está.
Cuando terminé de explicar todo esto, la cara de Ben parecía estar a punto de partirse en dos de tanto sonreír. Rompió a reír a carcajadas, con una resonante serie de risas parecidas a signos de exclamación.
—¡Impresionante! —exclamó, valiéndose de la misma silla para ponerse de pie. Tras encajar los brazos en las muletas y recuperar el equilibrio, se inmovilizó, entrecerró los ojos y me miró fijamente—. Un momento —dijo—. ¿Así que vas al colegio Merchant? Pero ¿ese no es un colegio para ciegos?
Durante los últimos minutos, casi me había olvidado de que estaba ciega. Me había estado sintiendo tan… normal. Más normal de lo que me había sentido en varios meses. Y, sin embargo, lo sabía: había muchas cosas que no podía ver, muchas cosas que estaban más lejos de donde estábamos Ben y yo y del borroso círculo en derredor de ambos.
Continuaba estando ciega. Casi por completo.
Se produjo un largo silencio, hasta que unas cuantas palabras se las arreglaron para salir de mi boca. No resultaban muy elocuentes, pero no dejaban de ser palabras. Y en ese momento no estaba en condiciones de mostrarme muy exigente.
—Eh. Sí. Ah… El colegio Merchant es para ciegos, sí.
Frunció el ceño.
—¿Y por qué vas a ese colegio?
Me levanté y me cepillé el polvo de la parte posterior de los pantalones, con la idea de ganar tiempo para responder. No sabía qué decirle al chaval. Finalmente, dado que no tenía las suficientes neuronas para inventarme una mentira creíble, le dije la verdad:
—Porque me he quedado ciega.
Me sonrió con incredulidad.
—No…
—Hablo en serio. Estoy ciega. —Para dejárselo claro, saqué el bastón del bolso y lo desplegué—. Y si esto no te convence, ve y pregúntale a tu tío. —Hice un pequeño gesto con las manos—. Adelante.
Sin mover el resto del cuerpo, volvió la cabeza hacia el despacho del señor Sturgis y aulló:
—¡TÍO KEVIN! ¡ESTOY HABLANDO CON ESTA CHICA CON EL PELO RIZADO! ¡LA QUE SE METIÓ EN PROBLEMAS AL HACER UNA TRASTADA EN EL COLEGIO! ¿ES CIEGA?
Del despacho llegó una apagada tosecita de incomodidad, seguida por un ruido afirmativo.
Ben se giró hacia mí con lentitud. Apoyó el peso del cuerpo en la otra muleta, y su expresión se transformó en algo que tan solo podía describir como embeleso.
—Me quedé ciega hace seis meses, desde que tuve meningitis —le informé—. Antes de pasarme por aquí esta tarde no veía nada en absoluto. Pero, al caerme, seguramente se me ha soltado algo en la cabeza. Porque ahora puedo verte, pero tan solo puedo verte a ti y, un poco, lo que hay alrededor tuyo. Más allá… pues sigo sin ver nada de nada. —Entrecerré los ojos y miré el borde del nebuloso círculo que lo envolvía, allí donde la luz grisácea iba desapareciendo, sin dejar de sentirme asombrada por la forma en que se esfumaba en el vacío.
—¡La bomba! —murmuró Ben—. Esto es un milagro.
Me dispuse a ponerme a discutir con él, pero desistí casi al momento. La verdad era que no sabía cómo podía verlo. No entendía nada, de hecho. No sabía si tendría que decírselo a alguien: al señor Sturgis, a mis padres, a una profesora, a un médico.
A un psicólogo.
Me mordisqueé la uña del pulgar. ¿Alguien iba a creerme? Casi seguro que no. En razón de mi insistente costumbre de mentir, generalmente desaprobada por los adultos, mis padres —o ya puestos, todo el mundo— últimamente no daban mucho crédito a las cosas que les decía.
Qué demonios, ni yo misma estaba segura de creérmelo. Había algo en todo esto que no terminaba de ser creíble. Y estaba obligada a preguntarme si la desesperación provocada por la ceguera me había convertido en una lunática sin remedio, si mis neuronas habían empezado a petardear por su cuenta y sin parar… hasta llegar a aquello.
Miré a Ben con los ojos entrecerrados; contemplé su sonrisa, que dejaba al descubierto sus dientes prominentes, su pelo rubio y lacio, sus muletas, y tragué saliva. Si tenía que ser completamente sincera conmigo misma —cosa que generalmente trataba de evitar—, la respuesta en tal caso sería un sí retumbante. Lo más seguro era que se me hubiera ido la olla.
Y, sin embargo…
No tenía ningunas ganas de acabar en un pabellón psiquiátrico ni de que un sujeto vestido con bata blanca me diseccionara el cerebro. Así que, hasta que no averiguara qué era lo que estaba pasando exactamente, no iba a contarle a nadie más que podía ver a Benjamin Milton.
—Voy a decirte una cosa: eres demasiado pequeñín para saberlo todo —le comenté a Ben—. Y en segundo lugar, no se trata de un milagro. Al caerme, me di en la cabeza. Con fuerza. El golpe seguramente me estremeció el cerebro y… eh… ahora puedo verte. Seguramente.
No estaba escuchándome. Sin dejar de pasear en círculos, no hacía más que repetir:
—Esto es la bomba, esto es la bomba, esto es la bomba. —Finalmente se detuvo en seco, echó la cabeza hacia atrás, miró al firmamento y tronó—: ¡ESTO ES LA BOMBA! ¡ESTO ES UN MILAGRO!
Me acerqué a él y le tapé la bocaza con la mano. Me incliné y le musité al oído:
—Tienes que mantener todo esto en secreto hasta que descubra qué es lo que está pasando. ¿Me prometes que no vas a decírselo a nadie?
Asintió con la cabeza lentamente, con los ojos muy abiertos. Aparté la mano de su boca.
—Te lo prometo, Thera —murmuró.
¿Thera?
—Yo me llamo Maggie. Maggie Sanders.
—Pero yo voy a llamarte Thera —susurró, sin apenas mover los labios. Sus ojos fijos en mí seguían siendo dos grandes bolas de boliche.
Me apreté el puente de la nariz con el índice y el pulgar. No llevaba puesto suficiente desodorante para una conversación de ese tipo.
—Si no te importa, prefiero que me llames por mi nombre de verdad.
—Ya —susurró—, pero resulta que eres el vivo retrato de Thera. La de Twenty-one Stones, ya sabes. Thera dispara relámpagos con las puntas de los dedos y lucha contra los dragones con armas con poderes mágicos.
Me froté la frente con la palma de la mano, con fuerza.
—¿De qué me estás hablando?
—¿Es que no conoces el Twenty-one Stones? ¡El mejor videojuego de la historia!
Pues vaya. Acababa de bautizarme en honor a la heroína de un videojuego. Un cumplido insuperable.
Seguí donde estaba, con los brazos cruzados, mientras me contemplaba como si fuera la mejor montaña rusa en la historia de las montañas rusas. Finalmente dijo:
—¿Puedo invitarte a mi casa a cenar? ¡Por favor, por favor, por favor…! Prometo no decirle a mi familia ni una sola palabra sobre todo este milagro. Te lo prometo. —Señaló la puerta con un gesto de la cabeza—. Incluso podemos llevarte en coche. Mi madre está ahí fuera. —Unió las puntas de las muletas en el suelo y entrelazó las manos en gesto de súplica—. Por favor, Thera…
En condiciones normales no me relacionaría con un niño de diez años, a no ser que me pagaran dinero por hacer de canguro. Un dinerito del bueno. Pero estaba desesperada por averiguar si Ben Milton era una simple creación de mi cerebro, si después de meses y más meses de ceguera, algo en mi interior había saltado por los aires —como un artefacto explosivo dotado de temporizador—, y finalmente me había vuelto más loca que una cabra.
O si de veras estaba recuperando la vista.
—Bien, voy contigo —barboté—. Pero deja de llamarme Thera.
Llamé al abuelo antes de salir del edificio. Como de costumbre, me respondió el buzón de voz. El abuelo no era muy ducho con su teléfono móvil. Su mensaje de salida siempre me provocaba una sonrisilla maliciosa: tras una prolongada pausa inicial, oías que se movía, que respiraba pesadamente y que finalmente decía «eh», tras lo cual sonaba la señal de invitación a hablar.
Eh era la palabra preferida por el abuelo. Se trataba de un palabro multiusos que podía significar aquello que él quisiera en cada momento. Podía ser una pregunta, una afirmación, una especie de gruñido o una respuesta. Los que verdaderamente conocíamos al abuelo éramos los únicos capacitados para descifrar los diversos sentidos de sus eh conversacionales.
—Abuelo —dije al teléfono—. Si lo recuerdas, ibas a venir a recogerme hace una hora. Pero bueno, al final voy a ir a cenar a casa de… —Me detuve, no muy segura de cómo categorizar a Ben. En silencio, él formó con los labios las palabras de mi nuevo novio—, a casa de un amigo —completé, mirando al chaval con furia—. Si hace falta que vengas a buscarme en coche, te llamo. Y bien. Pues eso, ¿no? Adiós.
Colgué y me quedé mirando el móvil, confusa a más no poder. El móvil me lo habían regalado mis padres poco después de haber perdido la vista. Un regalo para la pobrecita Maggie. Más que un móvil, el aparatejo era una especie de robótica voz computerizada que me gritaba cada vez que pulsaba una tecla. De modo que al principio lo detesté, y aprender a usarlo no fue muy distinto a tratar de bautizar a un gato. Pero al final me las había arreglado. Más o menos.
Lo miré indecisa, hasta que finalmente me lo metí en el bolsillo; mis ojos fueron a posarse en Ben. Seguía plantado a menos de un metro de distancia, sin dejar de dedicarme aquella sonrisa medio lela. Tuve la extraña sensación de estar haciéndome con algo que nunca había sido mío.
—Vamos, chaval —dije—. Llévame a tu casita. Y acuérdate: en boca cerrada no entran moscas.
Soltó la muleta derecha, llevó la mano a los labios e hizo el gesto de girar una llave invisible, que a continuación tiró hacia atrás por encima del hombro. Salimos por la puerta.