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El abuelo Keith estaba retrasándose. Estaba previsto que me recogiera en el despacho de Sturgis a las cuatro en punto, pero en mi teléfono móvil acababan de sonar las cuatro y media. El retraso del abuelo tampoco me pillaba por sorpresa. El abuelito tenía un talento formidable para llegar siempre muy tarde. Seguramente, porque acostumbraba a dirigirse a su destino de turno tomándose todo el tiempo del mundo, desplazándose a la mitad de la velocidad de un olor en el aire. Yo no cesaba de toquetear el móvil, preguntándome si haría bien en meterle un poco de prisa, cuando el silencio en la sala de espera del señor Sturgis —tan profundo como el de una cripta— se vio alterado por el ding de la puerta al abrirse.

—Por fin —dije, poniéndome en pie de un salto y dirigiéndome hacia la puerta, sin molestarme en recurrir al bastón guardado en el bolso. Casi al momento descubrí que algún genio había vertido en el suelo cierta sustancia no especificada pero resbaladiza en cantidad, sin molestarse en limpiarlo. Como es natural, la pisé de lleno.

Sería estupendo decir que me caí con la dignidad y elegancia propias de toda chica ciega que se precie, la clase de muchacha que entiende y acepta que, sí, que en el mundo existen peligros ocultos y que, sí, que lo más seguro es que de vez en cuando se pegue un buen costalazo. Pero no fue eso lo que hice. Y la palabra soez que se me escapó de los labios mientras me estrellaba contra el suelo resonó a pleno volumen, tan gruesa como para cortarla en lonchas y hacer emparedados con ella.

De modo que estaba con los ojos cerrados, tumbada de lado y rodeada por el hedor de aquel ramillete de flores, sujetándome la cabeza con las manos como si fuera a desprendérseme del cuerpo y rodar por la sala de espera en caso de soltarla, y en ese momento oí la voz de un chaval que decía:

—En la vida he visto un golpetazo más impresionante.

Pues muchas gracias, pensé en responder. Pero me había dado con la cabeza contra algo que tenía el reborde acerado, por lo que el cerebro no me funcionaba muy bien. No conseguía que las palabras transitaran por mi boca. Circulaban dando vueltas por mi mente, incapaces de encontrar la salida.

—¿Estás bien? —preguntó el chaval. No me pareció que se sintiera muy angustiado.

—Estoy como nunca —logré responder al cabo de un segundo, no sin dificultad, con voz más atropellada que sarcástica.

Notaba un pitido en el lado izquierdo de la cabeza. Me hurgué el oído. No sirvió de nada. Solté un gemido, rodé sobre mí misma y me quedé boca arriba.

—¿Necesitas ayuda para levantarte? —se ofreció.

En su forma de hablar había algo —algo muy vivo y lleno de energía, como si en su boca estuviera tocando una banda de mariachis— que me hizo abrir los ojos. Y en ese momento comprendí que el golpe recibido en la cabeza estaba provocándome alucinaciones.

Porque el hecho era que podía ver al chaval.

Hacía seis meses que la meningitis bacteriana me había dejado ciega, seis meses desde la última vez que vi algo. Y sí, claro, lo que ahora veía era una simple, estúpida alucinación, pero seguía estando ahí. Sería cuestión de darme en la cabeza con mayor frecuencia.

Un niño estaba mirándome. Me pareció que tendría unos ocho o nueve años, pero era la primera vez que tenía una alucinación, por lo que mi alucinada capacidad para adivinar la edad de una persona posiblemente era deficiente. Era de pequeña estatura, con la piel dorada y flacucho, llevaba unos pantalones cortos que le llegaban por debajo de las rodillas y serían tres tallas más grande de lo normal, se cubría la cabeza con una gorra de béisbol ladeada y sonreía de oreja a oreja.

Me senté en el suelo, estremeciéndome un poco todavía. Tenía la mente revuelta, y la cabeza me dolía mucho.

—Tú… —le dije, señalándole con el índice.

Pero el chaval se limitó a mirarme frunciendo el ceño, y perdí el hilo de mis pensamientos por completo.

No tan solo estaba viéndolo a él, sino que también veía el espacio que le rodeaba, como si el niño fuera una bombilla color gris claro que emitiera la clase de luz tenue que nace al amanecer: algo más parecido a la idea de la luz que a la luz verdadera. Pero llevaba tanto tiempo sin ver nada que creía encontrarme ante un verdadero reflector.

Al lado de sus zapatillas deportivas, en el suelo, había un envoltorio arrugado de caramelos masticables. Rojo. El envoltorio era rojo brillante. Por Dios, cómo había echado en falta el rojo. Junto a él se encontraba una silla de plástico azul chillón, en la que alguien había grabado la palabra MUÉRDEME en grandes letras mayúsculas. ¿Y qué había sobre la silla? Un rayo de sol, inclinado, suave y mantecoso, propio de primera hora de la tarde. Más allá, todo lo demás se tornaba apagado, en medida cada vez mayor, hasta esfumarse en el vacío.

Por mucho que se tratara de una alucinación, aquello era rarísimo.

Levanté la vista, miré al chaval y de pronto advertí que se mantenía de pie con ayuda de un par de muletas. No unas muletas de las que te llegan hasta las axilas, sino del tipo más corto y de aluminio que se ajustan a tus antebrazos. De forma un tanto extraña, parecían ser una parte fundamental de su persona: si estuviera de pie sin ellas, daría la impresión de carecer de algo vital, como la nariz, una oreja o algo parecido. Estaba sonriéndome con una expresión detenida a medio camino entre la diversión y la incredulidad.

—¿Estás borracha? —preguntó.

Hasta la fecha, nunca había tenido una alucinación, pero tenía la fuerte impresión de que esta en particular era más bien impertinente. Quizá todas lo fuesen.

—No estoy borracha —contesté indignada—. Lo que pasa es que me he dado un golpetazo en la cabeza, lo que explica tu presencia en este lugar. —Tracé un círculo en el aire con el brazo, para subrayar el planteamiento de la situación.

Hinchó los carrillos y soltó un resoplido.

—Entonces es que fumas hierba. Pues muy mal. —Entre dientes, agregó—: Las que son guapas siempre tienen algún defecto trágico.

Entrecerré los ojos y clavé la vista en él.

—¿Perdón?

—Te cuento. Verás. Hubo un tiempo en que estuve locamente enamorado de Jessica Baylor. La que se sentaba a mi lado en clase de mates. Era lo que se dice un pibón. El pelo le brillaba, los ojos le brillaban, la sonrisa le brillaba. ¿Y qué fue lo que pasó? Que un día me contó que no le gustaba nada el pastel, y yo por principio estoy en contra de los que no comen pastel. Y luego estuve colado por Hannah. La de la clase de música, ya sabes. Hannah incluso tenía pechos. Unos pechines estupendos. Bastaba pensar en ellos para que uno perdiera la chaveta… —Parpadeó. Una sola vez, con fuerza. Como si estuviera valiéndose de los párpados para borrar aquella imagen de su mente—. En el caso de Hannah, lo que pasó fue que un día la pillé tirándole un pedrusco a una ardilla. ¡Una ardilla, por Dios! Eso no estuvo nada bien. Y hoy, cuando te he visto. A ti, sí. Me he dicho que eras perfecta. ¡Y entonces vas y te caes! Pues vaya. Vaya, vaya. Pero entonces me doy cuenta de que eres de las que fuman hierba. —Volvió a resoplar con estruendo—. Sencillamente trágico.

Pues vaya. Estaba claro que el mamporro me había dejado la cabeza hecha polvo.

—Yo no fumo hierba —repliqué, sin estar muy segura de por qué tenía que defender mi honor ante una aparición semipervertida y más bien renacuaja.

—Entonces, ¿por qué me miras tan fijamente? —preguntó—. ¿Con esa cara de merluza y esos ojos medio idos?

¿Que estaba mirándole fijamente? Bueno, quizás era el caso. Durante un segundo me pregunté por qué los convencionalismos sociales también eran de aplicación en el caso de las alucinaciones.

—Para que yo estuviera mirándote fijamente, tú también tendrías que estar mirándome fijamente —respondí. Mi lógica era aplastante.

Su sonrisa se ensanchó.

—Tú has sido la primera en mirarme fijamente, así que todo esto lo has empezado tú —dijo—. Yo no soy más que un inocente espectador que toma nota de que estás mirándome fijamente.

Tamborileé mi barbilla con el índice. No hay cosa mejor que una buena discusión para despejarte. Y su expresión me indicaba que también se daba cuenta de mi cada vez mayor claridad mental, que comprendía que esa idea suya de que yo era fumadora de hierba no tenía ni pies ni cabeza.

—A ver, un momento —repuse—. La primera vez que te vi, después de golpearme la cabeza, tú ya estabas mirándome. Así que el primero en mirar fuiste tú. En consecuencia, si ahora te estoy mirando es porque tú me estabas mirando.

Se produjo un largo silencio, que se alargó aún más. Finalmente musitó:

—Creo que acabo de encontrar a mi nueva novia.

Solté una tremenda risotada que culminó en un bufido no muy propio de una damisela. Estaba claro que más o menos sabía manejarme con una alucinación. Pero ¿y con la gente de carne y hueso? Con la gente no tenía tanta suerte.

En la sala resonó el taconeo de unos tacones altos. Desde algún punto situado a mi espalda, la recepcionista dijo:

—Pero ¿qué…? ¿Maggie? ¿Qué haces sentada en el suelo? ¿Te encuentras bien?

—Sí, claro, de primera —contesté, arrastrando las palabras, sin dejar de mirar al chaval—. En la vida me he encontrado mejor. Tan solo ha sido un pequeño resbalón, aunque la caída fue muy aparatosa. Diría que el suelo está un pelín resbaladizo.

La recepcionista no dijo ni mu por un instante; a continuación gimoteó:

—¡Oh! No, no, no… Ahora no.

No estaba segura de cuál era su problema, cosa que tampoco me importaba. En ese momento, por la razón que fuera, parecía como si la vida de pronto me mirase con cariño.

—Benjamin Milton —gruñó la mujer—, deja de coquetear con esta jovencita. ¿No te das cuenta de que es demasiado mayor para ti?

El chaval respiró muy hondo e hinchó los carrillos. Levantó el índice y replicó:

—No estoy coqueteando, no en el sentido preciso de la palabra. No tengo la culpa de ser un varón irresistible y…

Pero la mujer le cortó antes de que pudiera terminar la frase, con las palabras saliéndole de la boca a tal velocidad que apenas conseguía entenderlas.

—Lo siento, Ben, pero tengo que irme pues se me ha hecho tarde tardísimo y tengo que recoger a mi hijo dentro de tres minutos o en la guardería me van a cobrar de más y eso no puedo permitírmelo o tendré problemas para pagar el alquiler, así que pórtate bien y limpia esa porquería del suelo antes de que alguien se rompa la crisma.

Di un respingo; un trapo andrajoso acababa de aparecer volando desde atrás y fue a aterrizar en el hombro del chaval.

—¡Muy amable no sabes cómo te lo agradezco! —La mujer levantó la voz y añadió—: ¡SEÑOR STURGIS ME VOY Y SU SOBRINO ESTÁ AQUÍ NO OLVIDE CERRAR BIEN AL SALIR!

Rubia de bote, delgada y de mediana edad, la mujer salió de mi débil burbuja luminosa medio andando, medio corriendo. Hasta desaparecer.

Me olvidé de cómo respirar durante unos cuantos segundos. Mis ojos volvieron a posarse en el chaval que estaba delante de mí. Tenía la sensación de haberme tropezado con algo descomunal e inmutable, de haber estallado en mil pedazos al hacerlo. Cerré los ojos, tratando de hacer acopio de la poca cordura que me quedaba. Cuando los abrí, el chaval seguía en el mismo sitio.