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Estás de camino

 

 

 

Aún intentas decidir quién quieres ser. Ya no tiene sentido ser la persona que has sido hasta entonces: aquella mujer murió con Uche. Lo discreta que era, lo tranquila que era, lo normal que era. Nada de eso sirve ya. No, cuando han tenido lugar acontecimientos de tal magnitud.

Pero sigues sin saber dónde han enterrado a Nassun, si es que Jija se molestó en enterrarla. Tendrás que ser la madre que tu hija amaba hasta que consigas despedirte de ella.

Así que decides no limitarte a esperar la muerte.

La muerte que vendrá a por ti; quizá no ahora, pero pronto. Aunque ese gran temblor del norte no haya afectado a Tirimo, todo el mundo sabe que debería haberlo hecho. Las glándulas sesapinales no fallan; al menos, no con algo de una fuerza tan tintineante, consistente y capaz de embotar la mente. Todo el mundo lo habrá sesapinado, desde los recién nacidos hasta los ancianos más despistados. Y ahora que se acercan por el camino refugiados de los pueblos y aldeas menos agraciadas (refugiados que viajan todos hacia el sur), los habitantes de Tirimo han empezado a escuchar rumores. Habrán empezado a notar el aroma sulfuroso del aire. Habrán mirado hacia arriba y visto cómo empieza a cambiar el cielo. Se lo habrán tomado como un mal presagio. (Que lo es.) Quizás el líder, Rask, por fin haya enviado a alguien para ver qué ha ocurrido en Sume, el pueblo que hay en el valle más cercano. Casi todos los habitantes de Tirimo tienen familia allí, y los dos pueblos se han intercambiado bienes y habitantes desde hace generaciones. Las comus son siempre lo primero, claro, pero la familia y la especie solo son importantes cuando nadie pasa hambre. Rask todavía puede permitirse ser generoso. Quizá.

Y cuando los exploradores regresen e informen de la ruina que sabes en que se habrá convertido Sume... y de que no han encontrado supervivientes, o al menos no muchos, será imposible negarlo. Lo único que quedará entonces será el miedo. Gente asustada en busca de un chivo expiatorio.

Así que te obligas a comer algo y no piensas en otros momentos y comidas que has compartido con Jija y los niños. (No poder reprimir las lágrimas es mejor que no poder reprimir un vómito, pero tampoco es que puedas elegir.) Luego sales con tranquilidad por la puerta del jardín de Lerna y vuelves a tu casa. No parece haber nadie fuera. Deben de estar todos con Rask, a la espera de noticias y órdenes.

En la casa, en uno de los abastos ocultos debajo de las alfombras, se encuentra el portabasto de la familia. Te sientas en el suelo, en la habitación en la que Uche murió a golpes, y allí te pones a ordenar el saco para quitar todo lo que no vas a necesitar. La vieja y cómoda muda de ropa de viaje de Nassun es demasiado pequeña. Jija y tú llenasteis el saco antes de que Nassun naciera, y cometisteis el error de no renovarlo. Algo de fruta deshidratada cubierta de moho blanco y mullido. Puede que sea comestible, pero todavía no estás tan desesperada como para planteártelo. (Todavía.) En el saco también están los documentos que prueban que Jija y tú sois propietarios de la casa, y otros que confirman que habéis pagado los impuestos del cuadrante, que estáis registrados en la comu de Tirimo y que pertenecéis a la casta al uso de los Resistentes. Dejas todo eso ahí, tu identidad financiera y legal de los últimos diez años, junto a una pila de desechos entre los que se encuentra la fruta mohosa.

El fajo de dinero que había en una cartera de goma (en papel, porque no era demasiado) no serviría para nada cuando la gente se diera cuenta de lo mal que estaban las cosas, pero hasta entonces podría serte útil. Yesca de buena calidad que ya no servía. Te quedas el cuchillo de desollar de obsidiana que Jija se empeñó en meter y que no crees que vayas a usar: tienes mejores armas naturales. Servirá para comerciar, o al menos como medida disuasoria. También puedes comerciar con las botas de Jija, que están en buenas condiciones. No volverá a ponérselas, porque lo encontrarás pronto y será su final.

Haces una pausa. Vuelves a pensar en eso último, pero ahora como la mujer que has elegido ser. Mejor: lo encontrarás pronto y le preguntarás por qué lo hizo. Cómo ha sido capaz de hacerlo. Y, lo más importante, le preguntarás dónde está tu hija.

Vuelves a colocarlo todo en el portabasto y lo metes dentro de una de las cajas que Jija usaba para las entregas. Nadie sospechará al verte con una de ellas por el pueblo, porque, hasta hace unos días, solías hacerlo para echar una mano a Jija con la cerámica y con sus herramientas de esmerar. Quizás alguien termine por preguntarse por qué te entretienes con pedidos cuando el líder está a punto de declarar la Ley Estacional, pero la mayoría no se dará cuenta al principio, que es lo que importa.

Pasas al salir por el lugar del suelo en el que Uche yació durante días. Lerna se llevó el cuerpo y dejó allí la manta, por lo que no se ven las salpicaduras de sangre. Aun así, apartas la mirada.

Tu casa es solo una más de las que hay en aquel rincón, enclavada entre el extremo meridional del muro y el herbaje del pueblo. Cuando Jija y tú decidisteis comprarla, elegisteis esa porque está aislada en un sendero angosto rodeado de árboles. Se encuentra en el camino que va directo desde el centro del pueblo hasta la zona verde, algo que siempre le gustó a Jija y sobre lo que siempre discutías con él. No te gustaba encontrarte con más gente de la necesaria, mientras que él era sociable e inquieto, le frustraba el silencio...

Sientes un arrebato de rabia demoledor, categórico y paralizante que te toma por sorpresa. Tienes que detenerte en el umbral de la puerta de tu casa y apoyarte en el marco mientras resuellas para no empezar a gritar o para evitar apuñalar a alguien (¿a ti misma, quizá?) con ese maldito cuchillo para desollar. O peor aún, para evitar que hagas descender las temperaturas.

Vale. Te equivocabas. Al fin y al cabo, las náuseas no son una respuesta tan mala al dolor.

Pero no tienes tiempo para algo así, no tienes fuerzas, de modo que te concentras en otras cosas. En cualquier cosa. En la madera del marco de la puerta en la que apoyas la mano. En el aire, que notas con más intensidad ahora que estás fuera. El olor a azufre no parece haber empeorado, al menos por el momento, lo que quizá sea una buena señal. No sesapinas ningún conducto abierto en la tierra que esté cerca, lo que indica que todo aquello viene del norte, del lugar donde se encuentra la herida, esa apertura supurante que recorre el continente de costa a costa y que sabes con certeza que está allí, aunque lo único que has oído son los rumores de los viajeros que vienen de la carretera imperial. Esperas que la concentración de azufre no vaya a más, porque llegado el caso la gente empezará a sentir náuseas y asfixiarse, la próxima vez que llueva los peces del riachuelo morirán y la tierra se echará a perder.

Sí. Mejor. Poco después te alejas de la casa por fin y recuperas del todo tu apariencia tranquila.

No hay mucha gente fuera, ni en los alrededores. Rask debe de haber decretado el cierre del pueblo. Las puertas de las comu se cierran en esos casos y, ahora que Rask ha tomado la medida preventiva de colocar a los guardias en sus puestos, hay gente en los alrededores de una de las torres de guardia del muro. Esto no debería ocurrir hasta que se declare una estación, y maldices para tus adentros la cautela de Rask. Esperas que no haya hecho nada que te ponga las cosas más difíciles todavía para escabullirte.

El mercado está cerrado, al menos por ahora, para que nadie acapare bienes ni amañe los precios. El toque de queda comienza al anochecer y obligan a cerrar todos los negocios que no son de vital importancia para la protección o para los suministros de la ciudad. Todo el mundo sabe cómo actuar en estos casos. Todo el mundo tiene tareas asignadas, pero muchas de ellas se pueden realizar en los interiores: hacer cestas para almacenar, deshidratar y conservar toda la comida perecedera de las casas, reutilizar las ropas y herramientas viejas. Todo sigue las normas y la eficiencia imperial, unos procedimientos que son muy útiles para realizar tareas prácticas y para mantener ocupado a un gran grupo de personas inquietas. Por si acaso.

Aun así, mientras recorres el camino que rodea la zona verde (durante los cierres nadie entra en ellas, pero no porque las normas lo impidan, sino porque en esos momentos recuerdan que son terrenos de cultivo en vez de una zona bonita donde plantar tréboles y flores silvestres), vigilas lo que hacen otros ciudadanos de Tirimo. Lomocurtido, en su mayor parte. Un grupo construye el cobertizo y delimita el prado de la zona verde que se usará para el ganado. Construir algo es un trabajo duro, y quienes participan en la tarea están demasiado inmersos en ella como para prestar atención a una mujer solitaria que lleva una caja. Algunos de ellos te reconocen al pasar, gente a la que has visto antes en el mercado o que ha hecho negocios con Jija. Cruzas las miradas con algunos, pero son fugaces. Te conocen lo suficiente como para saber que no eres una extraña y, por el momento, están demasiado ocupados para recordar que eres la madre de un maldito orograta.

O para preguntarse de cuál de sus progenitores ha heredado aquella maldición tu fallecido niño orograta.

En el centro de la ciudad hay más personas. Aquí te pierdes entre la multitud y caminas al mismo ritmo que los demás, saludas cuando te saludan e intentas no pensar en nada que haga que tu expresión parezca despreocupada o aburrida. Alrededor del despacho del líder hay mucho alboroto: capitanes del bloqueo y portavoces de las castas que vienen a informar sobre las tareas del cierre que han terminado antes de organizar las siguientes.

El resto deambula por el lugar y espera enterarse de lo que ha ocurrido en Sume y otros lugares, pero ni aquí llamas la atención de la gente. ¿Por qué deberías? El aire apesta a tierra quebrada, y todo lo que se encuentra en un radio de más de treinta kilómetros ha quedado destrozado por el mayor terremoto que nadie con vida haya visto jamás. La gente tiene cosas más importantes de las que preocuparse.

Pero eso puede cambiar rápido. No te relajas.

La oficina de Rask se encuentra en una pequeña casa ubicada entre las reservas de grano construidas sobre pilares y las carrocerías. Te pones de puntillas para ver por encima de la multitud y no te sorprende comprobar que Oyamar, la mano derecha de Rask, se encuentra en pie en el porche de la casa y habla con dos hombres y una mujer que tienen encima más barro y argamasa que ropa. Es posible que hayan apuntalado el pozo, otra de las advertencias del litoacervo en caso de terremoto y algo que también aconsejan los procedimientos de los cierres imperiales. Si Oyamar está aquí, cabe esperar que Rask ande por ahí trabajando o, conociéndolo, durmiendo después de no haber descansado ni un solo instante durante los tres días transcurridos desde que tuvo lugar el incidente. Es posible que tampoco estuviera en la casa, porque allí es el primer lugar donde la gente lo buscaría. Como Lerna habla por los codos, sabes dónde se esconde Rask cuando no quiere que nadie lo moleste.

La biblioteca de Tirimo da vergüenza ajena. Si existe es porque el abuelo del marido de una de las líderes anteriores no dejó de dar la brasa y escribir cartas al gobernador del cuadrante hasta que este decidió financiar una para que se quedara tranquilo. Casi nadie la había usado desde la muerte de aquel anciano y, a pesar de que siempre había peticiones de cierre en las reuniones oficiales de la comu, nunca salían adelante por falta de votos. Y así estaba: una casucha infestada de ratas que no era mucho más grande que la sala de estar de tu casa, y que estaba hasta arriba de estanterías llenas de libros y pergaminos. Un niño enjuto podía pasar entre las estanterías sin esfuerzo, pero ni eres enjuta ni eres una niña, así que tienes que abrirte paso de lado como si fueras un cangrejo. Ni te planteas llevar la caja, así que cuando entras la dejas en el suelo al lado de la puerta. Y no importa, porque ahí no entra nadie excepto Rask, que está encorvado sobre un pequeño palé en el fondo de la casucha, el único lugar donde las estanterías más bajas dejan el espacio suficiente para su cuerpo.

Cuando por fin consigues abrirte paso a través de las pilas, Rask suelta un bufido, levanta la cabeza para mirarte y parpadea, al tiempo que empieza a fruncirle el ceño a la persona que acaba de molestarlo. Luego se detiene a pensar, porque es un tipo con la cabeza amueblada y por eso lo han elegido los habitantes de Tirimo, y ves en su cara el momento exacto en el que pasas de ser la esposa de Jija a la madre de Uche, luego la madre de un maldito orograta y luego, bendita Tierra, una orograta. Eso es bueno. Hace que todo sea más fácil.

—No voy a hacerle daño a nadie —dices antes de que pueda retroceder, gritar o lo que quiera que haga cuando se ponga nervioso. Y para tu sorpresa, cuando escucha esas palabras, Rask parpadea, se lo piensa y el pánico desaparece de su cara. Endereza la espalda, la apoya contra la pared de madera y se te queda mirando, reflexivo, durante un rato.

—Supongo que no has venido a hablarme de eso —dice.

Te humedeces los labios e intentas ponerte en cuclillas. Es complicado, porque no hay mucho espacio. Tienes que apoyar el culo contra una estantería y acercas las rodillas más de lo que te gustaría hacia Rask. Esboza una sonrisa ante tu evidente incomodidad, pero luego recuerda lo que eres, la sonrisa se le borra de la cara y, al fin, frunce el ceño, molesto por ambas reacciones.

—¿Sabes adónde puede haber ido Jija? —preguntas.

Rask tuerce el gesto. Por edad, podría ser tu padre, pero es el hombre menos paternal que has conocido jamás. Siempre has querido sentarte con él en cualquier parte a compartir una cerveza, aunque algo así no encajaría con el aura de persona corriente y tímida que has utilizado. La mayor parte de los habitantes del pueblo piensa lo mismo, aunque no te consta que beba. Pero la mirada que te dedica en aquel momento te hace pensar por primera vez que sería buen padre, si es que llega a tener hijos.

—Conque es por eso... —responde, con voz ronca por el sueño—. ¿Ha matado al niño? Es lo que piensa todo el mundo, pero Lerna ha dicho que no está seguro.

Asientes. Tampoco pudiste articular la palabra «sí» delante de Lerna.

Rask te lanza una mirada escrutadora a la cara.

—¿Y el niño era...?

Vuelves a asentir, y Rask suspira. Te das cuenta de que no te ha preguntado si eres nada.

—Nadie vio hacia dónde se dirigía Jija —añade, mientras levanta las rodillas y apoya el brazo en ellas—. La gente se ha centrado en hablar del... asesinato... porque es más fácil que hablar de... —Se levanta y hace un gesto de indefensión con las manos—. Corren muchos rumores, ya sabes, mucho más lodo que rocas. Algunos vieron cómo Jija cargaba el carro y se marchaba con Nassun...

Te quedas sorprendida.

—¿Con Nassun?

—Sí, con ella. ¿Por qué...? —Rask se da cuenta en ese momento—. Vaya, mierda, ¿ella también lo es?

Te esfuerzas para no temblar. Aprietas los puños para evitarlo, y por un momento notas la cercanía de la tierra bajo tus pies y cómo se enfría el aire a tu alrededor, antes de reprimir la desesperación, el júbilo, el terror y la furia que sientes.

—No sabía que estuviera viva. —Es todo lo que consigues decir tras lo que se te antoja una pausa muy larga.

—Vaya. —Rask parpadea y recupera la mirada compasiva de antes—. Pues sí, estaba con él y se marcharon. Nadie vio ni pensó nada raro. Solo supusieron que se trataba de un padre que intentaba enseñarle el negocio a una hija o darle algo que hacer para que no se metiera en problemas; lo normal. Luego se produjo ese desastre en el norte y todo el mundo se olvidó de ello hasta que Lerna nos comunicó que os había encontrado a ti y... y a tu hijo. —Hace una pausa y aprieta la mandíbula—. Nunca habría dicho que Jija era de los de esa calaña. ¿Te pegaba?

Niegas con la cabeza.

—Nunca.

Si Jija hubiera sido una persona violenta de antemano, todo habría sido más fácil. Podrías haberte culpado por tu falta de prudencia y tu desidia, en lugar de por haber cometido el pecado de reproducirte.

Rask respira hondo y despacio.

—Mierda. Es que... me cago en... —Niega con la cabeza y se atusa el pelo ralo y gris. No es gris de nacimiento, como Lerna y otros de pelo soplocinéreo. Recuerdas cuando tenía el pelo castaño—. ¿Vas a buscarlo?

Tiene la mirada inquieta. En su voz hay algo parecido a la esperanza, y te das cuenta de que quiere decir algo pero no lo hace por educación: «Márchate de la ciudad cuanto antes, por favor.»

Asientes, encantada de complacerlo.

—Necesito un pase para la puerta.

—Sin problema. —Hace una pausa—. Sabes que no podrás volver.

—Lo sé. —Te obligas a sonreír—. No me apetece nada.

—No me extraña. —Suspira. Luego cambia de postura, como si estuviera incómodo—. Mi... mi hermana...

No sabías que Rask tuviera hermana. Entonces te das cuenta.

—¿Qué le ocurrió?

Se encoge de hombros.

—Lo normal. Vivíamos en Sume. Allí alguien se dio cuenta de lo que era, se lo dijo a otros fulanos y la secuestraron por la noche. No recuerdo gran cosa. Tenía seis años. Mi familia se mudó aquí conmigo después de aquello. —Tuerce la boca, pero no llega a ser una sonrisa—. Por eso nunca he querido tener churumbeles.

También sonríes.

—Ni yo tampoco.

Pero Jija sí.

—Por el óxido de la Tierra. —Cierra los ojos un momento y luego se pone en pie de improviso. Tú también, porque de lo contrario tu cara quedaría demasiado cerca de sus viejos pantalones sucios—. Si pensabas irte ya, te puedo llevar hasta la puerta.

Eso te sorprende.

—Me voy ya, pero no tienes por qué acompañarme.

En realidad, no estás segura de que sea una buena idea. Puede que así llames más la atención de lo que te gustaría. Pero Rask niega con la cabeza, esboza un gesto sombrío y aprieta la mandíbula.

—Sí que tengo. Vamos.

—Rask...

Te mira y, esta vez, tú eres la que hace una mueca. No lo hace por ti. La turba que se llevó a su hermana no se habría atrevido a hacerlo si en aquella época hubiera sido un hombre. O quizá también lo habrían matado.

Rask carga la caja mientras avanzáis desde las Siete estaciones, la calle principal de la ciudad, hasta la puerta principal. Estás nerviosa e intentas aparentar tranquilidad y confianza; nada más lejos de la realidad. Si de ti hubiera dependido, no habrías elegido venir por aquí, entre tanta gente. Rask llama la atención: lo llaman, lo saludan o se acercan para preguntar si sabe algo nuevo... y en ese momento te ven a su lado. La gente deja de saludar. Dejan de acercarse y empiezan a observar desde lejos, en grupos de dos y de tres. A veces hasta os siguen. Podría parecer el típico fisgoneo de los pueblos pequeños, al menos a simple vista, pero ves que esos grupos de gente también susurran y sientes cómo te miran, lo que te crispa los nervios.

Rask saluda al guardia de la puerta cuando os acercáis. En el lugar hay como una docena de Lomocurtido que, en otras circunstancias, serían mineros o granjeros, pero ahora se apiñan en la puerta principal sin organización alguna. Hay dos en los puestos de vigía de la parte alta del muro, desde donde pueden vigilar la salida, y otros dos en el suelo, cerca de los ventanillos de la puerta. El resto está ahí, con expresión aburrida o haciéndose chistes entre ellos. Tal vez Rask los eligiera por su capacidad de intimidar, pues todos tienen una complexión grande sanzedina y dan la impresión de poder valerse por sí solos, incluso sin los cuchillos de cristal y las ballestas que llevan ahora.

El que se acerca a saludar a Rask, en realidad, es el más pequeño: un hombre a quien conoces, aunque no recuerdas cómo se llama. Has dado clase a sus hijos en el creche del pueblo. Te das cuenta de que él también te recuerda porque no aparta de ti la mirada y tiene los ojos entrecerrados.

Rask se detiene y pone la caja en el suelo. Luego la abre y te tiende el portabastos.

—Karra —le dice al hombre a quien conoces—, ¿va todo bien por aquí?

—Iba bien hasta ahora —responde Karra, sin quitarte los ojos de encima. La manera en la que te mira hace que se te endurezca la piel. Algunos de los otros Lomocurtido posan la mirada en Karra y Rask, como si esperaran recibir órdenes de alguno de ellos. Una mujer te mira fijamente, pero al resto parece bastarle con lanzarte alguna que otra mirada furtiva.

—Me alegro de oírlo —dice Rask. Ves que frunce un poco el ceño, quizá porque se ha dado cuenta de las mismas cosas que tú—. Dile a tu gente que abra la puerta un momento, ¿vale?

Karra sigue sin quitarte los ojos de encima.

—¿Crees que es buena idea, Rask?

Rask frunce el ceño y camina con decisión hacia Karra, hasta que se le queda mirando cara a cara. Rask no es un tipo corpulento. No es un Lomocurtido, sino un Innovador, aunque eso ya dé igual.

—Sí —asiente Rask, con voz tan baja y tensa que, por fin, Karra se pone firme y lo mira sorprendido—. Lo creo. Abre la puerta, si no te importa. Y si el aburrimiento no te tiene oxidado.

Recuerdas una frase del litoacervo. Estructuras, versículo tercero: «Los líderes firmes son aquellos en los que más se puede confiar.»

Karra aprieta la mandíbula, pero un instante después asiente. Intentas parecer ocupada mientras miras el portabasto. Los tirantes están muy sueltos. Jija fue el último que se lo puso.

Karra y el resto los de encargados de la puerta empiezan a moverse y a manipular el sistema de poleas que la levanta. La mayor parte del muro de Tirimo está hecho de madera. No se trata de una comu acaudalada que se pueda permitir importar buena piedra ni los albañiles necesarios, aunque no deja de ser mejor que las comu peor dirigidas o las nuevas que ni siquiera han llegado a levantar un muro. Eso sí, la puerta es de piedra, porque siempre es el punto más débil del muro de toda comu. Solo tienen que abrirla un poco para ti, y se detienen después del movimiento lento, algunos chirridos y de que los que tiran de las poleas les griten a los vigilantes si se acerca algún intruso.

Rask se gira hacia ti, sin ocultar su incomodidad.

—Lo siento... por lo de Jija —dice. Ni una mención a Uche, pero quizá sea lo mejor. Necesitas aclarar tus pensamientos—. Todo ha sido una mierda. Espero que encuentres a ese cabrón.

Lo único que consigues es mover la cabeza. Se te cierra la garganta. Tirimo ha sido tu hogar durante los últimos diez años. Solo empezaste a considerarlo como tal (un hogar) después del nacimiento de Uche, pero nunca pensaste que llegarías a hacerlo. Recuerdas que perseguías a Uche por el herbaje cuando aprendió a correr. Recuerdas cómo Jija ayudó a Nassun a construir una cometa y a volarla; los restos siguen todavía en un árbol de la zona este del pueblo.

Pero irse no es tan difícil como habías pensado. Y menos ahora, con las miradas de tus antiguos vecinos deslizándose por tu piel como aceite podrido.

—Gracias —murmuras, y esperas que abarque todo lo que quieres expresar, porque Rask no tenía por qué haberte ayudado.

Ha expuesto su liderazgo al hacerlo. Ahora los encargados de la puerta lo respetan menos y correrán los rumores. La gente no tardará en saber que simpatiza con los orogratas, y eso es peligroso. Los líderes no pueden permitirse ese tipo de debilidades cuando se acerca una estación. Pero lo que más te importa en este momento es la sensación de decencia, una amabilidad y honor que no esperaste recibir nunca. No estás segura de cómo reaccionar.

Rask asiente, también incómodo, y se marcha mientras te diriges hacia el hueco de la puerta. Quizá no viera cómo Karra hace un gesto con la cabeza hacia otro de los encargados de la puerta, quizá tampoco viera cómo aquella mujer levanta el arma y la apunta hacia ti. Quizá, piensas luego, Rask habría detenido a la mujer o evitado de alguna manera lo que iba a ocurrir, de haberlo visto.

Pero tú la ves, casi en los límites de tu visión periférica. Y todo lo que sucede a continuación pasa demasiado rápido como para pensar. Y como no piensas, como desde hace tiempo has evitado pensar y ya no estás acostumbrada, como pensar es algo que te recuerda que tu familia está muerta, que todo lo que antes considerabas como algo feliz ahora es una mentira y pensar en ello haría que te vinieras abajo y empezar a gritar, a gritar y a gritar...

... y como hace tiempo, en otra vida, aprendiste la manera de responder a ese tipo de amenazas de una forma muy particular...

... estiras las manos hacia el aire que te rodea y tiras de él...

... te aferras a la tierra que tienes debajo, te anclas a ella, te centras y...

... cuando la mujer dispara la ballesta, la saeta sale disparada hacia ti hecha un borrón. Y justo antes de que impacte contra ti, estalla en millones de trozos de hielo brillante.

«Mala, muy mala», resuena una voz en tu cabeza. La voz de tu conciencia, grave y masculina. Aquella voz pertenece a otra vida, algo que casi olvidas en el instante en que ocurre todo esto.

Vida. Miras a la mujer que acaba de intentar matarte.

—¡Pero qué... joder! —Karra te mira, sorprendido por no verte caer muerta al suelo. Flexiona el cuerpo, con los puños muy apretados, y da pequeños saltitos debido a los nervios—. ¡Disparad de nuevo! ¡Matadla! Me cago en la Tierra, venga ya, antes de que...

—Pero ¿qué coño hacéis?

Rask, que parece que al fin se ha dado cuenta de lo que ocurre, se da la vuelta. Es demasiado tarde.

Bajo tus pies y los del resto, la tierra empieza a temblar.

Al principio es difícil percibirlo. No se siente nada en las glándulas sesapinales, como ocurriría si aquel temblor viniera de la propia tierra. Es una de las razones por las que la gente como ellos teme a la gente como tú, porque eres impredecible y no pueden prepararse contra ti. Eres como una sorpresa, como un dolor de muelas repentino, como un ataque al corazón. La vibración que provocas se incrementa, rápido, y el retumbar empieza a sentirse no solo con las glándulas sesapinales, sino también con los oídos, los pies y hasta en la propia piel. Y en ese momento ya es demasiado tarde.

Karra frunce el ceño y mira hacia el suelo que tiene bajo los pies. La mujer de la ballesta se detiene a medio cargar el siguiente proyectil y abre los ojos desmesuradamente, sin dejar de contemplar la vibración de la cuerda de su arma.

Estás de pie y te rodean un remolino de copos de nieve y los pedazos de saeta de la ballesta. Alrededor de tus pies hay un círculo de unos sesenta centímetros de escarcha que recubre la tierra. Tus rizos se agitan con suavidad en la brisa que empieza a soplar.

—No lo hagas —susurra Rask, que se sorprende al encontrarse con tu mirada. (No sabes qué aspecto debes de tener en aquel momento, pero no parece ser agradable.) Niega con la cabeza, como si aquel movimiento fuera capaz de detenerte, y luego da un paso atrás. Y otro—. Essun.

—Lo matasteis —le dices a Rask. No es algo racional. Intentas dirigirte a él en particular, pero no puedes evitar hablar en plural. Rask no ha intentado matarte ni tiene nada que ver con Uche, pero aquel intento de asesinato ha despertado tu instinto, tu rabia y tu frío. Cobardes. Animales que ven a un niño como una presa. Una parte de ti sabe que Jija es el único culpable de lo de Uche..., pero Jija creció en Tirimo. ¿De dónde puede surgir un odio capaz de hacer que un hombre mate a su propio hijo? De todo lo que lo rodea.

Rask coge aire.

—Essun...

Y entonces la superficie del valle se parte en dos.

La primera sacudida es tan fuerte que tira a todo el mundo al suelo y agita todas las casas de Tirimo. Luego las casas se sacuden y repiquetean, a medida que la sacudida pasa a convertirse en una vibración constante. La primera que se derrumba es la tienda de reparación de carros de Saider, la vieja estructura de madera del edificio se viene abajo sobre los cimientos. En el interior se escuchan gritos, una mujer consigue escapar antes de que se desplome el marco de la puerta. En la zona este del pueblo, la que está más cerca de la montaña, hay un desprendimiento. Tres casas y una parte del muro de la comu quedan enterradas bajo la avalancha repentina de lodo, árboles y rocas. En las profundidades de la tierra, un lugar que solo tú puedes sentir, se empiezan a resquebrajar los muros de arcilla del acuífero subterráneo que abastece los pozos del pueblo. El agua del acuífero comienza a filtrarse. Tardarán semanas en darse cuenta de que acabaste con el pueblo en aquel preciso instante, pero se acordarán de ti cuando los pozos se queden sin agua.

O al menos lo harán aquellos que sobrevivan a lo que está ocurriendo. El círculo de escarcha de tus pies y el remolino de copos de nieve comienza a extenderse. Muy rápido.

Primero alcanza a Rask. Intenta escapar a medida que el borde del toro que te rodea se acerca hacia él, pero se encuentra demasiado cerca. Lo pilla en medio de una zancada, le congela los pies y le solidifica las piernas hasta alcanzar la espina dorsal, y luego, en un suspiro, lo hace caer al suelo con la consistencia de una roca, con la piel grisácea como su pelo. La siguiente víctima del círculo es Karra, que no ha dejado de gritar que te maten. El grito se ahoga en su garganta cuando cae, congelado en un instante, el aliento helado se escapa de entre sus dientes apretados y se hiela en el suelo cuando le robas todo su calor.

No solo acabas con la vida de tus vecinos del pueblo, claro. Un pájaro que estaba posado en una valla cercana cae de ella, congelado. El césped cruje, la tierra se endurece y el aire silba y aúlla a medida que pierde densidad y humedad..., pero nadie ha guardado nunca luto por las lombrices.

Rápido. El aire revolotea con fuerza a lo largo de toda la calle Siete estaciones y hace que los árboles crujan y que todo el que se encuentre cerca grite al darse cuenta de lo que ocurre. El suelo no ha dejado de moverse. Te meces con él porque conoces su cadencia, te resulta fácil mantener el equilibrio sobre él. Lo haces sin pensar siquiera, porque en tu mente solo hay hueco para una cosa.

Esta gente ha matado a Uche. Su odio, su miedo, su violencia gratuita. Ellos.

(Él.)

Mató a tu hijo.

(Jija mató a tu hijo.)

La gente sale despavorida hacia las calles, grita y se pregunta por qué no los ha avisado nadie. Matas a cualquiera que sea tan estúpido o esté tan asustado como para acercarse a ti.

Jija. Todos son Jija. Toda esta ciudad herrumbrosa es Jija.

Pero la comu, o al menos la mayor parte de ella, se salva por dos razones. La primera es que la mayor parte de los edificios no se derrumban. A pesar de que Tirimo es muy pobre para construirlos de piedra, sus constructores están bien pagados y son éticos, por lo que han usado las técnicas que recomienda el litoacervo: las estructuras flotantes y la viga central. La segunda es que la falla geológica del valle, la misma que acabas de desplazar con tus pensamientos, se encuentra unos cuantos kilómetros hacia el oeste. Por este motivo, la mayor parte de la población de Tirimo sobrevivirá, al menos hasta que se sequen los pozos.

Por este motivo, y por el grito aterrado y omnipresente de un niño cuyo padre intenta escapar de un edificio que se bambolea con mucha intensidad.

Te giras hacia el sonido casi de inmediato, de forma natural, y tus oídos de madre encuentran el lugar de donde proviene. El hombre abraza al niño con ambos brazos. Ni siquiera lleva un portabasto, solo se ha preocupado de coger a su hijo. El niño no se parece en nada a Uche. Observas cómo brinca y vuelve hacia la casa en busca de algo que el hombre ha dejado atrás. (¿Su juguete favorito? ¿Quizá su madre?) Y es en aquel momento y de improviso cuando piensas.

Y te detienes.

Te detienes. Porque mira lo que has hecho, Tierra indolente.

El temblor se detiene. El aire vuelve a soplar a tu alrededor, esta vez más cálido y húmedo. Tu piel y el suelo que te rodea se empapan de inmediato debido a la condensación. El retumbar del valle empieza a desaparecer, y solo se escuchan los gritos, los crujidos de la madera que se viene abajo y la sirena de terremotos, cuyo desesperanzado lamento ha empezado a sonar tarde.

Cierras los ojos. Estás dolorida, tiemblas y piensas: «No, yo maté a Uche. La culpa es mía, por ser su madre.» Hay lágrimas en tu cara, y pensaste que no deberías ponerte a llorar en un sitio así.

Pero ya nadie se interpone entre la puerta y tú. Los guardias que han podido escapar lo han hecho, aunque Rask, Karra y otros muchos fueron demasiado lentos. Te pones el portabasto al hombro y te diriges a la apertura mientras te frotas la cara con la mano. Sonríes, aunque se trate de una situación amarga y dolorosa. Resulta inevitable admitir la ironía que entraña. No querías quedarte esperando a que la muerte fuera a por ti. Muy bien.

Menuda estúpida estás hecha. La muerte siempre estuvo aquí. La muerte eres tú.

 

* * *

 

No olvides nunca lo que eres.

 

Tablilla primera, «De la supervivencia»,

versículo décimo