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Viaje a través de lo imposible

Le voyage á travers l’impossible (Méliès, 1904)



Si el sutil mundo provincial de los Lumière constituye la primera sede del realismo, su compatriota George Méliès instalará, prácticamente en el mismo instante, la segunda vertiente de lo que va a venir: el dominio de la irrealidad en el pleno campo de «lo real».

La obra de Méliès, de cuya desmesura Viaje a través de lo imposible es una especie de condensación barroca, desafía a La llegada de un tren desde una formulación que el mago de Montreuil quizás no haya verbalizado jamás: el cine será el territorio de los sueños. Es la primera confrontación, en el cine, de esas viejas tradiciones del pensamiento lingüístico que son el anomalismo y el analogismo, según las cuales el lenguaje nace del ordenamiento del mundo, o, a la inversa, crea ese ordenamiento con sus propias reglas.

Notablemente, la historia comienza en el mismo Salón Indio de París, a cuya primera proyección asistió Méliès, hijo de industrial, burgués ilustrado y director excéntrico del teatro de magia Robert-Houdin, que divisó de inmediato las honduras del invento de los Lumière. Quiso comprarlo. El padre de los autores, el fotógrafo Auguste Lumière, replicó con una carta que forma parte de la antología de la miopía: «Nuestra invención no está en venta. Puede ser explotada algún tiempo como una curiosidad científica, pero no tiene ningún porvenir comercial. Para usted sería la ruina»4.

La ruina de Méliès sobrevino, en efecto, como el cumplimiento de una maldición, pero bastante tiempo más tarde: en 1914, fue devorado por Pathé Films y debió instalar una tienda de juguetes en la estación de Montparnasse. Murió en la pobreza, en un hospital público, en 1938.

Pero al comienzo, la negativa de los Lumière no le fue suficiente. Consiguió reproducir el invento y empezó a rodar pequeñas cintas en 1896, imitaciones, como muchas en todo el mundo, de las home movies de los Lumière. Pronto derivó hacia la adaptación teatral de obras literarias y, sobre todo, a lo que era su vocación: la magia5. Magia blanca, superior y total, consumada ahora con el instrumento más perfecto del ilusionismo: el defecto de la persistencia retiniana.

Méliès exaltó las posibilidades escondidas del aparato naïve: descubrió que con él podían desaparecer los cuerpos físicos, separarse las cabezas de los troncos, convertirse en materia los espectros, acercarse los astros, fundirse los espacios6. Le dio al cine el pecado original sin el cual su nacimiento era incompleto: la tentación de la demiurgia, la mordida en la manzana del árbol de la sabiduría. Ella hará posible la materialidad de todas las ilusiones, desde Los diez mandamientos hasta La guerra de las galaxias.

Su obra más célebre llegó a ser Viaje a la luna [Voyage á la lune, 1902], con un cohete disparado por un cañón que se incrusta, repleto de científicos, en un ojo abierto de la antropomórfica luna. Méliès se inspiraba en Jules Verne, y desde entonces su cine procederá como la literatura de aquél: en el ciego optimismo de la ciencia, en la exaltación ilimitada del ingenio, opera una sutil demencia del exceso, por la cual la racionalidad del progreso gira torvamente hacia la pesadilla, es decir a la propia negación de lo posible.

Viaje a través de lo imposible podría haber sido un trabajo de Verne, aunque no lo es. Supone la síntesis de otras aventuras descabelladas, pero está dotada de un sesgo personal más fuerte. Méliès interpreta al profesor Mabouloff, miembro del Instituto de Geografía Incoherente, que emprende un viaje hacia el sol en su Automabouloff, a 500 kilómetros por hora tras atravesar un cosmos poblado por astros paródicos, sonrientes o rabiosos, la tripulación del vehículo se introduce en un mundo submarino –no hay explicación para que tanta acuosidad se acumule en el astro incandescente– donde debe luchar contra monstruos multiformes.

La confusión entre arriba y abajo, entre fuego y agua, entre sol y penumbra, no parece nada casual, como el título lo aclara. Las potencias esenciales del simbolismo sicoanalítico –la solaridad fálica y el agua amniótica– aparecen mezcladas en la zona de lo imposible –el sueño–, gracias a un medio que sin embargo lo hace todo posible, ilusorio y virtual.

Méliès sueña con lo imposible en 1904, el mismo año en que Sigmund Freud publica la «Sicopatología de la vida cotidiana». Lo viene haciendo desde el último lustro del siglo, el mismo en que el neurólogo vienés ha sacudido a la imaginación especulativa con su «Interpretación de los sueños». Se avecina, cabalgando, la teoría del inconsciente.

Allí donde los Lumière habían concebido una ventana para mirar al mundo exterior, Méliès produce un túnel, una ventana hacia adentro. El cine ya tiene un segundo destino: será el territorio de los sueños.