Capítulo 1

Un intruso indeseable que ha

marcado nuestras vidas

Si no empezara este libro hablando de Eta estaría obviando la importancia fundamental que la banda terrorista ha tenido en mi vida. Si no hubiera vivido en el País Vasco, y no hubiera sentido tan de cerca el zarpazo de Eta, nada de lo que ha sido hubiera sido. Sin Eta mi vida habría sido completamente distinta. ¿Cuánta gente del País Vasco y del resto de España podría decir lo mismo? ¿Cuánta gente tiene un antes y un después en su vida estrechamente vinculado a esa banda terrorista? Seguramente mucha más de lo que nos gustaría creer. Nos ha marcado a generaciones enteras, unos lo vivimos con más intensidad que otros, pero nadie hoy con una pizca de sensibilidad puede decir que Eta no ha sido un agente determinante en su vida sin haber sido invitada a ello. Por eso quiero empezar hablando de Eta, porque mucho de lo que nos ha ocurrido pivota en torno a la banda terrorista y a sus actuaciones. Su existencia ha marcado el devenir de la sociedad vasca y, desgraciadamente, en muchos casos lo ha marcado en clave completamente negativa, porque ha sacado lo peor de nosotros mismos como personas y como sociedad. Nos hemos comportado en demasiadas ocasiones como cobardes, como egoístas, como mezquinos... incluso como inmorales.

Como sociedad hemos dejado bastante que desear. ¿Cómo se puede entender, por ejemplo, que en 1993 fuéramos capaces de celebrar la Tamborrada como si nada hubiera pasado? El 19 de enero es la víspera de la Fiesta Grande de San Sebastián y durante las veinticuatro horas del día 20 de enero cientos de tamborradas recorren las calles de San Sebastián tocando las marchas del maestro Raimundo Sarriegui. Es nuestra fiesta más entrañable y la más participativa. Casi todo el mundo toca en alguna tamborrada o tiene un amigo o un familiar que lo hace. Los donostiarras en general somos poco participativos pero esta fiesta en concreto la vivimos con muchísima intensidad. La bandera de San Sebastián se iza a medianoche en el balcón de la biblioteca municipal de la plaza de la Constitución, en plena Parte Vieja donostiarra, con la Tamborrada de Gaztelubide, y ése es el inicio de las veinticuatro horas más festivas de nuestra ciudad.

El año 1993 la bandera se izaba en el ayuntamiento de San Sebastián porque había obras en la biblioteca de la plaza de la Constitución. Estábamos en el despacho del grupo popular esperando que dieran las doce para asomarnos a los balcones y ver cómo se iniciaba la fiesta, cuando empezaron a llegar rumores de un atentado de Eta, de que algo había pasado. No dábamos crédito. La víspera de la Fiesta Grande de San Sebastián, a escasos minutos de la medianoche, Eta no podía atreverse a cometer un atentado. Pero, una vez más, Eta lo había hecho. Efectivamente, a las 23.30 un pistolero de la banda había asesinado de un tiro en la nuca al empresario hostelero José Antonio Santamaría mientras cenaba en una sociedad gastronómica de la Parte Vieja de San Sebastián.

En los pasillos del ayuntamiento se produjeron momentos de confusión y nerviosismo. Todavía recuerdo ver pasar a los concejales de Batasuna como si nada hubiera ocurrido mientras los demás tratábamos de asimilar que Eta acababa de matar una vez más. Hubo gritos e insultos pero, aunque parezca mentira, se izó la bandera y empezó la fiesta. Las tamborradas salieron como si nada hubiera pasado: exactamente con la misma actitud que acabábamos de ver en los concejales de Batasuna, actuar como si nada hubiera sucedido. Como toda muestra de duelo, la bandera de San Sebastián ondeó a media asta y con un crespón negro. No se suspendió ni un solo acto, y el ambiente festivo inundó las calles de la ciudad. ¿Cómo fuimos capaces de empezar la fiesta con el cuerpo de José Antonio Santamaría todavía caliente en la Sociedad Gaztelupe, a escasos metros de allí?

Éste no es un hecho aislado que ejemplifica lo peor de la sociedad vasca, porque cuatro años más tarde, en los Carnavales de Tolosa, que son los más populares del País Vasco, volvió a aflorar esa muestra evidente de mezquindad y miseria humana. El 11 de febrero del año 1997, cuando la comparsa Kabila estaba a punto de iniciar su desfile, le asestaron un tiro en la nuca a su director, el empresario vasco Patxi Arratibel. En un gesto que le honró, el Ayuntamiento de la villa recomendó suspender oficialmente las fiestas, pero fueron las propias comparsas las que se negaron a ello. No contentas con este desprecio a una víctima que acababa de ser asesinada allí mismo, algunas de aquellas comparsas homenajearon durante esos mismos carnavales al cabecilla de Batasuna, Eugenio Aramburu, que había aparecido ahorcado en su caserío de Vizcaya unos días antes.

Así hemos vivido, negando homenajes a las víctimas y homenajeando a los verdugos, sin valor para suspender unas fiestas manchadas de sangre, haciendo como que no pasaba nada cuando Eta nos amargaba trágicamente la vida.

Por desgracia, hemos vivido muchos más ejemplos de la peor cara de la sociedad vasca, de una sociedad marcada por el miedo y la falta de libertad. Nos ha faltado coraje para rebelarnos, para plantarle cara al terror, pero también es verdad que muchas veces hemos practicado una doble moral que nos hacía estar más cerca de los verdugos que de las víctimas. Durante años, cuando Eta asesinaba a alguien se decía con malicia «algo habrá hecho». Y de esa manera, si no se justificaba el atentado sí se le daba una explicación, una razón de ser, y se convertía a la víctima y a su familia en verdaderos apestados. Al terrible dolor se añadía el oprobio. ¡Cuántas familias han tenido que marcharse de su barrio, y en muchas ocasiones de sus pueblos y ciudades, por el vacío social al que se veían sometidas! Víctimas que no recibían ninguna atención por parte de las autoridades, por no hablar de la carencia total de ayuda psicológica o económica institucional después del atentado.

Querer a todos los hijos por igual

Eta ha conseguido durante años imponernos su ley del silencio y, por miedo o por comodidad, hemos accedido a ello. Como sociedad hemos dejado mucho que desear, pero nuestras instituciones no han dado mejor ejemplo. Y no sólo me refiero a las instituciones políticas, porque en el País Vasco incluso la institución eclesiástica ha adolecido de falta de ejemplaridad e incluso de falta de caridad cristiana.

La foto del obispo Setién pasando de largo delante de los hijos de José María Aldaya concentrados para pedir la liberación de su padre y no deteniéndose para darles unas palabras de ánimo y consuelo es demoledora. Setién, entonces obispo de San Sebastián, se dirigía la mañana del 20 de enero de 1996 a la basílica de Santa María, en el corazón de la Parte Vieja donostiarra, a celebrar la misa del día de San Sebastián, y pasó delante de la concentración que hacían los hijos, familiares y amigos de Aldaya en la que pedían su liberación. No se dignó mirarlos. Unos hijos que sufrieron el vía crucis de tener a su padre secuestrado por Eta durante 341 días. ¿Por qué? Debería ser él quien contestara, pero aquel gesto no ayudó a mejorar la imagen que de Setién teníamos gran parte de los fieles. De Setién sabíamos, entre otras cosas, que durante los funerales prohibía dentro de las iglesias la bandera española sobre los féretros de los guardias civiles asesinados por Eta.

A pesar de que Setién era obispo de San Sebastián desde 1979, yo había tenido muy poco contacto personal con él, mis referencias eran a través de los medios de comunicación o de su relación con otras personas, pero era mi obispo y me negaba a creer que si acudía a él para buscar comprensión me fuera a dar la espalda. Así que decidí acudir a verle el verano del año 2000 con la sana intención de explicarle el calvario por el que estábamos pasando y la falta de apoyo que recibíamos de nuestra Iglesia. Una Iglesia preocupada por los familiares de los presos, pero que nunca tenía una palabra de consuelo para los familiares de los políticos, periodistas, jueces, policías, etc., amenazados.

Todos recordamos las dificultades de Consuelo, la hermana de Gregorio Ordóñez, a la hora de buscar una iglesia en la que quisieran celebrar, no ya el funeral, sino las misas de aniversario en memoria de Gregorio. Consuelo siempre tenía el sacerdote, pero le faltaba la iglesia. El sacerdote se llama Alfredo Tamayo. El padre Tamayo, siempre cerca de las víctimas del terrorismo, ha oficiado de buen grado todas y cada una de las misas de aniversario que se han celebrado por Gregorio, acompañado siempre por el confesor de Gregorio, don Antonio Antía, que hasta su muerte en el año 2006 estuvo junto a la familia Ordóñez. Han sido de los pocos en Euskadi que se han situado con claridad y sin peros del lado de las víctimas. Estos sacerdotes, junto a Antonio Beristain (fallecido en 2009 y al que siempre echaré de menos) y a Jaime Larrinaga (al que expulsaron literalmente de su pequeña parroquia de Maruri en Vizcaya), han defendido la dignidad, la justicia y la memoria de los asesinados. Su posición, a contracorriente de la Iglesia oficial, les ha costado más de un disgusto, pero contará siempre con la gratitud y el cariño de muchísimos vascos, entre los que por supuesto me encuentro.

Fui a ver a Setién a su despacho del Obispado en la plaza del Buen Pastor en el centro de San Sebastián, y tengo que reconocer que estuvo correcto, pero nada cariñoso ni afable. Me parecía increíble que Setién, mi obispo, no fuera más solidario con nuestro dolor y por eso creí que teniendo una reunión con él y explicándole directamente cuáles eran nuestras circunstancias su actitud cambiaría. Pero en absoluto fue así. Le puse el ejemplo de lo que sufría mi madre pensando que me podía pasar algo y que nunca, a pesar de ir todas las semanas a misa, había recibido una palabra de consuelo o de ánimo. «¿Cómo voy a saber que tu madre sufre si no me lo cuenta?» Esto es lo que me contestó. Quizá las madres de los presos de Eta sí le contaban sus penas, porque les llegó incluso a ceder los bajos de la catedral del Buen Pastor para que hicieran sus encierros.

Como somos gente educada, la entrevista terminó de forma correcta, pero recuerdo que bajé con los ojos llenos de lágrimas al darme cuenta de que, a pesar de formar parte de la grey, a mi «pastor» le importábamos bastante poco. Me llegó a decir: «¿Dónde está escrito que hay que querer a todos los hijos por igual?» Yo entonces ya era madre de dos niños y nunca he dudado de que los quiero a los dos igual, aunque sean completamente diferentes. Pero mi obispo me dejó muy claro que, para él, había fieles de primera y fieles de segunda. O sea, como los vascos, que los hay de primera, que suelen ser los nacionalistas, y de segunda, que somos los no nacionalistas.

Por si no me había quedado claro el desprecio que Setién sentía por mí y por mis circunstancias, justo antes de irme sacó un libro de «Quién es quién» para ver exactamente quién era yo y qué cargo ocupaba. En esas fechas, yo era una simple concejal del Ayuntamiento de San Sebastián y por lo visto no era digna de la conmiseración y del cariño de mi obispo.

En el País Vasco no sólo la institución eclesiástica daba la espalda a las víctimas del terrorismo, también el partido en el Gobierno parecía no ver lo que estaba ocurriendo. Por eso, en esos mismos días, hice la misma visita a Javier Arzalluz, entonces presidente del PNV, con la intención de explicarle lo dura que era la vida de los amenazados en Euskadi. Debo reconocer en honor a la verdad que Arzalluz estuvo mucho más afable y cariñoso. Durante la entrevista que celebramos en Bilbao, en Sabin Etxea, la sede del PNV, me atendió con respeto e interés y me garantizó que le impresionaba todo lo que le estaba contando, tanto que al día siguiente, día de San Ignacio, iba a hacer una referencia en un mitin a nuestra situación personal. Referencia que no hizo jamás.

Me resistía a creer que mi obispo y el presidente del PNV actuaran así cuando conocían de primera mano las vivencias de las personas amenazadas y faltas de libertad. Era tan ingenua que creí, sinceramente, que después de mis entrevistas ellos, cada uno dentro de sus competencias, harían algo para que las cosas cambiaran. No cambió nada de nada, seguramente todavía se siguen riendo de la ingenuidad y de la inocencia de quien creyó sinceramente que era bueno que supieran de primera mano cuánto y cómo sufríamos quienes no éramos políticamente correctos.

No me arrepiento de haber ido, probablemente lo volvería a hacer, pero esa experiencia me confirmó que no actuaban por desconocimiento (¿cómo no iban a saber lo que sufríamos?), sino que lo hacían sabiendo perfectamente cuáles eran las consecuencias de sus actos, palabras, acciones y omisiones.

Durante años hemos enseñado nuestra cara más amarga: en primer lugar, desde luego, Eta con su maldad, y después nosotros como sociedad incapaz, a veces por miedo y otras por «comodidad», de acabar con ella. Por eso he querido empezar hablando de Eta, no para darle más protagonismo del que ya tiene, sino para dejar claro que estoy segura —¡quiero estar segura!— de que mis hijos vivirán sin su presencia y de que cada vez habrá menos personas que al hacer balance de su vida comprueben, con la resignación e indignación con que yo misma lo hago ahora, que Eta ha sido un elemento determinante en sus vidas. Ha sido un intruso indeseable que nos ha marcado para siempre.

Estoy convencida de que nunca volveremos a los años de plomo, ni a tener que ir a concentraciones semanales exigiendo la liberación del último secuestrado, ni a tener que pasar horas y horas en Urgencias del Hospital Aránzazu, ni a intentar paliar el dolor de la viudas y huérfanos con abrazos tan llenos de cariño y solidaridad como incapaces de llenar el vacío por una vida truncada. Ojalá no haya más manifestaciones exigiendo libertad y alternancia política, manifestaciones en las que, hombro con hombro con adversarios políticos, se fraguaban amistades de lo más variopintas.

No más desgarros personales. No más dudas de si merece o no la pena. Todo esto no volverá a ocurrir, no debe volver a ocurrir. Hemos madurado, hemos aprendido a base de sufrimiento. Pero ¿hemos aprendido lo suficiente? ¿Seremos capaces de hacerlo bien? ¿Recordaremos a todas y cada una de las víctimas del terrorismo y su exigencia de Memoria, Dignidad y Justicia? ¿Una vez que «Eta ya no exista», estaremos seguros de no «haber hecho cosas que puedan helar la sangre de las víctimas», como denunció certeramente Pilar Ruiz, la madre de Joseba Pagazaurtundua?

Pagaza

Conocí a Joseba Pagazaurtundua, Pagaza, en 1999, cuando fundamos, junto a otros compañeros, la Iniciativa Ciudadana ¡Basta Ya! creyendo que, desde la sociedad civil y no desde el protagonismo absoluto de los partidos políticos, tendríamos la posibilidad de despertar las conciencias adormecidas de tantos y tantos ciudadanos, y que conseguiríamos producir un giro político que protagonizara la derrota del terrorismo. Joseba era jefe de la policía municipal en Andoain, aunque estuvo destinado en Laguardia (Álava) en Comisión de Servicios porque había sufrido varios intentos de atentado.

En el año 1999, el viceconsejero de Interior de Juan María Atutxa, José Manuel Martiarena, ignorando las peticiones realizadas por Joseba, por su familia y por sus compañeros del Partido Socialista, suprimió la Comisión de Servicios y le obligó a volver a Andoain como policía municipal. Fue asesinado el día 8 de febrero del año 2003. Tras su asesinato, en un comunicado remitido por ¡Basta Ya!, y firmado por su hermana Maite, se precisaba:

Están expresamente excluidos de la capilla ardiente todos los firmantes del Pacto de Lizarra, el primer Gobierno salido del Pacto de Lizarra y el actual Gobierno vasco, heredero del anterior, así como los representantes de los partidos y organizaciones firmantes.

Hubo un duro cruce de acusaciones entre Arzalluz y Pilar Ruiz, la madre de Joseba, a la que Arzalluz acusó de haber sido «manipulada». No sólo habían matado a su hijo, sino que el presidente del partido en el Gobierno despreciaba a la madre de la víctima y acusaba a ¡Basta Ya! de ser «el reverso de Eta». Y no sólo eso, el Partido Nacionalista Vasco y Eusko Alkartasuna en el Ayuntamiento de Andoain no quisieron retirar su apoyo al entonces alcalde, José Antonio Barandiaran Ezama, de Euskal Herritarrok (el partido proetarra que antes se llamó Herri Batasuna). Y cuando se solicitó que se concediera a Joseba la Medalla de Andoain esos mismos partidos (PNV, EA y EH) se negaron a concedérsela. ¡¡Hasta tal punto llegaba la mezquindad!!

Yo tuve la suerte de trabajar con Joseba en ¡Basta Ya!, donde apuntábamos con el dedo, con seguridad y decisión, tanto a los cómplices de Eta como a los responsables de que Eta siguiera con su carrera criminal. De hecho, y por desgracia, el lema de la concentración que convocamos frente a la sede de la presidencia del Gobierno vasco, Ajuria Enea, en Vitoria, en febrero de 2003, pocos días después de su asesinato, fue «Eta asesina, Gobierno vasco responsable».

Para muchos de nosotros, Joseba, su madre Pilar, su mujer Estibaliz y sus hermanos Maite e Iñaki son un ejemplo de dignidad, de coherencia y de rebelión cívica. ¡Ojalá hubiera más Josebas Pagaza entre los ciudadanos vascos!

El honor de las víctimas

Si he empezado hablando de Eta y también de la respuesta social que tanto en positivo como en negativo generó, no es casualidad que ahora lo enlace con las víctimas, porque son las dos caras del terrorismo: la maldad frente a la bondad, el odio frente al amor, el rencor frente a la reconciliación, lo peor del ser humano frente a lo mejor.

Por las víctimas, aunque sólo fuera por ellas, tenemos la obligación de ser honestos con la historia y no falsearla. Tiene que quedar muy claro que Eta ha existido, tiene que quedar muy claro quiénes fueron las víctimas y quiénes fueron los verdugos. Y también tiene que quedar muy claro quiénes son los vencedores y quiénes los vencidos para que esta pesadilla no vuelva a producirse.

No podemos permitir que la historia del terrorismo de Eta en el País Vasco termine como si hubiera habido un empate. O como si hubiera habido dos bandos en una lucha legítima para ambas partes. No. En Euskadi no había ni dos bandas ni dos bandos; en el País Vasco había, y sigue habiendo, una banda terrorista que asesina y aterroriza a la sociedad, unos terroristas que eligieron de forma voluntaria ser asesinos o cómplices de asesinato, y unas personas que en ningún momento quisieron ser víctimas ni dar su vida porque unos asesinos decidieran que les tocaba.

Durante demasiados años se creyó que Eta era un movimiento surgido contra la dictadura de Franco. Si así hubiera sido, su actividad criminal habría cesado al morir el dictador, o cuando los españoles pusimos en marcha nuestra democracia en ese impecable ejercicio de concordia que fue la Transición. No fue así, sino todo lo contrario: Eta intensificó su actividad a partir de 1975 porque no luchaba por las libertades y contra la dictadura, sino por imponer su propia dictadura totalitaria. Eta siempre mató contra España y contra lo que ésta representa en Euskadi: la libertad, la democracia y los derechos individuales. Eta siempre mató en nombre de un proyecto político totalitario, el suyo, en nombre de la independencia de una supuesta Euskal Herria, un pueblo vasco supuestamente «oprimido» por dos naciones, la española y la francesa. Y en defensa de esa mítica patria vasca han cometido todo tipo de atrocidades.

Cada uno de los etarras eligió libremente cruzar la línea que separa el Estado de derecho del terrorismo. Nadie los obligó. Y por eso, hoy más que nunca, sus atentados ni pueden ni deben quedar impunes. No basta con un supuesto arrepentimiento privado que les dé derecho a beneficios penitenciarios. Deben pagar por todo el mal causado. Podrán redimir penas de acuerdo con la ley como el resto de los reclusos españoles, pero siempre de forma justa y con el beneplácito de las víctimas. Matar no tiene premio, pero dejar de matar tampoco debe tenerlo.

No permitamos que nadie nos escriba la historia y dejemos claro desde ahora mismo que el punto final a este capítulo negro de la historia de los vascos sólo se podrá poner con el visto bueno de las víctimas, al margen de intereses partidistas (aunque algunos quieran disfrazarlos de intereses de país). Debemos dejar claro quiénes han sufrido y quiénes se han encargado de hacer sufrir al resto con terrible saña y maldad.

Espero que los responsables políticos y la sociedad en su conjunto sean justos con la historia porque se lo debemos a las generaciones futuras, aunque acabar con esta pesadilla nos cueste un poco más de tiempo.

Acabar con esta pesadilla significa lisa y llanamente derrotar a Eta y a todo lo que la banda terrorista representa. Su final debe deslegitimar toda su carrera criminal e invalidar su proyecto político que está totalmente pervertido desde el momento en que lo han defendido derramando la sangre de cientos de inocentes. No podemos dejar ni un resquicio a la duda de pensar que existía alguna razón para hacer lo que hicieron.

Desde la niña Begoña Urroz Ibarrola, que murió con apenas veintidós meses al alcanzarle una bomba incendiaria colocada en la estación de Amara en San Sebastián, hasta el policía francés Jean-Serge Nérin, asesinado en Dammarie-les-Lys, al norte de París, el 16 de marzo de 2010, Eta ha asesinado a 858 personas, y todas y cada una de ellas se merecen que antes de poner el punto final a la existencia de la banda terrorista pensemos si lo que se está haciendo les parecería bien, si considerarían que se estaba produciendo un final de Eta justo.

Un final justo significa sencillamente que se haga justicia y que todos los que han colaborado de un modo u otro con la banda terrorista paguen por sus culpas antes de reinsertarse en la sociedad. La sociedad será generosa, de eso estoy segura, pero primero querremos confirmar que hay un arrepentimiento sincero por parte de los verdugos. Un arrepentimiento sincero que se traduzca en petición de perdón a sus víctimas, en colaboración con la Justicia y en la asunción real de las consecuencias que tienen sus actos. Y no por querer que se haga justicia somos peores personas. Al revés. Querer que se haga justicia es lo que impedirá que nadie busque venganzas personales, pues ya está el Estado de derecho para aplicar la ley.

No nos dejemos engatusar ni envolver por atractivos cantos de sirena a la hora de ponerle punto final a la negra historia del terrorismo. No nos olvidemos del sufrimiento que hemos padecido desde hace años, del daño irreparable que Eta ha causado a infinidad de familias y de la marca indeleble que ha dejado en esta sociedad. No olvidemos para que podamos construir entre todos un futuro de convivencia y pluralidad. No olvidemos para que las siguientes generaciones se sientan orgullosas de nosotros y puedan, ellas sí, aprender de nuestros errores. No intentemos borrar ni nuestra memoria ni nuestra historia, porque ésa será la mejor manera de evitar que esa historia se vuelva a repetir.

Paz sin libertad

Es muy duro vivir en una sociedad dividida y atenazada por el miedo. Estamos deseando que acabe Eta, pero ¿qué herencia dejaremos a nuestros hijos si no somos capaces de ir hasta el final en la derrota del terrorismo y consentimos, con la excusa de vivir en paz, el olvido de lo más importante, vivir en libertad?

La paz sin libertad no tiene ningún sentido. Hasta en las dictaduras se puede vivir en paz, siempre y cuando no se critique al régimen. Pero lo que nunca hay es libertad. La libertad es mucho más necesaria que la paz. La libertad de cada persona es individual e intransferible, no nos la deben arrebatar. Y, sin embargo, en el País Vasco durante años no hemos podido ser libres, así que ahora, que parece que el final de Eta está cerca, tengamos el sosiego y la madurez de saber qué es lo que debemos primar y cuál es el camino que debemos seguir. Ése es el camino que marcaron las víctimas: Memoria, Dignidad y Justicia. Y si lo seguimos es difícil que nos equivoquemos.

Me parece importante que esto quede claro. Me preocupa, por las cosas que estamos viendo, cómo terminará la historia de Eta. La banda terrorista por sí sola no querrá terminar, no querrá reconocer lo inútil de sus cuarenta años de terror, lo absurdo de su proyecto totalitario, e intentará, aun en sus últimos momentos, sacar algún tipo de ventaja. No quieren que la historia los juzgue como lo que son, unos asesinos, y buscarán que se les reconozca una justificación política. Espero que no caigamos en ese espejismo, que no nos dejemos llevar por el «buenismo» imperante o que, llevados por la premura de la cercanía de una campaña electoral o por la búsqueda de réditos partidistas, terminemos flaqueando en el último momento.

Más de una vez, y en distintos foros, he tenido la misma discusión, y no siempre con personas que pudieran ser sospechosas de querer silenciar a las víctimas. Hay gente que opina que las víctimas no pueden hacer planteamientos políticos y que, si los hacen, éstos no deben ser tenidos en cuenta. Discrepo total y rotundamente. Porque las víctimas no han elegido serlo, mientras que sus agresores, los etarras, han decidido de forma voluntaria convertirse en asesinos.

Ninguna de las 858 víctimas mortales de Eta, ni de sus innumerables víctimas, los heridos, los extorsionados, los que se han visto obligados a marcharse de su tierra, ninguno de ellos ha elegido ser víctima. Ninguno ha podido elegir, ni siquiera los políticos hemos elegido ser víctimas u objetivos del terrorismo. Conocemos la realidad y los riesgos que conlleva dedicarse a la política en Euskadi, pero eso no nos hace aceptar sin más el hecho de que podemos ser víctimas de Eta.

A muchas personas, y a muchos sectores de la sociedad, las víctimas de Eta los incomodan porque son el recuerdo vivo de la maldad, porque son la voz de las conciencias adormecidas cuando reivindican Memoria, Dignidad y Justicia, porque nos obligan moralmente a tomar partido entre víctimas y asesinos, porque nos hacen salir de nuestro territorio de comodidad donde ni siquiera tenemos que imaginarnos todo su sufrimiento. Las víctimas resultan incómodas cuando ejercen de «Pepito Grillo» recordándonos continuamente que su dolor no puede haber sido inútil y que determinadas situaciones políticas no deben permitirse porque suponen una afrenta cruel para ellas.

Esa incomodidad hace que haya gente que pretenda que estén calladas, rumiando su sufrimiento en privado. No quieren que se las vea, que se las oiga o, lo que es peor, que se las escuche, y mucho menos que se atiendan sus exigencias. Las justificaciones que suelen darse para silenciar a las víctimas son de una bajeza moral sin límites. Argumentan que como han sufrido tanto, como tienen la sensibilidad a flor de piel, han perdido la objetividad necesaria para poder hacer valoraciones políticas. Como han sufrido no pueden emitir juicios objetivos, les ciega el dolor.

Pues no. No sólo no les ciega el dolor, que sería perfectamente entendible, sino que tampoco les ciega el odio ni el rencor. Las víctimas del terrorismo son un ejemplo de dignidad, de solvencia moral, de generosidad y de enorme bondad. Con todo lo que han sufrido, de manera completamente inesperada en la mayoría de los casos, nunca han buscado venganza, no la han ejercido ni en primera persona, ni siquiera han pretendido modificar las leyes para instaurar, por ejemplo, la pena de muerte.

Eso no ha ocurrido nunca, y es bastante sorprendente que siendo un grupo humano tan variopinto, tan dispar, de entre todos ellos no haya surgido ningún verso suelto que haya pretendido tomarse la justicia por su mano. No lo ha hecho ninguno. Jamás. La generosa actitud que han demostrado a lo largo de tantos años es un inapelable argumento a favor de todas esas víctimas del terrorismo que han visto su vida truncada por culpa de una banda de asesinos. Porque sus asesinos sí matan por odio, rencor y ánimo de venganza. Odio, rencor y ánimo de venganza hacia la sociedad española y hacia una democracia que hemos conseguido fraguar entre todos.

Todo lo que de maldad tienen los asesinos de Eta lo tienen de bondad y generosidad las víctimas del terrorismo. Son los dos polos de la condición humana. Las víctimas nos han ayudado a ser mejores personas. ¡Si de sus bocas no salía una palabra de odio o de venganza, cómo íbamos los demás a ir más lejos que ellas! Las víctimas nos han ayudado a no perder el rumbo, muchas veces eran ellas, las víctimas, quienes apuntaban, con su sensatez, el camino que debíamos recorrer, y recorrerlo con ellas era un orgullo y la evidencia clara de que lo estábamos haciendo bien.

Si la sociedad española, en algún momento, da la espalda a las víctimas en sus reivindicaciones de Memoria, Dignidad y Justicia será la prueba de que lo peor de nosotros mismos ha triunfado. Si por intereses políticos o electorales nos olvidamos de que tiene que haber vencedores y vencidos, de que la historia tiene que hacer justicia a los que han sufrido y relatar cómo se hizo justicia con los que hicieron sufrir; si anteponemos la política y el rédito electoral a esa justicia histórica será porque como sociedad hemos llegado a lo más bajo y a lo más mezquino.

No olvidar no significa dejar abiertas las heridas, significa cerrarlas correctamente para garantizar que no habrá gangrena. Si no cerramos bien las heridas, si nos olvidamos de la verdad, si no recordamos la historia tal y como fue, cada uno de nosotros tendrá una deuda moral con las víctimas del terrorismo. Por eso reivindico que las víctimas tienen no solamente el derecho sino la obligación de hablar de política. ¿O acaso a sus familiares los mataron por algún motivo que no tuviera relación con la «política»? No. Los mataron por pensar distinto, por representar la libertad, la democracia, la convivencia y el pluralismo de la sociedad.

Algunos aspiran a una sociedad homogénea donde todos piensen igual, pero ése es el fin de la democracia. En Euskadi si te sales del rebaño, si piensas distinto, si te atreves a discrepar, te pueden aislar, echar o, lo que es peor, matar. Y a muchas víctimas las mataron por eso.

¿A cuántos guardias civiles, a cuántos policías nacionales los mataron por defender el Estado de derecho? ¿A cuántos periodistas han amenazado e incluso asesinado por defender la libertad de expresión? ¡Qué peligrosos eran para el proyecto de Euskal Herria a través de sus artículos y opiniones! ¿A cuántos jueces han querido amordazar por intentar aplicar la ley en un territorio donde una banda terrorista pretendía imponer su «ley» a tiros? ¿A cuántos políticos han asesinado por defender proyectos diferentes pero democráticos? ¿A cuántos ciudadanos han amedrentado para que abandonaran su decisión de ser libres?

Eta ha intentado durante años aniquilar a esa gran parte de la sociedad que le resultaba incómoda. ¡Y pensar que durante años dejábamos que se fueran por la puerta de atrás de las iglesias y que un atentado borraba el siguiente en nuestro recuerdo! ¡Cómo pudimos ser tan inhumanos!

Cuando nos cuentan que en la Alemania nazi, en una casa de vecinos, de repente, desaparecía la familia judía del 5.º y el resto de vecinos hacía como que no pasaba nada, como que se habían ido a visitar a la familia a otro lugar, a sabiendas de que se los habían llevado los nazis, cuando nos cuentan que eso ocurrió, nos cuesta entender y justificar la actitud de todos esos alemanes, que seguro que eran buena gente, que lo único que querían eran vivir tranquilos y que a ellos no les pasara nada... Pero eso los convertía en cómplices. Pues lo mismo ha ocurrido aquí. Así que no añadamos a nuestra miseria humana la prohibición de que las víctimas hablen de política, que ya más bajo no se puede caer.

Bastante han sufrido ya cuando en el pueblo o en la ciudad en la que vivían algunos vecinos cruzaban de acera para no tener que saludarles, cuando eran escasos los pésames que recibían. En mi caso, sin llegar a sufrir tales extremos, he tenido que ver cómo determinadas calles y barrios de San Sebastián me estaban vetados para evitar problemas. He llegado a tener que aguantar que un vecino de mi barrio, hecho una furia, me increpara duramente porque «estaba hasta las narices de tener que bajarse del coche para abrir el garaje por culpa de mi inhibidor». Yo intentaba explicarle que siempre será mejor bajarse del coche para abrir el garaje que saltar todos por los aires, pero no había manera, a él le molestaba tener que usar la llave y no el mando a distancia, ni se planteaba que el inhibidor era una medida de seguridad no sólo para mí, sino para todos los que estuvieran a mi alrededor. Y éste es sólo un ejemplo nimio de las circunstancias que hemos tenido que padecer quienes no hemos vivido callados y doblegados ante el nacionalismo imperante y la dictadura de la banda terrorista.

Cristina y José Antonio

No se puede ser peor que Txapote, Gallastegui o Ternera, y no se puede ser mejor que Cristina Cuesta o José Antonio Ortega Lara, dos personas que, a pesar del enorme sufrimiento que han padecido, no han perdido un ápice de sensatez, de sentido de la justicia, de búsqueda de la verdad. Personas como José Antonio Ortega Lara o Cristina Cuesta representan lo mejor de nosotros. Como me es imposible nombrarlas a todas, les pido a todas las víctimas que me permitan personalizar en José Antonio y en Cristina a los familiares de las 858 personas asesinadas por Eta y a todos los que han padecido la extorsión y las amenazas de la banda.

¿Quién no recuerda la imagen de José Antonio Ortega Lara bajando del coche en Burgos? Con veintitrés kilos menos y barba de varios meses y con la mirada completamente perdida. Estuvo secuestrado ¡¡532 días!! Desde el 17 de enero de 1996 hasta el 1 de julio de 1997. Le robaron de manera inhumana casi dos años de vida, a él, a su familia y a sus amigos. Le retuvieron en un zulo húmedo, sin ventanas, bajo el suelo de una nave industrial. Le trataron peor que a un animal y, sin embargo, José Antonio se ha recuperado de forma extraordinaria y hoy es una de las personas más cabales y con los principios más claros que conozco. Sigo manteniendo contacto con él y siempre le agradezco a Dios que me haya permitido entablar amistad con alguien de semejante categoría humana. Tenemos pendiente ir a recorrer a pie algunos de los caminos de su magnífica provincia de Burgos.

Y si José Antonio es la resistencia pacífica y el ejemplo vivo de que el ser humano tiene recursos insospechados ante situaciones límite, Cristina Cuesta fue la voz de los sin voz. Al padre de Cristina, a Enrique Cuesta Jiménez, lo mató Eta en marzo de 1982. Cristina tenía entonces veinte años. Le mataron por ser delegado de Telefónica en Guipúzcoa, ¡¡un claro enemigo del Pueblo Vasco!! Cristina, su hermana Irene y su madre, Pilar, siguieron viviendo en San Sebastián y es Cristina quien en 1986, en unas Jornadas sobre Terrorismo y Medios de Comunicación celebradas en San Sebastián, pidió la palabra para proponer públicamente a todas las víctimas del terrorismo (también a las de los GAL) trabajar juntas por la paz. Funda entonces la Asociación por la Paz de Euskal Herria con tres ejes de actividad: la concienciación, la movilización y la educación para la paz. Hoy en día no es extraordinario pero entonces, en el año 1986, nadie hablaba de movilizarse ni de educar para la paz. Convocaban concentraciones silenciosas cada vez que había un atentado y con el tiempo esas concentraciones se han convertido en cita obligada cada vez que Eta mata a alguien. El trabajo que han realizado Cristina Cuesta y todos los colectivos de víctimas del terrorismo es extraordinario. Con Cristina mantengo una estrecha amistad y nunca, en todos los años que hace que la conozco, he intuido en ella una pizca de rencor o de ánimo de venganza.

Cristina y José Antonio despiertan en mí los mejores sentimientos, me reconcilian con el género humano, son el ejemplo vivo de lo mejor de la sociedad. Y por gente como ellos, por los familiares de los 858 asesinados por Eta, merece la pena que ahora —cuando parece que el fin de Eta está cerca— no desfallezcamos y no olvidemos cómo debemos recordar esta triste historia, no olvidemos cómo hemos vivido estos cuarenta años y hagamos justicia para que las víctimas confirmen que su sufrimiento no ha sido en balde.

Esa justicia servirá para que las generaciones venideras aprendan de nuestros errores y sean mucho más sabias y mejores que nosotros.