V. Mis primeras violaciones
Subo y llamo. Ésta es una puerta cualquiera, de una casa cualquiera. Quinto piso. Un quinto piso cualquiera.
No me he atrevido a llamar en el primero, ni en el segundo, ni en el tercero, ni en el cuarto. Pero ahora ya no me queda más remedio que intentar algo. Lo intento.
Ya imaginarán que me abre una joven. Imaginarán también que es muy guapa, por supuesto. Imaginarán, si son lectores dóciles, que la joven está sola en su casa. O sea, que el marido se halla en la oficina.
Imaginarán todo esto, y se anticiparán a lo que yo pueda decirles. Porque, en efecto, la joven es guapa. Abre. Emite un «oh», y retrocede. Pero no cierra. Entro.
—Deje que me explique —le digo.
En realidad, no se opone a que me explique. Se limita a mirarme con estupor. Los pijamas del hospital (de un verde papagayo) no deben en modo alguno poner de relieve mis atractivos personales.
—Necesito ayuda.
Creo que puedo ser más explícito con ella, y lo soy:
—Me persiguen.
Cierra la puerta. Me hace pasar. Le digo que necesitaría un poco de descanso, y un traje viejo.
—Para poder seguir huyendo.
—Pero ¿de quién?
Intento ser sincero:
—De unos amigos. Y de la policía, claro.
De la policía huye todo el mundo, ¿por qué no iba a huir yo también? Ella me comprende. Y me explica que me dará un traje, pero no una cama. Entramos en el dormitorio. Entonces, claro, llaman a la puerta.
—¡Mi marido! —exclama ella.
Y me encierra en el armario.
El pelaje de un abrigo de visón o de conejo me cosquillea en la nariz. Y una percha de alambre me oprime, como un yugo, el cogote.
La puerta del armario se entreabre y llega hasta mí una bocanada de oxígeno, una larga pincelada de luz y una voz de mujer que dice:
—Pronto, escape mientras él está en el cuarto de baño.
Salgo de mi escondite.
—Por la ventana —indica la mujer, y me empuja.
Me siento con las piernas hacia fuera, automáticamente se cierran las contras a mi espalda. Quedo cara al vacío. Y en pijama.
Un quinto piso es un quinto piso. Debajo tiene cuatro pisos. Y cuatro pisos son cuatro pisos.
Descarto la posibilidad de saltar.
Podría intentar llegar hasta el tejado, pero no lo intento. Porque encima del quinto piso hay dos pisos más, y la fachada está tan desprovista de salientes y entrantes como la losa de una tumba. Mi tumba.
Podría dar media vuelta y golpear los cristales, dispuesto a desafiar las iras del marido. Pero me es absolutamente imposible hacer el menor movimiento sin que mis nalgas se sientan curiosamente impulsadas a deslizarse por un imaginario tobogán.
Opto por esperar. Aunque me hubiera gustado que alguien me brindase la oportunidad de poder elegir otra cosa que no tenga nada que ver con la muerte instantánea.
Puesto que, ya lo he dicho, he optado por esperar. Espero.
Y empieza a caer dulcemente la tarde. «La tarde cae», me digo. Y el verbo «caer», incluso aplicado con licencia poética a la tarde, me produce escalofríos.
La tarde cae. Yo caigo. Tú caes. Yo caigo. Él cae. Nosotros caemos. Yo también. Vosotros caéis. Yo caigo. Y ellos, y yo, caen.
Mirar hacia arriba y ver desfilar las nubes por el cielo mortecino no es aconsejable. Mirar hacia abajo, menos. Pero miro. A ver qué pasa.
Y pasa que veo una multitud aglomerada allá abajo, y miran hacia arriba. Y me señalan con los brazos alzados.
Se deja oír una sirena, y hacen su aparición los bomberos.
—¡No se mueva, esté tranquilo! No haga locuras, la vida es bella —me dicen a través de un altavoz.
Como no tengo altavoz, me es imposible contestar que a mí también me parece la vida bastante bella. Al menos lo moderadamente bella como para intentar seguirla viviendo hasta el final. Y procurar que el final se presente lo más lejos posible del principio.
«Esté tranquilo, tranquilo», repiten los del altavoz. Y empiezan a ponerme nervioso.
Oigo una voz a mis espaldas, dentro del piso:
—¿Un hombre en la ventana? ¡Imposible!
Un segundo después, el marido comprueba que todo es posible. Todo. Y saca un revólver y mata a su mujer. Y dispara contra mí, pero se interpone el bombero y muere en acto de servicio.
Escaleras arriba, el marido me persigue a tiros. Al fin estoy en el tejado, sorteando chimeneas. Resbalo. Ruedo. Me agarro a un canalón de desagüe. Me balanceo como en un trapecio fijo. Me lanzo: y entro, los pies por delante, en un nuevo hogar.
Y caigo sobre el lecho conyugal. Entre el marido y la mujer.
Él se vuelve y pregunta medio dormido:
—¿Qué ha sido eso?
Ella se vuelve, me mira. Y contesta con precisión:
—Un hombre.
—¡Ah! —exclama él hastiado. Y vuelve a quedarse dormido.
—No me comprende —dice ella—. Nunca me ha comprendido. Somos diferentes, y sin embargo...
Suspira.
—Es mi marido —concluye.
—Ya —digo. Y nunca debiera haber abierto la boca.
Entonces, ella me cuenta su historia. Cuando se casó era apenas una niña, «totalmente» inocente. Creía en el amor.
—¿Usted cree en el amor? —me pregunta.
Digo que sí, para no decepcionarla.
—Demuéstremelo.
—Deme un traje —replico yo.
Está de acuerdo. Y media hora después elijo un traje del guardarropa.
—El que más le guste —dice ella.
Pero él, sin abrir los ojos, levanta de pronto un brazo y advierte:
—El gris, no.
Me llevo el azul. Y me siento, por primera vez desde que salí del ataúd, un auténtico mortal más.
Salgo a la calle y observo que reina gran excitación entre la gente.
—¿Qué ocurre? —pregunto a un policía.
No me contesta. Pero una vecina se encarga de informarme:
—Buscan a un sátiro. Le llaman «el sátiro del pijama verde»...
Robo una bicicleta y me alejo de aquel lugar.
Entro en un restaurante. Ceno. Y, llegado el momento de pagar, confieso que no tengo dinero.
—Denúncieme a la policía —sugiero.
Pero no me denuncian.
—No tiene importancia —dice el dueño—. Lavará usted los platos.
Los platos son discos blancos con comida adherida. La cocina no huele mal. Huele peor. Huele exactamente a cocina. Los platos, ¡ya saben ustedes lo que son los platos! Se lava un plato, después se lava otro plato, después se coge otro plato y se lava. Y así, cien, doscientos discos blancos con comida adherida. He dicho discos blancos con comida adherida no por un alarde de retórica sino porque hay discos terroríficos, discos que giran incesantes, siempre con la misma melodía, discos que vuelan, discos que ruedan. Y yo estoy de pie. Con un bonito delantal blanco. Y se habla de los platillos volantes. Pero yo no creo en nada. Apenas en Marilyn Monroe (que está en los cielos). Por lo demás, no hay tiempo para creer. Si un toro embiste, no hay tiempo para creer en el toro. Sólo correr, o girar, ininterrumpidamente, como los discos blancos con comida adherida...
Me pegan una patada en el hocico. Yo diría más bien que me han dado con la punta de un zapato italiano en la boca. Pero es preciso creer al encargado de la cocina, porque él estaba despierto y yo no.
Y el encargado dice:
—Le he arreado una patada en el hocico.
Desde mi punto de vista, ha sido más bien una coz en la boca. Pero respeto las opiniones ajenas.
—¡Lárguese! —me dice el dueño.
Y salgo. Me han robado la bicicleta. Continúo mi paseo a pie. No sé adónde voy. Pero todos los caminos conducen a Roma. O sea, a las ruinas. O sea, a la muerte. O sea, al cementerio.
Que es tanto como decir que al final acabaré encontrándome con Mairin, «la deliciosa estrellita del firmamento».
Creo que ha llegado el momento de reflexionar sobre lo que debo hacer. Reflexiono. Y me desmayo.
Abro los ojos, y pregunto lo que suele preguntarse en circunstancias similares:
—¿Dónde estoy?
Nadie me contesta. Nadie puede contestarme.
La gente pasa, sin apenas dirigirme una mirada. Es natural. Tienen muchas cosas que hacer.
Pronto me encuentro en condiciones de responder yo mismo a mi pregunta: estoy exactamente en el mismo lugar en que me caí. Y decido permanecer aquí. Porque sé que no tengo otro sitio mejor donde ir.
Se acerca un guardia y me dice:
—Circule.
Había decidido quedarme aquí, pero circulo. Y me voy.
Y, al llegar al final de la calle, vuelvo a desmayarme. Lamento resultar un obstáculo en la vía pública, pero no he podido evitarlo. Ya estoy desmayado.
Y tengo la irrevocable determinación de no recobrar el conocimiento.
—¡Huya! ¡Huya! ¡Acaba de explotar!
—¿Explotar? ¿En dónde?
—En la isla Fidji.
—Es la prueba atómica número quinientos sesenta y tres...
—¿La última?
Corro por los túneles del metro, perseguido de cerca por un tren. Los viajeros me miran regocijados tras los cristales.
—¡Que te cogemos! ¡Que te alcanzamos!
Malditos. Saben que no soy como ellos. Saben que YO estoy en pijama. Soy una cebra entre burros.
No puedo más. Reventaré.
—En la próxima estación.
—Gracias.
Jadeo. Sudo, resoplo, escupo bilis.
—El nombre...
—¿El nombre?
Quiero conocer el nombre de la estación, pero no consigo pronunciar ni una palabra más.
—Circule.
Es un policía. El orden es la fuerza. La fuerza es el orden. Y el orden es el orden. Circule. Circulo.
Pero antes vuelvo la cabeza y veo con horror el nombre de la estación:
FIDJI. Debí suponerlo.
—¿Y ahora qué puedo hacer?
Me despierto.
—¿Se encuentra usted mejor?
¿Mejor que qué? ¿Mejor que cuándo? Es una mujer. Sí, sí. Endiabladamente bella, como suele suceder hasta la exasperación en estos relatos. Y me ofrece una taza de té.
—Me encuentro muerto —le digo. Pero en seguida pienso que encontrarse muerto es no encontrarse, o sea, encontrarse mejor que cuando se está vivo. Y yo me encuentro bastante peor que cuando estoy vivo. Por lo tanto, es evidente que todavía no estoy muerto.
—Le hemos acogido en casa como si fuera un hijo —me dice la mujer.
¿Un hijo de quién? ¿Suyo? ¿Del vecino? ¿De mi padre? O un hijo de perra, que es exactamente lo que soy.
—El médico dice que está usted muy agotado, pero que dentro de una semana podrá levantarse y andar...
¿Y para qué quiero yo levantarme y andar?
—Henry y yo estamos dispuestos a tenerlo en nuestra casa hasta que...
¿Hasta que qué? De todas formas, le estoy muy agradecido a Henry, y así se lo hago saber a ella:
—Dele las gracias a Henry.
—Henry detuvo el coche, cuando le vio tumbado en plena calle.
Empiezo a comprender que ella trata de hacerme admitir que Henry es un tipo honrado, a pesar de ser su marido: «Henry detuvo el coche». Muy amable. Podía haberme atropellado. Pero no. Detuvo el coche.
—Dele las gracias a Henry —repito.
—Henry detuvo el coche, porque usted se parece a su hermano...
Ahora ya no soy un hijo, sino un hermano. Hermano de Henry. Bien.
—Henry tiene un complejo, ¿sabe?
No me extraña. En la vida todos tienen complejos, varios. En las películas o en las novelas, los personajes sólo tienen un complejo, un único complejo que justifica todo lo que hacen y lo que dejan de hacer. Henry debe de ser un personaje de novela.
—El complejo de Henry es un complejo de culpabilidad —sigue diciendo ella—. De pequeño, estranguló a su hermanito y desde entonces vive atormentado por el recuerdo...
—Sí, claro. A veces, ocurre —digo, por decir algo.
—Por eso Henry detuvo el coche, cuando le vimos a usted tumbado panza arriba...
¿Panza arriba? Recuerdo haber caído panza abajo. Algún curioso me habrá dado la vuelta con la punta del pie.
—Y Henry me dijo: «Vamos a recogerlo, Virginia. Se parece a Rock». Y le recogimos.
—Dele las gracias a Rock, por parecerse a mí...
—Entonces le recogimos. Y Henry le ha tratado como a un hermano.
—Gracias a Henry.
—Incluso le ha prestado el pijama que tiene usted puesto.
—Gracias a Henry.
—Henry es un hombre generoso, capaz de darle su pijama a cualquier desconocido.
—Dele las gracias a Henry —repito.
—Se las daré cuando regrese.
—¿De dónde?
—De las islas Fidji. Salió esta mañana en viaje de negocios. No volverá hasta el año que viene. Por eso ha querido dejarme como con su propio hermano.
Entonces creo llegado el momento de decir que tengo sueño. Y, claro, no duermo.
—Soy muy desgraciada al pensar que Henry ha tenido que irse hasta las islas Fidji torturado por ese complejo, por esa terrible obsesión...
—Es lamentable.
Y trato de decir algo consolador:
—Pero olvidará, acabará olvidando...
—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!
No hay duda, Henry no olvidará. Ni yo dormiré.
—Recordará siempre el contacto de sus manos salvajemente crispadas alrededor del cuello frágil de su hermanito...
—Sí, claro, sí.
—¿Y sabe por qué lo mató?
—No, claro, no.
—Pues por mirarme a mí. Ya entonces me quería. El nuestro es un amor eterno. No tuvo principio ni tendrá fin...
Entonces se calla, se acerca. Y me besa.
—Evitemos las interrupciones —sugiero.
Pero ella interpreta mal el sentido de mi frase. Y, naturalmente, Henry, que no se había ido a las islas Fidji, sino que espiaba detrás de la cortina, irrumpe en la habitación.
—¡Quería probarte! ¡Quería verlo con mis propios ojos! ¡La historia se repite!
En efecto, la historia se repite. Corro de nuevo calle abajo. Y en pijama. A franjas verticales y azules, esta vez.