Margot Benacerraf

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“Yo debí seguir haciendo películas”

POSTAL

HUBO UNA VEZ una mujer diminuta, infinitamente joven, hija de un país anónimo, que llegó a Cannes, el festival de cine más importante del mundo, con una película debajo del brazo, una película en blanco y negro, inclasificable, hecha solo por ella y un ingrimo camarógrafo, sin actores, con gente normal, gente de mar y de sal, gente que ni siquiera sabía lo que era el cine. Hubo un año, 1959, y una noticia que sorprendió a toda Venezuela: esa joven, Margot Benacerraf, ganó el Premio de la Crítica en el Festival de Cannes con Araya, su modesta película. Los críticos más importantes de Europa se rindieron a sus pies. Nadie dudó en catalogarla como una obra maestra. La diminuta muchacha había vencido a Buñuel, a Truffaut, a Rosellini. El resto del mundo la llenó de elogios. Araya, luego, fue seleccionado como uno de los cinco mejores films en la historia del cine latinoamericano. Hay diccionarios de cine que la describen como la película más hermosa hecha en Venezuela. Muchos llaman a Margot Benacerraf la pionera del cine venezolano. La piedra fundacional. Una inspiración. Un paradigma. Un referente ineludible. Siete años atrás, había realizado un memorable documental, Reverón, sobre el gran delirante de la pintura venezolana. Pablo Picasso la convenció para que hiciera una película sobre su vida. Pablo Neruda exaltó sus dones. Gabriel García Márquez se sumó a ella para escribir un guión que luego se convirtió en uno de sus mejores cuentos. Todos la ovacionaron sin descanso. Pero nunca más filmó una película. Ocurrió el misterio de su silencio creador. Hizo maravillas para expandir la pasión por el cine en su país de distintas maneras, pero el mundo entero se quedó en ascuas, esperando su próxima película. Mientras, en el catálogo de la historia del cine, Araya brilla para siempre y Margot Benacerraf se convirtió en el mito, la leyenda viva, la poeta indiscutible de nuestro cine. Alguien imposible de no celebrar como una luz incuestionable en el reino del séptimo arte.


DE LAS LETRAS AL CINE

Conversemos sobre tus inicios. Fuiste una estudiante de Letras que quería ser dramaturga y terminó siendo cineasta. ¿Cómo el destino dio esas piruetas?

Justamente, el destino. Yo estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad Central de Venezuela y mis profesores fueron García Bacca, Eugenio Dimas, Sánchez Trincado y Mariano Picón Salas. Ese fue el regalo más bello que podía tener un estudiante en esa época. En ese momento yo escribía una obra de inspiración muy lorquiana, que se llamaba Creciente y que perdí para siempre. Nunca la he vuelto a encontrar. Pero lo cierto es que yo dudaba sobre esa obra de teatro que había escrito y se la entregué a mis profesores. Ellos sin decirme nada la mandaron a un concurso de teatro que hizo la Universidad de Columbia para toda América Latina. Y un año después me llamaron para comunicarme que había ganado el primer premio, que consistía en pasar en tres meses en Columbia, en la Universidad, estudiando Dramaturgia. Así tuve la suerte de ir a un taller que se llamaba Social Research (Investigación Social), dirigido por Erwin Piscator, ese gran hombre del teatro alemán que huyó de Alemania y se instaló en Nueva York. Piscator decía que el cine y el teatro eran afines y, efectivamente, daba clases de cine y teatro. Y llegué, pero eso sí, como somos todos los jóvenes, muy prepotente, y le dije a Piscator: “Yo lo que quiero es escribir teatro”. “Perfecto —me dijo— pero primero tienes que ser actriz, tienes que vivir las etapas por las que pasa una actriz para conocer el interior de una obra de teatro. Y así empecé a ver lo que era el cine por dentro. Luego me regresé a Caracas, se terminó mi beca, pero ya me quedó el gusanito por dentro.

¿Luego?

Sigue el destino, como tú decías. Me encontré a César Henríquez en la calle, en París, y le dije: “¡Oye, estoy entusiasmada con el cine!”. “Yo acabo de hacer un curso muy intenso en el IDEC (Instituto de Altos Estudios Cinematográficos) —me dijo—. Es muy difícil entrar, pero es una maravilla”. Y me fui al IDEC, fui al concurso y entre los cien extranjeros que concursaron pasamos diez nada más. Así que me quedé a estudiar en el IDEC.

REVERÓN, LA PRIMERA GRAN OBRA

Vamos a hablar de tu primer gran trabajo: Reverón. Es un trabajo que marcó pauta, una referencia ineludible, sobre todo en el género documental, pero uno podría decir que es mucho más que un documental. ¿Por qué tu primer trabajo cinematográfico fue sobre la vida de Reverón?

Entre el primero y el segundo año de la Escuela de Cine, sin haber tocado una cámara, yo regresé a Venezuela y me encontré —otra vez el destino— con Gastón Diehl. Él era el agregado cultural de la Embajada de Francia y acababa de hacer uno de los primeros documentales de arte, una película sobre Van Gogh que compartió con Alain Resnais. Y cuando llegó a Venezuela le impactó tanto Reverón como genio pictórico que le pidió a Resnais que viniera a hacer una película sobre él. Pero Resnais no podía venir. En esos días nos conocimos y hablamos del tema. Yo le dije: “Yo no he tocado una cámara todavía”. Y me dijo: “Hagamos una cosa. Escribe un guión, y si el guión me gusta, armo una productora”. Y me dediqué a investigar sobre Reverón, a convivir con él, fui muchísimas veces por aquella carretera vieja a Macuto, y hubo una empatia muy fuerte entre él y yo. Reverón no sabía lo que era el cine, él había ido al teatro en Madrid, a la zarzuela, pero no había visto películas. El primer día que llegué con Gastón Diehl se nos apareció Juanita —la famosa modelo de Reverón— en bikini y se puso una pluma de india en la cabeza. Yo no sabía qué hacer, y le dije: “Juanita, quédate tranquila, como estás vestida, normal”. Fue un encuentro muy bello. ¿Cómo empecé? Pues en ese momento nadie conocía a Reverón, es decir, la gente iba a pasar una tarde, el domingo, a ver al loquito de Macuto. Le compraban una obra, le daban cien o doscientos bolívares y se la llevaban. De manera que en diciembre de 1951 ya estábamos listos. Diehl montó una productora especialmente para Reverón, estábamos listos para filmar. Pero Armando tenía dos años que no pintaba. Ese fue un gran problema.

¿Por qué? ¿Tenía un bloqueo creativo o algo así?

Sí, decía que una mano le decía a la otra que no era el momento de pintar, o que los animalitos de abajo le decían que esperara. Total, que no estaba en disposición de trabajar, así que me tocaba sentarme y hablar con Reverón.

¿En ese momento qué edad tenía él?

Si nació en 1900, como creen, serían cincuenta y un años.

Y cuando fuiste a filmar el documental, ¿cómo andaba su mente? Siempre se habla de que él hacía un performance, que era muy histriónico, que divertía a la gente, pero hubo un momento en que empezó el desequilibrio mental.

Pero fíjate que él no quería decepcionar a la gente que venía desde lejos, y entonces hacía su performance, es decir, eso era matemático, tocaban la campanita que había en la entrada, y Panchito, el mono, halaba la puerta. Y uno sentía que había una pequeña transformación, empezaba a hacer su número. Pero a mí lo que me impresionó muchísimo en Reverón fueron sus momentos de lucidez. Sí, también tenía momentos terribles. Yo llegué a filmar uno de esos momentos que no monté en la película, pero lo tengo.

¿Por qué? ¿Era muy fuerte?

Era muy doloroso, porque gesticulaba, sufría, era terrible. Y me pregunté: “¿Por qué tengo que montar esto para explicar que él es un genio pictórico? No tengo que hacerlo; y entonces lo dejé como un documento. Pero verdaderamente eran momentos muy difíciles.

¿Y es cierto que en una ocasión hizo que te pusieras una sotana y que le pidieras perdón a cada una de sus muñecas?

En la última noche hubo un momento muy bello, el perdón de las muñecas. Tengo que decirte que en un momento de lucidez, un día que él vio que yo estaba arreglando el cuadro y las luces, me dijo: “Déjame ver por ese huequito de la cámara”. Se metió y vio, y me dijo: “¡Es como la pintura!”. Fíjate qué belleza. Ese momento me impresionó mucho. Así que yo decidí quedarme a vivir en su casa, en el taller. Colgué mi chinchorro y dormía ahí. La noche que terminamos el autorretrato ya eran las tres de la mañana y había algo absolutamente misterioso y mágico, todas las muñecas iluminadas. Y Reverón me dijo: “Margocita, ¿yo me porté bien?”. “Muy bien Reverón, fuiste muy colaborador”, le contesté. Y me dijo: “Ahora tú vas a tener que perdonar a las muñecas, porque ese va a ser el final, el perdón de las muñecas”. Y sacó una sotana hecha en papel maché y un bonete de cura. Y heme allí, a las tres de la mañana, con el ruido del mar de fondo, las cigalas, y yo vestida de cura. Descolgó todas las muñecas y las arrodilló como si fuera el atrio de una catedral. Y yo tenía que pasar entre las muñecas y perdonarlas. Entonces me decía: “Esta es la más pecadora de todas, esta es Menequir, la princesa oriental, tienes que perdonarla”. Y yo iba y volvía y hacía lo que él quería. Pero además él quería que eso fuera filmado y que con esa escena terminara la película. Yo veía con desesperación a Boris, el camarógrafo, pues nos quedaban unos metros de película y teníamos que filmar a la mañana siguiente unas tomas en exteriores. Y pensaba qué hacer. Le guiñé el ojo a Boris, que empezó a tomar fotos; felizmente quedaron imágenes. Total, que en el cine Junín, que era el cine más grande de Caracas en aquella época, te estoy hablando del año 53, nos sentamos Reverón, dos enfermeros atrás, el médico Báez Finol y yo. Se quedó impávido. Al final se encendieron las luces y el médico le dijo: “Reverón, ¿qué piensa? Ya se terminó”. Y Reverón le contestó: “Margocita sabe que la película no está acabada”. Se acordó exactamente de lo que él quería, que había que tener un perdón de las muñecas. Y en el final del documental, fíjate si es teatro, bajaba la mantilla de la Plaza Bolívar que él bordó, con la palabra FIN. Y se quedó muy triste de que la película no terminara como él quería.

Esa película ganó el Premio Internacional de Documentales y tuvo el honor de inaugurar el Primer Cine de Arte y Ensayo en París.

Exacto, en los Campos Elíseos. Y eso me valió el encuentro con Picasso. Reverón fue una llave más.

EL ENCUENTRO CON PABLO PICASSO

Resulta que el genio de la pintura en Venezuela te lleva al genio del siglo XX, Pablo Picasso. Muy poca gente sabe que tú hiciste una película sobre Picasso, a pedido de él mismo. Háblanos de esa historia.

Cuando me fui a París, unos amigos que habían visto la película en los Campos Elíseos me preguntaron si quería conocer a Picasso. Y me contaron que los sábados en la mañana él abría las puertas de su taller y podíamos ir a saludarlo. Fui muy emocionada y fue muy lindo porque ahí estaba... Iba mucha gente, y Picasso, que era terrible, decía: “¡Vamos a ver qué idea me vienen a robar!”. Al final le hablaron y le dijeron: “¿Ves esta mujercita chiquitica? Hizo una película sobre un pintor venezolano llamado Reverón”. Total, que le gustó mucho la idea de ver la película. Y me dijo: “Yo me voy mañana para Vallauris —era la época en que él hacía cerámica en ese pueblo de ceramistas—, vente con la película”. Y tuve la proyección más emocionante de Reverón que he tenido en mi vida, con Picasso y todos los ceramistas a mi lado.

¿Y qué te dijo de la película?

Me puso la mano en la pierna y me dijo: “Tú y yo mañana vamos a hacer una película, pero para divertirnos, no esas películas intelectuales”. Y yo le dije: “Pero don Pablo, yo vine por tres días, no tengo cámara, no tengo nada aquí”. Y de pronto Picasso sacó una cámara y le pidió a su hijo que fuera a comprar películas. Por cierto que era, en esa época, una película reversible, es decir, que no había negativo, era el mismo positivo. Y empecé a filmar. Y en vez de tres días me quedé tres meses, hasta el fin del verano. Y llamé a la película El diario de un verano. Todos los días filmábamos lo que a Pablo Picasso le pasaba por la cabeza.

Era dibujo libre, digamos, no había guión establecido.

Sí. Yo me quedaba en el hotel del pueblo, al frente de donde está El hombre del carnero, esa famosa escultura, y él pasaba como a las doce del día en punto, con su auto descapotable. El chofer era el hijo, me tocaban la corneta y yo bajaba.

¿Qué edad tenías en ese momento?

En el año 53, tenía veinticinco años.

¡Eras realmente joven! ¿Y qué pasó con esa película? Porque finalmente estuviste tres meses con él.

Fue una serie de coincidencias. Nosotros nos fuimos un fin de semana a ver una corrida de toros, y Françoise Gilot, que era la mujer de Picasso, pintora también, se quedó con los hijos. Cuando regresamos el domingo, después de la corrida, las luces de la casa estaban apagadas, todo a oscuras, y vi a Picasso llorar. Había encontrado la famosa carta de Françoise en la que le decía: “no se puede vivir con un genio”. Ella se llevó a los niños a París y creyó que él iba a salir corriendo detrás de ella a buscarlos. Muchos amigos me echaban broma y me decían que yo tenía un romance con Picasso. No sé si es que me salvé. Él me quería muchísimo, pero yo no iba a quedar como las mujeres que estuvieron con él y que terminaron en un sanatorio. Porque él tenía un temperamento muy fuerte. Françoise se fue porque ella quería tener una vida normal. Picasso tenía una cohorte de aduladores tan grande que le traían hasta mujeres. Y luego la magia se rompió, ya no trabajábamos todos los días. Y yo me llegué a sentir muy incómoda, ya no me sentía bien en ese hotel esperando que Picasso se recuperara. Entonces decidí que me iría a París y cuando Picasso estuviera mejor, yo regresaría. Mientras tanto, había visto con Picasso todo lo que habíamos filmado y a él le gustó muchísimo. Teníamos kilómetros de película.

¿Y dónde están esos kilómetros de película?

Picasso siempre los tuvo consigo. Se mudó como a cinco casas y siempre estaban las latas ahí.

¿Y tú no le dijiste: maestro, deme acá que yo necesito montar eso?

Es que ya no recibía a nadie. Pero yo tenía un amigo argentino, periodista, fotógrafo, que me dijo que esos rollos existían todavía porque él los había visto y se los había pedido. Pero Picasso dijo que no, que él quería tener esos rollos. Se murió y Jacqueline, su otra mujer, se suicidó. Así que esos kilómetros de película andaban dando tumbos por todas partes. Espero que algún día aparezcan, porque eran muchas latas de película. Seguimos buscándolas... Pero ese momento no me lo quita nadie.

A CUATRO MANOS CON GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Margot, un día decides adquirir los derechos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, de García Márquez.

Debería ser la cándida Margot.

Contemos esta historia para que el público la conozca.

García Márquez me dijo un día que quería hacer una película, un poco como lo que hice con Araya, pero en La Guajira. Y me comentó que él tenía una historia de una abuela gorda con una niña pequeña, que la prostituye por todos los caminos de La Guajira. Y me propuso que me fuera a La Guajira, como hice con Araya, y que escribiera y nos mandáramos el guión por correspondencia. Él vivía en México. Y yo me fui varios meses a La Guajira. Muchas de las historias que están en el libro La cándida Eréndira se las conté yo al Gabo.

¡No me digas!

Sí señor. Primero fue el guión y después el libro.

¿Pero llegaste a desarrollar el guión?

Yo tengo esas cartas de Gabo, no sé ni por qué las tengo todavía. Y también tengo las cartas mías contestándole. Pero el Gabo tiene esa cosa, que él...

Muchos escritores escuchan un cuento bueno y se lo roban.

Inmediatamente. El Gabo, que era el Gabo caribeño, simpático que todos conocimos, me contestó: “Vamos a dejar esta historia en forma epistolar porque es larguísima. ¿Tú te puedes venir a Barcelona? Así terminamos el guión juntos”. Él se fue a vivir a Barcelona. Yo abandoné la Cinemateca —que ya habíamos fundado y que yo había dirigido varios años— y me fui a Barcelona a trabajar con el Gabo. Yo le contaba las historias que había vivido en La Guajira, y recuerdo que también le conté una historia que viví en Araya con Pérez Jiménez. ¿Te acuerdas de la historia de la cándida Eréndira? A ella se la llevaron al convento porque estaban casando a todo el mundo para que no hubiera concubinato. Pues eso lo viví yo en Araya. Estábamos filmando la llegada de Pérez Jiménez, que andaba con Fortunato el Platinado Herrera, con toda su banda y muchas mujeres. Llegaron en un yate, y además era divertido porque venía a promulgar el matrimonio para quitarle lugar a los concubinatos. Me decían que filmara, pero no lo hice por el eterno problema del material, la lejanía del plano y otros problemas técnicos; además, yo creía que no valía la pena. Hoy daría lo que no tengo, porque ver a Pérez Jiménez al lado de un cura español que realizaba matrimonios, incluso de mujeres en estado que llevaban a sus hijos pequeños tomados de la mano, sería un buen documento. Fue muy curioso. Y a los novios les regalaban anillos de oro y unas telas para que se hicieran un traje. ¿Quién iba a decir que no? ¡Claro que se casaban! Esta historia fue la que le inspiró al Gabo la parte del convento, cuando Eréndida le dice: “Sí, me caso”. Pero yo no terminaba de ver que esa película de la cándida tomara cuerpo, y el Gabo tampoco. Recuerdo que la abuela gorda era como un Buda enorme, una gordura gigantesca. Y yo decía muerta de risa que era Orson Welles mujer. Y la prensa decía: Margot va a contratar a Orson Welles.

¿Pero es mentira? ¿Nunca llegaste a hacerle la propuesta?

No. Yo dije: es como Orson Welles, porque yo acababa de ver una película de Orson Welles en la que usaba una batola negra y estaba que no cabía en una silla. Y la prensa interpretó lo que quiso.

¿Y por qué al final no se dio la película?

El Gabo y yo terminamos el guión y yo empecé una carrera loca. Esa es una de las razones por las que después no filmé nada, porque me afectó mucho. Me dediqué con toda la pasión que tengo, y no sabes cómo puedo anteponer el cine cuando me apasiono... Uno no debe hacer eso en la vida. También sucedió que cuando conseguía a los coproductores franceses, o italianos, o españoles, decían que sí, pero en La Guajira no. Todo el mundo contaba experiencias terribles de filmar en Latinoamérica. Una vez me llevaron a ver los desiertos donde hacían los western en España, me llevaron también al sur de Italia. Y yo, por supuesto, decía: ¡no! Además creo que el Gabo estaba en un momento de cambio en su vida. Hay gente que sucumbe a la fama muy fácilmente y gente que no. Él se transformó en otro personaje, quería a toda costa que se hiciera la película. Ya no importaba que la gorda fuera gorda ni que fuera en La Guajira; había que hacer la película. Y el Gabo tenía una teoría que expresaba a modo de chiste pero también en serio: “Yo soy el escritor de Cien años de soledad, y si la película queda mal, es culpa del director”. Y yo, en resumidas cuentas, le dije que no me arriesgaba porque esa no era la película que yo quería hacer. No podía aceptar, era una falta de honestidad.

Pero después de que te negaste él terminó convirtiendo ese material en literatura.

Sí. Y me dolió mucho porque pudo haber reconocido el trabajo que hicimos juntos. En un momento dado, el diálogo fue imposible. Pasó el tiempo y el Gabo me preguntó: “¿No me vas a perdonar nunca? ¡Te he mandado mensajes con todo el mundo!”. Yo no quería saber más nada de esta historia, ni de la película ni de nada. Después de muchos años, el Gabo le dio el guión a Ruy Guerra, un director brasileño, que hizo la película en México. Conclusión: la película salió en cines de segunda categoría en México, digamos que en cines porno. Y ese fue un gran dolor para mí.

ARAYA, LA GRAN PREMIADA EN CANNES

Lleguemos a la gran obra maestra, la película que sorprendió al mundo. En 1959 Araya gana dos premios en Cannes, el Gran Premio de la Crítica y el Premio de la Comisión Superior Técnica. ¿Cuánta sorpresa hubo en ti cuando te dieron los dos premios?

No me lo podía creer. Además, recuerdo que faltaban dos días para el festival y a la mañana siguiente de la proyección todos los periódicos recogían la noticia de que había que revisar las candidaturas porque una película de un pequeño país, Venezuela, había puesto todo en cuestionamiento. Yo no lo podía creer, tenía un toque de irrealidad.

Porque te tocó competir con Luis Buñuel, con Roberto Rossellini y François Truffaut.

Era Nazarín, de Buñuel; India, de Rossellini; y Los cuatrocientos golpes, de Truffaut. Fue asombroso, una revelación para el público.

Además, compartiste el premio con una película legendaria como Hiroshima mon amour, de Alain Resnais. Había mucho nombre grande alrededor de ti. Pienso en lo joven que eras y te pregunto, ¿eso no te abrumó?

No. Yo tomaba las cosas de una manera natural. Recuerdo que entre los periodistas que me entrevistaron estaba Glauber Rocha.

El gran cineasta brasileño.

Verdaderamente un genio. Glauber me contó muchos años después que su película Barravento —que es una película de 1962— estuvo muy inspirada en Araya. En Europa me llamaban la Nueva Ola Latinoamericana (en referencia al movimiento cinematográfico francés surgido a finales de los 50 y principios de los 60). Pero ninguna “nueva ola”, yo era un caso aislado. Y Glauber me decía que sí, que era un caso aislado, pero que Araya repercutió en el cine brasileño.

Estoy seguro de que las nuevas generaciones nunca han visto Araya. ¿Cómo le describirías la película a un joven de hoy que no la conoce?

Es un canto, es un amor declarado a Araya y a su gente. Yo me acerqué mucho a ellos, conviví con ellos, los amé muchísimo, y cada vez que me preguntan cómo veo yo Araya hoy en día, digo que sigue vigente porque fue una película que hice con mucho amor y respeto.

No sabías todo lo que sucedería con la película.

No, yo acababa de hacer el guión de Casas muertas junto con Miguel Otero Silva. Como tenía tantas ganas de filmar, lo hice a finales de 1957. Recuerdo que llegué a la hora del atardecer y vi aquella mole gigantesca, ese castillo extraordinario, todo en ruinas. Era una belleza, una soledad absoluta y aquel castillo imponente. Ya desde ahí empezó el misterio. Yo me preguntaba “¿pero qué pasó en este lugar?”. Después supe que era el segundo castillo en importancia en América Latina luego del de Cartagena. Del mismo arquitecto ambos, de Cristóbal de Roda. Ahí empezó mi curiosidad. Toda esa investigación de tantas semanas se resume en una sola frase en la película: “Y la sal era más preciosa que el oro”. Y es verdad, era una riqueza grandísima. Para mí, Araya es una metáfora de América Latina.

¿Y por qué los venezolanos tuvieron que esperar dieciocho años para ver la película venezolana de mayor prestigio internacional que se había hecho hasta entonces?

Miguel Otero Silva, que cuando se fue significó para mí una gran pérdida pues era mi gran amigo, me decía: “Margot, ¿cómo es posible que los venezolanos no vean Araya? Tienes que hacer una versión en español”. Pero yo pensaba en quién estaría interesado en distribuir el film. La noche de los premios de Cannes estaban todos los distribuidores venezolanos en la sala y ninguno compró la película, con todos los premios y todo el escándalo que se formó, porque decían que era una película muy difícil, que no era un documental, que no eran actores. Y no la compraron. Y con la prisa que me impuso el festival y el coproductor francés, tuve que hacer la película hablada por un gran actor, que era Laurent Terzieff. La versión que existía era esa. Luego pasó el tiempo... Mucha gente compró la película, en China, en Praga. Hay una anécdota divertida, y es que muchos años después en Cuba pasaban la película hablada en francés con subtítulos checos porque no se encontraba otra copia.

¡¿Con subtítulos checos?!

Araya siempre tuvo muchas dificultades. No sé qué pasó hasta el día de hoy. Un día en Cines Unidos me dijeron que sí, que programarían la película. Estamos hablando de un salto mortal, dieciocho años después. Yo en mi vida había tenido tanto susto, creo que ni en Cannes, porque era como tirarte a una piscina vacía. Pero la acogida fue inolvidable, extraordinaria, la gente se entusiasmó con Araya. Quitaron la película después de tres meses en taquilla; fue un fenómeno.

EL MISTERIO DE SU SILENCIO CREADOR

La gran pregunta que todo el mundo se hace.

Imposible que no la hagas.

¿Por qué Margot Benacerraf, después de deslumbrar a Cannes, a los europeos, a los grandes maestros, a los intelectuales del mundo con Araya y con Reverón no volvió a hacer una película?

Esa es la historia de mi vida. No hice otras películas por muchas circunstancias de mi vida personal.

Quiero que me lo expliques con toda la honestidad y franqueza posible.

Interfirió mucho mi vida personal y unos problemas que tuve. Y al mismo tiempo me sentía muy desamparada.

Pero en la vida de todos, incluso de los creadores, hay conflictos, desamores, abismos existenciales, y la gente a pesar de ello sigue trabajando, creando.

Es verdad, es un error grandísimo, pero la verdad es que no conseguía entusiasmarme. En ese momento, te estoy hablando de cinco años que pasé en París, recibía propuestas y más propuestas, pero no reaccionaba. Hay días en que pienso que cometí un gran error, ¡yo debí seguir haciendo películas!

¿Pero fue por alguna coyuntura afectiva?

Sí, problemas afectivos, también problemas de salud, un dengue terrible que agarré en la salina. El camarógrafo también pagó, pero con una enfermedad más grave aún.

¿Y es verdad que después tuviste un infarto?

Sí. Cuando fui al Festival de Moscú, que fuimos juntos el músico de mi película y yo, solo tuve oportunidad de poner pie en tierra y caí enferma. Nunca llegué a ir al Festival de Moscú, veía el Kremlin por la ventana, desde mi cama. Me dijeron ¡disciplina! y me tuve que quedar acostada.

¿Hospitalizada?

Sí. En un momento dado, Mariano Picón Salas y Miguel Otero montaron la operación rescate de Margot, como ellos la llamaron. Fundaron el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, el Inciba, y me llamaron para que viniera a dirigirlo. Yo acepté.

Hay que aclarar que tú has hecho cosas valiosísimas por el cine y particularmente en Venezuela. Muy pocos saben que fuiste la fundadora de la más legendaria sala de cine de este país, la Cinemateca Nacional, que además es la primera filmoteca de América Latina y se dice que es quizás la mejor escuela que han tenido muchos cineastas.

Muchos cineastas lo reconocen y me produce una gran alegría cuando se acercan y me dicen lo importante que fue para ellos la Cinemateca. Eso me consuela un poco, porque yo me reprocho mucho no haber seguido filmando.

Hay un reportaje sobre ti que escribió Jonathan Reverón. Cito: “Hay la posibilidad de que exista una generación que piense que Margot Benacerraf es una sala de cine y no una persona de carne y hueso”. Porque efectivamente, en 1987 el Ateneo de Caracas estrena una sala de cine, de arte y ensayos, con tu nombre.

Fue muy conmovedor. María Elena Ascanio dirigió esa iniciativa, y verdaderamente fue muy emocionante.

Un día fuiste a la sala Margot Benacerrat, ¿y qué pasó con la muchacha que verificaba los tickets en la entrada? ¿No te dejó entrar? ¿Cómo es el cuento?

Sí, pero hay una anécdota aún mejor. Un día fui al Teatro Teresa Carreño a una función, me habían dejado dos entradas en la taquilla. Y le digo a la señora que vendía los tickets: “Señora, hay dos entradas a nombre de Margot Benacerraf”. Y ella me respondió: “Señora, usted sale del teatro, sube las escaleras y llega hasta el Ateneo. Allá está la sala Margot Benacerraf”. “Pero que es que yo soy Margot Benacerraf y me dejaron unas entradas aquí en la taquilla”. “¡Esa señora se murió hace mucho!”. “Pero no señora, por favor, deme mi entrada”. Recuerdo que fui a ver un ballet flamenco, estaba desesperada. Pero no hubo manera de convencer a la señora, que hasta el final me estuvo mandando para el Ateneo, así que tuve que pedirle a otra persona que buscara las entradas.

EL SER HUMANO DETRÁS DE LA LEYENDA

¿Cuántos años tiene Margot Benacerraf?

Por dentro, tengo quince. Sí, todavía soy cándida. Todavía soy curiosa por la vida. Tengo que confesarte un sueño: tengo un guión bellísimo sobre El Dorado, y a veces sueño que lo puedo hacer, pero estoy consciente de que no. Se lo dejaré a algún cineasta.

¿Con qué frecuencia piensas en la muerte?

Mucho, desgraciadamente, porque estoy aterrada. Quiero más tiempo. Tengo muchas cosas pendientes que debo resolver antes de morirme. Hay unos planes muy bonitos con la Universidad Central que ya están en marcha, una biblioteca que va a formar parte de un complejo que se llama el Laboratorio Audiovisual Margot Benacerraf, y ahí estamos haciendo varias cosas.

¿No quisieras sentir otra vez el sonido de las cámaras?

Sí, a veces me siento desesperada y digo como Fausto: daría lo que fuera por tener veinte años menos.

¿No tienes nostalgia de no haber vivido nunca la experiencia de la maternidad?

También.

¿Es algo de lo que te arrepientes?

Sí. La vida es muy difícil, y más cuando uno tiene muchos intereses, muchas pasiones.

¿Cuántas veces se ha muerto de amor Margot Benacerraf?

Varias, pero las más importantes fueron dos, muy importantes. Esas personas también están muertas, así como morí yo de amor. Me costó mucho sobreponerme.

BANDA SONORA

Audio 1

(Se escucha el inconfundible sonido de una faena en una plaza de toros.)

La corrida es una cosa que llevo en las venas, y el flamenco, esas son mis dos grandes pasiones. Cómo me emocionan. La gente no entiende que me guste una corrida siendo tan sensible, pero es que mi padre me llevaba a las corridas de toros. Yo vi a Manolete cuando era una niña en Maracay, cuando él vino en 1946. Hasta hace poco iba a las corridas de toro, para mí es una necesidad vital.

¿Y qué opinas de la gente que dice que las corridas son una salvajada?

Eso no tiene explicación. Desde los griegos ha existido ese nexo entre los hombres y el toro.

Audio 2

(Se escucha una voz masculina): “Un día unos hombres desembarcaron sobre estas tierras áridas, donde nada crecía, donde todo era desolación, viento, sol. Llamaron a estas tierras Araya”.

Es la voz de José Ignacio Cabrujas. Araya tiene dos versiones totalmente distintas, la versión francesa, la de Terzieff, que es muy romántica, muy teatral, y la de José Ignacio, que es la que me satisface porque es esa voz cálida y al mismo tiempo seca que va dando los hechos y dejando que la imagen crezca. Es muy importante tener la voz de José Ignacio en Araya.

GALERÍA DE IMPOSIBLES

Una ciudad.

París, fue la mitad de mi vida.

Un miedo persistente.

La muerte.

Un libro que te robarías cien veces.

La Biblia.

Un director de cine de todos los tiempos.

Eso sí es difícil, porque lo mismo me gusta Luchino Visconti, el gran maestro, que Akira Kurosawa, que Luis Buñuel...

Un error recurrente.

La pasión.

Un paisaje tatuado en tus ojos.

Las colinas de Toscana.

Las películas que te marcaron.

Los niños del Paraíso, de Marcel Carné, porque fue una revelación para mí descubrir que podías hacer tantas cosas con el cine. Después, más tarde La aventura, de Antonioni, y Trono de sangre, de Kurosawa, que es la versión de Macbeth.

Una canción.

Vinicio. Ahí también es como las películas, te digo Vinicio y te digo Paco Ibáñez, y te digo George Brassens, en Francia; me gustan mucho los cantautores.

Y a Vinicio lo conociste, ¿no?

Mucho, esa fue su época famosa en París, cuando fue agregado cultural de la Embajada de Brasil; quién mejor que él.

Un actor sin desperdicio.

Los actores rusos son sobreactuados pero verdaderamente sacan todo lo que tienen, e igual los de Bergman, son unos actores geniales.

Una muerte.

La muerte de esta persona que quise tanto, fue terrible.

Un pequeño crimen que seas capaz de confesar.

¡Tengo tantos! Son tantos que no puedo escoger.

El mayor riesgo que has asumido en tu vida.

Araya.

Una sala de cine que no olvides.

El Dorado, era famosa la matiné del Dorado. Y el Coliseo.

Un mandamiento personal.

La honestidad conmigo misma.

Una época del mundo donde te hubiera gustado vivir.

A mí me gusta mi época. Si no ¿cómo hubiera vivido esos años fabulosos entre los cincuenta y los sesenta? Fueron décadas extraordinarias.

Tu vida, Margot, es sencillamente impresionante.

Extraordinaria.

Una virtud del cine venezolano.

A mí me gusta mucho lo que está pasando actualmente. Creo que se han abierto los horizontes. Antes era un cine muy limitado a la violencia y ahora resulta que hay una variedad de géneros, hay comedia. El cine se está abriendo al mundo del venezolano.

Un defecto del cine venezolano.

Creo que ahora se ha superado, porque hay dos o tres películas que lo han superado, pero eran los guiones.

Una película nacional.

Me gustan mucho dos. Se solicita motorizado con moto propia, una de Alfredo Anzola que tiene un tono humorístico. Me parece una película con sabor. Y después La oveja negra, de Román Chalbaud, me gusta su obra. Y podría hablar más recientemente de El rumor de las piedras, de Alejandro Bellame, me parece una buena película.

Una comida.

Soy muy glotona, lo confieso. Es un vicio: la comida japonesa, la francesa, la española. Todas esas cocinas me gustan mucho.

Un venezolano.

Te digo dos: Miguel Otero Silva y Mariano Picón Salas.

Un latinoamericano.

César Vallejo.

Una película que hubieras querido dirigir.

Aguirre, de Werner Herzog.

Un jamás.

Ninguno. Me niego a eso del jamás, soy una persona muy abierta, me interesa todo.

Una frase que se parezca a lo que piensas del cine.

El cine es una pasión, una manera de vivir, es la memoria y al mismo tiempo el arte más joven que ha acaparado a todas las demás expresiones. En el cine encuentras la dinámica de todas las artes. Es extraordinario.

Deberías escribir tus memorias.

Pues creo que me voy a decidir a escribir el libro. Por eso digo que no me quiero morir todavía.

POSDATA

CON MARGOT BENACERRAF sucede que, al conocerla, uno hubiera querido tenerla en su lista de amistades desde siempre. Imposible que no ocurra el deslumbramiento ante su fantástica historia. Es tan especial la vida que le ha tocado, tan jugoso el anecdotario, tan asombroso el catálogo de sus amistades, que una sola conversación nunca bastará para abarcar el retrato fiel de sus días. Sus convivencias con Picasso, Buñuel, Reverón, y otros grandes con estatura de genio son dignas de antología. Asombra su vitalidad, su memoria de elefante y su angustia ante cualquier posibilidad de que la vida clausure su función. Parte de su entorno la llama “señorita Margot”. Y no deja de ser conmovedora la coquetería que aún exuda en sus gestos nimios. Aunque los escollos de la edad son una zona de conflicto contra su entusiasmo vital, no deja de estar presente en la movida cultural de Caracas. Días después de la entrevista, por pura complicidad en los gustos, me hizo llegar —a modo de préstamo— una joya: la colección de Martin Scorsese sobre la historia del blues. Es la música preferida de la señorita Margot. Hay que decirlo, qué talante de mujer. Creo que Venezuela no termina de calibrar en su justa medida la magnitud de ese ser humano llamado Margot Benacerraf.


HOJA DE VIDA

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En la Caracas de la primera mitad del siglo veinte, lo normal para una señorita “decente” era estudiar hasta sexto grado de primaria y aprender los oficios del hogar para su futuro rol de esposa. Pero Margot Benacerraf, nacida en esa ciudad el 14 de agosto de 1926, desafió las “buenas costumbres” de su época. Completó el bachillerato y, con cámara en mano, se convirtió en una de las mujeres pioneras del cine venezolano y latinoamericano con sus dos películas, Reverón (1952) y Araya (1959), reconocidas y celebradas internacionalmente.

En 1949 comenzó sus estudios de dirección de cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París (IDHEC). En 1951, durante una pausa académica, inició el rodaje del documental dedicado a Armando Reverón, leyenda de las artes plásticas venezolanas. Como ella señala, “ésta es la única película en 35 mm que existe de él. Su último testimonio antes de morir”. El filme obtuvo el Primer Premio del Festival Internacional de Documentales de Arte de Caracas (1952), participó en Festival de Berlín (1953) y compitió en la categoría de cortometrajes del Festival de Cannes (1953).

En 1959 volvió a competir en el Festival de Cannes, ahora en la sección de largometrajes con Araya. En este festival recibió el Premio de la Crítica Internacional (FIPRESCI) ex aqueo, compartido con Hiroshima, mon amour de Alain Resnais, además del Premio de la Comisión Técnica Superior del Cine Francés. Esta edición del festival hizo historia al irrumpir la Nueva Ola Francesa, con películas como Los cuatrocientos golpes de François Truffaut y el film de Resnais. También estuvo presente Luis Buñuel con Nazarín.

Por su parte, Araya es una propuesta de cine poético, que retrata la vida de tres familias habitantes de la península y su trabajo en las salinas. En el 2009, los estadounidenses Dennis Doros y Amy Heller, de la compañía Milestone Film & Video, emprendieron su restauración y distribución internacional. Se reestrenó en el Festival de Berlín ese año y se editó en DVD, con lo cual se ha producido un fenómeno de “redescubrimiento” para las nuevas generaciones.

En 1966, Benacerraf fundó la Cinemateca Nacional y la dirigió por tres años. Además, creó Fundavisual Latinaen l991, dedicada a la promoción del arte audiovisual latinoamericano en Venezuela. Entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio Nacional de Cine (1995) y la Orden Andrés Bello en dos ocasiones.