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UNA BODA

 

 

 

Ese día deseaba diluirme y desposeerme de todo el control de mi abnegada existencia. Anhelaba con una fuerza invisible soltar las riendas de esa vida que no era la mía y hacer aquello que dictara mi maltrecho corazón. Pero ya era tarde, muy tarde, para todo eso…

Ese día tenía que levantarme y hacer, por quinta vez consecutiva, el examen práctico del carnet de conducir. Cuatro malditas veces había suspendido y ya estaba empezando a pensar que lo mejor sería comprarme un Segway o uno de esos diminutos y ridículos coches para los que solo te exigen el carnet de motocicleta. Para colmo, mi madre se había empeñado en que me examinara antes de casarme. No llevaba demasiado bien mis fracasos. Ella se inclinaba por coger un teléfono, para pedir favores o hacer sobornos con tal de que sus hijos estuvieran en el primer escalafón de su absurda jerarquía. No, señor, ella no iba a quedarse quietecita viendo cómo me examinaba una y otra vez y me suspendían por mis innumerables despistes y mi temeridad al volante. Ella ya había movido sus hilos y sobornado a un examinador de tráfico para que ese día me otorgara un aprobado absolutamente ilícito, fraudulento y, por supuesto, inmerecido.

Mi madre sostenía la tétrica y execrable teoría de que el dinero era capaz de comprarlo todo. Pero mucho me temía que, a partir de ese día, los ilimitados esfuerzos de mi «adorable» progenitora serían insuficientes.

—¡Oh, Dios! Mierda, mierda.

Fue todo cuanto articulé cuando miré el reloj y vi que eran las ocho menos diez y que dentro de tan solo unos minutos comenzaría el examen.

Siete minutos más tarde, bajaba los peldaños de mi escalera de forma que parecían estar recubiertos de lava volcánica. Tenía que buscar un taxi como fuese. Había salido de mi casa como alma que lleva el diablo y, para colmo, la parada de taxis estaba desierta.

Me llevé las manos a la cara y me masajeé las sienes.

¡Maldita sea!

De repente, un coche de la Policía Nacional se detuvo justo al otro lado de la calle donde me encontraba. La descabellada idea que me atravesó el pensamiento fue tan descarada que estuve a punto de desecharla, sin embargo, sabía que no tenía tiempo para remilgos, así que respiré hondo y crucé la calle de dos zancadas.

—¡Estoy en apuros! —grité apoyándome en la ventanilla de aquel coche.

Los agentes que estaban en el interior me miraron estupefactos.

—Necesito estar dentro de dos minutos en la plaza Asdrúbal. Tengo que hacer el examen práctico del carnet de conducir y, si no llego a tiempo, volverán a suspenderme.

Los dos policías se miraron entre sí y sofocaron unas risas. Uno de ellos era mucho más joven que el otro y mucho más fuerte… y mucho más alto… y mucho más moreno… y con los ojos mucho más verdes… De pronto, aquel ejemplar de varón que tenía ante mí con una sonrisa ladeada y genuina me observaba como si acabara de escaparme de un hospital psiquiátrico. Desde su posición, en el asiento del pasajero, serpenteó su arrolladora mirada esmeralda por mi rostro, por mi cuello y por toda mi figura, para luego articular con la voz más sexi, masculina y excitante que había oído jamás:

—Pero, guapa, que nosotros estamos trabajando, no somos taxistas.

Me costó salir de mi asombro, pero, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no despistarme de mi objetivo, me arrodillé contra la puerta como si de un confesionario se tratara y supliqué:

—¿No me ha oído?, estoy en apuros. Ustedes son policías, ¿no? Sálvenme, por favor.

El agente más mayor se apiadó de mí al instante y, sin pensarlo dos veces, exhaló:

—¡Qué demonios! Sube, muchacha, te llevaremos a tu examen.

Me escurrí en el asiento trasero y me coloqué en medio de los dos policías.

—¿Cómo te llamas, joven? —me preguntó el más veterano.

—Sara —respondí con el corazón a mil y metiendo la cabeza entre sus asientos.

El más joven se giró para mirarme y, cuando lo tuve tan cerca, algo verdaderamente extraordinario sucedió en mi interior.

¿De dónde diablos había salido ese adonis? ¿Acaso era legal ir por la calle con esas facciones y ese cuerpazo? Dios mío, el uniforme de policía le quedaba tan bien que parecía llevarlo tatuado al cuerpo. Sin embargo, mostraba una actitud arrogante y chulesca. Seguro que era uno de esos policías gallitos e insolentes. Uno de esos malotes que te esposan sin piedad a los barrotes de la cama… Pero esa impresión no hizo más que provocarme una oleada de deseo entre los muslos, y tuve que sacudir la cabeza para librarme de esos inesperados y pecaminosos pensamientos.

—Muy bien, Sara, agárrate fuerte —exclamó el policía más mayor, pisando el acelerador y haciendo sonar la sirena del vehículo.

Él continuó con su impresionante sonrisa ladeada, dibujada en la cara.

Efectivamente, dos minutos después, el vehículo derrapó de manera exagerada en la plaza Asdrúbal, llamando la atención de una multitud de corderitos acobardados que esperaban impacientes a que los inconmovibles examinadores de tráfico iniciaran la ansiada prueba práctica y dictaran sus veredictos. Toda la gente que allí se agolpaba me contemplaba como si yo fuera una fugitiva y estuviera bajo la tutela de los dos agentes. Aunque, una vez fuera del vehículo, y, tras echar un vistazo más al cuerpo del joven poli, estuve a punto de cometer un delito, ¡pero uno de naturaleza sexual!

—Muchísimas gracias, de verdad. No sé cómo agradecerles el favor que acaban de hacerme.

—Yo sí… —«¿Ah, sí? ¿Cómo?», pensé—. Aprobando —murmuró él con el codo apoyado en la puerta mientras me miraba de una forma casi obscena.

—Mucha suerte, muchacha —vociferó su compañero antes de meterse en el vehículo para volver a su actividad policial.

—Adiós, Sara —siseó él de una manera tan sensual que el simple acto de ver cómo mi nombre escapaba de sus labios me paralizó los sentidos.

Una hora más tarde, el examinador y mi profesor de autoescuela me pedían a gritos y con los ojos fuera de sus órbitas que detuviera el coche cuanto antes. Esa vez, ni siquiera el soborno de mi madre evitaría mi quinto y merecido suspenso. Definitivamente, conducir no era lo mío.

La mañana prometía ser bastante entretenida. El día entero auguraba ser muy, pero que muy laborioso. Todo lo hacendoso y embrollado que puede ser el día antes de tu boda. Y, desde luego, no pensaba pasarlo consternada por haber suspendido una vez más la dichosa prueba práctica.

Llamé a mi madre y aguanté lo mejor que pude sus reprimendas y sus continuos recordatorios de que haría lo posible por conseguirme un aprobado. Luego colgué el teléfono y me armé de fuerza para enfrentarme a lo que estaba a punto de hacer, es decir, casarme con una persona que yo sabía de sobra que me estaba engañando, a pesar de sus innumerables esfuerzos por demostrarme lo contrario.

Me casaría con el prototipo de novio ideal: abogado, rico y de buena familia; si por buena familia se entendía a una panda de pijos clasistas y presumidos, acicalados con perlas y teteras de porcelana. Lo ideal para mi madre, claro, pero no para mí. Y, lo que era aún peor, que yo estaba dispuesta a soportar todo eso si hubiese tenido la certeza de que ese hombre me amaba de verdad. Pero no era así. Él solo quería casarse conmigo para mejorar su posición en su asqueroso partido político y convertirse oficialmente en la mano derecha de la alcaldesa, mi madre. Claro que eso lo supe mucho después…

Esos pensamientos me acompañaron durante toda la mañana, y a medida que las horas iban transcurriendo, el temor a cometer la mayor estupidez de mi vida se hacía más patente, sobre todo después de encontrar una semana antes en su coche una nítida prueba de que me estaba poniendo los cuernos. Un colgante en plata de ley y circonita cúbica transparente, muy parecido a uno que yo misma llevaba en mi pulsera Pandora y que él me había regalado un año antes. Su respuesta a mi pregunta sobre aquel hallazgo fue sencilla:

—Ese colgante es tuyo. Se te habrá caído de tu pulsera. —Nada más.

Solo que yo sabía que ese colgante no era mío. Como tampoco lo era el olor a sofisticado perfume femenino que traía en sus camisas en más de una ocasión. Sin embargo, me encontraba sin fuerzas para rebelarme ante esa desagradable traición. Estaba haciendo lo que más odiaba en esta vida: conformarme.

Y ese día hice lo que se suponía que tenía que hacer. Asistí a los innecesarios y prohibitivos tratamientos de belleza que mi neurótica madre había concertado para mí. Recogí mi traje de novia y me lo probé por última vez, soportando los elogios y las alabanzas de las dependientas lameculos y codiciosas. Me pasé por la floristería para concretar el tipo de flores que adornarían el coche nupcial y, antes de hacer mi último recado, llamé a mi amiga Irene y fui a almorzar con ella para comentarle lo apesadumbrada que me encontraba ese día. Ella aún seguía pensando que mi estado de ánimo tan solo era un cúmulo de nervios por la boda. Pero yo sabía que no era así.

El mejor momento de la mañana llegó justo cuando, al salir del restaurante tras nuestro almuerzo, me tropecé de nuevo con el guapo policía. En el mismo instante que Irene y yo salíamos de aquel bar, él y un compañero distinto del de la mañana sujetaban la puerta para acceder al interior. Ahora lo tenía de nuevo allí, delante de mí.

—Vaya, Sara, volvemos a encontrarnos. —Su voz, una vez más, me resultó excitante y peligrosamente seductora.

—Hola —titubeé muy nerviosa. Él sabía mi nombre y yo el suyo aún no.

Me puse a charlar con él en la puerta del restaurante, pero nuestra conversación fue más bien una confluencia de miradas. Miradas ininteligibles, de ojos profundos y aceitunados. Miradas irresistibles y ardientes. Miradas provocadoras y desafiantes. Me preguntó por el examen y le conté, muy por encima, mi torpeza con las normas de seguridad vial. Su sonrisa y su voz resonaron en las grietas de mi deslomado corazón y se quedaron allí como pócima sanadora.

—Tendré que aceptarlo, conducir no es lo mío —dije tocándome el pelo y humedeciéndome los labios ante la asombrada expresión de Irene. Obviamente, no daba crédito a mi actitud.

—Es decir, que casi perdemos la licencia por llevarte al examen… ¿para nada? —preguntó él divertido.

—Bueno, al menos me habéis hecho el favor.

—Pues mira por dónde, mañana por la noche soy yo el que se encuentra en apuros. Y he pensado que, como esta mañana yo te he salvado del tuyo, podrías devolverme el favor.

Me fijé en cómo pronunciaba cada sílaba y en la sonrisa que iluminaba su rostro. Lo único que recuerdo que pensé por aquel entonces es que podría haber estado horas contemplándolo y descifrando el color de sus ojos.

—Y ¿qué se supone que puedo hacer yo por ti? —inquirí expectante.

—Necesito una acompañante para una cena importante.

La idea de irme a cenar con ese bombón me hacía la boca agua. Y habría aceptado sin pensarlo dos veces si no hubiera sido porque la invitación coincidía con mi noche de bodas. Irene me miró con unos ojos como platos en cuanto vio que estaba deliberando si aceptar o no la cita. Su amigo seguía sosteniendo la puerta con una simpática expresión en el rostro.

—Mañana tengo cosas que hacer, pero quizá otro día… —respondí sin más, agarrando a Irene de la mano y alentándola a seguirme.

Tenía que largarme cuanto antes o no podría resistirme a aceptar su proposición.

Él sonrió ocultando su decepción y se retiró de mi camino para dejarme pasar.

—De acuerdo. Hasta otra, entonces… —No insistió, simplemente se limitó a despedirse de nosotras y se adentró en el establecimiento.

A medida que se alejaba de mí, mi mente no dejaba de reflexionar acerca de lo rápido que estaba sucediendo todo…

—¿Mañana tienes cosas que hacer? Ya lo creo… ¡Vas a casarte! ¿Acaso lo has olvidado? —bramó mi amiga cuando estuvimos lejos del restaurante.

Por supuesto que no lo había olvidado, eso me habría gustado, olvidarme, armarme de valor y salir de una vez por todas de esa absurda mentira. Pero me daba tanto miedo decepcionar a mi familia que poco a poco me estaba cavando mi propia tumba.

El último recado, en principio, era tarea de mi novio, pero esa misma mañana me había llamado para que yo me hiciera cargo de recoger las alianzas en la joyería de su tío.

Al entrar en el comercio, su odiosa prima se acercó a recibirme. De pronto recordé el motivo por el que yo le había encomendado a él la tarea de las alianzas: no soportaba a su prima. Además, en teoría, no era su prima, sino tan solo la hija adoptiva de su tío. Un motivo más para que las confianzas que se tomaba con mi novio me resultasen completamente inapropiadas.

En el preciso instante en que ella extendía una alfombrilla de terciopelo sobre el mostrador para mostrarme las alianzas, me fijé en su muñeca. En concreto, en su pulsera Pandora. Y, obviamente, en aquella pulsera faltaba un colgante.

¡Cómo no!

¡¿Cómo había sido tan estúpida de no darme cuenta de que era a ella a quien el capullo de mi novio se follaba cada vez que yo me daba la vuelta?!

Aguanté como pude la estúpida conversación con la que la Barbie oxigenada me martirizó el tiempo que estuve allí dentro y, antes de salir, abrí mi bolso, saqué el colgante que guardaba en mi monedero desde el día que lo encontré en su coche y le dije como quien no quiere la cosa:

—Por cierto, Eva, creo que esto es tuyo. Lo encontré en el coche de Fernando.

Su simulada sonrisa se desvaneció a la velocidad de un cometa, y sus ojos, excesivamente maquillados, impactaron con los míos. Aquel duelo de miradas me confirmó lo que ya presuponía: estaban liados.

La oí titubear algo al largarme de allí, pero lo cierto era que no quería escucharla.

Di por terminados los recados y me marché a mi casa sin mencionarle ni una sola palabra a Irene.

Al día siguiente, me desperté en mi habitación de soltera. Mi madre seguía conservándola exactamente igual que cuando yo era una niña. Antes de levantarme, respiré hondo, alcé la vista al cielo y creo recordar que recé. Dos horas más tarde, una vez embutida en mi vestido de novia, ya maquillada y peinada, una chica intentaba colocarme el velo. El salón de esa casa parecía una feria, había gente por todas partes: peluqueros, maquilladoras, la prensa, una hermana histérica, un hermano sabelotodo, mis sobrinos revoloteando a mi alrededor, una madre controladora y obsesiva, un padrastro ausente, sin voz pero con voto, claro. Y yo, observándolo todo desde mi posición, sintiendo cómo la sangre abandonaba mi cara y las voces sonaban amortiguadas en mis oídos…

El flash de una de las cámaras me deslumbró de pronto, devolviéndome al inclemente presente. En ese momento, mi madre se situó junto a mí. Observé su extravagante tocado color lavanda, y luego, murmuró:

—Sé que estás un poco triste por el suspenso de ayer. Pero no tienes por qué preocuparte. Acabo de llamar al director general de Tráfico Provincial y me ha dado su palabra de que tendrás el carnet de conducir hoy mismo. Y ahora, por favor, sonríe a las cámaras.

Abrí la boca para decir algo, pero enseguida asimilé que, dijera lo que dijese, mi madre solo aceptaría aquello que fuese lucrativo para su campaña, así que lo mejor era callar.

Media hora después, el coche nupcial hacía su rocambolesca aparición en la plaza de la Catedral. Tan solo recuerdo que el corazón me bombeaba a una velocidad vertiginosa y notaba el pulso descompasado, al igual que mi respiración. Era como si me hubiesen colocado al filo del trampolín y estuviese a punto de saltar a la piscina. Solo que la piscina esta vez se encontraba a kilómetros de distancia y yo me sentía a punto de lanzarme al vacío.

Me sujeté con fuerza al brazo de mi padrastro y barrí con la mirada a toda la gente que se agolpaba en el exterior para observar el espectáculo. Mi madre se acercó a recibir a la prensa, haciendo uso del legendario arte del diálogo, y desplegó uno de sus ensayados y aburridos discursos electorales. Un amplio dispositivo policial acordonaba la zona y, cuando giré la cabeza para enfrentarme de una vez por todas a la inminente realidad, me encontré de nuevo con aquella mirada esmeralda. Allí estaba él, de nuevo, embutido en su uniforme de policía. Ante mí tenía al hombre más sexi y atractivo que había visto en mi vida, y, para colmo, su gesto de confusión y desconcierto al verme vestida de novia a las puertas de la iglesia no hizo más que incrementar mi aturdimiento.

—Sara, ¿estás bien, cariño? —La melódica voz de mi padrastro me obligó a apartar los ojos de él y concentrarme en los escalones que me llevaban directa al infierno—. Aún estás a tiempo de escapar de todo esto —murmuró en mi oído antes de cruzar el umbral de la catedral.

Alcé la vista y lo miré directamente a los ojos. El pánico que debió de ver en mi expresión lo alentó a agarrarme la mano con firmeza mientras me guiaba al altar. Allí, esperándome con su ensayada sonrisa y con un extravagante traje de pingüino, me aguardaba mi futuro y adúltero marido.

Ese instante fue crucial. El tiempo dejó de avanzar y yo con él. Mi corazón empezó a latir con violencia y mi respiración lo acompañó al mismo ritmo. Era vagamente consciente de que todo el mundo me observaba, pero yo solo pensaba en lo infeliz que sería si seguía adelante.

Lo miré primero a él, luego a mi padrastro, y me detuve antes de llegar al altar. Mi madre me observó desde la primera fila y, en cuanto me vio negando con la cabeza, su rostro se tiñó de asombro y de ira.

—No puedo hacerlo. —Fue lo único que logré articular sin apartar mis ojos de mi padrastro.

Un leve gesto de asentimiento y un ápice de sonrisa en su rostro me dieron la fuerza necesaria para salir pitando de allí. Sí, lo hice.

Sin mirar a nadie más, me sujeté el vestido para quitarme los zapatos y, acto seguido, salí corriendo de aquel lugar sin tener en cuenta las consecuencias. Me detuve en la puerta de la catedral y lo busqué entre todos los funcionarios que acotaban la zona para cerciorarse de que mi boda se llevaría a cabo con éxito. Lo vi apoyado en uno de los furgones policiales charlando con un compañero y, sin pensarlo, me lancé escaleras abajo en su búsqueda.

Las miradas estupefactas de los periodistas y de toda la gente que se encontraba en el exterior no me impidieron correr y plantarme delante de él. Su compañero le dio un codazo y fue entonces cuando me miró. La increíble mezcla de conmoción y fascinación que se extendió por su rostro me proporcionó la fuerza que necesitaba para decirle lo que tenía en mi mente. Pero cuando fui a abrir la boca, él musitó:

—No me lo digas. Estás en apuros, ¿no? —Y sus labios se curvaron formando una sonrisa fascinante.

—No, ya no. Iba a preguntarte si seguía en pie la cena de esta noche —exhalé respirando con rapidez y el corazón aporreándome el pecho.

—Por supuesto —respondió él con una seguridad aplastante, acercándose lentamente a mí y envolviéndome en su perversa y tentadora mirada.

Observé sus carnosos y apetitosos labios, y todo lo demás desapareció de la faz de la Tierra…