Hay dos historias: la historia oficial, mentirosa, la que se nos enseña.
Y la historia secreta en la que se hallan las verdaderas
causas de los acontecimientos; una historia vergonzosa.
HONORÉ DE BALZAC (1799-1850), Las ilusiones perdidas
Un club ultraselecto, ultraexclusivo, reservado a los más poderosos, donde la pertenencia al mismo viene avalada por cuentas bancarias, roles de poder, influencias militares, mediáticas, intelectuales, económicas y políticas. Una entidad supranacional, un grupo creado dentro de un sistema democrático multinacional pero de espaldas a él, por encima de él… Por encima del bien y del mal.
«¿Qué es un secreto?», le preguntaron en una ocasión a Henry Kissinger. A lo que el emigrante alemán que escaló las cumbres más altas del poder en Estados Unidos respondió: «Un secreto es lo que uno no quiere ver en la portada de The New York Times».
Más de sesenta años han pasado desde su fundación y usted jamás ha leído nada sobre Bilderberg en la portada de ningún periódico, mucho menos en la de The New York Times. Como bien sabe, los medios le hacen el juego al poder. Pero, ¿hasta qué punto? ¿Hasta qué extremo le guardan el secreto a Bilderberg?
A espaldas del mundo, velado a los ojos de los ciudadanos, en un silencio sepulcral e inquietante, la élite del poder acecha en secreto para diseñar y dirigir el destino de todos los seres del planeta. Avanza sigilosa, sin pausa, conquistando el territorio de las libertades personales y reduciéndolo a la simple elección entre los productos ofertados en su mercado global.
—¿Qué coche compro? Uno rojo o verde. Grande o pequeño… Americano o japonés.
A ese tipo de elección la llaman «libertad» los miembros del Club Bilderberg, tan temidos como ignorados, blanco de detractores infalibles y de devotos incondicionales.
Durante tres días del mes de mayo o junio, las élites política, militar, financiera, económica, aristocrática e intelectual planetarias se reúnen, con la discreción que marcan sus ritos, en uno de los hoteles más lujosos del mundo. Banqueros, generales, espías, jefes de Gobierno, dueños de imperios mediáticos, periodistas, reyes y príncipes se confinan tras una puerta cerrada para usurpar el derecho a debatir y a decidir que en democracia nos pertenece a cada uno de nosotros. Cuentan con información privilegiada, con metadatos y resultados empíricos que ocultan a los ciudadanos con la clara finalidad de manipular nuestras emociones y, con ellas, nuestro comportamiento. El fin es el de siempre: el control. Y para ello hay que mantener al pueblo alejado del conocimiento y la verdad.
Los amos del mundo siempre están al acecho, haciendo realidad cada día la sentencia del filósofo Thomas Hobbes: «Homo homini lupus» («El hombre es un lobo para el hombre»). Son los auténticos depredadores que jamás se detuvieron ante nada ni nadie para conseguir su objetivo: la dominación total del mundo. Bilderberg no actúa por dinero, ya lo tiene, sino por poder: anhela el control absoluto de todas las mentes del planeta.
¿Y cómo lo hacen? Controlando los medios de comunicación. Como demuestro en mi tesis doctoral, miembros de Bilderberg son los principales propietarios y accionistas de los seis grandes conglomerados mediáticos globales. Lo que significa que ellos eligen qué es noticia y qué no. Qué se publica y qué se oculta. Cómo se interpretan los acontecimientos que se van a publicar y quiénes son los buenos y los malos de la película. Ramón Reig, catedrático de Estructura de la Información de la Universidad de Sevilla, habla de «dioses y diablos mediáticos», y ya dijo Umberto Eco que quién controla los medios de comunicación, controla el mundo. Apropiarse de la prensa, de la comunicación, de la industria del entretenimiento es el juego más sucio de todos los que practican. El peligro que entraña controlar la prensa es infinito porque sus decisiones convierten a la democracia en una dictadura. Pregúntense, si es que no lo han hecho ya, ¿a quiénes sirven los medios de comunicación? ¿A la verdad, a los ciudadanos, al mercado, al poder?
En el universo ideal de la élite gobernante, los ciudadanos solo somos esclavos, siervos sin cadenas visibles, pero irremediablemente atados a un mundo injusto, a un sistema ideológico, económico y cultural atroz, impuesto a golpe de consignas democráticas falsas y de propaganda. Mientras excluyen de cualquier posibilidad de desarrollo a lo que llaman «Tercer Mundo», en suelo occidental practican una guerra silenciosa por la que el espíritu del ser humano, libre por naturaleza, es enterrado irremediablemente en una tumba, gestionada por un sistema de trabajo, consumo, enseñanza y ocio sagazmente planeado y teledirigido para apoderarse de su alma, de su libre albedrío. Se trata de la versión más sofisticada de esclavitud, en la que los ciudadanos continúan al servicio del dominante sin ser plenamente conscientes de ello. De ahí surge la paradoja por la que el dominado le está prestando una ayuda precisa e insospechada al dominador. Es decir, el propio esclavo contribuye a seguir siéndolo. Es cómplice, sin saberlo, de su propia esclavitud. Pero lo intuye. Cuando le dedica el tiempo suficiente para reflexionar, lo descubre. Se da cuenta de cómo lo esclavizan y le entra miedo. Por ello prefiere no pensar y evadirse. Aunque es justo decir que muchas personas sí son plenamente conscientes de su esclavitud. Y se dejan esclavizar. Y son felices siendo esclavas. ¿Por qué? Porque obtienen beneficios.
Por su parte, de forma paulatina, los bilderbergs continúan al acecho de las libertades con el fin de instaurar un mundo en el que no haya fronteras ni naciones. Un planeta como el que cantaba John Lennon, aunque habrá una tenue diferencia: será un modelo decidido unilateralmente e implantado por la fuerza. Una fuerza sutil, pero fuerza al fin y al cabo. Aunque algunos no lo adviertan, vivimos en un totalitarismo que no hemos elegido, cuyas armas, como las de cualquier gobierno dictatorial, son la propaganda, la mentira y la manipulación de los datos y acontecimientos con el fin de controlar a la población, sometida a un estado perpetuo de angustia, infelicidad y desasosiego interior. No sabe lo que le ocurre, pero sabe que algo le pasa.
Pese a su intencionalidad secreta, más de medio siglo después la existencia del club empieza a superar el umbral del silencio. Aunque solo para algunos, porque la mayoría de la opinión pública vive aún en el desconocimiento total de sus actividades y objetivos. Después de tantos años en el oscurantismo, su mitología empieza a trascender más allá de sus reuniones clandestinas gracias a las escuetas infiltraciones de la prensa, a las interesadas y tendenciosas filtraciones del grupo y, sobre todo, a la investigación reveladora de algún que otro periodista no alienado. Desde hace más de una década, presto especial atención al análisis de las interesadas y tendenciosas filtraciones del grupo, pues sin el estudio en profundidad de los hechos y de las declaraciones de sus miembros no conseguiremos comprenderlos nunca.
¿Quiénes son los bilderbergs? ¿Qué debaten en sus perturbadoras reuniones? ¿Es posible el diálogo dentro de su seno, o el sentido de los asistentes invitados no es otro que cumplir fielmente las órdenes del clan superior? Y sobre todo, ¿quién manda en Bilderberg?
Posiblemente usted haya leído algunos de mis libros. Seguramente no crea en versiones oficiales porque intuye o incluso ya cuenta con sus propios datos y observaciones que contradicen lo que el poder pretende hacer pasar por verdad actuando como el orweliano Ministerio de la Verdad. Pero usted sabe cómo funciona el mundo y, precisamente por eso, en alguna reunión de amigos ha tenido que escuchar que le digan: «déjate de teorías de la conspiración. Eres un conspiranoico». ¡Vaya piropo! Y eso que lo único que hizo fue poner en duda la versión de los políticos, los informativos, los tertulianos y los «expertos» varios.
¿Acaso no tenemos derecho a dudar? Es la duda cartesiana, la duda que hace avanzar al ser humano y entroniza a la verdadera ciencia. No, usted no es un conspiranoico. Lo único que hace es aquello es le es propio al ser humano: pensar. El ser humano es un ser pensante. Ha sido la aplicación del pensamiento lo que nos ha traído desde las cavernas hasta las megaciudades. Aunque ahora parece que estamos regresando a las cuevas a juzgar por lo estúpidos que nos hemos vuelto.
¿Quiénes son los conspiranoicos entonces? Son los que temen, los que tienen miedo de que algún día usted despierte y descubra que no vive en el maravilloso mundo de Disney que los medios de comunicación han creado para usted. Existe otra realidad ahí fuera, pero hay que tener agallas para abrir los ojos y mirarla cara a cara. Se vive más cómodo en Disneyland. Pocos son los valientes, los auténticos audaces, los osados que quieren conocer la verdad, los que no temen al frío, a las tormentas ni al hambre. Escasean los Odiseos que se enfrentan a sus propias iliadas.
En cambio, esa palabra que los jactanciosos y cobardes, que los pusilánimes y arrogantes elevan a los aires, no salió de sus cerebros. Les fue inducida, inoculada como un virus en la mente. No se les ocurrió a ellos. Los ufanos, los zascandiles que se creen libres y pensantes, ignoran que repiten como robots las persuasivas ocurrencias de los agentes de la CIA, la verdadera autora e inculcadora de un término creado para aniquilar al adversario intelectual. Inquietada por la falta de fe de ciudadanos y periodistas en la versión oficial del magnicidio de John F. Kennedy, idearon zanjar las siempre molestas preguntas con un «eso son teorías de la conspiración. No haga más preguntas y crea lo que le decimos. A Kennedy lo mató Lee Harvey Oswald»[2]. Y lo repitieron una y otra vez, con la intención de que la fuerza bruta le ganara la batalla al pensamiento. Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad, había sentenciado Goebbels, el ministro de la Ilustración y la Propaganda nazi.
Pero no. Ni aún a fuerza de repetición; una mentira jamás se convertirá en verdad. Cuando a los conspiranoicos de la CIA y a sus periodistas y pseudointelectuales a sueldo les crecen los herejes se inventan palabras para etiquetar. La última es la posverdad, con la que tratan de explicar sus últimos fracasos: el Brexit, Barack Obama, Hillary Clinton. Con la que combatirán a los herejes del cambio climático provocado por el hombre, a los descreídos de Obama, a los que no se vacunan cuando arrecia en los medios de comunicación su última pandemia global.
A todo lo llamarán posverdad. Cualquier cosa antes de aceptar que sus mentiras son mentiras y que su lucha no sirvió para nada, solo para poner caos donde antes había orden.
El término «conspiranoia» lo inventó la CIA cuando los ciudadanos y periodistas estadounidenses comenzaron a hacer preguntas incómodas que ponían en tela de juicio que Lee Harvey Oswald fuera el asesino de Kennedy. Las personas pensantes no podían admitir las conclusiones de la Comisión Warren, encargada de analizar el magnicidio, porque no eran lógicas e insultaban la inteligencia. El recurso de la conspiranoia fue un insulto más que se ha alargado en el tiempo, demostrando que quienes la inventaron estaban más asustados que aquellos que hacían lo que era lógico: pensar.
Kennedy era una molestia para los planes del establishment de Bilderberg. El fracasado asalto a Bahía Cochinos, organizado por la CIA y apoyado por los propietarios de los principales medios de comunicación norteamericanos, bilderbergs al mismo tiempo, había puesto en ridículo al presidente. Por ello, lo primero que hizo fue destituir a Allen Dulles, el todopoderoso director de la Agencia Central de Inteligencia que velaba por que las conferencias Bilderberg se celebrasen sin que la prensa los molestara. Qué extraño resulta que luego fuera recuperado como miembro de la Comisión Warren y que diese carpetazo al asunto culpando a Oswald, quien dos días después fue asesinado por Jack Ruby.
A Kennedy le sustituyó el masón Lyndon B. Johnson, a las órdenes del club.
Y eso es Bilderberg. Eso es el poder. Quien tiene el poder tiene la capacidad de crear mundos imaginarios a través de todos los instrumentos de comunicación que controla: las palabras, los periódicos, la televisión, el cine, los actores famosos que trabajan en sus productoras, los diseñadores de ropa de cuyas marcas son los dueños.
Si usted pregunta, más aún, si usted piensa se convierte en un teórico de la conspiración. Si no quiere que lo insulten de ese modo, sea una niña o un niño bueno y crea todo lo que nosotros, los mentirosos habituales, le contamos sobre el mundo. Siga creyéndonos a pesar de las mentiras que les hemos relatado sobre el golpe de Estado de Pinochet, la contra de Irán, las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, el calentamiento global provocado por el hombre, las pandemias de gripe A y de ébola, Obama, las «primaveras árabes». Y ahora, Donald Trump.
Siga creyendo en nosotros y en nuestra suma inteligencia para poner caos donde antes había orden. Claro, ¿de qué se extraña? ¡Ah! Aún no se había dado cuenta de que la clave del Nuevo Orden Mundial es ser el nuevo caos global.
¿Qué arte mágico provoca que sean calificados de conspiranoicos quienes piensan que aquellos que ya han mentido antes pueden volver a mentir? Los conspiranoicos son aquellos que temen al pueblo y que por ese temor inventan palabras. Los conspiranoicos son aquellos que han mantenido el poder en sus manos desde la Segunda Guerra Mundial y que, para no perderlo, han inventado un mundo que no existe, una irrealidad, una ficción que se les ha vuelto contra ellos. ¿Donald Trump?
Pero los amos del mundo siguen al acecho, convencidos de que lo están haciendo estupendamente. Y de ahí deriva su gran peligro. Los bilderbergs son peligrosos porque creen que están sirviendo a dios. Lo que significa dios para ellos es un misterio.