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MONÓLOGO TERCERO

Habla Fu-Manchú

 

 

Cubierta

a paciencia es para el sabio como el riego a las flores: le alimenta y le hace crecer. Desde luego, yo no tengo derecho a considerarme sabio, pese a este título de «doctor» que indebidamente ostento gracias a la generosidad en verdad abrumadora de cinco o seis de las principales universidades de Oriente y Occidente. No, yo soy un simple particular, un humilde e irrelevante vástago de una raza demasiado numerosa: cuando considero mi pequeñez y mi torpeza, debo admitir que esta última es lo único grande que hay en mí. Pero si me es dado incurrir en cierta vanagloria —por la cual pido de antemano las más contritas disculpas a mi inagotablemente benévola y desproporcionadamente copiosa audiencia— creo que puedo llamarme paciente. Cultivo la rara orquídea de la paciencia en el pobre jardín de mi personalidad desde los ya muy lejanos años en que oficiaba como vendedor ambulante de antídotos contra la mordedura de serpientes venenosas en las calles de Shanghai. Solicito nuevamente perdón por insistir hasta el fastidio en mi irrelevante biografía, pero mis oyentes quizás acaben por comprender, en su inteligente magnanimidad, la necesidad de esta vanidosa tortura que les inflijo. Digo que hace años montaba yo mi tenderete en las calles más concurridas del mercado de Shanghai y atraía sobre mi indigna persona la atención de los atareados viandantes por medios quizá tan desconsiderados como los que hoy empleo para hacerme escuchar por ustedes, confirmando así el viejo proverbio: «El escarabajo ama el estiércol tanto en la primera hora de su vida como en la última». Llevaba entonces diversas cestas con los distintos tipos de serpiente ponzoñosa y numerosos frasquitos con el remedio oportuno para cada mordedura; cuando tenía suficiente público en torno a mí, extraía de su encierro una cobra o algún otro reptil aún más peligroso y permitía que me mordiera en los labios y la lengua: a continuación, dejaba pasar unos momentos para reforzar la impresión causada y comenzaba a explicar tranquilamente los efectos que se producirían dentro de pocos minutos, la agonía que se avecinaba a no ser que... Cuando la zozobra de mis espectadores alcanzaba el grado deseado, me tomaba el antídoto saludador y luego lo ofrecía a módico precio: algunos, hipnotizados por la exhibición que acababan de ver, se desprendían con amable derroche de unas cuantas monedas. Así aprendí que mantenerse sereno y paciente cuando la muerte circula ya por las venas es el único medio de alcanzar con eficacia la pócima que regenera y cura.

En el libro del Tao leemos que el mejor soberano es el que gobierna a sus súbditos con la displicente ligereza con que deben freírse los peces pequeños para que no queden crudos ni achicharrados. Ahora bien, desde mi incurable ignorancia me atrevo a preguntar: ¿dónde vemos ejemplos de semejante administración ideal? Salvo que quienes sepan más que yo concluyan otra cosa, quizá podamos afirmar que en ninguna parte. Los reinos de Occidente, aunque mandados por hombres sabios como los emperadores de las viejas leyendas y emprendedores como torrentes en primavera, abruman a sus ciudadanos con la agitación insensata de una vida sin cortesía ni moderación ritual, mientras que desbordan su pedagógica insolencia y su rapiña sobre los hombres de las demás razas y culturas, a los que no respetan más que en tanto herramientas que sirven a sus fines. Pero no es la arrogancia lo que sustenta la ferocidad del dragón, sino la confianza en su inmortalidad: si no se está cierto de ser inmortal, más vale no ser demasiado arrogante. En lo tocante a Oriente, sólo se advierten gobiernos imitadores y cómplices de los occidentales o ese comunismo asiático que no es más que un pintoresquismo en el reparto de la pobreza pero con pérdida de las exquisitas diferencias que antes hacían imprescindible la pobreza misma de los más. El verdadero justo es el que conoce la justificación de la injusticia y nunca la despilfarra vanamente. Pese a mi demoledora insensatez, no creo que los gobiernos habidos hasta hoy se atengan a los sanos preceptos del Tao: incluso me atrevo a suponer que quizá yo, un simple y ridículo particular, puedo ser comparativamente más sensato que todos ellos.

Por eso fundé la liga del Si-Fan, de la cual soy indigno presidente vitalicio. Por eso me he ido apoderando poco a poco de todos los centros neurálgicos del mundo, cuyas armas atómicas están hoy en mis humildes manos. Por eso he sabido eliminar a todos mis enemigos, incluso aquellos tan superiores a mí en excelencia como el sol supera al gusanillo, por ejemplo aquel sir Denis Nayland-Smith cuya cabeza reverentemente momificada me sirve hoy de pisapapeles. Y por eso yo, simple particular, os dirijo este mensaje televisado a todos los honorables ciudadanos del planeta Tierra: entramos en la era de jade y marfil.