02_image.tif

MONÓLOGO SEGUNDO

Habla Tarzán

 

 

Cubierta

oy he pasado un terrible momento de pánico. No, los civilizados no saben qué es el pánico: quizá toda la civilización no consiste más que en haber sustituido el pánico por la angustia. Pero en la selva se vive el auténtico pánico, el lacerante trallazo que marca a fuego la espina dorsal, desorbita los ojos hasta la ceguera y abruma con su almohadón de plomo el pecho sin aliento. El pánico de Bara, el ciervo, cuando da sus últimos saltos antes de caer bajo las zarpas de Numa o Sheeta; el pánico de Numa y Sheeta, incluso del majestuoso Tantor y sus hermanos elefantes, cuando el fuego devasta la sabana y abrasa el cielo enconadamente azul con su crepitar mortífero. Sentimos el pánico ancestral a lo que repta en la oscuridad o a lo que gruñe o zumba de modo desacostumbrado: el pánico a lo demasiado pequeño o a lo demasiado grande, a lo muy veloz o a lo muy paciente, a lo que hiela la sangre con su rugido de ataque o a lo que llega sin hacer ruido. El pánico paraliza, lo que en la selva equivale a decir que mata. Por eso, aunque vivimos siempre próximos a su ciénaga, no podemos permitirnos el lujo de sentirlo más que unas pocas veces en la vida y durante un momento fugaz, aunque padecido como inacabable. Mi caso es distinto: también en esto soy una excepción. Soy un animal maldito, porque carezco de lo que hace soportable a los otros animales la proximidad del pánico: no puedo olvidar y en cambio puedo imaginar. Estas indeseables características, que por el momento me han proporcionado el dominio de la selva pero que llegarán a serme fatales, han ido desarrollándose con los años. Fui un animalillo jubiloso y triunfal, un joven simio de piel desnuda al que la previsión y la memoria reforzaron la ferocidad hasta hacerle invencible; pero, poco a poco, me he ido instalando permanentemente en la cornisa que avanza hacia el pozo del pánico: vivo inclinado sobre él, con los ojos ennegrecidos por el reflejo de su abismo. La familiaridad con el espanto me va convirtiendo en un monstruo extraño y, lo que es peor, imprevisible. A la larga, en la selva la rutina es lo más seguro: ¡si no lo fuera, no habría tenido ocasión de convertirse en rutina! Pero yo no tengo casi rutinas, tengo manías, arrebatos: tengo ideas... Lo no contrastado por experiencia alguna a veces es excelente, pero siempre inseguro. Vivo roído por el pánico de mis incertidumbres, por la genial vaguedad de mis improvisaciones.

Pero mi pánico de hoy ha sido muy especial, de una calidad particularmente espeluznante. Quise volver a mi chocita natal, allá junto a la playa, hecha con sus propias manos por mi padre, lord Greystoke, y destinada a servirle de tumba a él y a mi pobre madre durante toda mi juventud. Quise volver a hojear las coloreadas ilustraciones de las enciclopedias en las que por mí mismo aprendí a leer y escribir un misterioso idioma que no era capaz de hablar... ¡ni siquiera conocía a nadie que lo hablase! De allí salí un día en brazos de Kala para unirme a la horda del poderoso Kerchak, al que luego maté; allí salvé a Jane y a su aterrorizada mucama del asalto codicioso de Sabor, la leona, cuando la fiera comenzaba a entrar por la ventana del frágil refugio. Esa choza es mi centro, el lugar de mi fuerza, mi maldición, mi proyecto...: esa choza es mi verdadera selva. Pues bien, comencé a buscarla y fui incapaz de dar con ella. La enormidad de este aserto todavía me estremece: yo, Tarzán el Tarmangani, matador de Tublat y de Kerchak, temido por Numa y señor de Tantor, que conozco la enmarañada negrura de la floresta como la palma de mi mano, no fui capaz de hallar el rincón de la selva que me es más conocido, al que he vuelto desde todos los lugares imaginables de África, del que quizá nunca he salido completamente. Brinqué de liana en liana con una ligereza en la que el aumento de mi peso va compensado por el reforzamiento de los músculos; pasé como una flecha sobre las viejas pistas medio obstruidas que los rinocerontes abren en la maleza, sobre los calveros moteados por manchas del sol que se abre trabajosamente paso entre las copas abrazadas de los grandes árboles, junto a los abrevaderos en los que Horta, el jabalí, hace milenios aprendió a beber con el oído alerta... Era como si todo fuese un círculo misterioso, una repetición estéril de imágenes indiscernibles en la que toda orientación era desvarío, cualquier referencia un error. Trepé hasta la copa de los árboles más altos, esos que sobresalen como islas afiladas en el manto opaco de verdor, tratando de descubrir a lo lejos mi playa y mi mar. No había playa ni mar, sólo espesura y maleza, árboles tan inverosímilmente prietos como el musgo que asedia a veces la base de las grandes rocas. Lancé desesperadamente mi grito retador desde la cima más alta y Numa respondió con una tos cavernosa a muchos metros por debajo de mí, mientras a lo lejos sonaba la pavorosa llamada de un gran mono macho que quizás aceptaba el desafío. Luego, el sonoro silencio de la jungla pareció eternizarse de nuevo: fue entonces cuando sentí pánico.

Poco a poco, me voy tranquilizando. ¿Para qué necesito yo realmente volver a esa choza? A fin de cuentas, esa cabaña significa la muerte y la soledad, el exilio y el despojo. Allí aprendí esas letras que no han logrado más que dificultarme la lectura de las huellas o el husmeo de los olores con los que debo orientarme para sobrevivir. Allí se agazapan en cierto modo mis enemigos Nicolás Rokoff y Alexis Paulvitch... Está la mirada, sí, los demasiado inocentes ojos de Jane Porter: pero ¿qué fue realmente Jane —hoy perdida, perdida para siempre— más que una creación seductora de la propia cabaña, un regalo enigmático de las enciclopedias ilustradas donde yo aprendí a deletrear A-M-O-R, un envío póstumo de mi madre que así intentaba vengarse del salvaje bosque que la asesinó? Está decidido, abandono para siempre la búsqueda de mi choza, aunque el sacrificio no es demasiado heroico porque en todo caso dudo mucho que lograse volver a encontrarla. Me queda la selva, los olores y roces en la noche excesiva, la alerta muscular que quizá se tensa demasiado tarde: me queda el pánico.