Benicàssim, 2017
—Tienes que ir, cariño. Has trabajado mucho para que ese... ese... Chilfried...
—Papá, no es Chilfried, es... Shilfrierld.
—Bueno..., como se diga el puñetero nombre de ese chef. Lo importante es que se fije en lo bien que cocinas y te surjan oportunidades.
—No sé, papá.
Mario miró a su hija. Esther se esforzaba por agradar a todos como en el pasado había hecho su madre.
—Tu sueño es ser chef y regentar tu propia cocina, hija —dijo señalándola—. ¡Ve a por ese sueño! Y, si para eso tienes que irte a la Conchinchina con ese chef, ¡no lo dudes!
Esther sonrió. Su sueño siempre había sido tener su propio restaurante, al que le pondría el nombre de su madre, Ágata. Aunque lo cierto era que lo veía difícil, muy difícil.
—Hija —insistió su padre—, nada me gustaría más que ayudarte, pero las cosas no están muy fáciles.
—Lo sé, papá. Lo sé.
Con cariño, Mario miró a su hija mayor y afirmó de un modo optimista:
—Aun así, sigo jugando todas las semanas a la lotería y a la Primitiva. Si toca, el dinero íntegro es para tu sueño.
—Y para mi sueño, ¿qué? —preguntó Sofía, que estaba liada con los wasaps de su móvil.
Al oír a su hija pequeña, Mario la miró.
—Era una forma de hablar, cariño. Por supuesto que para el tuyo también.
La chica sonrió. Le gustaba crear bisutería, algo que hacía en sus ratos libres. Exponía en tiendas de ropa de la zona, lo que le daba unos pequeños beneficios.
Esther observó entonces a su hermana y, al ver su plato aún lleno de comida, la animó:
—Come un poquito más.
—No tengo hambre, colega.
Esther y su padre se miraron, y ella insistió:
—No soy tu colega, y haz el favor de comerte un plátano o algo de postre, Sofía.
—Que no me apetece —gruñó ésta, dirigiendo la vista hacia ella.
Tras oír esa nueva negativa, Mario cogió un plátano y se lo plantó delante. Sofía y él se enfrentaron con la mirada y, finalmente, la chica claudicó. Lo cogió, lo peló y le dio un mordisco.
—Papá, Sofía y yo deberíamos hablar con el banco —comentó entonces Esther—. Si nos dieran un préstamo, podríamos hacer arreglos en el hotel y...
—Eh..., conmigo no cuentes —la cortó su hermana—. No pienso seguir trabajando aquí el resto de mi vida.
—¡Sofía! —le recriminó Esther.
—¡Ni hablar! —protestó Mario—. No quiero que os endeudéis para toda la vida por culpa de este hotel como lo estoy yo, ¡me niego!
Esther suspiró cansada, miró a su hermana en busca de ayuda y, al ver que estaba ocupada con su móvil, indicó, dirigiéndose a su padre:
—Papá, te guste o no, hay que invertir en el hotel si queremos seguir viviendo de él —y, mirando el folleto de un revolucionario hotel en Castellón, dijo—: Sé que nunca seremos como la supercadena hotelera Tauranga, pero podemos...
—Hija —la cortó él, quitándole el folleto de las manos—, ya hablaremos de esto en otro momento. Ahora lo importante es que vayas a ese viaje y ese chef de nombre impronunciable te conozca y desee tenerte en su equipo.
Esther asintió. Sin duda era importante para ella, para eso llevaba dos años dando clases de cocina, siguiendo el método Shilfrierld. Sin embargo, murmuró:
—Marcharme a Londres y dejarte solo me da un poco de angustia.
—¿Cómo que lo dejas solo? —protestó Sofía sin soltar su móvil—. ¿Y yo qué soy?, ¿una figurita del Belén?
Esther observó a su hermana.
La quería, la adoraba, pero Sofía era una fuente inagotable de problemas. Y ayudar, lo que se decía ayudar en el hotel, mal y poco. Por lo que, conteniendo las ganas que sentía de decir lo que pensaba en realidad, no por ella, sino por la mirada de su padre, respondió:
—Si digo lo de «solo» es porque entre los dos vais a tener que cubrir mis turnos y...
—De eso nada —replicó su hermana—. Contrataremos a alguien, ¿no, papá?
Mario miró a sus hijas y sonrió. Tenían sus mismos cabellos claros y los ojos azules de su madre fallecida. Físicamente se parecían, pero sus personalidades eran del todo distintas. Esther era muy responsable, y Sofía, todo lo contrario.
—Vete a Londres —respondió, mirando a su hija mayor—. Consigue lo que siempre has soñado y, si te selecciona y dentro de unos meses tienes que irte a Nueva York, no te preocupes por el hotel, ni por los turnos, ni por tu hermana, ni por mí; ¿entendido?
—Pero, papá...
Mario le puso un dedo en la boca y repitió:
—Persigue tu sueño y disfruta de tus veinte días en Londres, ¿de acuerdo?
Al ver el gesto de su padre, Esther asintió.
—De acuerdo, papá. Lo intentaré.
Una vez que terminaron de comer, los tres se levantaron, y Mario dijo tocándose la cabeza:
—Voy a echarme un rato.
—Papá, ¿podrías reemplazarme en la terraza? —pidió Sofía al oírlo—. Tengo que salir.
—¡Sofía! —protestó su hermana.
—¡¿Qué?!
Enfadada por su egoísmo, Esther indicó:
—Papá ha dicho que se va a echar, ¿acaso no lo has oído?
Sofía, que no era sorda, asintió, pero, ignorando las palabras de su hermana, miró a su padre e insistió:
—Sólo será una hora. Tengo que llevar a la tienda de Amelia el pedido de collares que me hizo.
Esther suspiró al oír eso. Mario se dirigió entonces a su pequeña y preguntó:
—¿No irás a ver a ese macarra de Óscar?
Aquel joven conflictivo no era un tipo adecuado para su hija.
—No, papá, claro que no —se apresuró a murmurar ella.
Esther no la creyó. Sofía era una gran mentirosa, y más cuando se trataba de aquel macarra tatuado y de orejas dilatadas. Cada vez que su hermana estaba cerca de él o de sus amigotes, no ocurría nada bueno, por lo que, mirándola, protestó:
—Sofía, sé juiciosa y piensa un poco. Esas amistades no te convienen.
—¡Doña Perfecta...! No empecemos con tus amarguras o te diré cuatro cositas del atontado de tu Carlitos.
—¡Sofía! —la regañó Mario.
Lo que su hija pequeña acababa de decir no estaba bien. Aunque lo cierto era que a él tampoco le gustaba la relación de Esther con Carlos, el chico con el que salía. Sin embargo, cuando iba a añadir algo, ésta se acercó a su hermana y siseó:
—Mira, guapa..., si estar con Carlos y ser trabajadora es para ti ser una amargada, vas muy mal en la vida. Y en cuanto a...
—¡Esther! —protestó Mario.
Las discusiones de sus hijas cada vez eran más difíciles de contener.
—Déjame vivir, tronca —murmuró Sofía—. ¿Cómo tengo que decírtelo?
—¡Sofía, tu hermana no es tu tronca! —replicó su padre.
Esther resopló. Su hermana no sólo era una descerebrada; además era una consentida, una mimada, y solía salirse siempre con la suya. Con la gente de la calle era encantadora, pero era entrar en casa y, con ella y su padre, era un auténtico cardo borriquero. Estaba pensando qué decirle, cuando su padre se le adelantó:
—Vete, Sofía. Yo te cubriré.
Tras regalarle una sonrisa a él y una miradita a su hermana, la chica salió a toda prisa del despacho que había junto a la recepción del hotel.
Esther observó a su padre.
—Papá... —empezó a reprocharle.
—Lo sé...
—Y, si lo sabes, ¿por qué sigues haciéndolo?
Mario suspiró. Sabía que no lo estaba haciendo bien con su hija pequeña, pero replicó:
—¡Me cago en la leche, Esther..., no sigas ahora conmigo!
Molesta por su contestación, ella resopló. Acto seguido, él la miró y añadió, bajando el tono:
—Perdóname, hija, pero quiero que Sofía sea feliz. Ha pasado por tanto que...
Al ver su gesto triste, Esther se acercó a su padre. Sin duda, él también había pasado por mucho con su hermana y, abrazándolo, susurró:
—Tienes razón. No te preocupes.
Cuando se separaron, Mario miró a su hija y preguntó:
—¿Qué piensa el Divino de tu viaje?
—Papáaaaaaaaaaaaaaaaa...
—Hija, lo siento. Pero tu novio...
—¡No es mi novio! —protestó Esther.
—Pues lo que sea, hija —cuchicheó Mario, contento por ese matiz—. Ese tipo tiene un pavazo que no puede con él. Anda que, cuando vino el otro día con esos tirantes rosa y el gorrito a juego, le habría dado con toda la mano abierta para que espabilara.
Al oírlo, Esther sonrió. Carlos era un tipo muy particular, bastante excéntrico y egocéntrico. Pero, como no quería entrar al trapo, se encogió de hombros y contestó:
—Le parece bien mi viaje. Él también viaja mucho por trabajo.
Mario asintió. Esther le dio entonces un beso e indicó:
—Échate un rato. Iré yo a la terraza para que Candy se vaya a comer.
Mientras ella salía, Mario la siguió con la mirada.
La responsabilidad que se había echado encima su hija mayor lo angustiaba. Vivía demasiado pendiente de él, de su hermana y del hotel, y quería que disfrutara más de la vida. Todo lo contrario que Sofía, que pasaba de todo sin pensar en nada más.
* * *
Esther maldijo para sí mientras iba hacia la terraza. Lo de su hermana cada día la quemaba más. Estaba claro que Sofía no lo había pasado bien tras la muerte de su madre, pero su padre y ella, tampoco.
Estaba caminando por el pasillo del hotel cuando le sonó el móvil. Un wasap de Delia:
No sé si podré ir a la fiesta. Se me ha complicado el día.
Al leerlo, Esther sonrió, y en ese mismo instante llegó otro de Vega:
Como no vengas, no te lo perdono. ¡Es mi cumpleaños y quiero liarla leoparda! Esther, te espero en casa para prepararlo todo.
Entró un nuevo mensaje. Esta vez, de Hugo:
Nos vemos esta noche y, Delia, ¡ven!
Esther volvió a reír. Sus amigos eran increíbles. Escribió a toda leche:
Vega, estaré en tu casa pronto para ayudarte con la cena. Delia, ¡no puedes faltar! Besitos para todos.
Una vez que le dio a «Enviar» con una sonrisa en los labios, prosiguió su camino hacia la terraza y, al entrar, se fijó en que Candy limpiaba el mostrador.
Aquella encantadora mujer portuguesa llevaba trabajando con ellos siete años, y cada día Esther se alegraba más de haberla contratado.
Candy tenía cincuenta y tres años, estaba sola, no tenía familia y, al igual que ellos, echaba muchas horas en el hotel sin quejarse, lo cual era de agradecer.
—Buenasssssssss —la saludó.
—Holaaaaaaaaaaaa. —Candy sonrió, dejando una bayeta verde bajo el mostrador. A continuación, la miró y dijo—: Creí que hoy le tocaba venir a Sofía...
—Y le tocaba —afirmó ella con desgana.
La mujer suspiró al oírla. Esther trabajaba mucho para sacar adelante aquel hotel. Iba a hablar, cuando ésta se le adelantó:
—Vamos, vete a comer.
Sin moverse del sitio, la portuguesa comentó:
—El táper que me diste ayer de pastel de queso Philadelphia y verduritas estaba de muerte.
—¿Te gustó? —preguntó Esther encantada.
—Me encantó... ¡Qué cosa más rica!
Feliz por saber que la receta le había salido estupenda, la joven sonrió y cuchicheó con confianza:
—Al final me iré a Londres.
Candy asintió.
—Me parece fenomenal. Es lo que tienes que hacer. Eres una excelente cocinera, y sólo espero que algún día tengas tu propio restaurante.
Esther sonrió.
—Y ¿qué dice el Divino? —preguntó entonces la mujer.
La joven suspiró. Su familia y sus amigos más directos llamaban a Carlos el Divino por su postureo máximo. El chico, que había comenzado trabajando como reportero para una televisión local dos años antes, había dado el gran salto a la fama cuando lo fichó una importante cadena, incluso lo reclamaban de Nueva York, y eso se le había subido a la cabeza.
Al ver su expresión, la portuguesa sonrió.
—Lo siento, pero ya sabes que ese papanatas no es santo de mi devoción.
—¡Candy!
—Y verlo el otro día con esos tirantes rosa haciendo el tonto delante de tu padre... ¡ya me mató!
Sin poder evitarlo, ambas rieron.
—Disfruta de Londres —dijo la mujer a continuación—, de la cocina, y aprovecha tus días allí para relajarte en todos los sentidos...
Divertida al ver su gesto picarón, Esther sonrió. Luego se sacó un papel del bolsillo y se lo mostró.
—Mira, cocinaré en estos restaurantes.
Candy le echó un vistazo y comprobó que todos ellos eran restaurantes de alto nivel.
—¡Los vas a dejar sin palabras! —aseguró.
En ese instante, por la radio de la cafetería se oyó un anuncio de la cadena hotelera Tauranga. Ambas se miraron y, cuando éste acabó, Candy comentó:
—Nos guste o no, ese tiburón lo hace muy bien.
Esther se vio obligada a asentir. Odiaba al dueño de la cadena Tauranga.
Un tiempo antes de morir, su madre llegó un día muy afectada del entierro de Joan, un amigo de Peñíscola, quien, al parecer, se había suicidado tras sentirse presionado para que vendiese su hotel a aquella cadena hotelera.
—He de convencer a papá para pedir un préstamo al banco —declaró—. Necesitamos reformar el hotel o, al final, lo perderemos todo.
—Sí. Tienes toda la razón, pero, hija, es tan cabezón...
Durante varios minutos hablaron sobre las necesidades del hotel, que eran muchas, y, al acabar, Esther cogió a Candy de la mano y le preguntó:
—¿Puedo pedirte un favor para cuando yo esté de viaje?
La mujer sonrió e indicó, antes de que ella añadiera nada más:
—Vete tranquila a Londres. Ayudaré a tu padre y a tu hermana en todo lo que necesiten, ya lo sabes.
Esther la abrazó.
—No sé qué haríamos aquí sin ti —susurró.
Contenta y feliz por aquel cariñoso abrazo, Candy afirmó:
—Ve a Londres y disfruta la experiencia. Te mereces ese viaje por lo mucho que trabajas, así que... ¡pásalo bien y déjate llevar!
Esther asintió encantada y, al ver a unos clientes entrar en la terraza, se acercó a ellos con una sonrisa para servirles lo que necesitaran.