1. LA CLAVE DEL ODIO: ¿EL QUE DESPRECIA O EL DESPRECIADO?
El 17 de marzo de 2016 varios diarios españoles relataron un hecho bochornoso que había sucedido en Madrid el día anterior. Un buen número de personas se encontraba en la Plaza Mayor disfrutando de un día de sol antes del comienzo de un partido de fútbol entre el Atlético de Madrid y el PSV Eindhoven de Holanda. Un grupo de mendigas gitanas pedía limosna en la plaza y en ella entraron también los hinchas del equipo holandés. Con una actitud de prepotencia, los hinchas daban limosna a las mujeres, pero humillándolas, echándoles monedas, obligándolas a bailar y a hacer flexiones ante ellos. Periodistas de distintos diarios calificaron el caso como una expresión de aporofobia, y pidieron opinión a distintas personas: a Emilio Martínez, a mí misma y a miembros del Observatorio Hatento y de la Fundación Secretariado Gitano. Todos convinimos en calificar el hecho como una muestra evidente de discriminación, aporofobia y machismo que vulnera el derecho a la dignidad del que todo ser humano es titular, y añadimos otras observaciones situadas en esa misma línea.
Sin embargo, los primeros comentarios que aparecieron en la red al hilo del relato del diario El Mundo se situaban en las antípodas de nuestras apreciaciones. Uno de los comentaristas decía haber sido testigo del hecho y aseguraba que las mujeres no estaban mendigando, sino robando, que eran bandas de gitanas rumanas que tratan de desvalijar a turistas y españoles en vez de trabajar. Y apostillaba rotundo: «Es una lacra que da a Madrid una imagen vergonzosa». Lamentaba también que se las tomara como víctimas y concluía con una apreciación sarcástica: «A este ritmo el Gobierno les da un piso (y no lo digo en broma)». Un segundo comentarista opinaba que los hinchas tal vez sienten aporofobia porque han visto reportajes sobre el negocio del limosneo y porque no están acostumbrados a que les agüen sus momentos de ocio con acordeones ruidosos y peticiones de limosna. La pregunta parece imponerse: ¿dónde reside la causa de las fobias, en el que desprecia o en el despreciado?
En este caso no resulta muy difícil responder a la cuestión, porque alguien a quien se pide limosna puede no darla por muy distintos motivos que no guardan relación alguna con el rechazo y el desprecio. Puede preferir colaborar con organizaciones solidarias que están atentas a las necesidades sociales y prestan ayuda con conocimiento de causa y sentido de la justicia, y no promocionar la petición de limosna que siempre es degradante. Puede instar al Ayuntamiento de su ciudad a que haga uso del dinero público para atender a las necesidades básicas como una prioridad indiscutible. Pero lo que no es en modo alguno de recibo es la humillación, la prepotencia, ese miserable hacer sentir la superioridad de quien en buena ley no tiene un ápice más de dignidad que su víctima. La fuente de la que surgen el odio y el desprecio es el que odia, no el despreciado.
En su libro El discurso del odio defiende André Glucksmann la convicción de que el odio existe, que es preciso superar el «buenismo» y aceptar la existencia del odio, y dedica los tres grandes apartados del texto al análisis de tres versiones del odio, actuales y a la vez de antigua raigambre: el antiamericanismo, el antisemitismo y la misoginia. En los tres casos, entiende Glucksmann que la clave del odio reside en quien odia, no en el colectivo objeto del odio, «la clave del antisemitismo —afirma— es el antisemita, no el judío».1 Una clave que haremos nuestra a lo largo de este libro, porque quien lleva incorporada una fobia siempre la justifica culpando al colectivo al que desprecia, lo cual no deja de ser una coartada.
2. DELITOS DE ODIO, DISCURSO DEL ODIO: DOS PATOLOGÍAS SOCIALES
En noviembre de 2015 recibí una carta de Luis Carlos Perea, director de Desarrollo Estratégico de la Fundación RAIS, en la que me comentaba que el concepto de aporofobia estaba siendo útil a su fundación para explicar mejor determinadas situaciones de violencia, en concreto, las que sufren las personas sin hogar. El sinhogarismo es un problema social sangrante, porque muestra un grado extremo de vulnerabilidad en quien lo padece. Quien no tiene siquiera la protección de un hogar, por precario que sea, no posee ni un mínimo de intimidad para su vida cotidiana, ni goza tampoco de una ínfima protección frente a agresiones externas, frente a tratos degradantes, está a disposición de cualquier descerebrado con ganas de divertirse un rato a su costa, o de cualquier resentido deseoso de volcar en alguien su rencor. Carecer de hogar supone una ruptura relacional, laboral, cultural y económica con la sociedad, es una clara situación de exclusión social. El sinhogarismo es la expresión de una suprema vulnerabilidad.
Junto con otras organizaciones, RAIS había impulsado la creación de un Observatorio de Delitos de Odio contra Personas sin Hogar, que lleva el nombre de Hatento. Desde esa plataforma habían llevado a cabo una investigación con una muestra de personas sin hogar, que había arrojado resultados alarmantes. Según el texto que recogía esos resultados, una de cada tres personas sin hogar ha sido insultada o ha recibido un trato vejatorio y una de cada cinco ha sido agredida físicamente. Respecto a los agresores, destaca que casi un 30 % de ellos son personas jóvenes, que «están de fiesta».
Por su parte, Cáritas, FACIAM (Federación de Asociaciones de Centros para la Integración y Ayuda a Marginados) y fePsh (Federación de Entidades de Apoyo a las Personas sin Hogar) lanzaron el 27 de noviembre de 2016 una campaña con el lema «Nadie sin hogar», que incidía en cuatro puntos fundamentalmente: que nadie duerma en la calle; que nadie viva en alojamientos de emergencia por un periodo superior al necesario; que nadie resida en alojamientos temporales más de lo estrictamente necesario, y que ningún joven termine sin hogar como consecuencia de la transición a la vida independiente. Según el informe de Cáritas Española ¿En qué sociedad vivimos? hay cuarenta mil personas sin hogar en nuestro país.
Esta situación de indefensión y vulnerabilidad es ya en sí misma un resultado de la aporofobia, de la actitud de desprecio al pobre, de desatención generalizada. Pero, además, como todas las actitudes, en determinadas condiciones puede llevar a cometer delitos por acción, y no sólo por omisión; en este caso, contra las personas en situación de exclusión, o en riesgo de exclusión. Estos delitos reciben hoy en día un nombre muy significativo, y es el de delitos de odio (hate crimes). Según el Ministerio del Interior, por la expresión «delitos de odio» pueden entenderse «todas aquellas infracciones penales y administrativas, cometidas contra las personas o la propiedad por cuestiones de “raza”, etnia, religión o práctica religiosa, edad, discapacidad, orientación o identidad sexual, situación de pobreza y exclusión social, o cualquier otro factor similar, como las diferencias ideológicas».2 Desde una perspectiva sociológica se pueden entender como «actos de violencia, hostilidad e intimidación, dirigidos hacia personas seleccionadas por su identidad, que es percibida como “diferente” por quienes actúan de esa forma».3
Según el informe de Hatento, estrechamente ligados a este tipo de delitos se encuentran otros dos tipos de patologías sociales de los que es preciso distinguirlos: los incidentes de odio y el discurso del odio.
Los incidentes de odio se producen cuando hay constancia de un comportamiento de desprecio y maltrato a personas por pertenecer a un determinado colectivo, pero ese comportamiento no cumple el requisito de estar tipificado como delito. Obviamente, el hecho de que no puedan considerarse delitos no les resta importancia, y no solo porque pueden degenerar en conductas delictivas, sino, sobre todo, porque el ámbito de lo moral es más amplio que el del derecho, y tanto la actitud de desprecio a otros como las actuaciones en que se plasma son expresión de un carácter mal forjado, de una situación degradada.
En cuanto al discurso del odio (hate speech), es también, por desgracia, tan antiguo como la humanidad. Consiste en cualquier forma de expresión cuya finalidad consista en propagar, incitar, promover o justificar el odio hacia determinados grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Con este tipo de discursos se pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad. De hecho, el Comité de Ministros del Consejo de Europa lo define como «toda forma de expresión que difunda, incite, promueva o justifique el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia».4
Como vemos, el número de ejemplos es abrumador. La xenofobia, la aversión extremada al extranjero; la homofobia, el odio a las personas homosexuales; la fobia a musulmanes, cristianos o gentes de cualquier religión; y también la aporofobia, el desprecio al pobre e indigente, forman una parte de ese catálogo de grupos a los que se dirige el discurso del odio.
Ciertamente, distinguir entre el discurso y el delito no es tarea fácil. La diferencia esencial consistiría en que los delitos son actos criminales motivados por la intolerancia y el sentido de superioridad del agresor, que deben reunir al menos dos requisitos: el comportamiento debe estar tipificado como delito en el Código Penal, y puede consistir en un maltrato vejatorio o en una agresión física, entre otros; y la motivación del acto debe basarse en un prejuicio hacia un determinado grupo social.5 El delito implica entonces una infracción penal o administrativa.
Realmente, en la práctica cotidiana resulta extremadamente difícil distinguir entre el discurso y el delito, como veremos más adelante, pero por el momento trataremos de espigar las características comunes a esas patologías sociales que se consideran motivadas por el odio. Para lograrlo puede ser de ayuda una fábula de La Fontaine, que André Glucksmann recuerda en su libro El discurso del odio.
3. LA FÁBULA DEL LOBO Y EL CORDERO
Hace unos meses, al acabar de pronunciar una ponencia en un congreso sobre este tema, un colega me preguntó si el discurso y el delito del odio no pueden ser, a fin de cuentas, expresión de un sentimiento de injusticia, la reacción indignada de quien ha sido maltratado por personas de un determinado grupo o de una determinada clase. Y llevaba razón, al menos en parte, porque no es extraño que reaccionen violentamente quienes han sido dañados y ofendidos. Una reacción semejante no tiene por qué ser la expresión de un odio injustificado, sino que bien puede ser el resultado de un sentimiento profundo de injusticia que alienta un odio ganado a pulso y estalla en indignación. Sin duda, las injusticias, sufridas personalmente o por grupos enteros, humillados y ofendidos, producen indignación y pueden cristalizar en odio. Pero no es a ese tipo de odio al que se refieren los delitos y los discursos de los que hablamos, porque se caracterizan precisamente por no dirigirse contra las personas que podrían haber causado un daño, sino, indiscriminadamente, contra un colectivo. Naturalmente, las agresiones pueden dirigirse a personas concretas, pero no por ser ellas, sino por pertenecer a un grupo. No se dirigen contra «esta persona», sino contra «un mendigo», «un refugiado», «una mujer», «una cristiana» o «una musulmana». La fábula de La Fontaine que recoge Glucksmann en su libro es esclarecedora en este sentido, porque contiene, a mi juicio, los rasgos de estas patologías.
Como suele suceder en las fábulas, los personajes son dos animales, en este caso un lobo y un cordero, que, por decirlo de alguna manera, entablan un diálogo. «Por decirlo de alguna manera», porque en realidad es un monólogo, en el que el lobo lleva el peso del discurso, mientras que el cordero es como la pared de un frontón, a la que no se concede más protagonismo que permitir que el discurso rebote. La fábula dice así:
—...Y sé que de mí hablaste mal el año pasado.
—¿Cómo pude hacerlo si no había nacido? —dijo el cordero—. Aún mamo de mi madre.
—Si no fuiste tú, sería tu hermano.
—No tengo.
—Pues fue uno de los tuyos:
porque no me dejáis tranquilo,
vosotros, vuestros pastores y vuestros perros.
Me lo han dicho: tengo que vengarme.
Allá arriba, al fondo de los bosques
se lo lleva el lobo, y luego se lo come.
Sin más juicio que ése.
Ciertamente, el discurso del lobo es un ejemplo palmario de lo que significa el discurso del odio, pero también el delito de odio, porque reúne características que los distinguen de otros tipos de discursos y delitos.
En principio, el discurso se dirige contra un individuo, pero no porque ese individuo haya causado daño alguno al hablante, sino porque goza de un rasgo que le incluye en un determinado colectivo. En el colectivo de «los tuyos», que es diferente del de «los nuestros». En este caso, «los tuyos» son los corderos; en otros casos son las gentes de otra raza (racismo), de otra etnia (xenofobia), de otro sexo (misoginia), de otra tendencia sexual (homofobia), de una determinada religión (cristianofobia o islamofobia) o de un estrato social precario (aporofobia).
Los hinchas del PSV no conocían a las mujeres que pedían limosna en la Plaza Mayor, ninguna de ellas les había hecho daño ni a ellos ni a las gentes que tomaban el sol en la plaza, pero pertenecían a un colectivo, el de los mendigos, que ellos debían considerar despreciable por el modo en que se comportaron.
Esta característica diferencia a los discursos y delitos del odio de otras violaciones, porque las víctimas no se seleccionan por su identidad personal, sino por pertenecer a un colectivo, dotado de un rasgo que produce repulsión y desprecio a los agresores. Cada una de las víctimas podría ser intercambiada por otra del grupo con la que comparte el rasgo hacia el que se dirigen la intolerancia y el rechazo del agresor. Es el caso de las gentes que profesan una determinada religión, comparten una determinada ideología, forman parte de alguna raza o etnia o grupo despreciados por los delincuentes. Por eso no es necesario haber tenido ninguna relación anterior con la persona agredida, sino que puede ser totalmente desconocida para el agresor, porque el móvil de la agresión es el desprecio hacia esa característica determinada, no alguna mala experiencia personal anterior.
Por desgracia, ejemplos hay en número infinito. El diario El País daba la noticia el 11 de octubre de 2016 de que dos individuos de 29 y 28 años habían intentado quemar a una indigente en Daroca, asaltándola cuando dormía a la intemperie. Fueron los vecinos los que apagaron el fuego con cubos de agua y auxiliaron a la mujer. Y así podríamos multiplicar al infinito expresiones de ese odio frente al desvalido, que no ha causado ningún daño al agresor. Por su parte, un artículo de La Vanguardia de 2015 sobre este asunto recogía tres casos sumamente expresivos. La presidenta de VOX en Cuenca había recibido una paliza por parte de gentes que despreciaban su posición política, gentes incapaces de tolerar una ideología distinta a la suya, hasta el punto de llegar a la violencia física con una persona concreta. En Granada, un hombre sin hogar había sido apaleado por la sencilla «razón» de aporofobia. Y en Almería, un joven gay había sufrido una agresión por una «razón» de homofobia en este caso (28 de agosto de 2015).
La misoginia, la aversión a las mujeres que se ha plasmado y se plasma en una apabullante cantidad de ideologías, está en la raíz del empeño en impedir el acceso de las mujeres a la vida pública, de relegarlas a cumplir un papel en la familia, el convento o el burdel, sin permiso para salir a la calle sino con un varón, teniendo que pedir autorización para salir al extranjero, sin derecho a voto, y sufriendo esas masivas masacres que se siguen perpetrando en diversos países por el hecho de ser mujeres.6 No por ser «esta mujer», sino por ser «una mujer».
Lo mismo que sucede cuando el delito se comete contra un homosexual, un transexual, un musulmán, un judío, un cristiano o un pobre por el hecho de serlo. Claro que el daño se dirige contra una persona determinada o contra un grupo determinado de personas, pero no por ser ellas, sino por ser una, un, unos, unas. Ese insufrible artículo indeterminado que parece justificar cualquier atropello contra las personas concretas, dañarlas física y moralmente, privarlas de la autoestima, del acceso a la participación pública o de la vida.
Y esto sucede en los lugares más corrientes, en las universidades, en las empresas, en la política, cuando se eliminan posibles competidores, no demostrando su falta de competencia, sino desacreditándoles a través de ese impresentable mundo de la rumorología en el que tienen tanto éxito los artículos indeterminados, presentados en la forma de «es un/una», «pertenece a». Por eso es tan importante en cada uno de los casos de la vida cotidiana tratar de detectar con fino olfato quiénes son las víctimas, porque a menudo no es evidente.
Una segunda característica de los delitos de odio es que se estigmatiza y denigra a un colectivo atribuyéndole actos que son perjudiciales para la sociedad, aunque sea difícil comprobarlos, si no imposible, porque en ocasiones se remiten a una historia remota que ha ido generando el prejuicio, o se forman a través de murmuraciones y habladurías.
Los lobos pueden relatar historias sobre los pastores y sobre los perros de los rebaños que los desacrediten a todos ellos, sin necesidad de que hayan nacido todavía. Una buena parte de la población rechaza a cualquier mendigo porque le han dicho que en realidad pertenecen a mafias, y que en general molestan, los antisemitas cuentan con un sinfín de leyendas negras sobre los judíos, y los que desprecian a las religiones recuerdan las hazañas de las diversas inquisiciones que actuaron en siglos anteriores y guardan un sospechoso silencio sobre actuales inquisiciones que nada tienen que ver con la religión. Por eso, la cuestión no es «este cordero», «esta mendiga», «este judío», «este cristiano» con sus nombres y apellidos, sino la disolución de la persona en el colectivo.
En tercer lugar se sitúa al colectivo en el punto de mira del odio, precisamente porque las leyendas negras pretenden justificar la incitación al desprecio que la sociedad debería sentir hacia él, según los inventores de esas leyendas. Y, en ocasiones, alientan acciones violentas contra sus miembros. «Me lo han dicho: tengo que vengarme» es el mensaje de obediencia al que se somete el lobo.7 Repasar la historia de las incitaciones a la violencia contra minorías vulnerables sería el cuento de nunca acabar.
Quienes desean librarse de los refugiados políticos y los inmigrantes pobres dicen que vienen a quitar el trabajo, aprovecharse de la seguridad social y, en los últimos tiempos, que incluyen entre sus filas a terroristas enviados por el Estado Islámico, dispuestos a cometer atentados como los de París, Niza, Bruselas, Fráncfort o Berlín. Por desgracia, Donald Trump no es el único que piensa de ese modo.
El caso del tunecino Anis Amri, sospechoso de haber causado la masacre de Berlín el 18 de diciembre de 2016, dio fuerza a los partidos aporófobos y xenófobos, porque se trataba de un refugiado que desembarcó en Lampedusa en 2011 y fue acogido en una familia por ser menor de edad. En estos casos, la reacción de los partidos y de las gentes que quieren cerrar filas frente a los pobres que vienen de fuera es la de extender la sospecha y el rechazo a todo el colectivo de refugiados e inmigrantes que vienen a nuestras tierras en condiciones infrahumanas. Éste es el elemento distintivo de los delitos de odio, que no se dirige a cada persona por ser quien es, sino por el colectivo al que pertenece.
En cuarto lugar, quien pronuncia el discurso o quien comete el delito de odio está convencido de que existe una desigualdad estructural entre la víctima y él, cree que se encuentra en una posición de superioridad frente a ella. Y utiliza el discurso para seguir manteniendo esa sensación de superioridad, como sucede con la ideología, entendida al modo marxiano como una visión deformada y deformante de la realidad, que permite al grupo bien situado fortalecer esa «superioridad estructural» y mantener la identidad subordinada de las víctimas.8
Con lo cual no se trata sólo de la dificultad de construir una sociedad pluralista, en la que las gentes puedan compartir unos mínimos de justicia y optar por distintas propuestas de vida buena, de vida en plenitud. Es verdad que no es fácil organizar la convivencia en sociedades moralmente plurales, porque articular la diversidad siempre exige una fina labor de orfebrería.9 Pero en el caso del odio no se trata sólo de diversidad, sino de la convicción de que existe una jerarquía estructural en la que el agresor ocupa el lugar superior mientras que el agredido ocupa el inferior.
Imposible compartir unos mínimos de justicia, porque no existe una relación de igualdad, no existe el reconocimiento de la dignidad del agredido y del respeto que merece. Los delitos de odio suponen una violación flagrante del principio supremo de la ética moderna, que Kant ofrece en la Formulación del Imperativo Categórico del Fin en sí Mismo: «Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio». Frente a este principio, el agresor trata a la víctima como un medio porque no le reconoce igual humanidad, igual dignidad; le trata como un objeto, no como un sujeto que debe ser tenido en cuenta.
Y, por último, otra de las características del discurso del odio, lleve o no aparejada la incitación a la violencia, es su escasa o nula argumentación, porque en realidad no pretende dar argumentos, sino expresar desprecio e incitar a compartirlo. «Sin más juicio, el lobo se lo come» es el final de la fábula.
Como es obvio, los delitos de odio imposibilitan el ejercicio de la igualdad, que es un valor clave en las sociedades democráticas, hasta el punto de que Ronald Dworkin la considera la virtud soberana. Por eso, a mi juicio, el camino para superar los delitos y los discursos del odio es la construcción de la igualdad desde la educación, formal e informal, y desde la conformación de instituciones políticas y económicas que la encarnen. Sin esa conciencia de la igualdad, que tiene que ser a la vez racional y sentiente, la dignidad de las personas se ve inevitablemente violada y es imposible construir una sociedad justa. Pero también es inevitable recurrir al Derecho, Penal, Administrativo o Antidiscriminatorio, para castigar este tipo de delitos. Y no sólo porque el derecho tenga una función punitiva y rehabilitadora, sino también porque tiene una función comunicativa.
4. ESTADO Y SOCIEDAD CIVIL, UNA COOPERACIÓN NECESARIA
«El principal riesgo para que una persona sin hogar sea víctima de un incidente o delito de odio es encontrarse con otra persona que crea que ella no merece su respeto y esté dispuesta a comportarse en consecuencia. Quienes cometen delitos de odio por aporofobia son los únicos responsables de sus conductas».10
En 2016, el Ministerio del Interior publicó el tercer Informe sobre incidentes relacionados con los delitos de odio en España. El registro se ha perfeccionado, entre otras razones, porque las Fuerzas y los Cuerpos de Seguridad del Estado están más preparados para detectar ese tipo de delitos. Sin duda, uno de los obstáculos para descubrirlos es la dificultad de la Policía para apreciar cuándo se dan las motivaciones de odio, aversión y rechazo que permiten incluir las infracciones penales o administrativas bajo ese rótulo. El objetivo del informe es minimizar los riesgos que sufren determinados colectivos vulnerables, concienciar a la sociedad y a los medios de comunicación, adoptar una actitud de tolerancia cero y reforzar la confianza de las víctimas en los agentes del Estado.
En el informe se declara expresamente que es tarea del Estado proteger a los más vulnerables de la sociedad, entre los que se encuentran las víctimas de la discriminación y el odio. Y entre los delitos se recoge expresamente la aporofobia como «odio o rechazo al pobre». Consigna asimismo aquellas expresiones o conductas de intolerancia, referidas al «odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos y el desamparado».11
Naturalmente, en los tres informes que el Ministerio ha elaborado sobre esta patología social se aprecia una evolución, porque, según el Anuario Estadístico del Ministerio del Interior, en 2013 se registró un total de 1.172 delitos de odio, de los cuales sólo 4 eran de aporofobia; en 2014 se registraron 1.285 casos de delitos de odio, 11 de los cuales estaban motivados por la aporofobia; y en 2015 se registraron 1.328 casos de delitos de odio, 17 de los cuales eran de aporofobia.
Ante estos datos, el Observatorio Hatento se pregunta con toda razón si realmente sólo se produjo este número de agresiones, o si ocurre más bien que las personas agredidas no denuncian, convencidas de que no se les va a hacer ningún caso, o bien tienen miedo a las represalias, o ni siquiera saben que se trata de un delito denunciable y punible, o se sienten culpables y creen que su propia situación provoca actuaciones de este tipo, o desconfían de la Policía, incluso la temen por encontrarse en situación irregular. Además, como hemos comentado, los cuerpos policiales tienen dificultades para detectar este tipo de delitos, y para los jueces resulta muy compleja la tarea de discernir si un incidente o un delito vienen motivados por el odio, el rechazo o la aversión al sin recursos.
Por otra parte, los datos que proceden de distintos estudios son muy relevantes para conocer los perfiles de los agresores. Según la NCH (National Coalition for the Homeless) de Estados Unidos, en los estudios durante los últimos quince años el 85 % de los agresores tenía menos de treinta años y el 93 % fueron varones.
Entre el 1 de diciembre de 2014 y el 30 de abril de 2015, Hatento llevó a cabo una investigación a través de entrevistas a personas sin hogar.12 Para llevarlas a cabo tuvo en cuenta, entre otros, estos dos factores: que exista desigualdad estructural entre agresores y víctimas, lo cual obliga a que la víctima tenga una identidad subordinada, y que la persona agredida perciba que la agresión o humillación estuvo causada por su situación de exclusión o sinhogarismo. Hatento entrevistó a 261 personas sin hogar y obtuvo resultados muy relevantes, como los siguientes.13
Un 47,1 % de los entrevistados sufrió algún incidente o fue víctima de un delito relacionado con la aporofobia en su historia de sinhogarismo. Seis de cada diez incidentes o delitos se produjeron de noche o de madrugada, especialmente cuando la víctima estaba durmiendo. El 87 % de los implicados en estos delitos o incidentes fueron varones, y el 57 % tenía entre 18 y 35 años. En un 28,4 % de los casos, los responsables eran chicos jóvenes que estaban de fiesta. Según los datos, los agresores más frecuentes suelen ser los chavales jóvenes (38,3 % de los casos).
Pasando a la actitud de quienes presenciaron las agresiones, dos de cada tres de las experiencias analizadas fueron presenciadas por otras personas. En un 68,4 % de los casos, los testigos no hicieron nada. El 36 % fueron testigos accidentales, ocho de cada diez no tomaron ninguna iniciativa, y sólo un 2,7 % llamó a la policía.
Sólo 15 personas de las 114 que contaron con detalle algún incidente o delito de odio presentaron una denuncia, y ninguna informó de que hubiera habido una sentencia condenatoria. Un 70 % de los que no denunciaron los hechos opinó que hacerlo no sirve de nada y un 11 % tenía miedo a posibles represalias de los agresores.
Ante datos como éstos es preciso instar a que los delitos de odio se reconozcan como tales y que se castiguen con las penas que correspondan. Y no sólo —como hemos sugerido— por la función punitiva o rehabilitadora que pueda tener el Derecho, sino muy especialmente por la innegable función comunicativa que tiene en una sociedad: la de dejar constancia de que esa sociedad no está dispuesta a tolerar determinadas acciones, porque violan los valores que le dan sentido e identidad. Justamente en este caso, el respeto a la igual dignidad de cada una de las personas concretas, con nombre y apellidos. Esa función comunicativa y pedagógica es importante.
De ahí que, como indican los informes, sea necesario formar a la Policía para que evite en lo posible este tipo de acciones, pero, cuando el daño está hecho, que sea capaz de detectar cuándo la agresión contra determinadas personas no es un delito más, sino un caso de aporofobia, de desprecio al pobre por serlo, y que atienda y ayude a la persona dañada con todo cuidado, que se sienta y sepa respaldada por su sociedad. También la actuación de los jueces en este tipo de delitos tiene que ser lúcida y ecuánime. Y muy especialmente agudizar la sensibilidad social frente a ellos para conseguir que se consideren como lo que son: inaceptables.
Pero, como tantas veces, la tarea de la sociedad civil es imprescindible en su función de denuncia, investigación y propuesta, como hacen las organizaciones y las fundaciones de las que hemos hablado. En esa labor de detectar situaciones de injusticia que el poder político no ha descubierto y en ese quehacer de apoyo a las víctimas, de proximidad y aproximación, el Derecho y el Estado son imprescindibles, pero no bastan: es necesaria la contribución de la sociedad civil. En este momento se trata de reclamar un hogar para todas las personas, que nadie se vea obligado a mendigar, que nadie se vea sometido a mafias. Se trata de erradicar la pobreza, reducir las desigualdades y cultivar el sentimiento de igual dignidad.
5. EL POBRE ES, EN CADA CASO, EL QUE NO RESULTA RENTABLE
La aporofobia es un tipo de rechazo peculiar, distinto de otros tipos de odio o rechazo, entre otras razones porque la pobreza involuntaria no es un rasgo de la identidad de las personas. Aunque es verdad que la identidad se negocia en diálogo con el entorno social, que no es estática, sino dinámica, la etnia o la raza, con todas las dificultades que supone precisarlas, son un ingrediente para configurarla. También el sexo o la tendencia sexual son dimensiones que forman parte de la identidad personal; y la profesión de una religión supone para el creyente una opción por la que apuesta y a la que nadie tiene derecho a obligarle a renunciar, igual que nadie tiene derecho a obligar al agnóstico o al ateo a simular que cree aquello en lo que no cree.
La pobreza involuntaria, sin embargo, no pertenece a la identidad de una persona, ni es una cuestión de opción. Quienes la padecen pueden resignarse a ella y acabar agradeciendo cualquier pequeñísima mejora de su situación y eligiendo dentro de su marco de posibilidades como si no hubiera otro. Es lo que se ha llamado «las pequeñas dádivas» y las «preferencias adaptativas», una situación que es preciso denunciar críticamente porque supone mantener en la miseria resignada a quienes ni siquiera tienen conciencia de ella, cuando la pobreza económica involuntaria es un mal que se padece por causas naturales o sociales, y que a la altura del siglo XXI puede eliminarse. Llegar a esta afirmación ha sido una labor de siglos, a lo largo de los cuales se fue produciendo una evolución desde entender que los pobres son culpables de su situación, responsables de ella, a comprender que existen causas naturales y sociales que una sociedad justa debe erradicar.
De donde se sigue, como intentaremos mostrar más adelante, que intentar eliminar la aporofobia económica exige educar a las personas, pero muy especialmente crear instituciones económicas y políticas empeñadas en acabar con la pobreza desde la construcción de la igualdad. Porque no sólo la pobreza involuntaria es un mal, sino que las relaciones asimétricas constituyen la base de la aporofobia. De esa erradicación de la pobreza contando con la reducción de las desigualdades nos ocupamos en un capítulo posterior, pero antes de entrar en ello es preciso dejar constancia de una apreciación.
En principio, la pobreza es carencia de los medios necesarios para sobrevivir, pero no sólo es eso. En este libro adoptaremos la caracterización de Amartya Sen, según la cual, la pobreza es falta de libertad, imposibilidad de llevar a cabo los planes de vida que una persona tenga razones para valorar. Como es sabido y comentaremos más adelante, Sen y Nussbaum entienden que hay unas capacidades básicas que todos los seres humanos deberían poder ejercer para llevar adelante sus planes de vida. Pero aquí queremos asumir esa noción de pobreza e ir todavía más lejos. Porque la aporofobia, tomada como delito, es lo que hemos comentado, pero, tomada como actitud vital, es desprecio y rechazo en cada caso de los peor situados, que pueden serlo económicamente, pero también socialmente.
La tendencia a tomar posición en la vida cotidiana a favor de los mejor situados, aquellos de los que puede obtenerse algún beneficio, y a dejar desamparados a los áporoi, a los que no parecen poder ofrecer muchas ventajas, ni siquiera tener capacidad para vengarse por los daños sufridos, parece inscrita en la naturaleza humana y es la fuente de sufrimiento injusto. Tomar conciencia de ello y preguntar si es ése el tipo de personas que queremos es una cuestión de humanidad o inhumanidad.
Por eso es preciso descubrir las raíces profundas de la aporofobia, tratar de investigar sus causas, averiguar si forman parte sin remedio de la naturaleza humana, de forma que los pobres siempre serán despreciados y en realidad es imposible cambiar la actitud de rechazo hacia ellos. O descubrir si existen bases en la naturaleza humana para la aporofobia, pero hay también caminos por los que cada persona y cada sociedad pueden modificarlas por entender y sentir que esa actitud es contraria a la humanidad más elemental. Éste es el reto al que se enfrenta la educación moral, que ha de venir acompañada de instituciones políticas y económicas encaminadas en la misma dirección, porque no sólo educan las escuelas, las universidades y las familias, sino también las instituciones económicas y políticas y los medios de comunicación.
Pero antes de intentarlo nos ocuparemos de la patología hermana, el discurso del odio, tan ligado al incidente y al delito de odio que, en ocasiones, incita a llevarlo a cabo, y en otras, él mismo es un delito.