Mi madre me subía cada día a la habitación una bandeja con la comida. Al mediodía, el menú consistía en un bocadillo de jamón y queso en envase de plástico, un cartón precintado de zumo de naranja, un plátano y tres botellas de agua cerradas para ir bebiendo a lo largo del día. Todo muy seguro. Muy esterilizado.
La comida siempre iba acompañada por un intento por parte de mamá de tener una conversación. Yo me esforzaba por decir poca cosa y evitar su mirada, a ser posible.
—Los nietos del señor Charles son muy monos, ¿verdad? Será muy agradable tener niños al lado cuando lleguen las vacaciones de verano, ¿no te parece, Matthew?
—Sí, supongo.
Había decidido no mencionar ni el episodio del estanque ni los golpes en la pared.
—Su hija se ha marchado a Nueva York un mes. Se ve que es un pez gordo de la banca. Qué extraño. Nunca había visto que viniera a visitar a su padre. ¿Y tú? ¿La habías visto?
Meneé la cabeza en sentido negativo. Mamá sabía que me dedicaba a observar a los vecinos y que si alguien había visto a la hija del señor Charles algún día, ese era yo.
—¿No lo encuentras gracioso? Me parece que esos niños ni lo conocían. A lo mejor es que se ha quedado sin la persona que se los cuida normalmente.
—Sí, a lo mejor.
Seguí con la mirada fija en la comida. No me gustaba mostrarme excesivamente hablador por si acaso se lanzaba a su tema favorito: «¿Qué hacemos con Matthew?».
—Esta tarde estaré unas horas en el salón. ¿Te va bien, Matthew? ¿Estarás bien solo?
Hacía cinco años que mamá había inaugurado un salón de belleza llamado «De la Cabeza a los Pies». En principio su plan era que la encargada que había contratado gestionase el local, y que ella limitase sus apariciones para realizar solo algún que otro tratamiento y mantenerse al corriente de los chismorreos. Al parecer, últimamente tenía que ir cada día. Pero yo sabía que lo hacía para poder escapar del problema que tenía en casa: yo. Mamá siguió sujetando la bandeja fuera de la habitación mientras yo iba retirando los objetos de uno en uno con la punta de los dedos para dejarlos en la mesita de noche.
—¿Matthew? ¿Te parece todo bien?
—Sí.
Levanté la vista y sin querer la miré a los ojos y, «bam», se lanzó…
—Estupendo. Ah, y he pedido cita para ir a ver al médico por la mañana. Para ver si podemos ponerte en orden. ¿De acuerdo?
Se colocó la bandeja debajo del brazo, como un bolso.
—¿Qué?
—No paran de llamar del colegio y el consejo escolar ha empezado a enviarnos cartas. Tenemos que poner orden a esto antes de septiembre si no quieres que papá y yo nos metamos en un gran problema. ¿Sabías que hoy en día pueden meter a los padres en la cárcel si sus hijos no van al colegio?
Mamá y papá habían estado mintiendo al colegio. Habían dicho que tenía mononucleosis. De todas las enfermedades que podían elegir, se decidieron por la «enfermedad del beso», cuando yo no tenía ni la más mínima intención de besar a nadie. Debieron de pensar que era una buena elección porque con eso puedes estar muchas semanas sin ir al colegio. Creo que mamá incluso consiguió convencerse a sí misma de que la tenía, ya que durante los primeros días que me quedé en casa no paraba de preguntarme qué tal la garganta y de darme analgésicos. Desesperación, eso es lo que era, desear que yo tuviera algún mal susceptible de tratamiento, algo con un final en el horizonte.
—No voy a ir.
—No seas tonto, por supuesto que vas a ir. Es el doctor Kerr. Te ha visitado desde que eras pequeño.
Mientras hablaba, me di cuenta de que intentaba mirar la habitación por encima de mi hombro. Empujé un poco la puerta para cerrarla.
—¿Por qué no abres la ventana y dejas que se ventile esto un poco?
Su pie descalzó aterrizó en la moqueta cuando cruzó el umbral.
—¿Qué haces, mamá?
Se puso nerviosa, pero no se movió. Bajé la vista hacia las uñas pintadas de rosa que invadían mi moqueta beige.
—¿Puedes sacar el pie de mi habitación, por favor?
Giró la pierna en un ángulo incómodo pero se quedó justo donde estaba.
—¡Mamá! ¡Por favor!
—¿Por qué, Matthew? No es más que un pie. No te hará ningún daño, ¿no crees?
Rio con nerviosismo, sus pies descalzos agitándose.
Empecé a temblar.
—Mira, vamos a hacer un trato. Me moveré si me prometes que mañana por la mañana vendrás conmigo a ver al doctor Kerr. ¿Qué te parece?
Mamá había estado en el porche por la mañana y había pisado descalza aquellas baldosas frías donde Nigel vomita bolas de pelo y tripas de rata. Debía de estar cargada de gérmenes… gérmenes que se escapaban a millones y entraban en mi habitación. Sujeté la puerta y pensé en golpearle los dedos de los pies con ella, pero, de hacerlo, acabaría con la moqueta manchada de sangre, y solo de pensarlo me entraron náuseas. No levanté la vista.
—Vale, vale. Iré. Y ahora, ¿podrías moverte, por favor?
El pie seguía paralizado.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
No tenía la más mínima intención de hacerlo.
—¿Lo prometes de verdad? ¿De verdad de la buena? ¿Por el ángel de Callum?
Ese era mi hermano bebé. Nunca salió del hospital ni llegó a casa, y nunca gorjeó mirando su móvil de elefantes, pero tenía una tumba con un ángel de mármol blanco. No podía romper una promesa hecha por algo como aquello, sobre todo teniendo en cuenta lo que yo había hecho.
Cerré los ojos y sopesé las alternativas. Noté que mamá empujaba un poco la puerta para intentar entrar.
—¡Lo prometo! Lo prometo por el ángel de Callum —dije.
Esperó un par de segundos y retiró el pie hacia el pasillo, su rostro resplandeciente.
—¡Estupendo! En pocas horas volveré a casa. ¿Por qué no sales un rato, te sientas en el jardín e intentas que estas mejillas cojan un poco de color? Te sacaré una silla, ¿vale?
—Lo que tú quieras, mamá.
Cerré la puerta y me metí bajo la cama para sacar la caja de los guantes (quedaban diez pares), el espray antibacteriano y un trapo, e intenté limpiar la moqueta. Noté que se me revolvía el estómago como sucedía siempre que mamá o papá mencionaban a Callum. El sentimiento de culpa por lo que había hecho era como un escarabajo negro asqueroso paseándose por el estómago.
Había días en que casi tenía la impresión de que podía meter la mano en la tripa y sacar a ese escarabajo. Lo tiraría al suelo, patalearía frenéticamente y todos mis temores se esfumarían como por milagro. Y por fin quedaría libre de mi sentimiento de culpa. Pero el escarabajo no se iba. Seguía allí, dormitando, a la espera de que yo me relajara para empezar de nuevo; escabulléndose, escabulléndose, escabulléndose.
Froté bien la moqueta, le eché el espray, la limpié bien y luego fui al lavabo para tirar los guantes y lavarme las manos hasta dejarlas a mi gusto. Necesité once lavados. Cuando regresé a la habitación, inspeccioné con detalle la comida. Todo estaba por abrir, de modo que comí rápidamente antes de que se infectara. Dejé la basura en la puerta y fui a la oficina para ver si afuera pasaba algo. Tomé algunas notas.
Martes, 22 de julio. 16.11 h. Calor y sol.
Coches en la calle = 4
Personas en la calle = 1
16.12 h.: Melody Bird sale del número tres. Ya no lleva el uniforme del colegio y corre por la calle en dirección al callejón de la Rectoría, que conduce al cementerio. ¿Qué hace allí?
Melody desapareció por aquella especie de túnel de vegetación con los brazos cruzados y la cabeza gacha, como si se protegiera de un viento polar.
El señor Charles salió al camino de acceso a su casa vestido con camisa roja de cuadros y pantalones beige. Parecía que iba a un rodeo. Empezó a aporrear el suelo de cemento con una escoba marrón y a levantar nubes de polvo que le envolvieron los tobillos. No se veía por ningún lado a Casey ni a Teddy. Se paró un momento para secarse el sudor de la frente, luego abrió la verja de hierro y se puso a barrer la acera de delante de su casa, dirigiendo los escobazos hacia la alcantarilla. El corazón se me aceleró. Empezaba a notar otra vez las manos sucias. Fui al cuarto de baño y, cuando iba por el séptimo lavado, sonó el timbre de la puerta. Me quedé inmóvil. Aún no me sentía lo bastante limpio. Seguí frotando con jabón la piel agrietada e ignoré la puerta. El timbre sonó otra vez y oí que llamaban también al cristal. Me aclaré rápidamente con agua hirviendo y bajé a abrir la puerta sirviéndome de la manga.
—¡Ah, Matthew! ¿Está tu madre?
Respondí al señor Charles, que estaba en el umbral, con un gesto de negación con la cabeza. Tenía los brazos cruzados sobre el mango de la escoba y parecía que iba a ponerse a cantar. Oí detrás de mí los maullidos de Nigel, el gato diabólico.
—¿Y tu padre?
—Está trabajando —dije, y cerré un poco la puerta.
Miré detrás de mí para ver dónde estaba el gato. Se encontraba tranquilamente en la cocina, restregándose contra el armario donde guardábamos su comida, moviéndose de un lado a otro, fanfarroneando.
—Está bien, está bien, no pasa nada —dijo con una sonrisa falsa—. De hecho, con quien quería hablar era contigo. ¿Te apetecería ganarte algún dinerillo?
Se rascó la cabeza en el punto que tenía quemado por el sol. Tal vez fuera porque hacía mucho tiempo que no lo veía de cerca, pero su cabeza era enorme, parecía una nuez bronceada. A través de la pared, oía un «tum, tum, tum» continuo en su casa.
—Me parece que están jugando al fútbol en el salón de su casa, señor Charles —dije.
Entrecerró los ojos y aguzó el oído.
—Oh, no es más… no es más que un juego.
Se pellizcó un instante la parte superior de la nariz, cerró los ojos y volvió a la realidad.
—Veamos, ¿te apetecería trabajar como canguro? Sería solo alguna tarde a la salida del colegio, para que yo pueda hacer algún que otro recado, como ir de compras y esas cosas. ¿Qué te parece?
Me crucé de brazos.
—No sé…
—¡Será un buen dinerito! Son niños fáciles… ¡muy fáciles! —dijo parpadeando a toda velocidad.
«Tum, tum, tum.»
—La verdad es que ando bastante ocupado…
El señor Charles asintió, como si comprendiera la frenética vida que yo llevaba, todo el día encerrado en casa sin hacer nada. Necesitaba ir a lavarme las manos. Estaba seguro de que se estaban propagando los gérmenes, y los maullidos de Nigel subían de volumen. Había salido al recibidor y estaba sentado justo detrás de mí.
«Tum, tum, tum.»
Oí que Casey gritaba. El señor Charles subió la voz en un intento de camuflar los gritos.
—Imagino que toda la tarde sería demasiado. ¿Qué tal un par de horas? ¡Incluso una! ¡Te pagaré el doble!
Negué con la cabeza.
—Dime cuánto querrías, Matthew.
De haber podido meter las manos más allá de la puerta, creo que habría intentado estrechármelas para sonsacarme un «sí».
«Tum, tum, tum.»
—Tengo doce años, señor Charles. Creo que no soy lo bastante mayor.
Nigel estaba a los pies de la escalera, frotándose la cara contra el peldaño. Vi un punto oscuro minúsculo en la moqueta beige, allí donde le había caído la baba. Nigel se dio cuenta de que lo miraba y vino directo hacia mí, los gérmenes desprendiéndose de su pelaje y corriendo por la moqueta en todas direcciones. Di un paso atrás y abrí la puerta por completo. El gato parpadeó ante el reflejo de la luz del sol y salió, pasó corriendo junto a las piernas del señor Charles y siguió por el camino de acceso. Volví a cerrar casi del todo la puerta. Notaba que me sudaba la mano.
—Estoy seguro de que con tu edad puedes hacer de canguro —dijo riendo—. ¡Yo con solo siete años ya cuidaba de mi hermano!
—No lo creo, señor Charles —dije mientras él seguía riendo.
«Tum, tum. ¡PAM!»
—¡ABUELOOOOOO!
La risa del señor Charles se interrumpió al instante, dejó caer los hombros y, sin pronunciar ni una palabra más, regresó lentamente a su casa arrastrando la escoba marrón. Cerré de un portazo y subí corriendo al lavabo para volver a lavarme las manos.
Cuando regresé a la oficina, los ruidos de la casa de al lado habían cesado y se oía un televisor a todo volumen. En la calle todo estaba tranquilo, el asfalto humeando por el calor. Nigel estaba en el jardín de delante de la casa del señor Charles, paseando de puntillas por el césped y olisqueando la hierba. No oyó que el hombre llegaba por detrás cargado con un barreño lleno de agua. El señor Charles emitió un rugido y soltó el agua, que cayó encima de Nigel como una ola gigante. El gato se quedó paralizado, igual que yo. No me considero un admirador de ese saco de pulgas vomitón, pero yo jamás le haría eso. El esponjoso pelaje rubio y blanco cobró de repente un tono marrón oscuro y se le quedó pegado a la piel. Estaba petrificado. El señor Charles dejó el barreño en la hierba y movió el pie en dirección al gato, su cuerpo encorvándose por la fuerza que estaba ejerciendo, pero, por suerte, Nigel había vuelto en sí y esquivó el golpe. Pasó rápidamente por la verja, giró a la derecha y enfiló el camino de acceso a nuestra casa. Se sentó en el peldaño, maulló débilmente y empezó a lamerse.
El señor Charles recogió el barreño y dio dos pasos hacia su casa. Se detuvo un momento, como si se hubiera olvidado algo. Retrocedió un poco, se puso el barreño bajo el brazo y se quedó mirándome furibundo.