GÓNGORA
1627-1927

 

 

 

 

 

Muy urgido. Prisa. Como temo no poder escribir sobre Góngora en este su año centurial, espumo antiguas notas, de varia fecha, y las doy en paños menores, según yacían sobre las octavillas de apuntes —doncellas de la memoria diría el mal Góngora—, y algún glosador explicaría: doncellas, porque a la par son cándidas y prestan servicio.

 

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Como toda planta tiene, en rigor, dos raíces de nutrimiento y dos polos vegetativos —el que se hunde en la tierra y el que se sume en la atmósfera— y crece a la vez en dos sentidos opuestos —hacia el centro subterráneo y hacia las estrellas —, así la poesía de Góngora: la nube «culta» y el humus del realismo poético popular. Niega lo intermedio por impuro. Se entrega a lo suprarreal del cultismo y a lo infrarreal de la inspiración plebeya, que es siempre satírico, exacerbado y agrio. Creación y caricatura: «Soledades» y «Letrillas»

 

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¿Creación?…

La poesía es eufemismo —eludir el nombre cotidiano de las cosas, evitar que nuestra mente las tropiece por su vertiente habitual, gastada por el uso, y mediante un rodeo inesperado ponernos ante el dorso nunca visto del objeto de siempre. La nueva denominación lo recrea mágicamente, lo repristina y virginiza. ¡Delicia aún mayor que la de crear ésta de recrear! Porque la creación, donde no había nada pone una cosa; pero en la recreación tenemos siempre dos: la nueva, que vemos nacer imprevista, y la vieja, que recobramos a su través. Operación endiablada. Rejuvenecimiento. Fausto joven que lleva dentro al decrépito Fausto.

Los movimientos de la poesía europea están todos inscritos en Dante. Veamos qué hace Dante cuando tiene que hablar de la izquierda. Dirá esto:

 

Da quella parte onde il cuore ha la gente.

 

Si quiere conducirnos al Mediterráneo, nos engañará hablándonos de

 

La maggior valle in che l’acqua si spanda.

 

Aligera el nombre ya un poco inerte de Nazareth diciendo:

 

Là dove Gabriello aperse l’ali;

 

y suplanta el vocablo España con esta indicación:

 

In quella parte ove surge ad aprire

Zefiro dolce le novelle fronde,

Di che si vede Europa rivestire.

 

De esta manera, tomada por sorpresa la realidad, herida en el flanco menos guardado y presumible, se entrega absolutamente, siempre en forma de primer amor. Es natural: la poesía vuelve a poner todo en alborada, en status nacens, y salen las cosas de su regazo desperezándose, en actitud matinal, emergiendo del primer sueño a la primera luz.

Pero este destino esencial de toda poesía la obliga a un desplazamiento progresivo, a huir de sí misma, a negar la de ayer, a buscar nuevas denominaciones mediante más largos y abstrusos rodeos.

Gran error creer que poesía es naturalidad: no lo ha sido nunca mientras fue poesía. La antigua, la clásica, mucho menos natural que la nuestra. Ya lo he dicho una y otra vez: Homero, como Píndaro, comienzan por hablar en un idioma convencional que no habla pueblo alguno. Su tema —la mitología— tampoco es natural, sino, por definición, materia sobrenatural.

Poesía no es naturalidad, sino voluntad de amaneramiento. Su historia se desarrolla en potencias crecientes de amaneramiento. A veces se le quiebran las alas, y recae en la prosa para volver a iniciar el proceso de alquitaramientos sucesivos. A veces, de puro remar en el viento, se pierde en lo azul. El eufemismo se hace ininteligible. Dante es la primera potencia, con su «estilo gentil», y era inevitable que la poesía europea pasase por la enésima potencia del «estilo culto». Siglos después había de volver a rozar la misma esfera con Mallarmé. Siempre que la poesía se eleva a esta altitud reaparece la fauna clásica y habla de faunos, ninfas, cisnes, juega con los dioses…

 

—armado a Pan o semicapro a Marte—.

 

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Algunos eufemismos de Góngora:

Cohetes:

 

luminosas de pólvora saetas

purpúreos no cometas[47].

 

Caparazón del marisco:

 

el justo arnés de hueso.

 

La paloma:

 

la ave lasciva de la cipria diosa.

 

La mesa:

 

cuadrado pino.

 

Pájaros:

 

cítaras de pluma.

Esquilas dulces de sonora pluma.

 

Gallo:

 

doméstico del Sol nuncio canoro.

 

Flechas:

 

áspides volantes.

 

Fuego en el hogar:

 

que yace en ella la robusta encina,

mariposa en cenizas desatada.

 

La luz en la noche:

 

está, en aquel incierto

golfo de sombras anunciando el puerto.

 

El cisne:

 

Blanca más que las plumas de aquel ave

que dulce muere y en las aguas mora.

 

(Entre paréntesis: dos de los versos mejores en que ha logrado amanerarse la lengua castellana).

 

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No creo necesario establecer una relación de influjos entre Góngora y el caballero Marino. Gongorismo y marinismo y eufuismo son tres amaneramientos diferentes a que sin remedio tenía que llegarse en Europa, dado el nivel del progreso lírico. Los tres son fruta del barroco. En las épocas barrocas se substantiva el ornamento. Esto es la poesía del siglo XVII. Casi todo lo llamado clásico en poesía es, en verdad, barroquismo. Por ejemplo: Píndaro, tan difícil de entender como Góngora.

 

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Si sabe usted un poco de mecánica —con muy poco basta—, entenderá usted esto: tal vez toda poesía, pero ciertamente la de Góngora, consiste en evitar la tangente. Ejemplo entre mil:

 

Galanes los que tenéis

las voluntades cautivas

en el Argel de unos ojos.

(Romance CXIX)

 

Se habla de la cautividad espiritual que la belleza de unos ojos produce; pero, en vez de seguir el camino recto de la idea o concepto, el poeta lo abandona, buscando la imagen adyacente que la cautividad corporal provoca: Argel, tierra del cautiverio. Esta diversión inicia otra trayectoria —la de que unos ojos pueden ser un Argel—, y así sucesivamente. Por tanto, en lugar de seguir la línea recta, la tangente que en dinámica representa la inercia, encontramos una curva: la «aceleración» que la engendra es la inspiración, la fuerza poética encargada de enriquecer, de complicar, de encorvar el camino. El sol no hace con sus planetas otra cosa que el poeta con sus palabras: les obliga a gravitar, a proceder en órbitas, en itinerarios curvilíneos, e impide rigoroso la fuga tangencial.

Góngora —maravillosa poesía de nuestro pueblo inhumano, a diferencia de la francesa, que hasta hace poco fue siempre humana. ¿No es inhumana la pura fruición en el puro mineral de la imagen?

Léase con un poco de buen sentido nuestro Parnaso del siglo XVII, e inténtese, partiendo de él, reconstruir el tipo de alma que lo ha fraguado. El que haga esta experiencia acabará echándose las manos a la cabeza, sobrecogido de espanto.

Cuando Góngora quiere tocar lo humano, produce un lirismo canalla, como el del romance XXXIII. (Cito según la «Biblioteca de Autores Españoles»; no tengo otra edición, salvo la nueva de las Soledades, hecha por Dámaso Alonso[48]. No soy erudito).

Lo mejor de nuestra poesía, por tanto, lo mejor de Góngora, tiene un carácter de exuberancia inconfortable para todo el que sea medianamente psicólogo. Recuerda la escultura de la India, que en formas intrincadas, frenéticas y locas, cubre a lo mejor la ladera toda de un monte. Es lo informe y lo caótico dentro del afán mismo que quiere crear formas. Se ha dicho que esa exuberancia de toda la vida indostánica le da un sentido vegetal. Es la selva que se ahoga en su propia fecundidad.

No puedo leer a Góngora —como a Lope— sin sentir a la vez fervor y terror. Porque en ellos lo egregio y perfecto confina siempre con lo bárbaro y atroz. El «culto» Góngora tenía un alma inculta, rústica, bárbara. Imagina uno sus amores con mujeres que no se lavaban, envueltas en muchas, muchas faldas de telas muy toscas. Es penoso, es azorante, recibir una imagen divina, como algunas de Góngora, arropada en un tufo labriego y de redil.

 

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No se comprende cómo un beneficiado de Córdoba en los siglos XVI y XVII —llénense estas palabras de su exacto sentido— pudo encontrar dentro de sí la exquisitez incalculable, la aérea elegancia que revelan las dos octavas siguientes. En la primera pide al conde de Niebla que interrumpa un rato la caza altanera para oír versos:

 

Templado pula en la maestra mano

El generoso pájaro su pluma,

O tan mudo en la alcándara, que en vano

Aun desmentir el cascabel presuma;

Tascando haga el freno de oro cano

Del caballo andaluz la ociosa espuma;

Gima el lebrel en el cordón de seda

Y al cuerno, en fin, la cítara suceda.

 

En la segunda se abre un paisaje vespertino:

 

Mudó la noche el can: el día dormido

De cerro en cerro y sombra en sombra yace;

Bala el ganado; al mísero balido

Nocturno el lobo de las selvas nace;

Cébase y fiero deja humedecido

En sangre de una lo que la otra pace.

Revoca Amor los silbos, a su dueño

El silencio del can siga o el sueño.

 

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Góngora es, ante todo, las Soledades. Es bochornoso que sobre esto exista aún discusión. Porque la discusión que existe no se refiere a lo interno de esta obra, a su eventual fracaso íntimo, sino a cuestiones de escaleras abajo. Quien diga que no entiende las Soledades no dice, en rigor, sino que no las ha leído con mediana atención. Las Soledades no son ni más ni menos inteligibles que cualquiera otra obra poética; por ejemplo: que las «populares» letrillas o romances del mismo poeta. En unas y otras hay pasajes problemáticos. Los hay en la más trivial conversación.

Lo que pasa es que las Soledades llevan un propósito distinto del que anima a la poesía inferior. Ésta, más o menos, narra un suceso externo o interno, describe un objeto —corporal o sentimental— según él es, ornándolo con tal o cual guirnalda y pulcro aditamento.

No tiene sentido tachar de oscuro a un jeroglífico porque no se puede leer resbalando con la pupila horizontalmente de figura en figura. El jeroglífico nos invita a una lectura vertical; tenemos que calar la superficie de cada imagen, y entonces vemos que por debajo se unen las unas a las otras. El poeta ha hecho el camino en sentido opuesto: parte de una realidad y busca su transcripción poética, por decirlo así, su doble en el trasmundo lírico. Esto es lo que nos da: su propósito es precisamente tapar lo real, encubrir lo cotidiano con fantasmagoría.

Las Soledades extreman esta duplicidad, porque los hechos y objetos que buscan recamar son lo más prosaico y vulgar del mundo. Se trata precisamente de hallar para la cosa más vil su cuerpo astral, su perfil poético, su logaritmo de irisaciones bellas. He aquí, por ejemplo, un plato con carne seca de macho cabrío, manjar de aldea castiza. Búsquese la proyección que arroja en el orbe poético, como en la atmósfera polar produce toda cosa su fata morgana. Tendremos: carne de macho cabrío; por tanto, de un macho que ha muerto, verosímilmente, viejo y no de enfermedad, puesto que es comestible su despojo. Muerto, entonces, de riña con algún otro macho. Góngora invierte esta serie de imágenes, y acabará por lo que es primero en el orden natural: el aspecto visual de la carne sobre el plato:

 

El que de cabras fue dos veces ciento

esposo casi un lustro —cuyo diente

no perdonó a racimo aun en la frente

de Baco, cuanto más en su sarmiento—

(triunfador siempre en las celosas lides,

lo coronó el Amor; mas rival tierno

breve de barba y duro no de cuerno,

redimió con su muerte tantas vides),

servido ya en cecina,

purpúreos hilos es de grana fina.

 

A esto llamo el cuerpo astral, el doble poético de un plato de cecina. Transfiguración. Misión jeroglífica del verso. Mallarmé.

 

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En el gongorismo el arte se manifiesta sinceramente como lo que es: pura broma, fábula convenida. ¿Y es poco ser broma?

 

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En estos días, un ilustre paleontólogo, Edgar Dacqué, sostiene que antes de los hombres como nosotros existieron hombres con un ojo en la frente: el ojo pineal, de que es la glándula así llamada última supervivencia. Y añade que aquellos hombres monoculares no poseían inteligencia, sino una facultad superior de intuición mágica, de penetración sonambúlica en lo cósmico. Góngora intenta restaurar esa inspiración pineal y mira el universo con el ojo ígneo de Polifemo. Las cosas que habían caído en la quietud y en la prosa vuelven a la danza de las metamorfosis. El racionero, irónicamente, prestidigita y se saca cisnes de las mangas, convierte en áspid la flecha, el pájaro en esquila, la estrella en cebada rubia. Eternamente, la poesía ha consistido en dar gato por liebre, y a quien esto no divierta, sólo cabe recomendar, como la ramera de Venecia a Rousseau, que estudie la matemática… Yo preferiría, sin embargo, que los jóvenes argonautas de la nave gongorina se complaciesen en limitar su entusiasmo. Sin límites no hay dibujo ni fisonomía. Hay que definir la gracia de Góngora, pero, a la vez, su horror. Es maravilloso y es insoportable, titán y monstruo de feria: Polifemo y a veces sólo tuerto.