Con esta versión de la Filosofía de la Historia, de Hegel, comienzo a publicar una Biblioteca de Historiología. Esta palabra —historiología— se usa aquí, según creo, por vez primera. Convendría, pues, conjuntamente, aclarar cuál sea su significado y por qué al frente de lo que ella enuncia colocamos a Hegel con aire de capitán[32].
Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo de divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos. Pero bajo el gesto insatisfecho de joven príncipe Hamlet que hace el hombre ante el universo, se esconden tres maneras de alma muy diferentes: dos buenas y una mala.
Hay la insatisfacción provocada por lo incompleto e imperfecto de cuanto da la realidad. Este sentimiento me parece la suma virtud del hombre: es leal consigo mismo y no quiere engañarse atribuyendo a lo que le rodea perfecciones ausentes. Esta insatisfacción radical se caracteriza porque en ella el hombre no se siente culpable ni responsable de la imperfección que advierte. Mas hay otro descontento que se refiere a las propias obras humanas, en que el individuo no sólo echa de ver su defectuosidad, sino que tiene a la par conciencia de que sería posible evitarla, cuando menos en cierta medida. Entonces se siente no sólo descontento de la cosa, sino de sí mismo. Ve con toda claridad que podría aquélla hacerse mejor; encuentra ante sus ojos, junto a la obra monstruosa, el perfil ideal que la depura o completa, y como la vida es en él —a diferencia de lo que es en el animal— un instinto frenético hacia lo óptimo, no para hasta que ha logrado adobar la realidad conforme a la norma entrevista. Con esto no obtiene una perfección absoluta, pero sí una relativa a su responsabilidad. El descontento radical y metafísico perdura, pero cesa el remordimiento.
Frente a estos dos modos excelentes de sentirse insatisfecho hay otro que es pésimo: el gesto petulante de disgusto que pasea por la existencia el que es ciego para percibir las cualidades valiosas residentes en los seres. Esta insatisfacción queda siempre por debajo de la gracia y virtud efectivas que recaman lo real. Es un síntoma de debilidad en la persona, una defensa orgánica que intenta compensarla de su inferioridad y nivela imaginariamente a la vulpeja con todo racimo peraltado.
Esta Biblioteca de Historiología ha sido inspirada por la insatisfacción sentida al leer los libros de historia, ante todo los libros de Historia. Conforme volvemos sus páginas, siempre abundantes, nos gana irremediablemente, contra nuestra favorable voluntad, la impresión de que la Historia tiene que ser cosa muy diferente de lo que ha sido y es. No se trata de un descontento de la primera ni de la última clase, sino de la concreta insatisfacción que he colocado entremedias: la que implica remordimiento porque ve clara una posible perfección. Al paso que otras ciencias, por ejemplo, la física, poseen hoy un rigor y una exactitud que casi, casi rebosan nuestras exigencias intelectuales, hasta el punto de que la mente va tras ellas un poco apurada y excesivamente tensa, acaece que la Historia al uso no llena el apetito cognoscitivo del lector. El historiador nos parece manejar toscamente, con rudos dedos de labriego, la fina materia de la vida humana. Bajo un aparente rigor de método en lo que no importa, su pensamiento es impreciso y caprichoso en todo lo esencial. Ningún libro de Historia representa con plenitud en esta disciplina lo que tantos otros representan en física, en filosofía y aun en biología —el papel de clásicos. Lo clásico no es lo ejemplar ni lo definitivo: no hay individuo ni obra humana que la humanidad, en marea viva, no haya superado. Pero he ahí lo específico y sorprendente del hecho clásico. La humanidad, al avanzar sobre ciertos hombres y ciertas obras, no los ha aniquilado y sumergido. No se sabe qué extraño poder de pervivencia, de inexhausta vitalidad, les permite flotar sobre las aguas. Quedan, sin duda, como un pretérito, pero de tan rara condición, que siguen poseyendo actualidad. Ésta no depende de nuestra benevolencia para atenderlos, sino que, queramos o no, se afirman frente a nosotros y tenemos que luchar con ellos como si fuesen contemporáneos. Ni nuestra caritativa admiración ni una perfección ilusoria y «eterna» hacen al clásico, sino precisamente su aptitud para combatir con nosotros. Es el ángel que nos permite llamarnos Israel. Clásico es cualquier pretérito tan bravo que, como el Cid, después de muerto nos presente batalla, nos plantee problemas, discuta y se defienda de nosotros. Ahora bien: esto no sería posible si el clásico no hubiese calado hasta el estrato profundo donde palpitan los problemas radicales. Porque vio algunos claramente y tomó ante ellos posición, pervivirá mientras aquéllos no mueran. No se le dé vueltas: actualidad es lo mismo que problematismo. Si los físicos dicen que un cuerpo está allí donde actúa, podemos decir que un espíritu pervive mientras hay otro espíritu al que propone un enigma. La más radical comunidad es la comunidad en los problemas.
El error está en creer que los clásicos lo son por sus soluciones. Entonces no tendrían derecho a subsistir, porque toda solución queda superada. En cambio, el problema es perenne. Por eso no naufraga el clásico cuando la ciencia progresa.
Pues bien, en la Historia no hay clásicos. Los que podían optar al título, como Tucídides, no son clásicos formalmente en cuanto historiadores, sino bajo otras razones. Y es que la Historia parece no haber adquirido aún figura completa de ciencia. Desde el siglo XVIII se han hecho no pocos ensayos geniales para elevar su condición. Pero no los han hecho los historiadores mismos, los hombres del oficio. Fue Voltaire o Montesquieu o Turgot, fue Winckelmann o Herder, fue Schelling o Hegel, Comte o Taine, Marx o Dilthey. Los historiadores profesionales se han limitado casi siempre a teñir vagamente su obra con las incitaciones que de esos filósofos les llegaban, pero dejando aquélla muy poco modificada en su fondo y sustancia. Este fondo y sustancia de los libros históricos sigue siendo el cronicón.
Existe un evidente desnivel entre la producción historiográfica y la actitud intelectiva en que se hallan colocadas las otras ciencias. Así se explica un extraño fenómeno. Por una parte, hay en las gentes cultas una curiosidad tan viva, tan dramática para lo histórico, que acude presurosa la atención pública a cualquier descubrimiento arqueológico o etnográfico y se apasiona cuando aparece un libro como el de Spengler. En cambio, nunca ha estado la conciencia culta más lejos de las obras propiamente históricas que ahora. Y es que la calidad inferior de éstas, en vez de atraer la curiosidad de los hombres, la embotan con su tradicional pobreza. Indeliberadamente actúa en los estudiosos un terrible argumento ad hominem que no debe silenciarse: la falta de confianza en la inteligencia del gremio historiador. Se sospecha del tipo de hombre que fabrica esos eruditos productos; se cree, no sé si con justicia, que tienen almas retrasadas, almas de cronistas, que son burócratas adscritos a expedientear el pasado. En suma, mandarines.
Y no puede desconocerse que hay una desproporción escandalosa entre la masa enorme de labor historiográfica ejecutada durante un siglo y la calidad de sus resultados. Yo creo firmemente que los historiadores no tienen perdón de Dios. Hasta los geólogos han conseguido interesarnos en el mineral; ellos, en cambio, habiendo entre sus manos el tema más jugoso que existe, han conseguido que en Europa se lea menos Historia que nunca.
Verdad es que las cimas de la historiografía no gozan de gran altitud. Puede hacerse una experiencia.
Los alemanes nos presentan una y otra vez como prototipo de historiador, como gran historiador ante el Altísimo, a Leopoldo de Ranke. Tiene fama de ser el más rico en «ideas». Léase, pues, a Ranke, que es él solo una biblioteca. Después de leerlo con atención, sopese el lector el botín de ideas claras que un año de lectura le ha dejado. Tendrá el recuerdo de haber atravesado un desierto de vaguedades. Diríase que Ranke entiende por ciencia el arte de no comprometerse intelectualmente. Nada es en él taxativo, claro, inequívoco.
Pero a esta sincera impresión del lector responden los historiadores diciendo: «Esa falta de “ideas” que se advierte en Ranke no es su defecto, sino su específica virtud. Tener “ideas” es cosa para los filósofos. El historiador debe huir de ellas. La idea histórica es la certificación de un hecho o la comprensión de su influjo sobre otros hechos». Nada más, nada menos. Por eso, según Ranke, la misión de la Historia es «tan sólo decir cómo, efectivamente, han pasado las cosas»[33].
Los historiadores repiten constantemente esta fórmula, como si en ella residiese un poder entre mágico y jurídico que les tranquiliza respecto a sus empedernidos usos y les otorga un fuero bien fundado. Pero la verdad es que esa frase de Ranke, típica de su estilo, no dice nada determinado[34]. Sólo cabrá algún sentido si se advierte que fue escrita como declaración de guerra contra Hegel, precisamente contra esta Filosofía de la Historia, que entonces no se había publicado aún, pero actuaba ya en forma de curso universitario. Con ella comienza la batalla entre la «escuela histórica» y la «escuela filosófica»[35].
Y ante todo, es preciso reconocer que la escuela histórica comienza por tener razón frente a la «escuela filosófica», frente a Hegel. Si filosofía es, en uno u otro rigoroso sentido, lógica, y opera mediante un movimiento de puros conceptos lógicos, y pretende deducir lógicamente los hechos a-lógicos, no hay duda que la Historia debe rebelarse contra su intolerable imperialismo. Ahora bien: la filosofía de la Historia de Hegel pretende, por lo pronto, y muy formalmente, ser eso. Por lo tanto, nos unimos a los historiadores en su jacquerie contra la llamada «filosofía del espíritu», y, aliados con ellos, tomamos la Bastilla de este libro hegeliano.
Pero una vez que hemos asaltado la fortaleza, nos volvemos contra la plebe historiográfica y decimos: «La Historia no es filosofía. En esto nos hallamos de acuerdo. Pero ahora digan ustedes qué es».
De Niebuhr y Ranke se data la ascensión de la Historia al rango de la auténtica ciencia. Niebuhr representa la «crítica histórica», y Ranke, además de ella, la «historia diplomática o documental». Historia —se nos dice— es eso: crítica y documento.
Como el historiador no puede tachar al filósofo de insuficiencia crítica le echa en cara, casi siempre con pedantería, su falta de documentos. Desde hace un siglo, gracias a la documentación, se siente como un chico con zapatos nuevos. Lo propio acontece al naturalista con el experimento. También se data la «ciencia nueva», la física, desde Galileo, porque descubrió el experimento.
Es inconcebible que existan todavía hombres con la pretensión de científicos —y son los que más se llenan la boca de este adjetivo— que crean tal cosa. ¡Como si no se hubiese experimentado en Grecia y en la Edad Media; como si antes del siglo XIX no hubiese el historiador buscado el documento y criticado sus «fuentes»! La diferencia entre lo que se hizo hasta 1800 y lo que se comenzó a hacer va para un siglo es sólo cuantitativa y no basta para modificar la constitución de la Historia.
Claro es que ningún gran físico, ningún historiador de alto vuelo ha pensado de la manera dicha. Sabían muy bien que ni la física es el experimento —así, sin más ni más— ni la Historia el documento. Galileo el primero, y Ranke mismo a su hora, a pesar de que uno y otro combaten la filosofía de su tiempo. Lo que pasa es que ni uno ni otro —tan taxativos en su negación, en su justa rebeldía— son igualmente precisos en su afirmación, en su teoría del conocimiento físico e histórico[36].
La innovación sustancial de Galileo no fue el «experimento», si por ello se entiende la observación del hecho. Fue, por el contrario, la adjunción al puro empirismo que observa el hecho de una disciplina ultraempírica: el «análisis de la Naturaleza». El análisis no observa lo que se ve, no busca el dato, sino precisamente lo contrario: construye una figura conceptual (mente concipio) con la cual compara el fenómeno sensible. Pareja articulación del análisis puro con la observación impura es la física.
Ahora bien: ésta es la anatomía de toda ciencia de realidades, de toda ciencia empírica. Cuando se usa esta última denominación, se suele malentender, y la mente atiende sólo al adjetivo «empírica», olvidando el substantivo «ciencia». Ciencia no significa jamás empiria, observación, dato a posteriori, sino todo lo contrario: construcción a priori. Galileo escribe a Kepler que en cuanto llegó el buen tiempo para observar a Venus se dedicó a mirarla con el telescopio: «ut quod mente tenebam indubium, ipso etiam sensu comprehenderem»[37]. Es decir, que antes de mirar a Venus, Galileo sabía ya lo que iba a pasar a Venus, indubium, sin titubeo, con una seguridad digna de Don Juan. La observación telescópica no le enseña nada sobre el lucero; simplemente confirma su presciencia. La física es, pues, un saber a priori, confirmado por un saber a posteriori. Esta confirmación es, ciertamente, necesaria y constituye uno de los ingredientes de la teoría física. Pero conste que se trata sólo de una confirmación. Por tanto, no se trata de que el contenido de las ideas físicas sea extraído de los fenómenos: las ideas físicas son autógenas y autónomas. Pero no constituyen verdad física sino cuando el sistema de ellas es comparado con un cierto sistema de observaciones. Entre ambos sistemas no existe apenas semejanza, pero debe haber correspondencia. El papel del experimento se reduce a asegurar esta correspondencia[38].
La física es, sin duda, un modelo de ciencia, y está de sobra justificado que se hayan ido tras ella los ojos de quienes buscaban para su disciplina una orientación metodológica. Pero fue un quid pro quo, más bien gracioso que otra cosa, atribuir la perfección de la física a la importancia que el dato tiene en ella. En ninguna ciencia empírica representan los datos un papel más humilde que en física. Esperan a que el hombre imagine y hable a priori para decir sí o no[39].
Un error parecido lleva a hacer consistir la Historia en el documento. La circunstancia de que en esta disciplina la obtención y depuración del dato sean de alguna dificultad —más por la cantidad que por la calidad del trabajo exigido—, ha proporcionado a este piso de la ciencia histórica una importancia monstruosa. Cuando a principios del siglo XIX sonó la voz de que el historiador tenía que recurrir a las «fuentes», pareció cosa tan evidente e ineludible que la Historia se avergonzó de sí misma por no haberlo hecho (la verdad es que lo hizo desde siempre). Equivalía esta exigencia al imperativo más elemental de todo esfuerzo cognoscitivo referente a realidades, que es aprontar ciertos datos. Y he aquí que todo un sistema de técnicas complicadas va a surgir en la pasada centuria con el propósito exclusivo de asegurar los «datos históricos». Pero los datos son lo que es dado a la ciencia —ésta empieza más allá de ellos. Ciencia es la obra de Newton o Einstein, que no han encontrado datos, sino que los han recibido o demandado. Parejamente, la Historia es cosa muy distinta de la documentación y de la filología.
Desde las primeras lecciones que componen este libro, Hegel ataca a los filólogos, considerándolos, con sorprendente clarividencia, como los enemigos de la Historia. No se deja aterrorizar por «el llamado estudio de las fuentes» (pág. 8) que blanden con ingenua agresividad los historiadores de profesión. Un siglo más tarde, por fuerza hemos de darle la razón: con tanta fuente se ha empantanado el área de la Historia. Es incalculable la cantidad de esfuerzo que la filología ha hecho perder al hombre europeo en los cien años que lleva de ejercicio. Sin ton ni son se ha derrochado trabajo sobre toneladas de documentos, con un rendimiento histórico tan escaso que en ningún orden de la inteligencia cabría, como en éste, hablar de bancarrota. Es preciso, ante todo, por alta exigencia de la disciplina intelectual, negarse a reconocer el título de científico a un hombre que simplemente es laborioso y se afana en los archivos sobre los códices. El filólogo, solícito como la abeja, suele ser, como ella, torpe. No sabe a qué va todo su ajetreo. Sonambúlicamente acumula citas que no sirven para nada apreciable, porque no responden a la clara conciencia de los problemas históricos. Es inaceptable en la historiografía y filología actuales el desnivel existente entre la precisión usada al obtener o manejar los datos y la imprecisión, más aún, la miseria intelectual en el uso de las ideas constructivas.
Contra este estado de las cosas en el reino de la Historia se levanta la historiología. Va movida por el convencimiento de que la Historia, como toda ciencia empírica, tiene que ser, ante todo, una construcción y no un «agregado» —para usar el vocablo que Hegel lanza una vez y otra contra los historiadores de su tiempo. La razón que éstos podían tener contra Hegel oponiéndose a que el cuerpo histórico fuese construido directamente por la filosofía, no justifica la tendencia, cada vez más acusada en aquel siglo, de contentarse con una aglutinación de datos. Con la centésima parte de los que hace tiempo están ya recogidos y pulimentados, bastaba para elaborar algo de un porte científico mucho más auténtico y sustancioso que cuanto, en efecto, nos presentan los libros de Historia.
Toda ciencia de realidad —y la Historia es una de ellas— se compone de estos cuatro elementos:
a) Un núcleo a priori, la analítica del género de realidad que se intente investigar —la materia en física, lo «histórico» en Historia.
b) Un sistema de hipótesis que enlaza ese núcleo a priori con los hechos observables.
c) Una zona de «inducciones» dirigidas por esas hipótesis.
d) Una vasta periferia rigorosamente empírica —descripción de los puros hechos o datos.
La proporción en que estos diversos elementos u órganos intervengan en la ciencia depende de su fisiología particular, y ésta, a su vez, de la textura ontológica que cada forma general de realidad posea. No sólo con respecto al sujeto cognoscente, sino en sí misma, posee la «materia» una estructura diferente de la que tiene el «cuerpo vivo», y ambas son muy distintas de la estructura real propia de lo «histórico». Es posible que en la Historia no llegue nunca el núcleo a priori, la pura analítica, a dominar el resto de su anatomía como ciencia, según acontece en física; pero lo que parece evidente es que sin él no cabe la posibilidad de una ciencia histórica. Querer reducir ésta a su elemento superior, a la descripción de puros hechos y acumulación de simples datos, por tanto, a lo que aislado y por sí no es ciencia en la ciencia, empieza ya a parecer un error demasiado grave para no reclamar correctivo. El mero acto de llamar «histórico» a cierto hecho y a tal dato introduce ya, dese o no cuenta el historiador, todo el a priori historiológico en la masa de lo puramente facticio y fenoménico. «Todo hecho es ya teoría», dijo Goethe[40].
No se comprende que haya podido imaginarse otra cosa si no supiésemos cómo aparecía planteado el problema epistemológico hacia 1800. Tanto el kantismo como el positivismo partían, dogmáticamente, de la más extraña paradoja, cual es creer que existe un conocimiento del mundo y a la vez creer que ese mundo no tiene por sí forma, estructura, anatomía, sino que consiste primariamente en un montón de materiales —los fenómenos— o, como Kant dice, en un «caos de sensaciones». Ahora bien: como el caos es informe, no es mundo, y la forma o estructura que éste ha menester ha tenido que ponerla el sujeto salivándola de sí mismo. Cómo sea posible que formas originariamente subjetivas se conviertan en formas de las cosas del mundo, es el grande y complicado intento de magia que ocupaba a la filosofía de aquel tiempo.
Es, pues, comprensible que los hombres de ciencia, puestos ante tal problema, considerasen preferible reducir al extremo las formas del mundo que estudiaban y tendiesen a contentarse con los puros datos.
Pero hoy nos hallamos muy distantes de aquella radical paradoja y pensamos que la primera «condición de la posibilidad de la experiencia» o conocimiento de algo es que ese algo sea, y que sea algo; por tanto, que tenga forma, figura, estructura, carácter[41].
El origen de aquella desviación epistemológica fue haber tomado con maniático exclusivismo como prototipo de conocimiento a la física de Newton, que es por su rigor formal un modelo, pero que por su contenido doctrinal casi no es un conocimiento. Pues, muy probablemente, es la materia aquella porción de realidad que más próxima se halla a ser, en efecto, un caos. Dicho en otra forma: todo induce a creer que la materia es el modo de ser menos determinado que existe. Sus formas, según esto, serían elementales, muy abstractas, muy vagas. Merced a esto, el capricho subjetivo de nuestra acción intelectual goza ante ella de amplio margen y resulta posible que «la forma» proyectada sobre los fenómenos por el sujeto sea tolerada por ellos. De aquí que puedan existir muchas físicas diferentes y, sin embargo, todas verídicas —precisamente porque ninguna es necesaria[42].
Pero esta tolerancia por parte de los fenómenos tiene que llegar a un término. El progreso mismo de la física, al ir precisando cada vez más la figura «mecánica», es decir, imaginaria, parcialmente subjetiva, del mundo corpóreo, arribará a un punto en que tropezará con la resistencia que la forma efectiva, auténtica, de la materia le ofrezca. Y ese momento trágico para la física será, a la par, el de su primer contacto cognoscente —y no sólo de «construcción simbólica»— con la realidad.
Aparte lo «absoluto o teológico», es verosímilmente lo real histórico aquel modo del ser que posee una figura propia más determinada y exclusiva, menos abstracta o vaga. Bastaría esto para explicar el retraso del conocimiento histórico en comparación con el físico. Por su objeto mismo es la física más fácil que la Historia. Añádase a esto que la física se contenta con una primera aproximación cognoscitiva a la realidad. Renuncia a comprenderla, y de esta renuncia hace su método fundamental. No se puede desconocer que este ascetismo de intelección —la renuncia a comprender— es la gran virtud, la disciplina gloriosa de la gente física. En rigor, lo que esta ciencia tiene de conocimiento es algo meramente negativo; como conocimiento, se limita a «salvar las apariencias», esto es, a no contradecirlas. Pero su contenido positivo no se refiere propiamente a la realidad, no intenta definir ésta, sino más bien construir un sistema de manipulaciones subjetivas que sea coherente. Algo es real para la física cuando da ocasión a que se ejecuten ciertas operaciones de medida. Sustituye la realidad cósmica por el rito humano de la métrica.
Una vez que la historiología reconoce lo que la Historia tiene de común con la física y con toda otra ciencia empírica —a saber ser construcción y no mera descripción de datos—, pasa a acentuar su radical diferencia. La Historia no es manipulación, sino descubrimiento de realidades: ἀλήθεια. Por eso tiene que partir de la realidad misma y mantenerse en contacto ininterrumpido con ella, en actos de comprensión y no simplemente en operaciones mecánicas que sustituyen a aquélla. No puede, en consecuencia, substantivar sus «métodos», que son siempre, en uno u otro grado, manipulaciones. La física consiste en sus métodos. La Historia usa los suyos, pero no consiste en ellos. El error de la historiografía contemporánea es precisamente haberse dejado llevar, por contaminación con la física prepotente, a una escandalosa sobreestima de sus técnicas inferiores —filología, lingüística, estadística, etcétera. Método es todo funcionamiento intelectual que no está exclusivamente determinado por el objeto mismo que se aspira conocer. El método define cierto comportamiento de la mente con anterioridad a su contacto con los objetos. Predetermina, pues, la relación del sujeto con los fenómenos y mecaniza su labor ante éstos. De aquí que todo método, si se substantiva y hace independiente, no es sino una receta dogmática que da ya por sabido lo que se trata de averiguar. En la medida en que una ciencia sea auténtico conocer, los métodos o técnicas disminuyen de valor y su rango en el cuerpo científico es menor. Siempre serán necesarios, pero es preciso acabar con la confusión que ha permitido, durante el pasado siglo, considerar como principales tantas cosas que sólo son necesarias, mejor dicho, imprescindibles. En tal equívoco nutren sus raíces todas las subversiones[43].
La Historia, si quiere conquistar el título de verdadera ciencia, se encuentra ante la necesidad de superar la mecanización de su trabajo, situando en la periferia de sí misma todas las técnicas y especializaciones. Esta superación es, como siempre, una conservación. La ciencia necesita a su servicio un conjunto de métodos auxiliares, sobre todo los filológicos. Pero la ciencia empieza donde el método acaba, o, más propiamente, los métodos nacen cuando la ciencia los postula y suscita. Los métodos, que son pensar mecanizado, han permitido, sobre todo en Alemania, el aprovechamiento del tonto. Y sin duda es preciso aprovecharlo, pero que no estorbe, como en los circos. En definitiva, los métodos históricos sirven sólo para surtir de datos a la Historia. Pero ésta pretende conocer la realidad histórica, y ésta no consiste nunca en los datos que el filólogo o el archivero encuentran, como la realidad del sol no es la imagen visual de su disco flotante, «tamaño como una rodela», según Don Quijote. Los datos son síntomas o manifestaciones de la realidad, y son dados a alguien para algo. Ese alguien es, en este caso, el verdadero historiador —no el filólogo ni el archivero—, y ese algo es la realidad histórica.
Ahora bien: esta realidad histórica se halla en cada momento constituida por un número de ingredientes variables y un núcleo de ingredientes invariables —relativa o absolutamente constantes. Estas constantes del hecho o realidad históricos son su estructura radical, categórica, a priori. Y como es a priori, no depende, en principio, de la variación de los datos históricos. Al revés, es ella quien encarga al filólogo y al archivero que busque tales o cuales determinados datos que son necesarios para la reconstrucción histórica de tal o cual época concreta. La determinación de ese núcleo categórico, de lo esencial histórico, es el tema primario de la historiología.
La razón que suele movilizarse contra el a priori histórico es inoperante. Consiste en hacer constar que la realidad histórica es individual, innovación, etcétera, etcétera. Pero decir esto es ya practicar el a priori historiológico. ¿Cómo sabe eso el que lo dice, si no es de una vez para siempre, por tanto, a priori? Cabe, es cierto, sostener que de lo histórico sólo es posible una única tesis a priori: la que niega a lo histórico toda estructura a priori. Pero, evidentemente, no se quiere sustentar semejante proposición, que haría imposible cualquier modo de historia. Al destacar el carácter individual e innovador de lo histórico, se quiere indicar que es diferencial en potencia más elevada que lo físico. Pero esa extrema diferencialidad de todo punto histórico no excluye, antes bien, incluye la existencia de constantes históricas. César no es diferente de Pompeyo ni en sentido abstracto ni en sentido absoluto, porque entonces no habrían podido ni siquiera luchar —lucha supone comunidad, por lo menos, la de desear lo mismo uno y otro contendiente. Su diferencia es concreta, y consiste en su diferente modo de ser romanos —una constante— y de ser romanos del siglo I a. de J. C. —otra constante. Estas constantes son relativas, pero en César y Pompeyo hay, cuando menos, un sistema común de constantes absolutas —su condición de hombres, de entes históricos. Sólo sobre el fondo de esas invariantes es posible su diferencialidad.
Eduardo Meyer, queriendo llevar al extremo la distinción entre Historia y ciencia de leyes, de «hechos generales»[44], proclama que «en el mundo descrito por la Historia rigen el azar y el albedrío»[45]. Lo cual, en primer lugar, incluye toda una metafísica de la Historia, más audaz que la expuesta por Hegel en estas Lecciones. Pero, además, es una afirmación sin sentido. Pongamos que, en efecto, la misión de la Historia no sea otra que la de constatar un hecho azaroso como éste: en el año 52 a. de J. C., César venció a Vercingetorix. Esta frase es ininteligible si las palabras «César», «vencer» y «Vercingetorix» no significan tres invariantes históricas. Meyer remite a una ciencia que él llama Antropología el estudio de «las formas generales de vida humana y de humana evolución»[46]. La Historia recibe de ellas una suma de conceptos generales. En el ejemplo nuestro, «vencer» sería uno de ellos. No es cosa muy clara eso de que una ciencia reciba conceptos de otra y, sin embargo, no esté constituida también por ella; en consecuencia, que la Historia no sea constitutivamente antropología. Mas, aparte de esto, acaece que César y Vercingetorix son determinaciones exclusivamente históricas, no son conceptos «generales», sino individualísimos, y, sin embargo, poseen un contenido invariante. Este César acampado frente a Vercingetorix es el mismo que treinta años antes fue secuestrado por unos piratas del Mediterráneo. Al través de sus días y aventuras, César es constantemente César, y si no tenemos una rigorosa definición de esa naturaleza constante, de esa estructura o figura individual, pero permanente, no podemos ni siquiera entender el vocablo «César». Ahora bien: esa constante individual incluye múltiples constantes no individuales. César, la concreción César, está integrada por muchos ingredientes abstractos que no le son exclusivos, sino, al revés, comunes con los demás romanos, con los romanos de su tiempo, con los políticos romanos de su tiempo, con los hombres de carácter «cesáreo», con los generales vencedores en todos los tiempos. Es decir, que el hecho César, aunque sea un azar, considerado metafísicamente, es, como pura realidad histórica, un sistema de elementos constantes. No es, por cierto, sólo esto: en torno a ese núcleo de invariantes, precisamente en función de ellas, se acumulan innumerables determinaciones azarosas, puros hechos que no cabe reconstruir en la unidad de una estructura, sino simplemente atestiguar. En vez de definir por anticipado lo histórico como una pura serie de puros azares —en cuyo caso la ciencia histórica sería imposible, porque sería inefable—, es la verdadera misión de esta disciplina, determinar en cada caso lo que hay de constante y lo que hay de azaroso, si es que lo hay. Sólo así será la Historia, efectivamente, una ciencia empírica. De otro modo topamos con una extraña especie de a priori negativo, el apriorismo del no-apriorismo.
La más humilde y previa de las técnicas historiográficas, por ejemplo, la «crítica de las fuentes», involucra ya toda una ontología de lo histórico, es decir, un sistema de definiciones sobre la estructura genérica de la vida humana. La parte principal de esta crítica no consiste en corregir la fuente en vista de otros hechos —puesto que estos otros hechos, a su vez, proceden de otra fuente sometida a la misma crítica—, sino que funda el valor de los hechos que la fuente notifica en razonamientos de posibilidad e imposibilidad, de verosimilitud e inverosimilitud: lo que es humanamente imposible, lo que es imposible en cierta época, en cierto pueblo, en cierto hombre, precisamente en el hombre que escribió la «fuente». Ahora bien: lo posible y lo imposible son los brazos del a priori.
Cuando Ranke, para su estudio sobre Sixto V, critica la historia de Gregorio Leti y llega al punto en que éste describe la escena donde el cardenal arroja las muletas del falso tullido, rechaza la autenticidad del hecho diciendo: «El conocedor pensará, desde luego, que en todo esto hay muy poco de verdad; las sumas dignidades no se obtienen de esa manera». No se comprende bien cómo Meyer puede asegurar que, por su parte, no ha tropezado jamás con una ley histórica. Hay, por lo visto, tantas y tan especiales, que hasta existe una, la cual formula la manera de obtenerse la dignidad pontificia, y ella tan evidente y notoria, que basta a Ranke sugerirla para justificar su athétesis de la noticia tradicional[47].
No es posible, pues, reducir la Historia al ingrediente inferior de los que enumeraba yo más arriba como constitutivos de toda ciencia empírica. A las técnicas inferiores con que rebusca los datos es preciso añadir y anteponer otra técnica de rango incomparablemente más elevado: la ontología de la realidad histórica, el estudio a priori de su estructura esencial. Sólo esto puede transformar a la Historia en ciencia, es decir, en reconstrucción de lo real mediante una construcción a priori de lo que en esa realidad —en este caso la vida histórica— haya de invariante. Por no hacer esto y contentarse con una presunta constatación de lo «singular», de lo azaroso, acontece lo que menos podía esperarse de los libros históricos, a saber: que son casi siempre incomprensibles. La mayor parte de la gente resbala sobre los libros históricos y cree haber hecho con esto una operación intelectual. Pero el que esté habituado a distinguir cuándo comprende y cuándo no comprende —lo cual supone haber comprendido verdaderamente algo alguna vez y poder referirse a aquel estado mental como a un diapasón—, sufrirá constantemente al pasar las hojas de las Historias. Es evidente que si el historiador no me define rigorosamente a César, como el físico me define el electrón, yo no puedo entender frase ninguna de su libro donde ese vocablo intervenga.
Ha padecido la Historia el mismo quid pro quo que en las mentes poco atentas padeció la física cuando se atribuyeron sus progresos al «experimento». Por fortuna para ésta, habían precedido a la instauración en la forma moderna que esencialmente conserva largos siglos de meditación «metafísica» sobre la materia. Cuando Galileo reflexiona sobre las primeras leyes del movimiento, sabe ya lo que es la materia en su más genérica estructura: Grecia, filosofando, había descubierto la ontología de la materia en general. La física se limita a concretar y particularizar —en la astronomía llega a singularizar— ese género. Merced a esto, entendemos lo que Galileo dice al formular la ley de caída. Pero, por desgracia, no ha habido una metahistoria que defina lo real histórico in genere, que lo analice en sus categorías primarias. Por su parte, la Historia al uso habla, desde luego, de lo particular o singular histórico, es decir, de especies e individuos cuyo género ignoramos. La concreción sólo es inteligible previa una abstracción o análisis. La física es una concreción de la «metafísica». La Historia, en cambio, no es aún la concreción de una metahistoria. Por eso no sabemos nunca de qué se nos habla en el libro histórico: está escrito en un lenguaje compuesto sólo de adjetivos y adverbios, con ausencia grave de los sustantivos. Ésta es la razón del enorme retraso que la Historia padece en su camino hacia una forma de ciencia auténtica.
Por filosofía de la Historia se ha entendido hasta ahora una de dos cosas: o el intento de construir el contenido de la Historia mediante categorías sensu stricto filosóficas (Hegel), o bien la reflexión sobre la forma intelectual que la historiografía practica (Rickert). Ésta es una lógica, aquélla una metafísica de la Historia.
La historiología no es ni lo uno ni lo otro. Los neokantianos conservan del gran chino de Königsberga el dogma fundamental que niega a todo ser o realidad la posesión de una forma o estructura propia. Sólo el pensar tiene y da forma a lo que carece de ella. De aquí que tampoco lo histórico tenga por sí una figura y un verdadero ser. El pensamiento encuentra un caos de datos humanos, puro material informe, al cual, mediante la historiografía, proporciona modelado y perfil. Si a la actividad intelectual del sujeto llamamos logos, tendremos que no hay más formas en el mundo que las lógicas, ni más categorías o principios estructurales que los del logos subjetivo. De esta manera los neokantianos reducen la filosofía de la Historia a una lógica de la historiografía.
La historiología parte de una convicción inversa. Según ella, todo ser tiene su forma original antes de que el pensar lo piense. Claro es que el pensamiento, a fuer de realidad entre las realidades, tiene también la suya. Pero la misión del intelecto no es proyectar su forma sobre el caos de datos recibidos, sino precisamente lo contrario. La característica del pensar, su forma constitutiva, consiste en adoptar la forma de los objetos, hacer de éstos su principio y norma. En sentido estricto no hay, pues, un pensar formal, no hay una lógica con abstracción de un objeto determinado en que se piensa[48]. Lo que siempre se ha denominado pensamiento lógico puro no es menos material que otro cualquiera. Como todo pensar disciplinado, consiste en analizar y combinar ideas objetivas dentro de ciertas limitaciones —los llamados principios. En el caso de la lógica pura, estos principios o limitaciones son sólo dos —a saber: la identidad y la «contradicción». Pero estos dos principios no son principios de la actividad subjetiva, que de hecho se contradice a menudo y no es nunca rigorosamente idéntica, sino que son las formas más elementales y abstractas del ser. Cuando nuestro intelecto funciona atendiendo sólo a esas dos formas del ser, analiza y combina los objetos, reduciendo éstos a meros sustratos de las relaciones de identidad y oposición. Entonces tenemos la llamada lógica formal. Si a esas formas añadimos la de relación numeral, tenemos el logos aritmético. Si agregamos, por ejemplo, la relación métrica y exigimos a nuestros conceptos que impliquen las condiciones de medición, tenemos el pensar físico, etcétera, etcétera. Hay, pues, tantas lógicas como regiones objetivas. Según esto, es la materia o tema del pensamiento quien, a la par, se constituye en su norma o principio. En suma, pensamos con las cosas.
A mi juicio, ésta fue la gran averiguación de Hegel. ¿Cómo no se ha entrevisto nunca, por debajo de la realización que el sistema de Hegel proporciona a ese descubrimiento —y que es, sin duda, manca—, el brillo de esta magnífica verdad? «La razón, de la cual se ha dicho que rige el mundo, es una palabra tan indeterminada como la de Providencia. Se habla siempre de la razón (logos), sin saber indicar cuál sea su determinación, cuál sea el criterio según el cual podemos juzgar si algo es racional o irracional. La razón determinada es la cosa»[49].
Se trata, pues, nada menos que de la des-subjetivación de la razón. No es esto volver al punto de vista griego, pero sí integrarlo con la modernidad, juntar en una síntesis a Aristóteles y a Descartes, y al juntarlos evadirse de ambos.
La historiología no es, por tanto, una reflexión metodológica sobre la historia rerum gestarum o historiografía, sino un análisis inmediato de la res gesta, de la realidad histórica. ¿Cuál es la textura ontológica de ésta? ¿De qué ingredientes radicales se compone? ¿Cuáles son sus dimensiones primarias?
La mayor porción de mi vida individual consiste en encontrar frente a mí otras vidas individuales que tangentean, hieren o traspasan por diferentes puntos la mía; así como la mía, aquéllas. Ahora bien: encontrar ante sí otra vida, no es lo mismo que hallar un mineral. Éste queda incluido, incrustado en mi vida como mero contenido de ella. Pero otra vida humana ante mí no es sin más incluible en la mía, sino que mi relación con ella implica su independencia de mí y la consiguiente reacción original de ella sobre mi acción. No hay, pues, inclusión, sino convivencia. Es decir, que mi vida pasa a ser trozo de un todo más real que ella si la tomo aislada, como suele hacer el psicólogo. En el convivir se completa el vivir del individuo; por tanto, se le toma en su verdad y no abstraído, separado. Pero al tomar el vivir como un convivir, adopto un punto de vista que trasciende la perspectiva de la vida individual, donde todo está referido a mí en la esfera inmanente que es para mí mi vida. La convivencia interindividual es una primera trascendencia de lo inmediato y «psicológico». Las formas de interacción vital entre dos individuos —amistad, amor, odio, lucha, compromiso, etcétera— son fenómenos biformes en que dos series de fenómenos psíquicos constituyen un hecho ultrapsíquico. No basta que yo sea un alma y el otro también para que nuestro choque o enlace sea también un suceso psicológico. La psicología estudia lo que pasa en un individuo, y es enturbiar su concepto llamar también psicología a la investigación de lo que pasa entre dos almas, que al pasar entre las dos no pasa, a la postre, íntegramente en ninguna de ellas. Por eso digo que es un hecho trascendente de la vida individual y que descubre un orbe de realidad radicalmente nuevo frente a todo lo «psíquico»[50]. Ese complejo de dos vidas vive a su vez por sí según nuevas leyes, con original estructura, y avanza en su proceso llevando en su vientre mi vida y la de otros prójimos. Pero esta vida interindividual, y cada una de sus porciones individuales, encuentra también ante sí un tercer personaje: la vida anónima —ni individual ni interindividual—, sino estrictamente colectiva, que envuelve a aquéllas y ejerce presiones de todo orden sobre ellas. Es preciso, por tanto, trascender nuevamente, y de la perspectiva interindividual avanzar hacia un todo viviente más amplio, que comprende lo individual y lo colectivo; en suma: la vida social. Esta nueva realidad, una vez advertida, transforma la visión que cada cual tiene de sí mismo. Porque si al principio le pareció ser él una sustancia psíquica independiente y la sociedad mera combinación de átomos sueltos como él y como él suficientes en sí mismos, ahora se percata de que su persona vive, como de un fondo, de esa realidad sobreindividual que es la sociedad. Rigorosamente, no puede decir dónde empieza en él lo suyo propio y dónde termina lo que de él es materia social. Ideas, emociones, normas que en nosotros actúan, son, en su mayor número, hilos sociales que pasan por nosotros y que ni nacieron en nosotros ni pueden ser dichos de nuestra propiedad. Así notamos toda la amplitud ingenua de la abstracción cometida cuando creíamos plenamente recogida nuestra realidad por la psicología. Antes que sujetos psíquicos somos sujetos sociológicos[51].
Pero a su vez, la vida social se encuentra siempre incompleta en sí misma. El carácter de cambio incesante y constitutivo movimiento, flujo o proceso que aparece, desde luego, en la vida individual, adquiere un valor eminente cuando se trata de la vida social. En todo instante, es ésta algo que viene de un pasado, es decir, de otra vida social pretérita, y va hacia una vida social futura. El simple hecho de hallarse estructurado todo hoy social por la articulación de tres generaciones manifiesta que la vida social presente es sólo una sección de un todo vital amplísimo, de confines indefinidos hacia pasado y futuro, que se hunde y esfuma en ambas direcciones[52]. Ésta es sensu stricto la vida o realidad histórica. No digamos vida humana o universal. Precisamente, uno de los temas historiológicos es determinar si esas dos palabras «humanidad» —en sentido ecuménico— y «universalidad» o «mundialidad», son formas efectivas de realidad histórica o meras idealizaciones. Ese círculo vital máximo a que hemos llegado es lo histórico. Pero no está dicho cuál sea el significado real de sus círculos interiores; por ejemplo, si el individuo que vive sumergido en lo histórico, como la gota en el mar, es, no obstante, y en algún sentido, un ser independiente dentro de él, o si lo es «una sociedad», pueblo, estado, raza, etcétera, ni cómo ni en qué medida influyen unos sobre otros estos círculos. Ni siquiera está dicho que ese círculo máximo que es «una vida social con su pasado y su futuro», es, a su vez, independiente y forma un orbe aparte, o es sólo fragmento, un auténtico, definido y único «mundo histórico». Sólo va dicho con ello que de ese círculo máximo no cabe ulterior trascendencia.
Revista de Occidente, febrero, 1928