Buena parte de la producción de José Ortega y Gasset, desparramada nerviosamente por revistas y periódicos, ha encontrado encaje y acomodo posterior en el recinto más sereno de algún libro. Hace unas semanas estos libros, como obedientes a una ley de gravitación interna, se han juntado en un único y gran volumen, recinto ya serenísimo y monumental. Pero de aquellos libros, como de este tomo compacto, habían quedado en destierro los ensayos aparecidos en la Revista de Occidente, como regalo especial e íntimo a los fieles de esta publicación. No eran muchos; no ha habido abuso de un director que sobrecarga con la propia producción la revista que regenta. Ortega ha sido, en este aspecto, un colaborador como otro cualquiera. Para decir la verdad entera, ha sido menos colaborador —con gran desesperación mía— que ninguno de los habituales. En cambio, creo que la producción más selecta de Ortega ha ido a las páginas de nuestra revista. Su exigencia de dar el más alto nivel a una revista intelectual española y europea ha comenzado por él mismo.
Mas yo no veía razón ninguna para persistir en una exclusión que iba semejándose a severo castigo de confinamiento. No sin cierta resistencia del autor, un día arranqué sus páginas de los números de la revista y las envié a la imprenta. Quiero decir que soy el único responsable de su librificación. Hay, en efecto, en este arranque cierta responsabilidad, porque —como vi en seguida— algunos ensayos están pidiendo a voz en grito continuación, se la exigen perentoriamente a su autor porque los ha dejado en embrión, con vida, y, sin embargo, impedidos de vivir. En alguno, el autor llega a mayor alevosía: al pie aparece un incumplido «se continuará». Ortega, que ha sido el mayor suscitador de temas, también es el que ha asesinado más. Los ha sacado, nos los ha mostrado en alto, refulgentes; nos ha encalabrinado, para escamotearlos en seguida, cuando apenas habíamos podido distinguir algo más que su brillo. Yo me propuse entonces salvar, por lo menos, a algunos de ellos y salvar esos terribles «se continuará», pasables en una revista que es continuidad, pero no en un libro que termina definitivamente en su tapa que lo encierra y secciona. Entonces se me ocurrió —ya que no podía ponerle al autor una pluma en la mano e imperarle, como a un hipnotizado: «¡Escriba usted!»— tomarle aparte en las pre-tertulias de la Revista de Occidente y obligarle a darme la clave del enigma. Porque algunos de estos ensayos se han quedado enigmáticos. Por ejemplo, el que versa sobre «el hombre interesante», en que no aparece por parte alguna «el hombre interesante», que así resulta el hombre esfinge.
A mi primera acometida resistió Ortega:
—Vaya usted a saber dónde andarán esos temas en mi cabeza. Han pasado en mi hora y en la hora colectiva.
Pero como en la negativa más hermética siempre hay un agujero por donde colarse, vi en ésta sugerido un nuevo tema, un tema sobre los temas: la biografía de los temas. Y no hay tercería mejor para una conversación con Ortega. Presentarle un tema un poco incitante es como presentar, en verano, el mar a un nadador: se lanza a él, con fruición, de cabeza.
—Pero ¿es que los temas tienen su biografía?
—Claro que sí —me respondió. Viven en nosotros como nosotros vivimos en el mundo, y les pasan cosas terribles a ellos con nosotros, como a nosotros con nuestra circunstancia. Unos son afortunados; otros, desgraciados. Los temas tienen, como los hombres, su destino. Tienen su niñez, su akmé o flor, su decrepitud. Comienzan por ser un juego mental, «una ocurrencia»; luego, son un fervor, cuando no una obsesión. Más tarde pierden saturación de sí mismos y se quedan exangües, anquilosados, y actúan en nosotros sólo mecánicamente. Son temas enquistados. Éstos son, a veces, una desdicha para el escritor si no logra extirpárselos, porque a veces le acontece desarrollarlos cuando ya están decrépitos o muertos y el autor ha perdido la intuición fresca, jugosa, de ellos. El tema afortunado es aquél cuya akmé coincide con una etapa en que casualmente tenemos tiempo para él. ¿No le ha ocurrido a usted alguna vez sentir la extraña seguridad de que pudo enamorarse profundamente de una mujer que encontró un día en que no tenía tiempo? Pues como esos amores realísimos que no llegaron a existir, ocurre a veces que los temas más auténticos de un escritor se quedan sin nacer.
Por eso —continuó diciéndome—, y usted me lo reprocha a menudo, se me han quedado muchos temas trasconejados. En mi primera obra juvenil empecé a escribir unas Salvaciones. Sólo hice las de Azorín y Baroja; las demás se quedaron nonatas. Recuerdo de las proyectadas éstas: Cómo Miguel de Cervantes solía ver el mundo, Paquiro o de las corridas de toros, El reverso del movimiento obrero, Meditación de las danzarinas, que era una estética del baile —¡estamos en 1912!, es decir, antes de que se bailase—; El pensador de Illescas, en que escamoteaba, fundiéndolos en uno, el San Ildefonso del Greco, alojado en el Hospital de la Caridad que hay en aquel pueblo, y don Julián Sanz del Río, que vivió allí unos años meditando y haciendo por las mañanas, sobre la gleba toledana, gimnasia sueca. Las dos figuras se unen por una dimensión común: recuerde usted la imagen de ese San Ildefonso. Es un clérigo que tiene la nariz en alto, como un podenco de ideas: las huele en su tránsito ingrávido por el aire, y con una pluma que tiene suspendida en la atmósfera, las punza y las clava como mariposas en el papel blanco que tiene sobre la mesa. Yo no recuerdo un cuadro que represente más estrictamente el Pensador. El pensoso duca de Miguel Ángel es más bien el Preocupado, y el Pensador de Rodin, si piensa, sólo está pensando en el salto de acróbata que va a dar.
Por otro lado, alguien a quien preguntaban: «¿Se ha pensado en España, en la España del siglo XIX?», contestaba: «No sé, no sé; pero dicen que hace sesenta o setenta años un señor que se llamaba don Julián Sanz del Río algunas veces se embozaba en su capa y se ponía a pensar».
En este estudio me proponía, entre otras cosas, comentar un poco a fondo algo que me refirió don Francisco Giner, discípulo, como es sabido, de Sanz del Río. Y es que al morir éste se halló con mucha frecuencia escritas en sus papeles estas letras enigmáticas: M. C. Q. F. Después de muchas hipótesis encontraron en no sé qué manuscrito del propio Sanz del Río la explicación. Eran las iniciales de una frase en que Sanz del Río resumía su larga experiencia de cómo se debe tratar a los españoles: Mitis cum quadam ferocitate —hay que ser con ellos suave, pero con cierta aspereza. Todas estas Salvaciones debían fermentar en mí allá por el año 1913.
—Yo he dicho una vez que usted tiene proyectados libros que nunca publica y, en cambio, publica otros que no tenía proyectados. Aquéllos son los que tiene ganas de escribir, y éstos, los que escribe con ganas. Entre los primeros nos ha hablado usted mucho de uno: Chinitos. Y siempre a usted se le escapa la pluma hacia los libros que tiene ganas de escribir, y por eso en muchas páginas asoman sus chinitos.
—Una de las cosas de aquella época que más siento no haber escrito es el Viaje del Cid, del cual sólo salió el primer capítulo en el primer tomo de El Espectador. A veces, revolviendo viejos papeles, tropiezo con los cuadernos de notas, hechas en un estado de exaltación que recordaré siempre. En general, siento no haber publicado más libros de viaje.
—¿Nadie le recuerda los temas olvidados?
—De cuando en cuando, lectores desconocidos, por lo visto fieles, que no se contentan con promesas, me preguntan por ellos. Más aún; me piden estrecha cuenta de ellos, como si yo los hubiera degollado en las afueras de una ciudad.
—Me interesaría saber de cuáles.
—Por ejemplo, uno de los que más me exigen es aquel libro anunciado, y no publicado, con el título Paisaje con una corza al fondo.
—Me parece natural, porque ése es uno de sus libros enigmáticos. Como aquel capítulo de un Espectador titulado «El silencio, gran brahmán». Muchos esperamos que el «gran brahmán» hable, por fin, un día, y que se conteste usted mismo a aquella pregunta que se hacía sobre qué forma sería más adecuada para darle suelta: ¿El diálogo? ¿Las memorias? ¿La novela?»
Y agrego, preguntando yo:
—¿La novela?
Pero Ortega esquiva la respuesta:
—Menos mal que si no he escrito esos temas, los he dicho. Si mis coetáneos fueran generosos, podrían recordar; pero la condena del poco generoso es no tener memoria.
Al fin, accede a mi ruego. Pero surge un terrible inconveniente. Al día siguiente me dice:
—¡Hombre! Me obliga usted a leer lo que he escrito. Como a usted le consta, eso no lo he hecho casi nunca. Y no es amaneramiento, sino que obedece a algo que ha de advertir todo el que se dé alguna cuenta de la trayectoria de mi obra: me importa ante todo el futuro, y en mis escritos he insultado siempre a la mujer de Lot, a la cual, entre paréntesis, tampoco le importaba el pasado, porque el pasado sólo importa desde y para el futuro. La memoria no es sino el culatazo que da la esperanza.
—¿Y entonces los viejos? En los viejos, el recuerdo vive por sí mismo porque no hay esperanza.
—Claro, eso apoya mi idea. Eso quiere decir que la vejez no es sino culatazo. Es que la vida ya se ha disparado toda.
Y continúa:
—Ahora, una casa editorial ha reunido mi obra. Conoce usted la historia. Impresa desde hace dos años, yo no pude ver las pruebas. Entonces tuve que lanzarme a la política, y en dos años, salvo mis clases universitarias, no he podido dedicar un solo minuto ni a mi obra ni a mis temas. La gente no sospecha este género de angustia. Usted recordará que poco antes de abandonar mi cátedra —allá por 1929—, yo sentía una profunda necesidad de «retirarme» más que nunca, incluso de los amigos, retirarme a parir, estaba parturiento de criaturas graves. Pero fue preciso hacer todo lo contrario: salir más que nunca de mí y retener dentro las criaturas. Esto me ha hecho estar estos dos años hasta físicamente enfermo o más enfermo que de sólito… Sin embargo, el editor me pedía un prólogo. ¡He tardado dos años en encontrar unas horas quietas para escribirlo!
No leo mis escritos —sigue. Por azar o por alguna presión como ésta que usted ejerce ahora sobre mí, leo algún trozo. Y… le voy a decir a usted algo muy ingenuo. Mi distancia de lo escrito y no refrescado con lecturas es tal, que me encuentro con mis párrafos como si fueran ajenos. Y ahora viene lo ingenuo. Algunas veces me parece que están mejor de lo que yo, en vaga y confusa memoria, creía. Entonces tengo la impresión de que no me ha leído a fondo casi nadie, ni los amigos más próximos. Lo siento por ellos, y no ciertamente por creer que han perdido mucho con no leerme a fondo, sino porque es ello un síntoma grave de su contextura íntima. Pero no hablemos de esto, porque esto sí que es un tema grave.
Tuve miedo de ser también de éstos y me callé. Pero conseguí en seguida una ampliación de su estudio Sobre el punto de vista en las artes.
—En este ensayo —le dije— se aplica usted exclusivamente a la pintura, pero el título parece indicar un principio aplicable a todas las artes.
—¡Claro! Lo publicado es sólo el primer capítulo.
—¿Y cómo extendía usted esa teoría del punto de vista a las demás artes?
—Tengo seguramente notas sobre lo que seguía. Pero ¡vaya usted a saber dónde están! Siempre me pasa igual. Tengo montañas de notas, pero tan confundidas, que cuando me pongo a escribir prefiero buscar lo que en el momento se me ocurre, a buscar las notas que en ocasión más tranquila hice sobre ello.
—En sus libros anteriores no faltaba nunca algún tema artístico. En los últimos, en cambio, los ha abandonado usted.
—No los he abandonado yo solamente: los ha dejado el mundo, y yo acompaño a la Naturaleza, como, según Goethe, se debe hacer.
—Recuerdo ahora que usted anunció esta decadencia del arte, este viraje de la sensibilidad del público, en su artículo Apatía artística, escrito hace muchos años, como predijo usted muy particularmente la muerte del teatro en su Elogio del murciélago. Usted ha profetizado muchas cosas que luego se han cumplido, en arte como en política, en ciencia como en filosofía. También recuerdo su conferencia —¿cuándo?, ¿era 1911?— sobre la «discontinuidad» en la física, y en estos ensayos de la revista —allá por 1924—, la decadencia de la Sociedad de Naciones.
—Es que yo estoy contra la Sociedad de Naciones por estar a favor de la unidad de Europa.
—Aquel artículo, Apatía artística, promovió entonces un escándalo… silencioso.
—Siempre pasa lo mismo a quien se anticipa: se atrae los denuestos de quienes sólo ven el día de hoy. El anticipador ve venir las cosas sin poder hacer nada para evitarlas. Por eso le insultan y, a veces, le matan. Es el simbolismo de la muerte de Casandra, la profetisa. ¡Hacen bien! El profeta no sirve para nada. Lo importante es evitar y no predecir.
—Volviendo al «punto de vista en las artes», ¿cómo hubiera usted aplicado su teoría a otras artes? ¿No cree usted que también se podría seguir en la música una evolución semejante a la que usted advierte en la historia de la pintura?
—Desconozco excesivamente la técnica musical, y aunque no creo necesario el conocimiento de la técnica para hablar de un arte, un mínimo de intimidad con su técnica da mayor seguridad al juicio. Me sorprende que no se haya escrito nada preciso y claro sobre música. Siempre he sentido cierta inquietud respecto a la música, producida por haber olido la calaña de sus habituales aficionados. Esto es un argumento ad hominem contra la música, pero no crea usted que esta clase de argumentos es tan despreciable como suele decirse.
—Pero ¿en literatura?
—En literatura, el punto de vista es un punto de «hablada», si me permite usted la palabra. Como el pintor pinta desde un lugar espacial, el literato habla desde un sitio. Pero en literatura este sitio no es espacial, sino espiritual; es un ser humano, un yo. Toda obra literaria se supone ser dicha por alguien, y la evolución literaria depende de quién sea ese alguien que se supone hablar. Y lo mismo que en pintura he perseguido el desplazamiento del punto de vista, que se va retrayendo del objeto hacia el sujeto, hubiera hecho al considerar la evolución de la poesía y la prosa bella.
El yo —continúa— que se supone hablando en las literaturas arcaicas no es el hombre individual que escribe o compone, ni siquiera el hombre genérico, sino el Dios que inspira al hombre; el hombre habla suponiendo que en él habla Dios. El poeta comienza por ser ventrílocuo de Dios. Luego ya no es Dios, pero es la musa. La épica griega y latina empiezan atribuyendo su poesía a la musa. Después, el alguien que se supone hablando se hace humano, pero aún es el hombre genérico, abstracto. Es el gremio el que habla en el hombre, el rapsoda, el bardo, el profeta, el general, el legislador o bien el más abstracto de todos los abstractos, ese alguien genérico, sin cédula de vecindad: el poeta, el poeta como tal, no Fulano, a quien le acontece ser poeta a ratos.
Pero esto, como se advierte en seguida, implica un fenómeno muy curioso. Cuando un creador literario va a crear un decir, antes de éste tiene que crear un personaje de novela: el yo que se supone va a decir lo que el autor quiere decir. En este sentido, todo escritor, quiera o no, es antes que nada un novelista, por muy lírico que se suponga. Y no sería tan extravagante como parece intentar describir la historia de la evolución literaria como evolución de ese personaje novelesco. Según esto, toda literatura sería, en su raíz, novela. Es curioso que cuando tiene que escribir un individuo sin imaginación, por ejemplo, un médico o un hombre de laboratorio, se advierten las angustias que pasa al no poder crear ese personaje que va a hablar, y entonces, perdido como un náufrago, abre los brazos y dice: «Nosotros hemos comprobado…» Este plural no es más que el azoramiento del hombre sin imaginación que se acoge a la anonimidad multitudinaria.
—¿Podría usted aclararme la teoría con ejemplos?
—Ya sabe usted que considero nota esencial del mundo antiguo la insuficiente individuación del hombre griego y latino. Recuerde usted mi nota Sobre la sinceridad triunfante, uno de mis artículos perfectamente desatendidos, pero que yo estimo de algún interés. Siempre que el antiguo se ha acercado, en casos excepcionales, a lo que podríamos llamar la modernidad, se ha producido paralelamente un cambio en el sujeto que se supone hablar: el sujeto genérico, abstracto, se acercaba al individuo autor. Esto es notorio en el caso de San Agustín, que representa evidentemente un brote inesperado de modernidad en las postrimerías del mundo antiguo. San Agustín va a anticipar el gran descubrimiento romántico que consiste en hacer coincidir el personaje que se supone hablar con el efectivo hombre que escribe. San Agustín habla desde su yo, y por eso fue un escándalo sin par en el mundo antiguo. No sólo escribe sus confesiones —género literario en el que el punto de «hablada» coincide exactamente con la criatura real que escribe—, sino que toda su obra es, en efecto, confesión, como la de Chateaubriand. Por eso suena a grito. El estilo de San Agustín es un grito pelado, aunque bastante retorcido.
—Entonces el romanticismo, ¿es ya el punto de perfecta coincidencia?
—No vaya usted tan de prisa. Lo que acabo de decir indica la importancia que en la evolución literaria tiene el romanticismo, que es —no en vano procede de la Revolución— la rebelión del individuo contra los gremios y los États. El romanticismo es el liberalismo literario. Probablemente, Goethe y Chateaubriand son los primeros hombres que tienen la audacia deliberada de adelantar como personaje que se supone decir su obra, un personaje que resulta ser su mismo autor. René es el propio Chateaubriand. ¿Quiere decir esto que ese personaje, que ahora va coincidiendo cada vez más con el yo efectivo, no sea, a su vez, un personaje novelesco? Nequaquam; lo que pasa es que la cosa se complica y se hace más divertida. El contemporáneo, incitado por el estilo de la época a elegir como punto de «hablada» su propio yo, comienza por inventar su propio yo, por hacer de sí mismo, con encantadora ingenuidad, un personaje imaginario, el que quisiera ser —los que no tienen genio, tomándolo de alguna novela o figura pretérita, por lo menos teñido de esas figuras. Esto le lleva a algo trágico, tragicómico. El escritor contemporáneo, al tener que inventar un personaje que diga su obra y verse obligado a elegir su propia persona, tiene que ser novelista de sí mismo, y entonces, la figura deformada, cosmetizada, amanerada de sí mismo que pone al frente de sus obras, llega a influir en su vida, fuera de su creación literaria, arrastra su auténtica y humilde realidad y le da esa afectación tan cómica que llegó a su extremo a fin de siglo; un ejemplo, Barrès. En la literatura francesa, que es, sin duda, la literatura normal y, como todo lo normal, sin cimas, pero también sin quebradas ni abismos—, se puede seguir una porción de procesos de este orden sumamente curiosos.
—Ya sabe usted que, como los niños de escuela, necesito ejemplos.
—Pues, por ejemplo. Hay todo un estilo a lo largo del siglo XIX francés compuesto de estos tres ingredientes: erudición, ironía y cierta voluptuosidad arcaizante en la melodía de la frase. Sin que yo discuta si hay precedentes más autorizados, la historia de este estilo es la siguiente: Comienza con Paul-Louis Courier, que era un gran filólogo, un erudito. Su estilo parte del supuesto —todo estilo parte de un supuesto, estilo es supuesto— de que quien habla es un señor que sabe todo lo que hay en los libros, un señor sumergido en ellos, que se refocila en ellos, distante, pues, de la vida, pero que mientras mira con un ojo al libro erudito, preferentemente clásico, bizquea, y con el otro persigue con indolencia los movimientos de la vida como un espectador tolerante, que no se deja, sin embargo, arrastrar por ellos. Esta dualidad de actitud constituye la base de las variaciones de este estilo. Iniciado algo secamente por Courier, adquiere magnificencia, amplitud, potencia, voluptuosidad en Renan. ¿Es que puede entenderse lo que Renan escribe si no se supone un personaje en estas condiciones? No obstante, Renan —justo es decirlo— coincide bastante en su realidad vital con ese personaje imaginario entre cuyos dedos pone su pluma. Pero he aquí que llega Anatole France —que, muy bien dotado en muchos órdenes, no poseía, sin embargo, fértil imaginación de novelista— y crea un personaje. Ese personaje es Anatole France, pero ese Anatole France es Renan y, al mismo tiempo, el personaje de las novelas de France, que es siempre el mismo: Silvestre Bonnard, mister Bergeret. Éste se ha tragado a monsieur Anatole Thibault, lo ha suplantado. El personaje sustituye al autor… Porque hay también personajes que creen no necesitar ir en busca de su autor, sino que se creen el propio autor.
Y aquí Ortega se detiene:
—Etcétera, etcétera, etcétera… Como ve usted, el tema es inacabable. Lo mismo pudiera decir en arquitectura, escultura, teatro. Y en cinematógrafo. Advierta usted que esta teoría no es una teoría independiente y aparte en mi obra. Es la teoría general de mi filosofía: el perspectivismo. Pero no es el «punto de vista» en el sentido idealista, sino al revés: es que lo visto, la realidad, es también punto de vista.
—Estas palabras últimas promueven un nuevo tema, hacia el que yo desviaría el interrogatorio.
—Conténtese usted con las continuaciones y ampliaciones y no pretenda usted también desfloraciones.
—Pues entonces vamos a ver si, al fin, nos dice usted lo que quedó intacto en su ensayo sobre «el hombre interesante», a saber, cuál es «el hombre interesante» para la mujer.
—Es un tema sutil que sólo puede ser cazado con red fina, como la que usan los pajariteros para coger jilgueros en los alrededores de Madrid. En broma, en broma, se trata de un asunto muy grave. Es evidente que en la evolución de la especie humana influye hondamente la mujer con sus preferencias. Bajo el título «el hombre interesante» se trata de averiguar cuál es el nódulo humano que la mujer prefiere. ¿Hay alguna tendencia permanente a lo largo de la historia en ese preferir, o cambia en cada pueblo, en cada época, en cada generación? Como ve usted, se pretende nada menos que husmear en uno de los secretos más recónditos de nuestra especie.
—Sobre ese influjo que ejerce con sus preferencias y sus ensueños la mujer en la historia ha publicado usted páginas muy esenciales en su «Epílogo» al libro de Victoria Ocampo, De Francesca a Beatrice, y en aquellos artículos no reunidos en libro y que se titulan La elección en amor.
—Pero en el ensayo de la revista intentaba contestar ya concretamente a esas preguntas que acabo de plantear. El trozo publicado no hace sino iniciar la fabricación del microscopio con que habría que investigar el asunto. Se dice en él[3] que hay tres órdenes de condiciones para el enamoramiento auténtico: condiciones de percepción de las calidades personales, de emoción con que, una vez percibidas aquéllas, responde el sujeto dejándose arrastrar, y de constitución del alma. Un amor auténtico requiere, pues, ciertas dotes muy precisas en esos tres órdenes. Recuerde usted lo que allí sostengo: «No es cualquiera capaz de enamorarse ni de cualquiera se enamora el capaz».
El hombre interesante es, sin duda, el que posee en su persona ciertas calidades —lo que hoy se llama «valores»— que, por lo visto, son preferidas por la mujer. Ahora bien: la mujer, individual o racialmente, es más o menos perspicaz para descubrir las calidades varoniles. De aquí que el tipo de «hombre interesante» —de Don Juan triunfante en cada país— nos permite sorprender el secreto de cómo es la mujer de ese país. La sorprendemos in fraganti.
Por otra parte, algo de coincidencia habrá entre esos diversos «hombres interesantes» nacionales que nos permita extraer, acotar un último esquema general de su figura.
Creo que, en postrer resumen, así había yo premeditado plantear la cuestión. Ahora bien: ¿qué «valores» son los que parece preferir la mujer en el hombre? No nos fijemos en los matrimonios. El casamiento no tiene que ver con el amor si no es per accidens. El casamiento tiene otras raíces —sociales, económicas, etcétera. Y así debe ser. El casamiento es una institución civil y no se le debe estudiar ni juzgar ni evaluar mirándolo desde la intimidad de la persona —como debe hacerse con el amor—, sino desde la vida colectiva a la cual pertenece. Esto será todo lo paradójico que usted quiera —que el sentido del matrimonio, que es el «hogar» y el «interior» de la familia, etcétera, tenga poco que ver con la intimidad—, pero es la pura verdad. Hay que hablar del matrimonio como se habla del Parlamento, de los Tribunales de justicia o del sistema electoral…
Pero volvamos al asunto: ¿qué valores parece preferir la mujer en el hombre? Evidentemente, no prefiere que sepa matemáticas, ni que sea un buen abogado o un excelente físico. La mujer no se enamora de eso, ni de ninguno de los talentos que preferimos los hombres. También es falso que la mujer se enamore de la belleza masculina. Sobre esto hay mucho que hablar, y hablo largamente en el libro ese que usted me exige tantas veces y del que tiene usted, hace cinco o seis años, impresas ya 150 páginas de gran formato y letra menuda, titulado: Estudios sobre el amor[4]. Ahora se ha publicado en Alemania, pero yo no quisiera darlo aquí hasta que no pueda escribir las otras 150 páginas que le faltan.
—Después de molestarle insistentemente por no haber terminado este libro, confieso que prefiero esas 150 páginas que acaso escribirá ahora a las 150 páginas que usted hubiera escrito entonces. No quiero decir por qué, es cosa que va unida con los años y con ciertos años de la vida. En tratados sobre el amor, los años depositan decantaciones más exquisitas y maduradas en el hombre que hace el tratado y en la mujer que es un tratado. Pero siga usted.
—¿De qué se enamora, pues, la mujer? Pues lo mismo que nosotros de una mujer que tenga la cara bonita, ellas de un hombre que tenga el alma «bonita». No encuentro palabra mejor ni más adecuada para lo que quiero decir.
Pero eso que quiero decir es muy difícil de decir, se escapa de entre las manos, de las palabras, como un ratero. El estudio sobre «el hombre interesante» tiene que ser largo y… hemos hablado ya demasiado. El próximo número de la revista reclama su solícita laboriosidad de abeja, amigo Vela, y a mí me reclaman mis problemas actuales, que son todavía más interesantes que «el hombre interesante». ¿No le parece a usted que debemos suspender en este punto las confidencias? Queda el tema con un pie en el aire, torsionado en figura de interrogación… ¿Qué será eso de que hay hombres de alma bonita? Sólo enunciar tal cosa irrita profundamente a la gente estúpida de nuestro país y es conveniente que la irritemos de cuando en cuando… Todos esos pseudo-políticos, pseudo-médicos, pseudo-profesores, pseudo-intelectuales que, incapaces de buscar la verdad, no tienen con ella más relación que irritarse ante ella siempre que la presienten, son los hombres de alma más fea, más irremediablemente fea… La generación que ahora anda alrededor de los veinte años se sublevará históricamente contra toda esa gente de alma hórrida… Ahí tiene usted una profecía más.
La conversación ha terminado, como suelen terminar todas las conversaciones, por una interrupción, simplemente porque ya se lleva mucho tiempo hablando, como si una charla tuviera también sus dimensiones, rigurosamente determinadas, como las tiene otro género literario: el drama, la novela, la epístola. La conversación con Ortega siempre resulta rica, fértil, superabundante. Pertenece a ese linaje, muy continuado en España, de los hombres que influyen más por su palabra, hablada, en la conversación, que por su palabra escrita, en el libro, aun siendo ésta tan enormemente operante. Hay en esto un rasgo muy español, quiero decir muy humano, pues el español es quien más importancia da al hombre, al hombre de alma, carne y hueso, presente y mano a mano. Yo me había propuesto con mi interrogatorio encaminar al interpelado hacia ciertos temas, pero la conversación —un género literario, insisto— tiene sus formas propias: comienza por un lado, termina por el que menos se piensa, se interrumpe a lo mejor. Hay que respetar su estilo y no forzarla demasiado. Por eso, aunque no haya conseguido completamente mi objeto, si la mía con Ortega ha sido interesante, henchida de sugestiones y profecías, me contento.
FERNANDO VELA