6 noviembre
Al salir a la calle nos ríe la luz y el dulce sol de oro que anda por el firmamento llena de alegría los semblantes. Con un poco de sol, Berlín es la ciudad más alegre del mundo.
El paseo Bajo los tilos está lleno de banderas y garzotas y guirnaldas de flores de papel rojas y amarillas: la puerta de Brandemburgo o de Brandembugue, como decían los españoles de tiempos de Carlos V, está también jacarandosamente arrebatada en pendones rojos y amarillos y guirnaldas rojas y amarillas. Por dondequiera se ven banderas, de todas partes se yerguen los mástiles y ondean las telas. Hay un ambiente glorioso y los berlineses han salido muy de mañana a visitar las calles y paseos que la comitiva del rey de España ha de atravesar.
En la Friedrichstrasse, en el Panóptico de Castan, espectáculo de figuras de cera, se ve tras un vidrio, la del rey Alfonso.
Sobre el tono gris de los edificios y el oscuro del suelo y los negros brazos retorcidos de los tilos melancólicos, destacan nuestros colores nacionales, y el oro y la sangre que flamea ante los ojos va enardeciendo los ánimos prusianos.
En puestos ambulantes se venden tarjetas postales con el retrato del emperador y de Alfonso XIII.
* * *
Desde la una de la tarde están acordonadas las bocacalles de Unter den Linden y todo el tránsito oficial. La muchedumbre comienza a hacerse compacta: para llegar a la estación de Potsdam, que es donde desciende el rey, es preciso dar un gran rodeo. Muchas casas tienen tapices en las fachadas: pero lo que más abunda son banderas, banderas de todos tamaños y formas, españolas, brandemburguesas, imperiales, y no hay donde tornar la vista que no se vean volar sobre fondos vivos águilas negras, desplumadas, con finas lenguas rojas.
Entramos en la estación. El andén está solitario: sólo unos policías van y vienen y guardan las puertas. Desde una ventana podemos ver, al tiempo que nos hallamos en el andén, la parte exterior por donde ha de llegar el káiser y los altos dignatarios. Pasa el tiempo. En la extensa superficie del andén vacío se advierte una manchita roja: es la alfombra donde ha de poner el rey español el pie al abandonar el vagón.
Un general del imperio entra: sus espuelas tintinean: va envuelto en un blanco capote y lleva sobre la cabeza un blanco plumero. Avanza, retrocede, parece aburrido y perplejo y a lo lejos hace pensar en un enorme pájaro blanco que ha perdido su ruta. Poco después llegan tres viejos almirantes y luego un príncipe de Würtemberg y un tropel de generales también blancos con negras polainas de hule, y un hijo del káiser, recio mozo, gallardo como un atleta. El andén se va llenando; las puertas vomitan uniformes. Entra la música del segundo regimiento de la Guardia. Por fin, se oye un hurra que llega de la calle, y entre pañuelos que revuelan y ¡Hoch, hoch, hoch!, pasa el káiser Guillermo en su coche, a galope. Al volver al andén la vista sólo vemos la mancha gris y blanca de las capas militares y cientos de águilas de oro posadas con las alas abiertas sobre cascos luminosos.
* * *
Se percibe un trepidar lejano y unas voces de atención. El tren penetra en la caja de cristal de la estación: la Marcha Real llena de aire con sus notas.
El convoy regio se detiene y una portezuela se abre y un pie brillante cae sobre el felpudo rojo. Es el rey de España; el káiser, vestido de coronel del regimiento de Numancia, da un paso hacia adelante: don Alfonso, con traje de coronel del regimiento de Ulanos de Magdeburgo da otro paso hacia adelante. Los dos monarcas se abrazan y el alemán besa las mejillas del español.
Momentos después, el rey pasa revista al segundo regimiento de la guardia: se le ve saludar militarmente con gesto emocionado. A poco, al través de la ventana, vimos pasar los coraceros de la guardia, cuerpo escogido, cuyos soldados asombran por el tamaño y lo gentiles. Tras ellos, en coche a la grand’Daumont, partieron los dos soberanos. Comienzan a oírse hurras y a bajar y subir los pañuelos.
Salimos: los coches de la comitiva se alejan detrás del imperial. ¡Ah! Los lectores españoles tendrán que hostigar sus fantasías para fingirse lo que es la muchedumbre de una población de tres millones de habitantes: son calles y calles henchidas de seres humanos que se comprimen, se aprietan, se estrujan: es andar y andar para hallar un fin a este montón de criaturas y no llegar al fin. Individuos de la Cruz Roja marchan con sus camillas en palanquín. He visto una mujercita rubia con los ojos desencajados de terror y moradas las mejillas de espanto, que acaba de ser arrancada por dos de ellos de las oscuras entrañas de la multitud.
Al través de esta inmensa mancha negra salpicada de los puntitos rosados de las caras, avanza la comitiva. La avenida de la Victoria se alarga, infinitamente, teniendo a ambos lados los monumentos de los príncipes electores y reyes prusianos: es la historia de Prusia escrita en mármol. El rey Alfonso habrá saludado interiormente estas imágenes de los constructores de un gran pueblo.
Escribo estos párrafos con harta escasez de tiempo para poder anotar cuantos detalles han acompañado a la entrada de nuestro monarca. Baste decir que ha sido dentro de la gravedad y exigua propensión al bullicio de las razas del Norte un formidable espectáculo.
En la puerta de Brandeburgo, sobre la que galopa la Victoria en su cuadriga de bronce, recibió —como ya habrán sabido por el telégrafo los lectores— al rey, el burgomaestre.
A seguida prosiguió el cortejo por el paseo central del amplísimo Unter den Linden. El público era aquí todavía más numeroso; las ventanas estaban llenas de damas. En el Hotel Bristol la bailarina Otero había extendido sobre un balcón un mantón de Manila.
En fin, el coche regio entró en Palacio; la bandera imperial se levantó mágicamente sobre el mástil central del severo edificio. Don Alfonso habla con Guillermo II.
Al entrar en un café para apuntar estas líneas, el camarero conoce, no sé en qué, que soy español, y ensanchando la faz, en una cómica sonrisa, me dice: «¡Buenas manañas, caballero, muchas grasias!»
Firmado O., El Imparcial, 10 de noviembre de 1905
7 noviembre
Los lectores conocen ya los brindis pronunciados en la comida de gala celebrada anoche en el Palacio Real. Conocida y popular es en Alemania la afección que siente el káiser por nuestro rey. La romántica figura de este mozo augusto y sencillo, destacada sobre el fondo brumoso de un pueblo entristecido, ejerce una tierna influencia en el alma del poderoso Hohenzollern. El káiser tiene la mirada dulce, lohengrinesca, que supone un ánimo sentimental, un alma educada en el Evangelio sonoro de Luis de Beethoven. Mas al propio tiempo, la mirada imperial es serena y es firme; puede creerse que esa mirada está dispuesta a pedir treinta dimisiones a treinta Bismarck en treinta días. Entre estas dos corrientes tan genuinamente germánicas, tan propias de esta raza cuyos héroes mitológicos temblaban ante rubias mujeres y quebrantaban dragones con sus clavas, va y viene la voluntad del káiser como un barco mágico. La visita de nuestro rey ha acumulado las fuerzas de ternura y los besos de la estación y el brindis de Palacio han sido su fórmula.
Hoy sigue el cielo brillante; hoy siguen los berlineses estacionados a lo largo de las aceras, siguen las águilas negras volando en los banderines y hay un aire de fiesta por todas partes. Lo terrible es que siguen los policías. Constituyen éstos una obsesión para el extraño; son hileras y tropeles y grupos de recios hombres enfundados en capotones, con cascos negros, con guantes blancos, que cierran las bocacalles, que guardan las aceras conteniendo la multitud.
Esta mañana los reclutas juraron la bandera. En la extensa plaza llamada Lustgarten, que se abre frente al Palacio Real, había un dosel rojo y en él un Cristo. El sol subía su perenne escalera suavemente por un cielo limpísimo, espléndida fiesta que el káiser ofrece a España, porque es indudable que esta benévola disposición del cielo, más que a una causa meteorológica, obedece a un detalle protocolar. Espesas masas de ciudadanos prusianos encuadran el escenario de la solemne fiesta militar. He andado entre ellos y he visto en sus rostros esa intensísima, sólida alegría que no es ruidosa, que no es comunicativa, pero va prendida en las frentes. Muchos compraban tarjetas postales con el retrato de don Alfonso, otros contaban a los que había en su derredor la historia de España, historia terrible donde juegan el principal papel las ligas rojas de una bailarina y el negro balandrán de un jesuita. He oído una frase digna del boulevard: «¡Qué casualidad! ¡El día es espléndido!» —decía un hombre de ancha faz roja, que acaso tenga una tienda de cigarros o de Delikatessen— y una moza, casi una niña, una de estas Gretchen, de estas Margaritas dulces, tibias y hacendosas, le respondió: «No es casualidad, mein Herz, lo traía el rey de España en su equipaje».
En esto, la plaza se ha cubierto de soldados, de jayanes con abrigos grisazulados, con plumeros rojos y blancos en los cascos. El baldaquín ha desaparecido tras las filas. No vemos al káiser y al rey cabalgar hasta el altarcillo, donde fueron clavadas las banderas. No oímos que dos clérigos, uno protestante y otro evangélico, preparaban los ánimos de los reclutas al voto heroico. Pero súbitamente cayó un paño de silencio sobre la multitud y una voz nerviosa, fornida, se oyó vagamente alzándose como un humo de religioso sacrificio. El káiser hablaba. Al concluir, dando a su voz la fuerza de una trompa wagneriana, clamó tres hurras al rey de España, que rodaron por los batallones con un resonar bélico. Van pasando los rubios gigantes bajo las banderas y cada compañía, a la voz de mando, prorrumpe en una trágica palabra de juramento.
* * *
Durante el paso del rey por las calles ha sido vivamente saludado. Dícese que nunca el pueblo ha mostrado tanta simpatía por un rey huésped. Y eso que las rígidas costumbres de la corte alemana mantienen siempre a los viajeros augustos en un programa severo de fiestas y de solemnidades.
Firmado O., El Imparcial, 11 de noviembre de 1905
8 noviembre
El Teatro Real de la Ópera estaba engalanado con rosas; guirnaldas en largas ondas decoraban la fachada, rosas había en la embocadura del escenario, rosas caían de los antepechos de los palcos y el enorme de los soberanos estaba cargado de rosas.
El patio de butacas está lleno de uniformes: los hay militares rojos y azules y blancos, los hay palatinos de oro y de plata. Indolentemente apoyado en el respaldo de una butaca está un capitán húngaro con su gorro de astrakán al brazo y su bellísimo uniforme, que recuerda el traje de Pepe-Hillo.
En los palcos principales, como una galería de retratos antiguos, véase las altas damas cortesanas; sus trajes son de tonos suaves, rosados o malvas o ligeramente amarillos; sus rostros y sus mejillas carminadas parecen realmente sacados de un cuadro del siglo XVIII, de esos donde todo se halla en un mismo plano de luz.
Unos embajadores chinos en las cúpulas de sus gorras rozan el terciopelo de las cortinas de la puerta. ¿Hay algo más entretenido que el traje chinesco, donde florean jardines de flores imposibles y animales equívocos que acaban en plantas cuando de leones iban para pájaros? Los dos chinos, con sus rostros convexos, miran a la platea con lentos ojos.
Cerca de mí hay dos turcos con dos chechías airosas, y a su lado un anciano de revuelta melena, cuyas pupilas, al través de los lentes, miran como desde profundidades de siglos. Éste debe ser un profesor de historia, tal vez Delitzsch, el asiriólogo, que ha presenciado fiestas en el palacio del rey Assur, donde esclavas indias bronceadas bailaban entre los foros alados, con cabezas de guerreros barbudos. ¿Podrá extrañar que el profesor no se fije en nada, que sus miradas recorran las hileras de rosas y se pose al cabo, indiferente, sobre el torso blanco de alguna joven duquesa, que para él no tiene atractivos porque no han pasado sobre su tez dos mil años?
En esto el señor von Hülsen, intendente de los Teatros Reales, aparece en el palco vacío de los soberanos. Considera los rumores que se alzan del parquet, y el vivo tropel de colores y de relámpagos que saltan de cascos y sables; luego de breves momentos, da con su gran bastón dos golpes en el suelo. Todo el mundo guarda silencio; óyese, acaso, el choque de una espuela con el pavimento. El rey se adelanta entonces llevando a la emperatriz del brazo; la dama tiene un hermoso cabello blanco y sobre el vestido amarillo su rostro se levanta con una gallardía suprema; sus pupilas brillan y los labios sonríen históricamente. Don Alfonso hace a la asamblea tres profundas reverencias y permanece un momento perplejo mirando las molduras de los palcos altos, entre las que asoman millares de rostros curiosos.
El César entra con la princesa, Federico Leopoldo y tras él sus hijos y otros príncipes. Es un instante solemne. A un leve gesto del káiser se alza el telón y pausadamente queda el teatro a oscuras.
Coppelia es el espectáculo que se parece más al Barbero de Sevilla; la misma alegría llena de sal corre por ambos, la misma burla de todo lo serio, de todo lo grave.
Y este cuadro de corte que queda apuntado se completa con esta representación galante y regocijada, donde las ideas se danzan y las bailarinas hacen madrigales sobre la punta de sus pies. Copelia baila con movimientos rígidos en torno del viejo artista de alma embrujada y la música de Delibes envía al aire coros de bailarinas invisibles que hacen trenzados burlones dentro de la fantasía. Y en la oscuridad del teatro, en el palco imperial la faz de mármol de la emperatriz tiene como un débil fosforescer.
En el entreacto, ambas imperiales personas se inclinan hacia el rey Alfonso y le van nombrando nobles señoras y hombres ilustres; la emperatriz señala con un abanico blanco y don Alfonso busca entre los grupos los que le van siendo indicados.
Cuanto se diga acerca del orden con que la función se ha celebrado será poco. Esta fiesta puede servir de modelo para futuras ocasiones, y por ello, bueno será hacer constar que se había repartido una tercera menos de entradas que las que correspondían a la capacidad del teatro. Otro detalle ha sido que ni Marcha Real ni Himno Alemán se escucharon.
Firmado O., El Imparcial, 12 de noviembre de 1905
Berlín 9
El rey se ha ido a Potsdam esta tarde. Dos días permanecerá en el Versalles de Federico el Grande y también el filósofo. ¿Qué sentirá el ánimo religioso de nuestro monarca al entrar en Saint-Souci? Cualquier cosa de sustancia podía darse por asomar un instante a ese ánimo nuevo cuando caiga sobre él como la sombra de un monte el recuerdo del viejo Fritz. Los pasos fervorosos a lo largo de las salas despertarán de los rincones donde aún viven los ratones del escepticismo, y al trepidar las arañas de cristal, saldrán de ellas revolando las palabras filosóficas. ¡Oh, divino Saint-Souci, lugar de peregrinación para los hombres de alma libre!
Hay en el Panóptico de Castan, situado en la Friedrichstrasse, unas figuras de cera; sobre el dintel está la de don Alfonso en traje de general de infantería española. En el umbral hay otras que representan a Federico el Grande y a Francisco Arouet, dicho Voltaire; ambas son afortunadísimas. El primero con su nariz impertinente, cargada de rapé, y sus grandes, tranquilos ojos bovinos, dice un chiste materialista, y el segundo ríe y ríe en postura galantísima. Y nos parece escuchar la risilla corrosiva que trasciende de aquellas mejillas demacradas, de aquellos ojuelos vivaces y sensuales, de todo aquel fino perfil de vulpeja. Voltaire en la figura está representado como un anciano; pero sus pies están de tal modo y con tal gracia colocados, que no se sabe si camina o si danza. Parodiando lo que del pájaro dice Michelet, afirmaba no sé quién que hasta cuando el hombre del siglo XVIII anda, se conoce que ha tenido maestro de baile.
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El rey Alfonso duerme hoy en Potsdam.
Hagamos resumen de las impresiones de estos días. Los periódicos franceses muestran empeño en afirmar que Berlín ha recibido a don Alfonso sin gran alborozo, y esto es falso. Quienes han presenciado otros recibimientos de soberanos afirman que nunca ha habido tanta multitud en las calles ni tanto regocijo. La raza prusiana es muy sobria en las expresiones de entusiasmo y nada amiga de enardecerse por lo extraño; acaso lleve más de dos siglos sin admirar cosa que de fuera venga, y acaso también sea esto, o el síntoma, o la causa de su actual solidez.
Notada pues esta disposición del pueblo prusiano, preciso es declarar que ha recibido a nuestro monarca con grandísimo afecto. Los hurras han resonado siempre tras él, y berlineses, con quienes he hablado, me aseguran que el pueblo ha sentido desde el primer momento hondísima simpatía por este rey niño de un pueblo tan viejo.
Las atenciones del káiser para con don Alfonso han sido constantemente, más que un deber de cortesía y de hospitalidad, muestra de verdadero y personal cariño hacia el monarca español. Guillermo II es un maestro de gobernar; sin haber ganado una batalla en campaña alguna, ha logrado afianzar la Constitución imperial, y como dice el publicista Nauman en su Política actual, hoy hay más amigos del Imperio en Alemania que al día siguiente de la proclamación de Versalles.
Por otra parte, el viaje de don Alfonso a esta nación debe ser motivo de comentarios muy otros que los que ordinariamente motiva un viaje regio al extranjero. Alemania no puede representar para nosotros una dirección política; de otras partes somos requeridos. Pero en cambio Alemania es precisamente la nación cuya influencia en la dirección moral e intelectual nuestra habrá de sernos más fecunda. Los ingleses son ingleses; los franceses son, como decía Cánovas, «españoles con dinero»; los alemanes no son alemanes, se han hecho alemanes en cincuenta años. He aquí lo que nosotros tenemos que aprender en Alemania y sólo aprenderemos en ella: el modo de hacernos españoles en poco tiempo, el gran secreto alemán, el método. La instrucción pública es el resorte de ese secreto.
En nuestra edad clásica poseíamos una organización de enseñanza que, salvando la perspectiva de los siglos, corresponde muy exactamente al sistema actual alemán. No voy a discutir ni de lejos el asunto: falta espacio en estos párrafos para ello; mas es hora de notar que el pensamiento de los gobernantes nuestros, si ha de comenzar a construir sólidamente, tiene que preocuparse ante todo de la escuela y de la Universidad alemanas. Y no para copiarlas, que éste sería el más grave error, sino para colocarse ante el problema de la cultura española del mismo modo que se colocaron ante el alemán los legisladores germánicos. Estúdiese bien a éstos, auméntese el número de profesores y estudiantes pensionados, téngase un momento de decisión para dar de lado las viejas ideas pedagógicas, que hoy somos los únicos en el mundo en conservar.
Cuando don Alfonso vuelva a España y los recuerdos de su viaje rapidísimo váyanse extinguiendo, quedará en su memoria la imagen de dos edificios severos, cuyas puertas guardan dos recios soldados. En el frontis de uno de los edificios se lee: Universitas litterarum, y en el del otro: Escuela de Comercio. Ahora adviértanse dos cosas: primera, que el soldado está a la puerta, pero nada más que a la puerta. Segunda, que la Universidad es tan poderosa construcción como la Escuela de Comercio. En fin, Alemania es hoy la primera nación en el movimiento económico, pero sus hijos estudian en los gimnasios seis años de latín.
Hasta que no sea llegado el claro día de primavera en que los publicistas y los oradores de café, los señores diputados y los arbitristas de afición se convenzan de que la cultura es algo que hay que tomar totalmente, y que es imposible y estéril fraccionado, nada se habrá hecho firme en la cien veces comenzada peregrinación regeneradora. Hoy está de moda en España una informe y vaga cosa llamada «practicismo», que consiste en declarar panacea única la enseñanza técnica e industrial, y en protestar de dos míseros cursos de latín que se estudian o, mejor dicho, que no se estudia en los Institutos.
El emperador Guillermo II se hace hoy explicar el último invento mecánico, pero mañana hace llamar a un profesor orientalista para que le ponga al corriente de las últimas excavaciones realizadas en tierra de Mesopotamia por la Sociedad Asiriológica de Berlín.
La civilización, la cultura, es una e indivisible, y aquel país inventará y poseerá mejores máquinas donde mejor se comenten las Analíticas de Aristóteles.
Firmado O., El Imparcial, 13 de noviembre de 1905
13 noviembre
Don Alfonso partió ayer. El soplo de España, ese buen viento de sierra, que ha pasado breve sobre la llanada brandemburguesa, ha caído: los españoles que vivimos en Berlín nos hemos quedado, como barcos del tiempo viejo, en medio del mar cuando la calma sobreviene. Unos días hemos sido los seres más importantes y considerables de Berlín, después del káiser y del príncipe de Bülow: el viento, un poco fantasioso del patriotismo, henchía el velamen de nuestras pobres imaginaciones desterradas, e íbamos por la Friedrichstrasse con el ánimo empavesado como bergantines bajo los alisios. Pero ¡ay! si todo lo humano es huidero, ¡qué no lo serán los vientos, y los reyes cuya vida es pasar! Ayer los mozos de los restaurants nos hablaban en español de exportación; las patronas de las casas de huéspedes se enternecían ante la mocedad de nuestro rey, y nos daban el café más barato; el barbero prusiano se dignaba preguntarnos si en España se viste a la moruna. Han sido unos bellos días de una edad de oro, que se nos han ido de entre las manos como se van todos los buenos días, dejándonos el alma empolvada de melancolía. Ayer éramos «bravos y desgraciados españoles», cuyo rey es huésped del César; hoy no tenemos ni una almena donde colgar nuestros sombreros, y la patrona de la casa de huéspedes nos exige lo que ayer dejó de cobrarnos. Esplendor y decadencia, exaltación y apocamiento, un rey que va a llegar y un rey que acaba de irse: don Hermógenes decía que en la vida todo es sístole y diástole. Bajo el hierro de la guerra y de la industria, tras la capa de papel impreso de la ciencia, se esconde en todo alemán un gnomo sentimentalista y ensoñador. Véase un libro cualquiera germánico anterior a la invasión de los bárbaros del naturalismo, y malo será que no se tropiece con la descripción de un ensueño cada diez páginas. La realidad de la vida del Norte es tan dura, que no hay sino buscar salidas sobre lo irreal: por eso es éste el país del Lieder y de la metafísica, dos cosas convencionales que sirven de trampolines hacia lo imposible. «A un alemán predispuesto a soñar —dice Stendhal— le causa el mismo efecto la caída de una hoja que la caída de un imperio; la cuestión es soñar».
La visita del rey de España ha excitado, como no podía menos, las fantasías de los berlineses. ¿Qué evocación tiene para usted la voz España? —preguntaba yo a un médico prusiano, que tiene un gabinete de ortopedia. «España —me respondió— es para mí siempre un país de ensueño». Qué ensueño fuera ése no lo pude saber, pero los ensueños alemanes son siempre uno y mismo sueño: el sol. Y España, menos visitada y conocida que Italia, es para estos hombres una fiera, donde hay altos montes bajo un cielo de intenso azul turquí, por el que anda un sol nuevo y glorioso, donde hay valles de milagro con flores rojas y amarillas y fuentes de mármoles risueños, por entre las que se pasea la morena Carmen del brazo de un jesuita. ¡El sol…! Goethe vivió añorando el sol de Italia, y murió llamándole, y es tal el amor de los sajones por el astro de oro, que en alemán tiene nombre de mujer.
Pero al tiempo que España es en la imaginación alemana un país lleno de sol, los españoles somos un pueblo fantasma a quien un conjuro ha tornado en piedra: somos una raza fósil con una historia desaforada y romántica. Calderón y López de Vega son para los alemanes los últimos españoles, y acaso tengan razón.
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Los periódicos de hoy publican artículos despidiendo al rey de España. Convienen todos en censurar la rigidez del programa festival. —«El rey Alfonso —dice el Tageblatt— sólo ha visto de Alemania policía y militares, militares y policía». «¿Por qué —añade—, puesto que el joven monarca se interesa en los adelantos de la industria relacionada con el sport, no ha sido llevado a alguna Exposición de automóviles, como ocurrió en París?» Y puede agregarse: ¿Por qué no ha visitado la Universidad? Pocos días hace asistió el káiser a la lección primera de un profesor norteamericano, el ilustre moralista Peabady: ¿qué razón había, pues, para que el rey de España no observara lo que es tan alemán como el ejército? ¿Han de reducirse los viajes regios a una ostentación de uniformes militares?
Por cierto que cuantos españoles han visto al káiser en traje de coronel del regimiento de Numancia reconocen la gallardía con que el «Altísimo Señor» sabe llevarlo. No hay medio, en cambio, de que los alemanes admitan que a don Alfonso le caía bien el uniforme de infantería prusiana. Es cuestión de patriotismo y de escasa entidad. Más importante sería que el tratado de comercio inminente se redactara en favorables cláusulas para los traficantes españoles y que esta visita tuviera en la conferencia de Marruecos algún recuerdo y algún peso.
Guillermo II irá en primavera —según he oído— a devolver la visita de nuestro monarca. Entonces tendrán ocasión los españoles de ver toda la dulzura que puede asentarse en el rostro de uno de los hombres más enérgicos de la tierra y todo el cariño que por don Alfonso siente. ¿Esa dulzura y ese cariño serán bastantes para que España desencalle de una vez? De un hombre tan enérgico como el emperador Guillermo que, siendo compatriota de Wagner, da un libreto por él compuesto a Leoncavallo, se puede esperar todo. El tiempo y El para otros dos (sic).
Firmado O., El Imparcial, 17 de noviembre de 1905