Llegó a Bogotá en la estación de las lluvias de 1961. Yo enseñaba entonces en la Universidad Nacional y él permaneció un semestre como profesor visitante en la Universidad de los Andes. Conocerlo lejos de España —como también me ocurrió con Alberti, Max Aub, León Felipe, Sánchez Vázquez— era como cumplir con un ritual perfectamente acorde con la historia de la posguerra civil. Quiero decir que, amén de lo que aquel encuentro podía tener de emotivo a cuenta de mis afectos literarios, la condición de exiliado del poeta concordaba entonces con cierto acelerado aprendizaje mío del exilio. Guillén era, desde años atrás, lo más parecido que había a un proscrito eminente y yo empezaba a engrosar el listado de los desafectos.
Desde el apartamento bogotano en que vivía Guillén se veía el cerro de Monserrate, una especie de antepecho andino junto al que se empina la ciudad hasta los casi tres mil metros para asomarse a «tierra caliente». El paisaje y la gente de Colombia aportaron sin duda a la sensibilidad del poeta un rastro memorable. En su obra han prevalecido cuantiosos recuerdos de esa naturaleza fascinante que «se tiende hacia las calles, humanísima». Y algo más tangencialmente sintomático: «¡Cuánta vida ha dejado por aquí / la España desgarrada!». Me satisface hacer hincapié en esa capacidad receptiva de Guillén, que contribuye de manera muy expresiva a definir su temple poético y que en cierto modo también determina su propia personalidad. Un sistema como otro cualquiera de abundar en la tesis —probablemente trasnochada— de los engranajes que articulan al autor con su obra.
Por aquel entonces aún seguía publicándose Mito, una de las más solventes revistas literarias surgidas en el ámbito de la lengua española en las décadas centrales del siglo XX. Guillén se vinculó desde un principio a esa revista, colaboró en ella e inició una larga relación de amistad con quienes la hacían, especialmente con Jorge Gaitán Durán, al que dedicó un emocionado poema en Homenaje con ocasión del accidente aéreo que acabó con su vida. Recuerdo muy bien aquellos paseos vespertinos por el centro de la ciudad o aquellas tertulias caseras en las que Irene Mochi (con quien se casó Guillén precisamente en esos días) perfeccionaba un español donde el acento italiano se fundía con la música ilustre del seseo. Tiempo de historia, reunión de vidas.
Tras la publicación de Maremágnum (1958) Guillén se había convertido en uno de nuestros escritores del exilio más sañudamente anatematizados por los mandatarios de la cultura franquista. No creo que en ese libro se modifique de hecho el enfoque global de su temática, pero sí se intensifica el proceso electivo de ese almacén de experiencias donde conviven la poesía y la historia. En cierto acuciante modo, el poeta —que había sido oficialmente ignorado— mereció a partir de entonces su inclusión en el censo ominoso de esos enemigos de la patria que sólo merecían la cárcel o, en su defecto, el ostracismo.
Maremágnum supuso efectivamente una suerte de inventario de la conducta civil, del pensamiento moral de Guillén referidos a la realidad española. Nunca se lo perdonaron, y eso que el autor de Cántico había tenido que aceptar en momentos espinosos de la guerra civil, cuando era catedrático en Sevilla, algunas taimadas componendas, traduciendo —por ejemplo— la muy católica y sectaria oda de Paul Claudel a «los mártires españoles», oportunamente publicada por la Secretaría de Ediciones de la Falange en 1937.
Yo no leí —no pude leer— Maremágnum sino cuando vivía en Colombia, a principios de 1960. No he olvidado, por supuesto, hasta qué punto el poema «Potencia de Pérez», en tanto que eje argumental del Guillén más críticamente enfrentado a la virulencia de la dictadura, representó el acabado modelo de una reconocible conexión generacional. En efecto, a través de ese poema —o de poemas como ése— la lectura de Guillén remite a la lectura de no pocos poetas de la promoción del 50 que habían nacido treinta o treinta y cinco años después que él. La correlación también vale invirtiendo los términos. Puede discrepar la modulación expresiva, pero no el condimento argumental. Se trata, en todo caso, de una interdependencia de objetivos críticos que ilustra adecuadamente el relato de un periodo clave en el desarrollo de la poesía española de posguerra. «Ved sin venda / la realidad en toda su leyenda.»
Las constantes más sensitivas de la obra poética de Guillén las encontré, desde un primer momento, textualmente reproducidas en su persona. Es muy posible que abuse de un juicio más bien literario, pero prefiero no eludirlo. Había en Guillén muchas actitudes que me hicieron recordar fases, aspectos muy precisos de su obra: la elegancia enjuta, la jubilosa forma de serenidad, el rigor expresivo tan predispuesto a no aparentarlo, la ironía condicionada incluso por la sintaxis. Y, sobre todo, la facultad absolutamente pedagógica de oír a sus interlocutores, quienesquiera que fuesen. «Presta a todos tu oído, pero a pocos tu voz», podía haber repetido Guillén siguiendo las recomendaciones de Polonio a Hamlet.
También habría que referirse en este caso a la jovial y fiscalizadora mirada del poeta. Una mirada hecha de cristales limpios que se acomodaba muy bien con otras limpiezas temperamentales. Parecía observar reconcentradamente, con una atención que siempre estaba a punto de convertirse en asombro satírico, todo lo que pasaba a su alrededor, incluidas las damas altas y las calandrias. Qué sentido de las proporciones más bien educado. No recuerdo a nadie que mirara con tanta propensión a descubrir un enigma. O un objeto placentero. «El poder esencial lo ejerce la mirada», escribió el poeta.
Mi experiencia de lector de Guillén tuvo una primera fase no ajena al desconcierto. Algo por el estilo le ocurrió a bastantes poetas de mi edad y creo que eso fue incluso provechoso. La edición de Cántico que cayó inicialmente en mis manos fue la de 1945. Debí de leerlo hacia 1953 o 1954, cuando yo me ejercitaba —no sé si algo tarde o demasiado pronto— en unas tentativas poéticas que pretendían no ser del todo provisionales. La poesía de Guillén me situó ante un foco de sugerencias que, quizá por contraste con otras lecturas más sentimentalmente afines, pasaron de la extrañeza emocional a la seducción por vía lingüística.
Pienso que buena parte de mis enseñanzas en este sentido las inicié en Cántico, aunque no las asimilara luego al pie de la letra. Una lección así, tan basada en un léxico iluminante, en una técnica de continuadas síntesis imaginativas, genera siempre en el aprendiz de poeta un tono verbal que no deja de deslizarse incluso por ejercicios literarios más o menos contrapuestos. Todo lo cual podía resultar a veces extremadamente severo, lastrado de una excesiva rigidez, lindante con las frías exigencias de la métrica, pero nunca ineficiente. La poesía es el contrapeso matemático del caos.
Frente a la ambigüedad como rasgo genérico de un buen sector de la poesía coetánea, Guillén restablecía el beneficio de lo indudable. A mí me parece que lo más llamativo de esa precisión consiste en que puede llegar a producir el mismo efecto que la vaguedad. Lo muy claro deforma la visión; la luz muy próxima deslumbra, realza la posible naturaleza del secreto. Algo así ocurre con la poesía de Guillén: un verso sucinto, categórico, procrea unas difusas fragmentaciones interpretativas. Todo depende, creo yo, de ese sentido último de vehemente contemplación del vivir en sus más contradictorias ramificaciones.
Guillén se adentra en lo que podría ser la razón primaria de la realidad para trasvasarla metafóricamente a la escritura. Esa conciencia de ser en la que indaga el poeta se correspondía con unas propuestas humanas donde la realización del amor y el sentido de la temporalidad desembocan, por así decirlo, en una tentativa de réplica a la historia colectiva del hombre. Tan metódico sondeo en la vida hizo posible la bifurcación del material de Cántico y su acceso a las fronteras del ciclo de Clamor. Ese tramo final de su obra tiende a incorporar una especie de sedimentación de la experiencia que, por la misma dinámica global del corpus poético guilleneano, tenía que ir indefectiblemente innovándose. El universo como creación del hombre, la visión de un mundo donde ser ya era bastante, pasó a convertirse en testificación crítica de un tiempo descoyuntado frente al que había que existir.
Guillén vivió sus últimos años en Málaga. Tenía un piso alto en un edificio junto al mar, aledaño al puerto, desde el que se podía contemplar, muy por encima de los estorbos urbanos, un dilatado espacio físico que no era el de Guillén, pero que terminó siéndolo, un poco entre la «ciudad del paraíso» de Aleixandre y el Mediterráneo de los clásicos. Murió en 1984 y reposa en el malagueño cementerio de los ingleses, un bello recinto ajardinado que concordaba con no pocas frondas estéticas de su poesía y, simbólicamente, con quien realizó una traducción impecable de El cementerio marino de Valéry. «Tiempo en profundidad está en jardines.»