Capítulo IV. Dos números en un billete

Les resultaba fácil encontrarse sin levantar sospechas. Roca, con su familia en “Santa Catalina”, gozaba de gran libertad, mientras Laura, sola en la casona de la Santísima Trinidad, con María Pancha como cómplice, disponía de su vida como mejor le placía. La falta de gente en Buenos Aires debido a los meses estivales facilitaba aún más las citas. No había tertulias ni fiestas, los hombres prácticamente no frecuentaban los clubes y cafés, y las mujeres no se juntaban a tomar el té o a jugar al tresillo.

De todos modos, Roca y Laura se mantenían precavidos. Gramajo escribía dos números en un billete, uno indicaba el día y el otro la hora del encuentro, y lo hacía llegar con un cadete del ministerio en quien confiaba los asuntos más reservados del general. Laura tomaba un coche en la Plaza de la Victoria, a veces el tramway, y viajaba hasta la Recoleta, a la casa de la calle de Chavango, con prendas poco ostentosas y una pamela amplia que le velaba parte del rostro.

Para sorpresa de Laura, la segunda invitación llegó sólo dos días después. Habría declinado, pero María Pancha la conminó a aceptar, persuadida de que sólo un hombre con la decisión y autoridad de Roca ayudaría a Laura a sacudirse el sopor que la abrumaba desde hacía seis años. Con el tiempo, Laura debió reconocer que ese general tucumano que se había abierto camino a codazos en la sociedad porteña y que había conseguido de la viuda de Riglos lo que ningún otro, le gustaba y mucho. Su mayor atractivo radicaba en que no encarnaba el típico mequetrefe de ciudad, el currutaco acostumbrado a los lujos y comodidades de las mansiones porteñas, a los mimos de las señoras o a las lisonjas de las solteronas, sino a un hombre fraguado en la pobreza provinciana y en el campo de batalla, que así como ahora departía con soltura entre la flor y nata de la sociedad de Buenos Aires, comía menús franceses y bebía vinos del Rin y champán, pocos meses atrás había mateado con soldados rasos, comido con las manos y dormido en un catre lleno de pulgas. En este sentido, su repertorio de anécdotas y experiencias era inagotable, y Laura se daba cuenta de que a Roca le gustaba compartirlas con ella. Adoraba a su tropa y era consciente de que parte del éxito del que gozaba se lo debía a esos chinos uniformados que habían obedecido sus mandatos ciegamente.

Para otros temas, Roca adoptaba un estilo cáustico y filoso, en especial cuando se refería a sus contemporáneos, aunque la veta humorística no le faltaba. Siempre circunspecto y ceñudo, pronunciaba epigramas dignos de Sarmiento que la hacían reír. De plano obviaban el tema de los indios del sur. Para Laura, una conversación con Roca se asemejaba a un partido de ajedrez. Las palabras debían meditarse primero y pronunciarse con cuidado después, como quien mueve las piezas sobre el tablero en busca del jaque mate. Sus modos de hacer política se le estaban haciendo carne, y aplicaba sus tejes y manejes a un simple diálogo después de haber hecho el amor. Sus miradas sibilinas, sus expresiones indefinibles, sus crípticas muecas, se convertían en un desafío. Una tarde, luego de discutir acerca de la no tan aceitada relación entre él y el presidente Avellaneda, Laura se sinceró al expresarle que, quizás, él inspiraba miedo y desconfianza porque siempre parecía ocultar algo; le dijo también que ella tenía la impresión de que sus palabras y el sentido que les confería no siempre iban de acuerdo, y que era un ejercicio agotador tratar de descifrar el verdadero significado de sus declaraciones. Roca, con una sonrisa artera en los labios, le repitió una frase de Luis XI, pronunciada en el siglo xv: “Quien no sabe disimular no sabe reinar”.

—Ya veo, entonces —enfatizó Laura—, que te has propuesto reinar.

Roca le sostuvo la mirada largamente, pero no le contestó. Luego, la tumbó sobre la cama y volvió a tomarla.

La primera semana de marzo, Roca y Laura se vieron todos los días. El general la citaba a cualquier hora, incluso de noche, algo que nunca había hecho. Laura lo juzgaba una imprudencia, Buenos Aires no estaba tan quieta como en febrero. Con la casa de la Santísima Trinidad llena de gente de nuevo, le resultaba difícil moverse libremente. Sus supuestas visitas al Monte Pío, al orfanato, a la Sociedad de Beneficencia y a la editora la encubrirían durante algún tiempo, pero no las esgrimiría de continuo sin riesgo de levantar sospechas. En cierta forma, la excitaba ese juego, la hacía sentir viva, incluso a veces se olvidaba de las consecuencias.

Así como parco y reticente en saraos y reuniones, Roca era generoso e intenso en la cama. Parecía que sus manos habían sido diseñadas para el amor. Su destreza como amante se comparaba con su habilidad para lucubrar estrategias políticas, y Laura intuía que en ninguno de los campos existían conquistas imposibles para él.

Don Goyo y doña Joaquina Torres, de regreso de sus vacaciones en el campo, inauguraron la temporada del 79 con una de sus afamadas tertulias. La calidez del matrimonio Torres convertía esas reuniones en las predilectas de la sociedad porteña. Las principales autoridades del gobierno, los ministros extranjeros, los viajeros destacados, los artistas y las personalidades de todo orden contaban entre los invitados. Se comía y se bebía de maravilla, se discutía de política y se intercambiaban chismes y recetas, se planeaban estrategias y planes de gobierno y se comentaba el próximo matrimonio o el nuevo nacimiento, en un ambiente de cordialidad y distensión que algunos buscaban como un refugio en esos tiempos turbulentos de Buenos Aires.

El general Roca llegó acompañado de su edecán, el coronel Gramajo, y de Eduardo Wilde, su amigo de la infancia. Luego de saludar a los anfitriones, paseó su mirada buscando la única cara que anhelaba ver esa noche. Pero no la encontró. Se inclinó sobre Gramajo y refunfuñó:

—¿Dónde está? ¿Acaso el coche que vimos en la puerta no era el de los Montes?

—De seguro, general. El cochero vestía la librea con los colores de la familia. De hecho, mire, ahí están sus abuelos y sus tías. Su madre, allá, con el doctor Pereda.

Roca se concentró en Magdalena Montes, exuberante en un vestido de brocado azul marino que le exaltaba el rubio del cabello, suelto sobre los hombros. Un candoroso rubor en las mejillas le confería el aspecto de una jovencita a pesar de que había pasado los cuarenta hacía tiempo. A Roca lo maravilló el parecido con Laura.

El ministro de Guerra y Marina puso pie en el salón principal y de inmediato lo rodearon militares y funcionarios ávidos por conocer los avances de su campaña del desierto. Como cada vez que se discutía acerca de regimientos, armas, municiones y estrategias militares, el ministro de Guerra se olvidó de cuanto acontecía y habló de su campaña que prometía ser una epopeya. No obstante, Roca sabía que las últimas expediciones de Racedo, Teodoro García, Freyre, Levalle y Vintter le habían allanado el camino, y así lo hizo constar. No le gustaba llevarse laureles ajenos.

—No se fíe, general —señaló el joven Estanislao Zeballos—. Todavía quedan caciques muy bravos. Baigorrita es uno de ellos y, del tal Epumer, el hermano menor de Mariano Rosas, se dice que es la piel de Judas.

Al moverse para confrontar a su interlocutor, el general Roca quedó en suspenso al ver a la viuda de Riglos que hacía su ingreso en el salón de doña Joaquina del brazo de Cristián Demaría. Roca no era el único que la miraba con cara de pavo. Descollaba en su traje de seda color champán, según la opinión de madame Du Mourier, a pesar de que María Pancha insistía en “qué champán ni champán, es dorado”. A nadie pasó por alto que esa noche su tradicional trenza en forma de tiara sobre la coronilla iba embellecida con topacios, mientras el resto del cabello, como cascada de bucles, le bañaba la espalda hasta más allá de la cintura. Llevaba una mantilla de gasa translúcida que le descansaba sobre los hombros. Inconscientemente, Roca apretó los puños cuando Demaría la desembarazó del chal y, sin necesidad, le rozó la piel.

Un momento más tarde se retomó el hilo de la conversación, pero Roca ya no participaba con el mismo interés. Su atención se concentraba en Laura Escalante y su majestuosa aparición del brazo de otro, el mismo al que había consolado en ocasión de la ceremonia en la capilla de Santa Felicitas; él nunca se olvidaba de una cara.

Laura, escoltada por Cristián Demaría, saludó a los invitados, divertida porque algunos no se molestaban en ocultar sus emociones. Sabía quiénes la criticaban por el último capítulo de La verdad de Jimena Palmer o por el escote del vestido, y quiénes deseaban poner sus manos en torno a su cintura, quizá más abajo. Se movía con impudicia, al tanto de lo que su presencia provocaba. El brillo de su pelo y de su vestido y la fragancia de su perfume dejaban estelas a su paso. Con respecto a Cristián Demaría, se sentía cómoda a su lado, un caballero en todo sentido, aún platónicamente enamorado de Felicitas. Cristián marchó a saludar a sus tíos Guerrero, y Laura, para escaparse de Alfredo Lahitte, se evadió hacia el comedor. Cerca de la mesa de comidas, encontró al coronel Gramajo.

—Buenas noches, Artemio —saludó, con sincera alegría—. Sabía que lo encontraría aquí.

—Buenas noches, señora Riglos. ¿Hace falta que le diga que es usted la más hermosa de la tertulia?

—Hace falta, Artemio, porque el suyo será el único halago sincero y bienintencionado que reciba esta noche.

—Usted es demasiado inteligente para prestar atención a lo que dice o piensa la gente. Vea, pruebe estos bocaditos con caviar. ¡Mmm! Uno no podría creer lo sabrosas que son estas pelotitas negras. ¡Ah, y no deje de lado esos camarones! La salsa es extraordinaria.

Comieron y conversaron como viejos amigos hasta que el coronel adoptó una actitud confidente para expresar:

—El general armó tremenda rosca esta mañana cuando usted le mandó decir que no lo vería en la casa de la calle de Chavango hoy por la tarde. El vendaval debí soportarlo yo solito. Y el malhumor que vino después también. El pobre anda con algunos problemas, además.

—¿Problemas? —se intranquilizó Laura.

—Problemas con la organización de la campaña. Todo el mundo parece empeñado en complicarle la vida al pobre general.

La conversación se interrumpió cuando Cristián le recordó a Laura su promesa de bailar con él la primera pieza. Los músicos templaban los instrumentos y, a continuación del golpeteo de la batuta sobre el atril, un sinfín de acordes inundó la sala con un vals de Tchaikovsky. Al finalizar, Laura se excusó y marchó a los interiores de la casa. Entró en la primera habitación y pasó al tocador, donde se refrescó y perfumó, se retocó el maquillaje y acomodó algunos mechones que se habían desajustado en el frenesí de la danza. Al regresar a la habitación, se topó con Roca.

A Roca le sentaba magníficamente su uniforme azul, embellecido con medallas, galones dorados y el sable; le confería el porte de un príncipe austrohúngaro. Usaba el cabello peinado hacia atrás y se había recortado la barba y el bigote. Presentaba un aspecto muy cuidado, aunque carente de vanidad o afectación. Con respecto a sus amplias entradas, que profetizaban una calvicie prematura, Laura las encontraba atractivas y sugerentes después de que María Pancha le informó que se consideraban indicio de un carácter lujurioso. Tuvo deseos de él, pero se cuidó de mostrarlo.

—Buenas noches, general —saludó con indiferencia y, mientras caminaba hacia la puerta, se calzaba los guantes.

Roca le salió al cruce, la aferró por el brazo y le hundió los dedos en la carne.

—¿Por qué no fuiste hoy a la casa de Chavango?

—Tenía otro compromiso.

—¿Con quién?

—Hace tiempo que dejé de dar explicaciones, Julio.

—No vuelvas a bailar con ése —le ordenó cerca del rostro.

—¿Por qué no? —lo acicateó Laura.

—¡Porque yo lo digo, carajo!

Laura se asustó, pero de inmediato eligió una expresión más estudiada.

—Vaya, general, que se ha vuelto usted muy osado e imprudente. Cuidado, no soy yo la que tiene que perder aquí.

Roca no estaba para acentos burlones o majaderías. La aferró por la nuca. Se miraron intensamente antes de que el general le cubriera la boca con labios implacables. A punto de terminar en la cama, Laura escuchó la voz de doña Joaquina en el corredor.

—¡Es doña Joaquina! —jadeó, e intentó deshacerse de las manos del general.

Roca la soltó y se evadió al tocador. Laura se contempló en el espejo y trató de volver la trenza a su lugar y reamar los bucles, sin éxito. Encontró a doña Joaquina en el umbral.

—¡Estabas aquí, querida! —se sorprendió la anfitriona, que, junto con una doméstica, buscaban el abrigo de doña Agustina Mansilla—. El pobre de Cristián anda como perdido sin tu presencia en la sala.

—Vine a retocarme el maquillaje —explicó Laura.

—Volvamos a la fiesta —sugirió la dueña de casa; a la sirvienta le indicó—: Ésa, Marta, la esclavina de merino gris.

El general Roca siguió con extrema atención el diálogo en la habitación contigua. Al escuchar que la puerta se cerraba y que la estancia quedaba en silencio, se adecentó rápidamente y salió. Mientras recorría el pasillo hacia la sala, cavilaba acerca del arrebato que lo había convertido en un energúmeno, del disparate que había estado a punto de cometer. Los celos lo habían obcecado, enajenándolo de la sensatez de la que se jactaba. Había perdido el control, algo que nunca se permitía. Algo que no se perdonaba.

Buscó en vano a Laura entre las parejas que bailaban y más allá, entre las que conversaban; tampoco la vio cerca de la mesa ni en la terraza. A poco, Gramajo le susurró que se había retirado con su familia. Él también quería irse, pero, por el bien de las apariencias, aguardó una hora antes de despedirse del matrimonio Torres. Al día siguiente, más taciturno y parco que de costumbre, no le mencionó a Gramajo que enviara la esquela a la señora Riglos, y su edecán no se animó a indagar.

Al despedirse en el vestíbulo de la casa de la calle Chavango, ni Roca ni Laura se referían a la próxima vez, aunque ambos sabían que, tarde o temprano, el billete con los números garabateados por Gramajo llegaría. Cinco días más tarde del incidente en la tertulia de Torres, el billete aún no aparecía, y Laura meditó que, después de todo, era lo mejor. El exabrupto del general había puesto de manifiesto que esa relación estaba saliéndose de cauce. Roca era posesivo y dominante, y así como resultaba un amante experto, se le antojó que sería un pésimo marido, pues todo lo que a él le atraía de ella, su independencia, rebeldía y descaro, se tornaría inadmisible si llevase su apellido. Por otro lado, las murmuraciones no cesaban a pesar de la precaución y la discreción.

Laura entró en el dormitorio de su madre sin llamar y la encontró bordando el traje de bautismo del bebé de Juan Marcos Montes, hermano mayor de Eugenia Victoria. El pecho de Magdalena subía y bajaba regularmente, y su semblante, apenas iluminado por la luz del atardecer, de inmediato aletargó a Laura. Se quedó mirándola, incapaz de irrumpir en la quietud de su madre, arrobada también por la exquisita belleza de ese perfil que, por familiar, nunca apreciaba.

Magdalena levantó la vista y le sonrió con ternura. Laura avanzó y se arrodilló junto a ella. Magdalena la besó en la frente y la bendijo.

—Nadie hace el ojo de perdiz como usted —aseguró Laura—. Será un magnífico traje de bautismo. Romualdito tendrá el porte de un principito inglés, con su pelito rubio y sus carrillos de querubín.

—Concepción —dijo Magdalena, refiriéndose a la mujer de su sobrino Juan Marcos— vino a visitarnos hoy junto con Esmeralda.

—¿Esmeralda Balbastro?

—Sí. Esmeralda preguntó muchísimo por ti. Ella es la madrina del niño.

A Laura siempre la invadía un sentimiento de culpa si de Esmeralda Balbastro se trataba. La conceptuaba de hipócrita y frívola y, sin embargo, era la mujer que tanto había amado su querido Romualdo. Incluso, en su lecho de muerte, Romualdo Montes le había pedido que se acercara a Esmeralda, que intentara ser su amiga y que la ayudara en su viudez, y, aunque se lo había prometido, Laura, incapaz de vencer el antagonismo, terminó por faltar a la palabra empeñada. A su juicio, Esmeralda Balbastro no había hecho feliz a Romualdo.

—Me confesó tu primo Juan Marcos —siguió Magdalena— que él deseaba que tú fueras la madrina de Romualdito. Pero ya ves, finalmente se decidieron por Esmeralda. Como el niño lleva el nombre de su difunto esposo…

—Tía Celina —expresó Laura, y se refería a la abuela de Romualdito— habrá puesto el grito en el cielo cuando Juan Marcos le mencionó su intención de nombrarme madrina del niño. Todavía no se aviene al hecho de que lo sea de su nieta Pura.

—¡La pobre Celina! —suspiró Magdalena—. Aún no te perdona el asunto del convento de Santa Catalina de Siena. Tú y tu primo Romualdo le echaron a perder la promesa que le había hecho a la santa.

—¡Éramos dos niños! —se exasperó Laura.

—Sí, sí, dos niños —repitió Magdalena—. Lo recuerdo bien: tú, once años y tu primo, quince, pero ese día, al ayudar a Eugenia Victoria a escapar del convento, actuaron con la bizarría de dos filibusteros de cuarenta.

—Recuerdo que, cuando volvimos a Córdoba y se lo contamos a papá, él se desternilló de risa.

—Tu padre sólo supo malcriarte.

—También recuerdo que dijo que tía Celina se lo tenía bien merecido por retrógrada.

—Si tu abuela Ignacia hubiese escuchado a tu padre habría vociferado…

—¡Qué hombre tan impío! —se apresuró a completar Laura, y ambas rieron.

Magdalena volvió a su trabajo de pasamanería, y Laura se dedicó a contemplarla. Tenía que agradecerle a su tía Blanca Montes la relación estable y armoniosa que la unía a su madre desde hacía algunos años. A través de sus Memorias, Blanca le había mostrado una Magdalena muy distinta, una Magdalena más mujer que madre, enamorada, romántica, rebelde, desobediente, que se extasiaba con las figuras eróticas de un ejemplar de Les mille et une nuits. En definitiva, una Magdalena Montes muy parecida a Laura Escalante.

Magdalena nunca le reprochó a Laura su huida a Río Cuarto. Volvieron a verse en Córdoba, en el 75, cuando Laura la convocó a pedido del general, que la quería a su lado antes de morir. Magdalena leyó el telegrama, metió lo indispensable en un baúl y se precipitó a la estación de trenes. Al día siguiente puso pie en Córdoba después de casi diez años de ausencia. La conmocionó volver a casa de los Escalante, que nunca había sentido como propia. A excepción de Selma, que se mostró tan fría y esquiva como de costumbre, Laura, María Pancha y el resto de las domésticas le dieron una bienvenida afectuosa.

Escalante había envejecido tanto en los últimos años que parecía el abuelo de Magdalena. Hundido entre las almohadas, con el rostro demacrado y arrugado, las manos huesudas y venosas, y la respiración jadeante, se lo veía frágil y vulnerable, una imagen inesperada de él. Superada la impresión, Magdalena se arrodilló junto a la cama y le besó los labios secos. Escalante le acarició la cabeza y la llamó “ma poupée” como en los viejos tiempos. El general murió diez días más tarde en brazos de su mujer, y Laura pensó que su madre jamás se resignaría, pues lloró tres días seguidos. Si Alcira, la nodriza de la bisabuela Pilarita, hubiese vivido habría asegurado que Magdalena Montes tenía bien puesto el nombre.

Julián Riglos viajó a Córdoba al enterarse de la muerte de su suegro, se hizo cargo de los arreglos del funeral y de las tediosas cuestiones de la sucesión. Laura, incapaz de pensar en nada excepto en que había perdido a su padre y que su madre parecía quebrada para siempre, aceptó su ayuda a pesar de que había jurado que no volvería a pedirle un favor en su vida. Semanas más tarde, cuando regresaron a Buenos Aires, Riglos volvió a tenderle una mano cuando la defendió a capa y espada contra la malicia de amistades y parientes.

—Me dijo María Pancha que el doctor Pereda vino a verla hoy de nuevo —comentó Laura.

Magdalena se limitó a asentir sin despegar la vista de la labor.

—En la tertulia de doña Joaquina no la dejó ni a sol ni a sombra —insistió—. Resulta evidente que la corteja.

Esta vez Magdalena dejó el bastidor y, simulando fastidio, clavó la mirada en la de su hija.

—Me pregunto si me permitirás terminar el traje de Romualdito. ¿No tienes nada que hacer? Siempre estás atareadísima, de aquí para allá con tus compromisos y asuntos, jamás tienes tiempo para cruzar dos palabras con tu madre. Hoy, de todos los días, te interesas por el doctor Pereda.

—Me intereso por usted.

—Nazario y yo somos buenos amigos, eso es todo —concluyó Magdalena, y retomó el bordado.

—¿Qué hará si Nazario intenta besarla?

—¡Laura! —se escandalizó Magdalena, y apretó los labios para ocultar una sonrisa. Su hija había sido ingobernable a los diez años, no pretendería encarrilarla a los veintiséis.

—¿Qué le dirá si le propone matrimonio? —tentó Laura, convencida de que su madre jamás respondería la pregunta anterior.

—Que no, por supuesto.

—¿Por qué no? Es un caballero culto, refinado, agradable. A pesar de sus años, se conserva en inmejorable estado. Es diplomático —añadió—, viajaría por Europa, acompañándolo. ¿No es ésa una virtud insuperable del buen doctor Pereda?

—Sabes que esas virtudes me tienen muy sin cuidado. Son otras cualidades las que valoro.

—Hubo un tiempo —habló Laura, luego de una reflexión— en que me habría conformado con un rancho si hubiese podido compartirlo con quien amaba.

Si bien Magdalena jamás le reprochó la escapada a Río Cuarto, deliberadamente había obviado el tema del romance con el indio y el escándalo con el coronel del Fuerte Sarmiento. Sin palabras, había quedado claro entre ellas que Magdalena no quería saber. Inopinadamente, Laura traía el recuerdo a la palestra, y Magdalena no logró simular el embarazo. Carraspeó, nerviosa, y se puso de pie. Encendería la lámpara a gas, ¿verdad que últimamente oscurecía más temprano?; estaba forzando la vista en vano. Laura siguió la figura todavía esbelta de su madre. Una sonrisa lastimera le entristecía el semblante mientras pensaba que Magdalena Montes jamás aceptaría que su única hija se había entregado a un indio, y no importaba un ardite cuánto lo hubiese amado.

Magdalena volvió a la silla y suspiró.

—Insisto —dijo Laura—: debería reconsiderar el cortejo del doctor Pereda. Como padrastro, me resulta sumamente aceptable. Es encantador.

—Siempre pretendes salirte con la tuya. Siempre te sales con la tuya —remarcó Magdalena.

—Eso también lo dice la abuela Ignacia.

—Será que me estoy volviendo un poco vieja y cascarrabias como ella. Ya verás, hija, llegará el día en que le darás la razón a tu madre en todo cuanto te dijo y aconsejó. Pero quizá ya no la tengas a tu lado.

María Pancha llamó a la puerta y pidió unas palabras con Laura. En el corredor le extendió una esquela. Laura la abrió y vio los dos números garabateados por el coronel Artemio Gramajo.

—Su mujer está de regreso —anunció María Pancha—. Esta mañana la vi entrar en la casa que ocupan, esa que le alquilan a don Francisco Madero en la calle de Suipacha. Y escuché que tu tía Soledad decía que se la había encontrado en la misa de San Nicolás.

El comentario desorientó a Laura, que jamás había reparado en Clara Funes. Su relación con Roca empezaba y terminaba en la casa de Chavango, y lo que cada uno hacía fuera de ese sitio carecía de importancia para el otro. Por esto mismo la había contrariado el comportamiento del general en lo de doña Joaquina. De rebato y sin justificación, Roca había violado esa pauta implícita, poniendo en riesgo incluso su propia carrera.

Sacudió los hombros y marchó a su dormitorio. En breve, Ciro Alfano, el ayudante de Mario Javier, vendría a buscar sus escritos para el próximo número de La Aurora y debía aprontarlos.