Montsegur, Francia, 1244
Las reservas de alimentos ya se habían agotado y aunque la gente estaba hambrienta y con frío, el espíritu de esos hombres, mujeres y niños estaba aún más alto que aquel día cuando tomaron refugio en el imponente fuerte enclavado en Midi, en el sur de Francia. Los Pirineos, con sus picos nevados, aportaban un marco de sublime belleza al sitio en el cual se encontraban por ya casi diez meses.
La noticia de que todo estaba acabado, de que había llegado el momento de entregarse al ejército liderado por el siniestro Huges de Narcis, no causó ni sorpresa ni alarma entre los más de quinientos cátaros que resistían en el fuerte.
Acostumbrados a vivir perseguidos desde la época en que sus ancestros —la antigua dinastía merovingia— fuera exterminada por la Inquisición, sostenían firme su esperanza en que esos momentos de dolor y desolación se transmutarían en una gran victoria en los tiempos en que volverían encarnados en nuevos cuerpos a nuevos tiempos, donde la verdad se impondría sobre la mentira. La humanidad estaba destinada a ser libre. Sabían que los conocimientos y enseñanzas, que hasta esos días se consideraban una herejía, serían las claves de entrada para el encuentro del hombre con la luz de su espíritu.
Conocían su destino y misión, y no estaban dispuestos a renegar del más preciado tesoro que portaban: las verdaderas enseñanzas de Jesús. Estas habían sido traídas desde Oriente a Occidente por la mismísima «Apóstol de Apóstoles», la más amada por el Maestro, su compañera leal y una de las más brillantes y prodigiosas mujeres de la historia: María Magdalena.
Cientos y miles de años de persecución al linaje y descendencia de Jesús y Magdalena, así como también a todos aquellos que se atrevieran a albergar tan nobles verdades en su corazón, eran foco ineludible del ejército de la Iglesia llamada Santa Inquisición, que en el nombre de Dios dio muerte a miles de seres humanos acusados de aceptar dicha herejía.
Es por eso que aquella terrible noche del 16 de marzo de 1244, los líderes naturales del pueblo cátaro se reunieron para decidir qué hacer en la nefasta hora que se avecinaba. Y no era la vida lo que había que cuidar. Para ellos la Vida era eterna, y la muerte no era más que una nueva oportunidad para estos hombres y mujeres que irradiaban una paz y una certeza imposibles de entender desde los conceptos humanos. Sentados alrededor de lo que debería haber sido un cálido hogar —ya no había leña para el fuego—, buscaron la forma para salvar los tesoros que por más de mil años custodiaban. Un Evangelio de Jesús escrito de puño y letra por el Maestro, y cuatro cofres pequeños con reliquias de Jesús, María Magdalena, Sara Tamar y Jesús David, estos dos últimos hijos de ambos. Y, también, uno de los tesoros más preciados y buscados por los inquisidores: el Baphomet.
Ni las más terribles torturas habían logrado que el corazón de los templarios se debilitara y entregara la información del secreto mejor guardado por ellos. El código Baphomet.
Esa noche sin estrellas, los líderes cátaros decidieron qué harían con sus tesoros. La vida misma de cada uno de ellos era valiosa en cuanto pudiera ser usada para hacer prevalecer la Luz del Mundo que estaban en ese libro, en las cuatro cajas y en el Baphomet. Eran muy pocos los cátaros que sabían de aquel legendario tesoro.
Un caballero templario que en aquella noche inspiró con sus palabras a los que allí se habían reunido, compartía con ellos esas últimas horas. A muchos de ellos nunca más los volvería a ver.
De distinguido porte y noble alcurnia, este hombre había dedicado los últimos años de su vida a servir a la Orden del Temple. Conocido por su refinado sentido del humor y una devoción sin límites a Su Señora —refiriéndose de este modo a María Magdalena—, había participado activamente en la protección del pueblo cátaro gracias a sus dotes de estratega. Infiltrado en la curia católica, durante años pudo prevenir los feroces ataques que aquella planeaba en contra de los perseguidos.
Haciéndose de la información pertinente, el hombre enviaba a un oportuno emisario que se encargaba de poner en guardia al pueblo, de tal manera que así lograba huir y evitaba la masacre.
No siempre lo conseguía, pero esa fue la forma en que durante años sirvió protegiendo a los «puros», nombre con el cual eran reconocidos estos cristianos medievales.
—Tengo el honor de compartir esta última noche con ustedes —habló el caballero con los ojos brillantes—. Y debo decirles, una vez más, cuánto me enorgullece haber prestado mi servicio para la noble causa que tan impecablemente hemos llevado a cabo por más de mil trescientos años. Pero ha llegado el momento en que los oscuros darán un golpe certero a cientos de años de paz, cultura y avance en este entrañable sur de Francia. Todos lo sabemos.
»Hemos resistido heroicamente y no podíamos esperar menos de toda esta gente reunida acá. Un pueblo cuyo legado será la base de futuras generaciones que buscarán la vida comunitaria, inspirada en Dios y respetando la naturaleza y la individualidad de cada ser viviente.
»Muchos de nosotros fuimos testigos de lo que ocurrió hace mil trescientos años en el Gólgota, aquel día en que el Maestro frente a nosotros logró la victoria de la Vida sobre la muerte. Nunca nada volvió a ser lo mismo. Nuestra escuela viene de tiempos inmemoriales y es momento de recordar a quienes abrieron e inspiraron nuestro camino: en primer lugar reconocemos a Ana, la gran guía del Monte Carmelo, madre de María y abuela de Jesús.
»Hermanos y hermanas —continuó hablando el anónimo caballero cada vez más emocionado—. La profecía dice que el laurel reverdecerá dentro de setecientos años. Muchos de nosotros volveremos con ojos que verán y oídos que escucharán aquel futuro y magnífico evento. Y hemos de preparar el terreno para que así sea.
»Esta noche, decidiremos quiénes de nosotros, al amparo de Dios y Su Hueste de Luz, se harán cargo de custodiar los tesoros que durante tantos años hemos conservado. Los pondremos a salvo para que cumplan su función en los tiempos que vendrán.
»Estoy feliz y complacido de que me hayáis elegido para custodiar el Baphomet. Mi Vida está puesta en manos de Dios y nada podrá impedir que se cumpla la misión que pone todo en orden definitivo.»
Acto seguido, hombres y mujeres afinaron los detalles de lo único importante para ellos: resguardar los tesoros. Sin mayores discusiones ni preámbulos, se designó a los hombres y mujeres que tendrían la misión de custodiar los más preciados bienes que eran el real objetivo de sus persecutores.
No había ni miedo ni dudas. Ya estaba escrito que los valiosos objetos jamás estarían en peligro. Antes se caerían los cielos, a esperar que los enemigos se hicieran con lo que se había protegido durante milenios.
La partida de los custodios y custodias de los tesoros estaba programada para la medianoche. Deberían bajar de la montaña a escondidas de los centinelas y así alcanzar los caballos que los esperaban en un tupido bosque al que nadie que no conociera sus vericuetos, tenía acceso.
Ya estaba todo preparado. Al día siguiente los que permanecían en la montaña serían conducidos a la hoguera previa interrogación de los inquisidores, quienes por última vez los invitarían a abjurar de su fe. Ninguno lo habría de hacer. Más aún, concurrirían al sacrificio cantando alabanzas a Dios. Hombres, mujeres, jóvenes y niños. Los más pequeños abrazados a sus madres.
Sentados en círculo y tomándose de las manos en silencio solemne, el grupo de hombres y mujeres que allí se encontraban —ignorando el inclemente frío que calando sus huesos no lograba calar sus almas—, comenzaron a pronunciar la oración de la cual obtenían su verdadero poder. El legado del Maestro Jesús, quien lo enseñó durante su ministerio en la Tierra. En esta ocasión, en lugar de usar el occitano, que era la lengua nativa de esa región, decidieron hacerlo en el antiguo arameo, conocido por sus maestros hace dos mil años.
Esa gélida noche, compartieron el pan y el vino cuidadosamente reservado para aquella ocasión, mientras las voces se elevaron estremeciendo cielo y tierra:
PadreMadre, Respiración de la Vida ¡Fuente del
Sonido. Acción sin palabras. ¡Creador del Cosmos!
Haz brillar tu luz dentro de nosotros, entre nosotros y
fuera de nosotros para que podamos hacerla útil.
Ayúdanos a seguir nuestro camino respirando tan solo
el sentimiento que emana de Ti
Nuestro Yo, en el mismo paso, pueda estar con el
Tuyo, para que caminemos como Reyes y Reinas con
todas las otras criaturas.
Que tu deseo y el nuestro sean uno solo, en toda la
Luz, así como en todas las formas, en toda existencia
individual, así como en todas las comunidades.
Haznos sentir el alma de la Tierra dentro de nosotros,
pues, de esta forma, sentiremos la Sabiduría que
existe en todo.
No permitas que la superficialidad y la apariencia de
las cosas del mundo nos engañen. Libéranos de todo
aquello que impide nuestro crecimiento.
No nos dejes caer en el olvido de que Tú eres el Poder
y la Gloria del mundo, la canción que se renueva de
tiempo en tiempo y que todo lo embellece.
Que Tu amor esté donde crecen nuestras acciones.
¡Que así sea!
El despuntar del alba de aquel 16 de mayo de 1244, los «puros», en una larga caravana, bajaron desde su último refugio.
A varios kilómetros de distancia, el anónimo caballero con el corazón destrozado por el destino de sus amigos, vertiendo viriles lágrimas que bañaban su rostro por completo, cabalgó hacia el sur con su preciosa carga, del todo seguro de que lograría su cometido. Él no estaba solo. Siempre le acompañaban presencias luminosas.